Una mujer difícil (39 page)

Read Una mujer difícil Online

Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
8.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No se atreva a empujarme —le dijo.

—No es mi madre, ¿verdad? —le preguntó Ruth a Eddie.

—No, claro que no.

—Oiga… —dijo la anciana a Ruth—, ¡le estoy pidiendo que firme estos libros para mis nietos! ¡Sus propios libros! Los he comprado…

—Señora, por favor… —insistió Allan.

—¿Quiere decirme qué diablos le ocurre? —preguntó la anciana a Ruth.

—Váyanse a la mierda usted y sus nietos —le dijo Ruth. La mujer la miró como si la hubiera abofeteado.

—¿Qué me ha dicho?

Tenía un tono imperioso que Hannah habría llamado «generacional», pero que a Ruth le parecía más propio de la riqueza y el privilegio de la desagradable anciana. Sin duda la agresividad de la mujer no se debía tan sólo a su edad.

Ruth sacó una de sus novelas de la bolsa y preguntó a Eddie si tenía algo con que escribir. Él buscó en los bolsillos de su chaqueta húmeda y le ofreció la pluma de tinta roja…, la favorita del maestro.

La novelista se puso a escribir en la primera página del ejemplar de la anciana y repitió en voz alta las palabras mientras las anotaba:

—Váyanse a la mierda usted y sus nietos.

Puso de nuevo el libro en la bolsa y se dispuso a sacar otro (habría escrito lo mismo en todos ellos, sin firmarlos), pero la mujer le arrebató la bolsa.

—¿Cómo se atreve? —le gritó la anciana.

—A la mierda usted y sus nietos —repitió Ruth monótonamente, en el mismo tono que empleaba al leer en voz alta. Y entró en el camerino, diciéndole a Allan, al pasar por su lado—. A la mierda con lo de ser amable dos veces, incluso una sola vez.

Eddie, sabedor de que su presentación había sido demasiado larga y académica, vio la manera de expiar su culpa. Fuera quien fuese aquella mujer, tenía más o menos la edad de Marion, y él no consideraba viejas a las mujeres de la edad de Marion. Eran mayores, por supuesto, pero viejas no, por lo menos en opinión de Eddie.

Había visto un ex libris impreso en la portadilla del libro, donde Ruth había escrito la frase insultante para la agresiva abuela: ELIZABETH J. BENTON. Eddie se dirigió a ella.

—Señora Benton…

—¿Qué? —dijo ella—. ¿Quién es usted?

—Ed O'Hare —respondió Eddie, ofreciendo su mano a la mujer—. Ese broche que lleva es admirable.

La señora Benton miró la solapa de su chaqueta color ciruela. El broche era una concha de plata con perlas engastadas. Ella le permitió tocar las perlas.

—Nunca creí que volvería a ver un broche como éste —comentó Eddie.

—Ah… ¿Estaba usted muy unido a su madre? Tuvo que estarlo.

—Sí —mintió Eddie.

Se preguntó por qué no podía hacer lo mismo en sus libros. La procedencia de las mentiras era un misterio, como también lo era el hecho de que no pudiera decirlas cuando lo deseaba. Era como si sólo pudiera esperar y confiar en que una mentira lo bastante adecuada se presentara en el momento oportuno.

Poco después Eddie y la anciana salieron por la puerta de acceso al escenario. En el exterior, bajo la lluvia incesante, se había reunido un grupo pequeño pero decidido de jóvenes que aguardaban para ver de cerca a Ruth Cole y pedirle que les firmara sus ejemplares.

—La autora ya se ha ido —les mintió Eddie—. Ha salido por la puerta principal.

Le asombraba que hubiera sido incapaz de mentir a la recepcionista del hotel Plaza. De haber podido hacerlo, habría dispuesto de cambio para el autobús un poco antes, incluso habría podido tener la buena suerte de tomar un autobús anterior.

La señora Benton, más ducha que Eddie O'Hare en el arte de mentir, disfrutó unos instantes más de la compañía del escritor antes de despedirse de él, dándole las buenas noches en un tono melodioso y sin dejar de agradecerle su «caballerosa conducta».

Eddie se había ofrecido para conseguirles a los nietos de la señora Benton los autógrafos de Ruth Cole. Persuadió a la anciana para que le dejara la bolsa con los libros, incluido el ejemplar que Ruth había «estropeado». (Así lo consideraba la señora Benton.) Eddie sabía que, aunque no pudiera conseguir la firma de Ruth, por lo menos podría proporcionar a la señora Benton una falsificación razonablemente convincente.

Lo cierto era que le había conmovido la audacia de la señora Benton. Aparte de atreverse a decir que era la madre de Ruth, Eddie admiraba la energía con que se había enfrentado a Allan Albright. Los pendientes de amatista que lucía la mujer también revelaban audacia, tal vez en exceso, pues no armonizaban del todo con el color ciruela más apagado del traje chaqueta. Y la gran sortija que le bailaba un poco en el dedo corazón derecho… tal vez en otro tiempo había encajado con precisión en el anular de la misma mano.

También le enternecía la delgadez y esa sensación como de ahuecamiento que producía el cuerpo de la señora Benton, pues era evidente que ella aún se consideraba una mujer más joven. ¿Cómo no iba a considerarse más joven en ocasiones? ¿Cómo Eddie no iba a sentirse conmovido por ella? Y, como les sucede a la mayoría de los escritores, con excepción de Ted Cole, Eddie O'Hare creía que el autógrafo de un autor carecía de importancia. ¿Por qué no iba a hacer lo que estuviera en su mano por la señora Benton?

¿Qué le importaba a la señora Benton que las razones de Ruth Cole para evitar la firma de ejemplares en público estuvieran bien fundadas? Ruth detestaba lo vulnerable que se sentía ante una multitud que deseaba su autógrafo. Siempre había alguien que se quedaba mirándola fijamente, al margen de la cola, en general sin un libro en la mano.

Ruth había dicho públicamente que cuando estuviera en Helsinki, por ejemplo, firmaría ejemplares de la traducción finlandesa, porque no hablaba el finés. En Finlandia, y en muchos otros países extranjeros, no podía hacer más que firmar ejemplares, pero en su propio país prefería leer al público o simplemente hablar con sus lectores, cualquier cosa menos firmar ejemplares. No obstante, en realidad tampoco le gustaba hablar con sus lectores, como había sido penosamente evidente para quienes observaron su agitación durante el desastroso coloquio en la sala de la YMHA. Ruth Cole temía a sus lectores.

Le habían seguido los pasos no pocas veces. En general, quienes acechaban a Ruth eran jóvenes de aspecto inquietante. A veces se trataba de mujeres deseosas de que Ruth escribiera sus vidas. Creían que su sitio estaba en las páginas de una novela de Ruth Cole.

Ruth deseaba ante todo intimidad. Viajaba con frecuencia, no tenía dificultades para escribir en los hoteles o en una variedad de casas y pisos alquilados, rodeada por las fotografías, el mobiliario y las ropas de otras personas, y ni siquiera le incomodaban los animales domésticos ajenos. Ella no tenía más que una sola vivienda, una vieja casa de campo en Vermont, que estaba restaurando sin demasiado entusiasmo. Había comprado la casa sólo porque necesitaba un domicilio fijo al que regresar una y otra vez, y porque casi podía decirse que, junto con la propiedad, iba incluido quien se ocuparía de su mantenimiento. Un hombre infatigable, su mujer y sus hijos vivían en una granja vecina. La pareja parecía tener innumerables hijos. Ruth procuraba tenerlos ocupados con diversas chapuzas y con la tarea más importante: «restaurar» su casa de campo…, una habitación cada vez, y siempre cuando ella estaba de viaje.

Durante los cuatro años pasados en Middlebury Ruth y Hannah se habían quejado del aislamiento de Vermont, por no mencionar los inviernos, porque ninguna de las dos esquiaba. Ahora a Ruth le encantaba Vermont, incluso en invierno, y le satisfacía tener una casa en el campo. Pero también le gustaba marcharse. Su afición viajera era la respuesta más sencilla que daba a la pregunta de por qué no se había casado y no había querido tener hijos.

Allan Albright era demasiado listo para aceptar la respuesta más sencilla. Habían hablado largo y tendido sobre las razones más complejas de Ruth para rechazar el matrimonio y los hijos. Con excepción de Hannah, Ruth nunca había discutido con nadie sus razones más complejas. En particular, lamentaba no haber hablado nunca de ellas con su padre.

Cuando Eddie regresó al camerino, Ruth le agradeció su presentación y su oportuna intervención para librarla de la señora Benton.

—Parece ser que me las arreglo bien con las señoras de su edad —admitió Eddie, y Ruth observó que lo decía sin asomo de ironía. (También reparó en que Eddie había vuelto con la bolsa de libros de la señora Benton.)

Incluso Allan le felicitó con no poca brusquedad, mostrando su aprobación, a la manera demasiado viril que le caracterizaba, por la determinación con que Eddie se había ocupado de la implacable cazadora de autógrafos.

—¡Bien hecho, O'Hare! —exclamó cordialmente.

Era uno de esos hombres francotes que llamaban a los demás hombres por sus apellidos. (Hannah habría dicho de ese hábito que era distintivo de la «generación» de Allan.)

Por fin había dejado de llover. Cuando salieron por la puerta de acceso al escenario, Ruth mostró su agradecimiento a Allan y a Eddie.

—Sé que habéis hecho lo posible para salvarme de mí misma.

—No necesitas que te salven de ti misma, sino de los gilipollas —replicó Allan.

Aunque Ruth no estaba de acuerdo con él en este punto, le sonrió y apretó el brazo. El silencioso Eddie pensaba que era necesario salvarla de sí misma, de los gilipollas y, probablemente, de Allan Albright.

Hablando de gilipollas, había uno esperando a Ruth en la Segunda Avenida, entre la Calle 84 y la 85. Debía de haber conjeturado a qué restaurante irían a cenar, o bien había tenido la astucia de seguir a Karl y Melissa hasta allí. Era el impúdico joven que se había sentado al fondo de la sala de conciertos, el que formuló a la escritora aquellas preguntas hostiles.

—Quiero pedirle disculpas —le dijo a Ruth—. No tenía intención de enojarla.

Por su tono, parecía realmente muy contrito.

—No me he enojado con usted —respondió Ruth, sin decirle del todo la verdad—. Me enfado conmigo misma cada vez que hablo en público. No debería hacerlo.

—Pero ¿por qué? —inquirió el joven.

—Ya le has hecho bastantes preguntas, tío —intervino Allan. Cuando le llamaba a alguien «tío» es que estaba dispuesto a enzarzarse en una pelea.

—Me enfado conmigo misma al descubrirme ante el público —dijo Ruth. Algo cruzó entonces por su mente y añadió de improviso—: Dios mío, usted es periodista, ¿verdad?

—No le gustan los periodistas, ¿eh? —inquirió el periodista.

Ruth le dejó en la puerta del restaurante, donde el joven siguió discutiendo con Allan durante un rato que pareció interminable. Eddie se quedó sólo un momento con ellos, antes de entrar en el restaurante y reunirse con Ruth, que se había sentado junto a Karl y Melissa.

—No llegarán a las manos —aseguró a Ruth—. Si fuesen a pelearse, ya lo habrían hecho.

Resultó que el periodista había solicitado una entrevista con Ruth al día siguiente, y se la habían denegado. Al parecer, el departamento de prensa de Random House no le había considerado lo bastante importante, y Ruth siempre ponía un límite a las entrevistas que concedía.

—No estás obligada a conceder ninguna —le había dicho Allan, pero ella cedía a la insistencia de los del departamento de prensa.

Allan tenía mala fama en Random House porque socavaba los esfuerzos del departamento de prensa. Consideraba que un novelista, incluso una autora de novelas de gran éxito como Ruth Cole, debía quedarse en casa y escribir. Lo que los autores con quienes Allan Albrigth trabajaba apreciaban de él era que no los abrumaba con todas las demás expectativas que tienen los de prensa. Se entregaba a sus autores, en ocasiones se desvelaba por sus obras más que ellos mismos. Ruth no tenía la menor duda de que le gustaba ese aspecto concreto de Allan, pero que no temiera criticarla, que no temiera nada, era otro aspecto de Allan que no le satisfacía demasiado.

Mientras Allan estaba todavía en la acera, discutiendo con el joven y agresivo periodista, Ruth se apresuró a firmar los libros que contenía la bolsa de la compra de la señora Benton, incluido el que había «estropeado» y en el que añadió «¡perdón!» entre paréntesis. Entonces Eddie escondió la bolsa bajo la mesa, porque Ruth le dijo que Allan se sentiría decepcionado con ella por haber dedicado los ejemplares de la arrogante abuela. A juzgar por el tono en que lo dijo, Eddie supuso que Allan tenía un interés más que profesional por su renombrada autora.

Cuando por fin Allan se reunió con ellos en la mesa, Eddie estuvo sobre aviso acerca del otro interés que el editor tenía en ella, tan sobre aviso como lo estaba la misma Ruth.

Durante la corrección y preparación del texto, cuando sostuvieron una acalorada discusión acerca del título, ella no había percibido ninguna inclinación romántica de Allan hacia su persona. El editor se centró estrictamente en su trabajo, mostrándose como un mero profesional. Tampoco reparó entonces en que el desagrado de Allan hacia el título que ella había elegido se había convertido en algo curiosamente personal. El hecho de que ella no aceptara sus sugerencias, que no estuviera dispuesta a considerar siquiera la alternativa que él le proponía, le había afectado de una manera extraña. Era como si le tuviera inquina al título, se refería a él obstinadamente, como un marido enojado podría mencionar una y otra vez un desacuerdo permanente en un matrimonio duradero y, por lo demás, feliz.

Ella había titulado su tercera novela
No apto para menores
. (No lo era, en efecto.) En la novela, es un eslogan utilizado por los piquetes en contra de la pornografía, una invención de la enemiga de la señora Dash (quien acabará siendo su amiga), Eleanor Holt. No obstante, en el transcurso de la novela, la frase llega a significar algo diferente de su intención original. Eleanor Holt y Jane Dash tienen una necesidad mutua de afecto y deben criar a sus nietos huérfanos. En tales circunstancias, se dan cuenta de que deben dejar de lado sus diferencias, pues su prolongada hostilidad tampoco es «apta para menores».

Allan había querido titular la novela
Por el bien de los niños
. (Señaló que las dos adversarias se hacen amigas a la manera de una pareja que soporta un matrimonio desdichado «por el bien de los niños».) Pero Ruth quería conservar la relación antipornográfica que estaba tanto implícita como explícita en el título
No apto para menores
. Le interesaba que el título expresara de un modo contundente su propia opinión acerca de la pornografía…, la opinión de que temía la censura aún más de lo que le desagradaba la pornografía, la cual le desagradaba muchísimo.

Other books

The Pride of the Peacock by Victoria Holt
All of Her Men by Lourdes Bernabe
West of Here by Jonathan Evison
Maritime Mysteries by Bill Jessome
Jump Start by Susannah McFarlane
A Princess of Mars by Edgar Rice Burroughs
The Longest Journey by E.M. Forster
The Sons of Heaven by Kage Baker
Bring Me Back by Taryn Plendl
Carl Weber's Kingpins by Keisha Ervin