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Authors: John Irving

Una mujer difícil (68 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—¿Estás bien? —le preguntó Allan.

—Muy bien.

—Pareces cansada.

—La verdad es que lo estoy —admitió ella.

—No sé, de alguna manera pareces diferente —comentó Allan.

—Bueno, me he casado contigo, Allan. Eso cambia un poco las cosas, ¿no?

A principios de 1991 Ruth quedaría embarazada, y eso también cambiaría un poco las cosas.

—¡Vaya, menuda rapidez! —observaría Hannah—. Dile a Allan, de mi parte, que no todos los hombres de su edad disparan todavía con munición real.

Graham Cole Albright nació en Rutland, Vermont, el 3 de octubre de 1991, con un peso de tres kilos y medio. El nacimiento del niño coincidió con el primer aniversario de la reunificación alemana. Aunque no le gustaba nada conducir, Hannah llevó a Ruth al hospital. Había pasado con ella la última semana de su embarazo, porque Allan trabajaba en Nueva York y sólo regresaba a Vermont los fines de semana.

Eran las dos de la madrugada cuando Hannah salió de la casa de Ruth en dirección al hospital de Rutland, un trayecto de unos cuarenta y cinco minutos. Hannah había telefoneado a Allan antes de salir. El bebé nació pasadas las diez de la mañana, y Allan llegó con tiempo más que suficiente para estar presente en el momento del parto.

En cuanto al tocayo del bebé, Graham Greene, Allan comentó que confiaba en que su pequeño Graham nunca tuviera el conocido hábito del novelista de frecuentar burdeles. Ruth, que más de una vez se había quedado atascada cerca del final del primer volumen de
La vida de Graham Greene
, se sentía mucho más inquieta por otro de los hábitos de Greene, su inclinación a viajar a los lugares conflictivos del planeta en busca de experiencias de primera mano. Ruth no le deseaba semejante cosa a su pequeño Graham y ella, por su parte, tampoco volvería a buscar esa clase de experiencias. Al fin y al cabo, había sido testigo del asesinato de una prostituta a manos de su cliente, y al parecer el crimen había quedado impune.

La novela que Ruth tenía entre manos se interrumpiría durante todo un año. Se trasladó con el niño a Sagaponack, lo cual significaba que Conchita Gómez sería la niñera de Graham. El traslado suponía también una mayor comodidad para Allan, quien ahora no tenía que hacer un viaje tan largo cada fin de semana. Podía tomar el autobús o el tren desde Nueva York a Bridgehampton y emplear la mitad del tiempo que requería ir en coche desde la ciudad a Vermont. Además, en el tren también podía trabajar.

En Sagaponack, Allan usaba como despacho el que había sido cuarto de trabajo de Ted. Ruth decía que la habitación aún olía a tinta de calamar, o a topo de hocico estrellado en descomposición, o al revestimiento de positivos Polaroid. Aunque las fotografías habían desaparecido, Ruth afirmaba que también notaba su olor.

Pero ¿qué podía oler, o percibir de cualquier otra manera, en su propio estudio, que estaba en el primer piso del granero, la pista de squash remodelada que Ruth había elegido como su lugar de trabajo? La escala y la trampilla habían sido sustituidas por un tramo de escaleras y una puerta normales. La calefacción de la pieza estaba instalada a lo largo del zócalo, y donde estuvo el punto muerto en la pared frontal de la pista de squash había ahora una ventana. Cuando la novelista tecleaba en su anticuada máquina de escribir o, como hacía más a menudo, escribía a mano en blocs de largas hojas amarillas y pautadas, nunca oía la reverberación que la pelota de squash solía producir al dar en la chapa reveladora. Y la T en la antigua pista, de la que aprendió a tomar posesión como si su vida dependiera de ello, estaba ahora cubierta por la moqueta y no podía verla.

De vez en cuando le llegaba el olor de los gases de escape emitidos por los coches todavía aparcados en la planta del viejo granero, pero ese olor no la molestaba.

—¡Mira que llegas a ser rara! —le decía ¡A mí me daría miedo trabajar aquí!

Pero, por lo menos hasta que Graham fuese lo bastante mayor para acudir al jardín de infancia, la casa de Sagaponack sería adecuada tanto para Ruth como para Allan y Graham. Pasarían los veranos en Vermont, época en que los veraneantes invadían los Hamptons y en que a Allan no le importaba tanto el largo recorrido desde la ciudad y el regreso. (Había cuatro horas de viaje en coche desde Nueva York a la casa de Ruth en Vermont.) Entonces a Ruth le preocuparía que Allan recorriera una distancia tan larga de noche, pues había ciervos que cruzaban la calzada y conductores bebidos, pero estaba felizmente casada y, por primera vez, amaba el tipo de vida que llevaba.

Como cualquier madre, sobre todo como cualquier madre de cierta edad, Ruth se preocupaba también por el bebé. La intensidad del amor que sentía hacia él la había tomado por sorpresa. Pero Graham era un niño sano y las inquietudes de Ruth no pasaban de ser un producto de su imaginación.

De noche, por ejemplo, cuando creía que la respiración de Graham era extraña o diferente, o peor aún, cuando no le oía respirar, salía corriendo de su dormitorio e iba al cuarto del niño, el mismo que ella ocupó en su infancia. A menudo se acurrucaba en la alfombra al lado de la cuna. Guardaba en el armario de Graham una almohada y un edredón para tales ocasiones. Con frecuencia, por la mañana, Allan la encontraba tendida en el suelo de la habitación, profundamente dormida al lado del pequeño, que también dormía.

Y cuando Graham dejó de dormir en la cuna y había crecido lo bastante para acostarse él solo, Ruth yacía en su dormitorio y oía las pisadas del niño que iba a su encuentro, exactamente igual que ella cruzaba el baño de niña, en dirección a la cama de su madre…, no, de su padre, con más frecuencia, excepto aquella noche memorable en que sorprendió a su madre con Eddie.

La novelista pensaba que se había cerrado una etapa de su vida; todo un período había trazado un círculo completo, había un final y un comienzo. (Eddie O'Hare era el padrino de Graham, y Hannah la madrina…, una madrina más responsable y digna de confianza de lo que habría cabido esperar.)

Y aquellas noches en las que yacía acurrucada en el suelo del cuarto infantil, escuchando la respiración de su hijo, Ruth Cole se sentía agradecida por su buena suerte. El asesino de Rooie, quien oyó claramente el ruido de alguien que no quería hacer ruido, no la descubrió. Ruth pensaba a menudo en él y en la posibilidad de que tuviera el hábito de matar prostitutas. Se preguntaba si habría leído su novela, pues le vio coger el ejemplar de
No apto para menores
que ella había regalado a Rooie. Tal vez sólo había querido el libro para proteger entre sus páginas la foto Polaroid de Rooie.

Durante aquellas noches, acurrucada en la alfombra junto a la cuna de Graham (más adelante al lado de su cama), Ruth examinaba el cuarto infantil débilmente iluminado por la luz piloto. Veía la familiar separación en la cortina de la ventana y, a través de la estrecha abertura, una franja de negrura nocturna, unas veces estrellada y otras veces, no.

Normalmente, un impedimento en la respiración de Graham hacía que Ruth se levantara de la cama y examinara atentamente a su hijo dormido. Entonces miraba por la abertura de la cortina para ver si el hombre topo estaba donde en parte había esperado que estuviera: acurrucado en el saledizo, con varios de los tentáculos rosados del hocico en forma de estrella pegados al vidrio.

El hombre topo nunca se encontraba allí, por supuesto, pero a veces Ruth se despertaba sobresaltada porque estaba segura de que le había oído jadear. (Sólo era Graham, que exhalaba un curioso suspiro al dormir.)

Entonces Ruth volvía a conciliar el sueño, a menudo preguntándose por qué no se presentaba su madre, ahora que su padre había muerto. ¿No quería ver al niño? ¡Por no mencionarla a ella!

Estos pensamientos la enojaban tanto que hacía un esfuerzo para dejar de interrogarse con respecto a su madre.

Y como a menudo estaba a solas con Graham en la casa de Sagaponack, por lo menos las noches en que Allan se quedaba en la ciudad, había momentos en que la casa producía unos ruidos peculiares. Estaba el ruido del ratón que se arrastraba entre las paredes, el ruido como el de alguien que no quería hacer ruido y toda la gama de sonidos entre esos dos, el de la puerta que se abre en el suelo y la ausencia de ruido propia del hombre topo cuando contenía el aliento.

Ruth sabía que el hombre topo estaba allá fuera, en alguna parte, y que todavía la esperaba. Para él, Ruth aún era una chiquilla. Mientras trataba de conciliar el sueño, Ruth veía los ojuelos vestigiales del hombre topo, aquellas muescas peludas en su peluda cara.

En cuanto a la nueva novela de Ruth, también estaba a la espera. Un día la novelista dejaría de ser la madre de un niño pequeño y volvería a escribir. Hasta entonces sólo había escrito unas cien páginas de
Mi último novio granuja
. Aún no había llegado a la escena en que el novio persuade a la escritora de que paguen a una prostituta para que les permita mirarla mientras está con un cliente. Ruth todavía se estaba preparando para escribirla. Esa escena también la esperaba.

El sargento Harry Hoekstra, antes
hoofdagent
o casi sargento Hoekstra, evitaba la tarea de ordenar su escritorio. Nunca había ordenado la mesa y no iba a hacerlo ahora, y en aquellos momentos de inacción se distraía contemplando los cambios que tenían lugar en la calle. La Warmoesstraat, así como el resto de las calles del barrio chino, había sufrido algunos cambios. El sargento Hoekstra era un agente callejero que esperaba ilusionado su jubilación anticipada, y sabía que muy pocas cosas escapaban a su atención.

En otro tiempo, desde aquella ventana se veía la floristería Jemi, pero la habían trasladado a la esquina del Enge Kerksteeg. La Paella y un restaurante argentino llamado Tango seguían allí, pero la floristería Jemi había sido sustituida por el bar de Sanny. Si Harry hubiera sido tan vidente como muchos de sus colegas creían que era, podría haber adivinado el futuro lo suficiente para saber que, un año después de su jubilación, el bar de Sanny sería sustituido por un café que respondería al desdichado nombre de Pimpelmée. Pero ni siquiera los poderes de un buen policía se extendían hacia el futuro con semejante detallismo. Como tantos hombres que deciden retirarse pronto, Harry Hoekstra creía que la mayoría de los cambios producidos en el entorno de su trabajo no eran cambios a mejor.

El año 1966 señala el comienzo de la llegada a Amsterdam de cantidades considerables de hachís. En los años setenta llegó la heroína. Los primeros introductores fueron los chinos, pero cuando finalizó la guerra de Vietnam los chinos perdieron el mercado de la heroína, que ahora estaba en manos del Triángulo de Oro, en el sudeste asiático. Muchas prostitutas drogadictas eran mensajeras que transportaban la heroína.

Ahora, el Ministerio de Sanidad holandés tenía fichados a más del sesenta por ciento de los drogadictos, y había oficiales de policía holandeses destinados en Bangkok. Pero más del setenta por ciento de las prostitutas que trabajaban en el barrio chino eran emigrantes ilegales, un colectivo del que las autoridades carecían de datos.

En cuanto a la cocaína, procedía de Colombia, vía Surinam, adonde llegaba en avionetas. A fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, los surinamitas la llevaron a Holanda. Las prostitutas de Surinam no habían planteado muchos problemas, y sus chulos sólo crearon algunas dificultades. El problema estribaba en la cocaína. Ahora los propios colombianos introducían la droga, pero las prostitutas colombianas tampoco eran problemáticas, y sus chulos planteaban incluso menos dificultades que los chulos de Surinam.

En sus más de treinta y nueve años de servicio en el cuerpo policial de Amsterdam, treinta y cinco de ellos pasados en De Wallen, Harry Hoekstra sólo se había visto encañonado por un arma de fuego una vez. Max Perk, un macarra surinamita, le apuntó con su pistola, y Harry se apresuró a enseñarle a Max la suya. De haber habido un tiroteo al estilo del Oeste, Harry habría perdido, porque Max había desenfundado primero. Pero en este caso se trató de una mera exhibición de fuerza y Harry salió victorioso. El arma de Harry era una Walther de nueve milímetros.

—Está hecha en Austria —explicó Harry al chulo de Surinam—. Los austríacos conocen de veras sus armas. Ésta te hará un agujero más grande que el que pueda hacerme la tuya, y no sólo eso, sino que es capaz de hacerte más agujeros en un abrir y cerrar de ojos.

Tanto si esto era cierto como si no, Max Perk bajó su arma. Sin embargo, a pesar de las experiencias del sargento Hoekstra con los surinamitas, creía que el futuro inmediato iba a ser ciertamente peor. Las organizaciones criminales traían mujeres jóvenes del ex bloque soviético a Europa occidental. Millares de mujeres procedentes de Europa oriental trabajaban ahora contra su voluntad en los barrios chinos de Amsterdam, Bruselas, Francfort, Zurich, París y otras ciudades del occidente europeo. Los propietarios de clubes nocturnos, garitos de striptease, espectáculos de voyeurismo y burdeles solían comerciar con esas mujeres jóvenes.

En cuanto a las dominicanas, colombianas, brasileñas y tailandesas, la mayoría de esas jóvenes sabían para qué iban a Amsterdam, entendían a qué iban a dedicarse. En cambio, las jóvenes de Europa oriental a menudo tenían la impresión de que trabajarían como camareras en restaurantes respetables. En sus países, antes de aceptar esas engañosas ofertas de empleo en Occidente, habían sido estudiantes, dependientas y amas de casa.

Entre las recién llegadas a Amsterdan, las prostitutas de los escaparates eran las que se encontraban en mejor posición. Pero ahora las chicas que hacían la calle competían duramente con ellas. Todas estaban más desesperadas por trabajar. Las prostitutas a las que Harry conocía desde hacía mucho tiempo, o se retiraban o amenazaban con retirarse. Cierto que esa amenaza era frecuente en todas ellas. Era el suyo un negocio en el que, como decía Harry, «se pensaba a corto plazo». Las furcias siempre le decían que iban a dejarlo «el mes que viene» o «el año próximo», o, a veces, como una de ellas le dijo: «En fin, estoy pensando en tomarme libre el invierno».

Y ahora, más que nunca, muchas prostitutas le decían que habían tenido lo que ellas llamaban un momento de duda, lo cual significaba que habían franqueado la entrada a un hombre sospechoso.

Ahora andaban por ahí muchos más hombres sospechosos que antes.

El sargento Hoekstra recordaba a una muchacha rusa que aceptó lo que, con no poco eufemismo, llamaban un empleo de camarera en el Cabaret Antoine. En realidad se trataba de un burdel, cuyo propietario se apoderó enseguida del pasaporte de la chica rusa. Le dijeron que incluso si un cliente no quería usar preservativo, no podía negarse a hacer el amor con él, pues de lo contrario perdería el empleo. De todos modos, el pasaporte era falso, y la joven pronto encontró un cliente que pareció solidarizarse con ella, un hombre entrado en años, el cual le procuró un nuevo pasaporte falso. Pero por entonces tenía otro nombre (en el burdel la llamaban sencillamente Vratna, porque el nombre verdadero era demasiado difícil de pronunciar) y le retuvieron los dos primeros meses de «salario», dado que sus «deudas» con el burdel debían deducirse de sus ganancias. Tales deudas, según le dijeron, consistían en tarifas de agencia, impuestos, alimentación y alquiler.

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