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Authors: John Irving

Una mujer difícil (43 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Además —le dijo Hannah—, ya es hora de que te follen. Y si estás conmigo, eso es algo que sucederá con toda seguridad.

No sucedió en Londres, la primera ciudad de su gira, aunque allí un chico la toqueteó en el bar del hotel Royal Court. Lo había conocido en la National Portrait Gallery, adonde Ruth acudió para ver los retratos de varios de sus pintores predilectos. El joven la llevó al teatro y a un caro restaurante italiano cerca de Sloane Square. Era un norteamericano que vivía en Londres cuyo padre tenía cierto cargo diplomático, y el primero, entre todos los chicos con los que había salido, que tenía tarjetas de crédito, si bien ella sospechaba que pertenecían a su padre. En vez de follar, se emborracharon en el bar del Royal Court, porque Hannah ya estaba «usando» la habitación que ambas compartían cuando Ruth hizo acopio del valor suficiente para llevar al joven a su hotel. Hannah estaba haciendo el amor ruidosamente con un libanés al que había conocido en una oficina bancaria mientras hacía efectivo un cheque de viaje. («Mi primera experiencia en el campo de la banca internacional —escribió en su diario—. Por fin mi padre podría sentirse orgulloso de mí.»)

La segunda ciudad en su gira europea fue Estocolmo. Contrariamente a lo que había predicho Hannah, no todos los suecos eran rubios. Los dos jóvenes que se ligaron a las amigas eran morenos y bien parecidos. Aún estudiaban en la universidad, pero estaban muy seguros de sí mismos, y uno de ellos (el que acabó con Ruth) hablaba un inglés excelente. El otro, algo más guapo y que apenas hablaba una palabra de inglés, se pegó enseguida a Hannah.

El joven que le tocó en suerte a Ruth condujo a los cuatro a casa de sus padres, que estaba a tres cuartos de hora de Estocolmo por carretera. Los padres pasaban fuera el fin de semana.

Era una casa moderna, con mucha madera de tono claro. El acompañante de Ruth, que se llamaba Per, hirvió salmón con eneldo y lo comieron con patatas y una ensalada de berros, huevo duro y cebollinos. Hannah y Ruth se tomaron dos botellas de vino blanco mientras los chicos bebían cerveza, y entonces el que era algo más guapo llevó a Hannah a uno de los dormitorios para invitados.

No era la primera vez que Ruth acertaba a oír los ruidos de Hannah al hacer el amor, pero de alguna manera era diferente, pues sabía que su pareja no hablaba inglés… y mientras Hannah gruñía, Ruth y Per se dedicaron a lavar los platos.

—No sabes cómo me alegro de que tu amiga se lo esté pasando tan bien —le dijo Per más de una vez.

—Hannah siempre se lo pasa bien —respondió Ruth.

Ruth deseaba que hubiera más platos que lavar, pero era consciente de que ya había retrasado en exceso el momento de la verdad.

—Soy virgen —dijo finalmente.

—¿Quieres seguir siéndolo? —le preguntó Per.

—No, pero estoy muy nerviosa —le advirtió ella.

También le dio al muchacho un preservativo antes de que él hubiera empezado a desvestirse. Los tres embarazos de Hannah le habían enseñado a Ruth una o dos cosas y, aunque tardíamente, también se las habían enseñado a Hannah.

Pero cuando Ruth le dio el preservativo, el joven sueco pareció sorprendido.

—¿De veras eres virgen? Nunca he estado con una virgen. Ruth se dio cuenta de que Per estaba casi tan nervioso como ella. También había ingerido demasiada cerveza, cosa que él comentó en pleno coito.

—Ól —le dijo al oído, y Ruth lo tomó por el anuncio de que se estaba corriendo.

Por el contrario, el muchacho le pedía disculpas porque tardaba tanto en eyacular. (Ól significa cerveza en sueco.)

Pero Ruth no había tenido ninguna experiencia que le permitiera hacer una comparación. El acto no le pareció ni muy largo ni muy corto. Su principal motivación era superar la experiencia, «haberlo hecho» por fin. No sentía nada.

Así pues, Ruth supuso que en Suecia eso era propio de la etiqueta sexual y dijo también «ol», aunque no se estaba corriendo.

Cuando Per se retiró de ella, pareció decepcionado al ver la escasa cantidad de sangre. Esperaba que una virgen sangrara mucho. Ruth supuso que eso significaba que la experiencia había sido inferior a sus expectativas.

Desde luego, fue inferior a las de Ruth. Menos diversión, menos pasión, incluso menos dolor de lo que había esperado. Todo había sido menos. Resultaba difícil imaginar el motivo de los vehementes grititos de Hannah Grant que ella había oído durante años.

Pero lo que Ruth Cole aprendió de su primera experiencia sexual en Suecia fue que las consecuencias del sexo suelen ser más memorables que el mismo acto. Para Hannah no había ninguna consecuencia que considerase digna de recordar. Ni siquiera sus tres abortos le habían disuadido de repetir el acto una y otra vez, el cual parecía tener mucha más importancia para ella que sus posibles consecuencias.

Por la mañana, cuando los padres de Per regresaron a casa, mucho antes de lo previsto, Ruth se hallaba sola y desnuda en la cama del matrimonio. Per se estaba duchando cuando la madre entró en la habitación y se puso a hablar en sueco con Ruth.

Aparte de que no entendía a la mujer, Ruth no encontraba sus ropas, y tampoco Per podía oír el tono cada vez más alto de su madre por encima del sonido de la ducha.

Entonces el padre del muchacho entró en el dormitorio. A pesar de la decepción de Per por lo poco que Ruth había sangrado, ella vio que había manchado la toalla extendida sobre la cama. (Previamente había tomado todas las precauciones posibles para no manchar las sábanas.) Ahora, mientras procuraba cubrirse a toda prisa con la toalla manchada de sangre, era consciente de que los padres de Per habían visto no sólo su desnudez sino también su sangre.

El padre del joven, un hombre de semblante severo, no chistó, pero miraba a Ruth con una fijeza tan implacable como la creciente histeria de su esposa.

Fue Hannah quien ayudó a Ruth a encontrar sus prendas de vestir, y también tuvo la presencia de ánimo necesaria para abrir la puerta del baño y gritarle a Per que saliera de la ducha.

—¡Dile a tu madre que deje de gritar a mi amiga! —le dijo a voz en cuello, y entonces gritó también a la madre de Per—: ¡Grítale a tu hijo, no a ella, pendejo de mierda!

Pero la madre de Per no podía dejar de gritarle a Ruth, y Per era demasiado cobarde, o estaba demasiado fácilmente convencido de que Ruth y él habían hecho algo reprobable, para oponerse a su madre.

En cuanto a Ruth, era tan incapaz de efectuar un movimiento decisivo como de decir algo coherente. Permaneció muda mientras dejaba que Hannah la vistiera, como si fuese una niña.

—Pobrecilla —le dijo Hannah.

—Qué desgracia de polvo para ser el primero. Normalmente acaba mejor.

—El sexo ha estado bien —musitó Ruth.

—¿Solamente «bien»? —replicó Hannah—. ¿Has oído eso, picha floja? —le gritó a Per—. Dice que sólo has estado «bien».

Entonces Hannah observó que el padre de Per seguía mirando fijamente a su amiga, y le gritó:

—¡Eh, tú, capullo! ¿Te gusta mirar como un bobo o qué?

—¿Quieren que les pida un taxi para usted y su compañera? —le preguntó el padre de Per en un inglés mejor que el de su hijo.

—Si me comprendes —replicó Hannah—, dile a la zorra insultante de tu mujer que deje de gritar a mi amiga, ¡que abronque al pajillero de tu hijo!

—Mire, señorita —le dijo el padre de Per—, desde hace años mis palabras no surten ningún efecto discernible en mi esposa.

Ruth recordaría siempre la majestuosa tristeza del caballero sueco mejor de lo que recordaría al cobarde Per. Y mientras la contemplaba desnuda, no fue lujuria lo que Ruth vio en sus ojos, sino la paralizante envidia que le tenía a su afortunado hijo.

En el taxi, de regreso a Estocolmo, Hannah le preguntó a Ruth:

—¿No era sueco el padre de Hamlet? Y también la zorra de su madre… y el tío malvado, supongo, por no mencionar a la chica idiota que se ahoga. ¿No eran todos ellos suecos?

—No, eran daneses —replicó Ruth.

Experimentaba una sombría satisfacción porque seguía sangrando, aunque sólo fuese un poco.

—Suecos, daneses…, ¿qué más da? —dijo Hannah—. Todos son unos gilipollas.

Siguieron hablando en esta vena, y al cabo de un rato Hannah dijo a su amiga:

—Siento que tu revolcón sólo haya estado «bien»… El mío ha sido estupendo. Tenía la minga más grande que he visto hasta ahora —añadió.

—¿Por qué cuanto más grande mejor? —le preguntó Ruth—. No he mirado la de Per —admitió—. ¿Tenía que haberlo hecho?

—Pobre criatura, pero no te preocupes. La próxima vez no te olvides de mirarla. En fin, lo importante es lo que te hace sentir.

—Supongo que me ha hecho sentir bien —dijo Ruth—. Sólo que no es lo que había esperado.

—¿Esperabas que fuese mejor o peor?

—Creo que esperaba las dos cosas.

—Eso ya te ocurrirá —replicó Hannah—. No te quepa la menor duda. Será peor y mejor.

Al menos en ese aspecto, Hannah había tenido razón. Por fin Ruth logró dormirse de nuevo.

Ted a los setenta y siete años

Desde luego, no parecía tener más de cincuenta y siete. No era tan sólo porque la práctica del squash le mantenía en forma, aunque a Ruth le preocupaba que el cuerpo musculoso y macizo de su padre, que era el prototipo de su propio cuerpo, hubiera llegado a ser inevitablemente para ella el modelo de la figura masculina. Ted había conservado unas proporciones más bien pequeñas. (Allan, además del hábito de meter la mano en los platos ajenos, tenía el problema de su talla y su volumen: era mucho más alto y algo más pesado que los hombres a los que Ruth prefería en general.)

Pero la teoría de Ruth sobre el éxito con que su padre mantenía a raya a la vejez no tenía nada que ver con su buena forma física y su talla. La frente de Ted carecía de arrugas y no tenía bolsas bajo los ojos. Las patas de gallo de Ruth eran casi tan marcadas como las de él. La piel de la cara de su padre era tan suave y estaba tan limpia que podría ser la cara de un muchacho que hubiera empezado a afeitarse o que sólo necesitara hacerlo un par de veces a la semana.

Desde que Marion le abandonara y, mientras vomitaba tinta de calamar en el váter, se jurase a sí mismo que no tomaría más licores fuertes (sólo bebía cerveza y vino), Ted dormía tan profundamente como un niño. Y a pesar de lo mucho que había sufrido por la pérdida de sus hijos y, más adelante, por la de sus fotografías, el sufrimiento parecía haberse mitigado. ¡Tal vez el don más irritante de aquel hombre era su capacidad de dormir bien y durante largo tiempo!

En opinión de Ruth, su padre era una persona sin conciencia y sin las inquietudes habituales; un ser humano que desconocía la tensión. Como Marion había observado, Ted no hacía casi nada; en calidad de autor e ilustrador de libros infantiles, había triunfado mucho tiempo atrás, nada menos que en 1942, superando sus pequeñas ambiciones. Llevaba años sin escribir nada, pero no tenía necesidad de hacerlo. Ruth se preguntaba si alguna vez había querido realmente hacerlo.

El ratón que se arrastra entre las paredes
,
La puerta del suelo
,
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
…, no había ninguna librería del mundo (con una sección infantil aceptable) que no tuviera en existencia los libros de Ted Cole. Había también videos, que consistían en la animación de los dibujos de Ted. Lo único que hacía ahora era dibujar.

Y si su celebridad había disminuido en los Hamptons, lo cierto era que le solicitaban en otras partes. Cada verano seducía por lo menos a una madre durante una conferencia de escritores celebrada en California, a otra en una conferencia en Colorado y a una tercera en Vermont. También era popular en los campus universitarios, sobre todo en universidades estatales de estados lejanos. Con pocas excepciones, las estudiantes actuales eran demasiado jóvenes para que las sedujera incluso un hombre tan atemporal como Ted, pero la soledad de las desatendidas esposas de profesores cuyos hijos, ya adultos, habían emprendido el vuelo, seguía intacta. Aquellas mujeres todavía eran jóvenes para Ted.

Entre las conferencias de escritores y los campus universitarios, resultaba sorprendente que, en treinta y dos años, Ted Cole nunca hubiera coincidido con Eddie O'Hare, pero lo cierto era que Eddie había hecho todo lo posible por evitar el encuentro. No era difícil, a decir verdad. Sólo tenía que preguntar quiénes formaban el cuerpo de profesores y quiénes eran los conferenciantes invitados. Cada vez que Eddie oía el nombre de Ted Cole, rechazaba la invitación.

Y si las patas de gallo eran una indicación, Ruth temía que se le notara la edad más de lo que se le notaba a su padre. Peor todavía, le preocupaba en grado sumo que la mala opinión que su padre tenía del matrimonio pudiera haber ejercido una impresión perdurable en ella.

Cuando cumplió los treinta años, acontecimiento que celebró con su padre y Hannah en Nueva York, Ruth hizo una observación desenfadada, muy rara en ella, sobre el tema de sus escasas y siempre fracasadas relaciones con los hombres.

—Bueno, papá —le dijo—, probablemente pensabas que a estas alturas ya estaría casada y podrías dejar de preocuparte por mí.

—No, Ruthie —replicó él—. Cuando te cases es cuando empezaré a preocuparme por ti.

—Claro, ¿por qué has de casarte? —terció Hannah—. Puedes tener a todos los hombres que quieras sin casarte.

—Todos los hombres son básicamente infieles, Ruthie —le dijo su padre.

Ya le había dicho eso otras veces, incluso antes de que ingresara en Exeter, ¡cuando sólo tenía quince años!, pero siempre encontraba un modo de repetirlo, por lo menos un par de veces al año.

—Sin embargo, si quiero tener un hijo… —objetó Ruth. Conocía la opinión de Hannah sobre el hijo. Su amiga no quería tenerlo, y Ruth era muy consciente del punto de vista de su padre, según el cual si tienes un hijo has de vivir con el temor constante de que le ocurra algo…, por no mencionar la evidencia de que la madre de Ruth, según él, «no había aprobado el examen de madre»

—¿Quieres tener un hijo, Ruthie? —le preguntó su padre.

—No lo sé.

—Entonces puedes —dijo Hannah.

Pero ahora Ruth tenía treinta y seis años y, no le quedaba demasiado tiempo por delante si quería un hijo. Cuando le habló a su padre sobre Allan Albright, Ted puso reparos.

—¿Qué edad tiene? Es doce o quince años mayor que tú, ¿verdad?

(Ted Cole conocía a todo el mundo en el mundillo editorial. Aunque hubiera colgado la pluma, se mantenía informado sobre los aspectos comerciales de la literatura.)

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