Una mujer difícil (65 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Pero sólo cuando no podía conciliar el sueño, o cuando contemplaba esas fotografías con excesiva frecuencia y durante demasiado tiempo, la sargento McDermid lamentaba abandonar la sección de personas desaparecidas. En la época en que buscaba al asesino de la joven camarera vestida con la camiseta de la hamburguesa voladora, nada alteraba el sueño de Margaret. Sin embargo, no habían encontrado a ese asesino ni a los muchachos norteamericanos desaparecidos.

Cuando Margaret se encontraba con Michael Cahill, que seguía en homicidios, era natural que, como colegas, se preguntaran mutuamente en qué estaban trabajando. Si tenían entre manos casos en los que no iban a ninguna parte, casos que, desde el principio, estaban marcados con un sello invisible que decía «sin resolver», expresaban su frustración de la misma manera:

—Estoy trabajando en uno de esos casos de seguimiento a casa desde El Circo de la Comida Voladora.

Personas desaparecidas

Ruth podía haber abandonado la lectura en ese punto, al final del primer capítulo. No tenía ninguna duda de que Alice Somerset y Marion eran la misma persona. Las fotografías que describía la escritora canadiense no podían ser una coincidencia, por no mencionar el efecto de las imágenes en la obsesionada detective de la sección de personas desaparecidas.

Que su madre se ocupara todavía de las fotos de sus hijos desaparecidos no sorprendía en absoluto a Ruth, como tampoco que a Marion le obsesionara esa otra cuestión, la del aspecto que habrían tenido Thomas y Timothy si hubieran llegado a adultos y cómo habrían sido sus vidas. Lo que sorprendió a Ruth, tras la conmoción inicial que le produjo haber corroborado la existencia de su madre, era que ésta hubiera sido capaz de escribir indirectamente sobre lo que más la obsesionaba. Es decir, saber que su madre escribía, aunque no fuese una buena escritora, constituyó la mayor sorpresa para Ruth.

Tenía que seguir leyendo. A lo largo de la obra aparecerían sin duda más fotografías, y Ruth podría recordar cada una de ellas. La novela sólo era fiel al género policíaco en el hecho de que finalmente exponía un solo caso de personas desaparecidas hasta su solución: el rescate, sanas y salvas, de dos hermanas de corta edad, cuyo secuestrador no es un monstruo sexual ni un pederasta, como el lector teme al principio, sino algo menos terrible: un padre enajenado y marido divorciado.

En cuanto a la camarera hallada muerta, y vestida con la camiseta de la hamburguesa voladora, es una metáfora del delito no resuelto o irresoluble, lo mismo que los muchachos estadounidenses desaparecidos, cuyas imágenes, tanto reales como imaginadas, siguen obsesionando a la sargento detective McDermid al final de la novela. En este sentido,
Seguida hasta su casa desde el Circo de la Comida Voladora
rebasa con éxito el género de la novela policíaca y dota a las personas desaparecidas de cierta condición psicológica. Las personas desaparecidas se convierten en el estado mental permanente del melancólico personaje principal.

Incluso antes de haber terminado de leer la primera novela de su madre, Ruth deseaba desesperadamente hablar con Eddie O'Hare, pues suponía (y no se equivocaba) que Eddie sabía algo sobre la carrera de Marion como escritora. Sin duda Alice Somerset había escrito otros libros.
Seguida hasta su casa desde el Circo de la Comida Voladora
se había publicado en 1984 y no era una novela larga. Ruth conjeturó que, hacia 1990, su madre podría haber escrito y publicado un par de novelas más.

Eddie no tardaría en confirmarle que, en efecto, Marion había publicado otras dos novelas, en cada una de las cuales se desarrollaban más investigaciones en el campo de las personas desaparecidas. Los títulos no eran el punto fuerte de su madre.
La detective McDermid de Desaparecidos
tenía cierto encanto aliterativo, pero la aliteración parecía forzada en
Margaret McDermid marca un hito
.

En la primera de esas dos novelas se detallan los esfuerzos de la detective McDermid por encontrar a una esposa y madre que se ha fugado. En este caso, una mujer de Estados Unidos abandona a su marido y a su hija. El marido la está buscando, convencido de que su mujer ha huido a Canadá. Durante sus investigaciones para encontrar el paradero de la mujer, Margaret descubre ciertos incidentes indecorosos relativos a las numerosas infidelidades de su esposo. Peor todavía, la detective se da cuenta de que el amor de madre destrozada por la pérdida de un hijo anterior, que murió en un accidente aéreo, la ha impulsado a huir de la temible responsabilidad de amar a otro hijo, es decir, el hijo al que ha abandonado. Cuando la sargento McDermid encuentra a la mujer, que había sido camarera en El Circo de la Comida Voladora, la agente de policía se muestra tan comprensiva con ella que la deja marchar, y el mal marido nunca la encuentra.

—Tenemos motivos para sospechar que se encuentra en Vancouver —le dice Margaret al marido, aunque sabe perfectamente que la mujer fugada está en Toronto. (En esta novela, las fotografías de los muchachos estadounidenses desaparecidos conservan su lugar destacado en el dormitorio monacal de la detective.)

En
Margaret McDermid marca un hito
, la detective, que a lo largo de dos novelas ha tenido «casi sesenta años aunque todavía podría mentir sobre su edad», llega por fin a sexagenaria. Ruth comprendería enseguida el motivo de que a Eddie le impresionara en especial la tercera de las novelas de Alice Somerset, cuyo argumento es el retorno de un ex amante de la detective, que ya tiene sesenta años.

Cuando Margaret McDermid tenía cuarenta y tantos, se entregó con ahínco a la tarea voluntaria de asesorar a jóvenes estadounidenses que acudían a Canadá huyendo de la guerra de Vietnam. Uno de los jóvenes se enamora de ella… ¡Un chico que aún no tiene veinte años con una mujer ya cuarentona! La relación, descrita de un modo abiertamente erótico, termina pronto.

Entonces, cuando Margaret cumple sesenta, su «joven» amante vuelve a ella necesitado de ayuda, esta vez porque su esposa y su hijo han desaparecido y es de presumir que los han secuestrado. Ahora es un hombre de treinta y tantos años, y la detective McDermid está loca de inquietud, preguntándose si él todavía la encuentra atractiva. («Pero no es posible —se dice—, no podría gustarle una vieja bruja como yo.»)

—¡Yo aún la encontraría atractiva! —le diría Eddie a Ruth.

—Pues díselo a ella, no a mí —respondería Ruth.

Al fin, el antiguo amante se reúne felizmente con su esposa e hijo, y Margaret se consuela imaginando una vez más las vidas de aquellos chicos estadounidenses desaparecidos cuyas fotos le devuelven la mirada en su dormitorio solitario.

A Ruth le encantaría una frase publicitaria que aparecía en la contraportada de
Margaret McDermid marca un hito
: «¡la mejor autora viva de novelas policíacas!». (Unas palabras pronunciadas por el presidente de la Asociación Británica de Autores de Género Policíaco, aunque no era una opinión ampliamente extendida.) Y
La detective McDermid de Desaparecidos
recibió el premio Arthur a la mejor novela. (Los Escritores Policíacos de Canadá pusieron al premio ese nombre en honor a Arthur Ellis, el nombre que adoptó Arthur English, el verdugo canadiense desde 1913 hasta 1935. Su tío, John Ellis, fue el verdugo de Inglaterra durante el mismo período de tiempo. Los verdugos canadienses posteriores adoptaron el nombre de «Arthur Ellis» en su trabajo.)

Sin embargo, el éxito en Canadá (e incluso éxitos más considerables en sus traducciones francesa y alemana) no significaba que Alice Somerset fuese igualmente conocida o que su obra alcanzara una buena difusión en Estados Unidos. En realidad, allí apenas la habían publicado. Un distribuidor estadounidense de la editorial canadiense había tratado sin éxito de promocionar
Margaret McDermid marca un hito
de una manera modesta. (La tercera de las tres novelas era la única con un interés suficiente para que la publicaran en Estados Unidos.)

Eddie O'Hare envidiaba las ventas que Alice Somerset lograba en el extranjero, pero no estaba menos orgulloso de Marion por sus esfuerzos para convertir en material literario su tragedia personal y su desdicha.

—Hay que felicitar a tu madre —le diría Eddie a Ruth—. ¡Ha vertido todo cuanto le ha hecho daño en una serie policíaca!

Pero Eddie no estaba seguro de ser el modelo del joven amante que entra de nuevo en la vida de Margaret McDermid cuando ésta tiene sesenta años, y pensaba en la posibilidad de que Marion hubiera tenido como amante a otro joven norteamericano durante la guerra de Vietnam.

—No seas tonto, Eddie —le diría Ruth—. Escribe sobre ti y nadie más.

Con respecto a Marion, Eddie y Ruth coincidirían en lo más importante: dejarían que la madre de Ruth siguiera siendo una persona desaparecida durante tanto tiempo como fuese posible.

—Sabe dónde encontrarnos, Eddie —diría Ruth al amigo recuperado; pero, para él, la improbabilidad de que Marion quisiera volver a verle era un motivo de aflicción permanente.

Al llegar al aeropuerto Kennedy, Ruth esperaba que Allan estuviera esperándola tras pasar por la aduana, pero se llevó una sorpresa al verle acompañado de Hannah. Que Ruth supiera, no se conocían, y verlos juntos le causó una aguda inquietud. Sabía que debería haberse acostado con Allan antes de viajar a Europa… ¡Al final se había acostado con Hannah! Pero ¿cómo era posible tal cosa? No se conocían y allí estaban, como si fuesen una pareja.

En opinión de Ruth, eran «como una pareja» porque parecían poseer algún secreto terrible y compartido que, al verla, les causaba remordimiento. Sólo una novelista podría haber imaginado semejante tontería. (Debido en parte a su perversa habilidad para imaginar cualquier cosa, esta vez Ruth no había podido imaginar lo evidente.)

—¡Ah, cariño, cariño mío…! —le decía Hannah—. ¡Todo ha sido culpa mía!

Hannah le tendió un ejemplar muy deteriorado de
The New York Times
, un rollo de papel deforme, como si lo hubiera estrujado con todas sus fuerzas.

Ruth esperaba que Allan la besara, pero él se dirigió a Hannah:

—No lo sabe.

—¿Saber qué? —preguntó Ruth, alarmada.

—Tu padre ha muerto, Ruth —le dijo Allan.

—Se ha suicidado, cariño —añadió Hannah.

Ruth se quedó paralizada. No había considerado a su padre capaz de suicidarse, porque nunca había pensado que fuese capaz de culparse de nada.

Hannah le ofrecía
The New York Times
, o más bien sus restos arrugados.

—Es una porquería de necrológica —le dijo—. Sólo habla de sus malas críticas. No sabía que había tenido tantas.

Aturdida, Ruth leyó la necrológica. Era más fácil que hablar con Hannah.

—Nos hemos encontrado aquí, en el aeropuerto —le explicó Allan—. Ella se ha presentado.

—Leí esa estúpida necrológica —dijo Hannah—. Sabía que regresabas hoy, por lo que llamé a la casa de Sagaponack y hablé con Eduardo… Él lo encontró muerto. Así he conseguido el número de tu vuelo, gracias a Eduardo.

—Pobre Eduardo —replicó Ruth.

—Sí, está deshecho. Al llegar aquí, claro, busqué a Allan. Supuse que habría venido. Le reconocí por su foto…

—Sé lo que está haciendo mi madre —les dijo Ruth—. Es escritora. Escribe novelas policíacas, pero hace algo más que limitarse a los requisitos del género.

—No puedo creerlo —le explicó Hannah a Allan—. Pobrecilla mía —dijo entonces, dirigiéndose a Ruth—. Yo he sido la causante… ¡Échame la culpa!

—No has tenido la culpa, Hannah. Mi padre no pensó dos veces en ti. La culpa ha sido mía, yo le he matado. Primero le di una paliza al squash y luego lo maté. Tú no has tenido nada que ver con esto.

—Está enfadada. —Le dijo Hannah a Allan—. Es bueno que esté enfadada. Exteriorizar la ira te hará bien. Lo malo es estallar por dentro.

—¡Vete a hacer puñetas! —le dijo Ruth a su mejor amiga.

—Esto te hace bien, cariño. Lo digo en serio, la ira te hace bien.

—He traído el coche —le dijo Allan a Ruth—. Puedo llevarte a la ciudad, o si lo deseas te llevaré a Sagaponack.

—Quiero ir a Sagaponack —replicó Ruth—. Quiero ver a Eddie O'Hare. Primero veré a Eduardo y luego a Eddie.

—Escucha, te llamaré esta noche —le dijo Hannah—. Puede que más tarde necesites descargarte. Te llamaré.

—Deja que te llame yo primero, Hannah.

—De acuerdo, lo haremos así —convino Hannah—. Me llamas o te llamo.

Hannah necesitaba un taxi para regresar a la ciudad. Los taxis estaban en un lugar y el coche de Allan en otro. Bajo el viento, durante la embarazosa despedida,
The New York Times
se estropeó todavía más. Ruth no quería el periódico, pero Hannah insistió en que se lo llevara.

—Lee la necrológica más tarde —le dijo.

—Ya la he leído —replicó Ruth.

—Deberías leerla de nuevo, cuando estés más calmada —aconsejó su amiga—. Así te enfadarás de veras.

—Ya estoy tranquila y enfadada —le dijo Ruth.

—Se calmará —susurró Hannah a Allan—. Y entonces se enfadará en serio. Cuida de ella.

Ruth y Allan miraron a Hannah mientras cruzaba por delante de la cola que esperaba para tomar un taxi. Una vez sentados en el coche de Allan, él la besó por fin.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Pues sí, por extraño que parezca.

Era curioso, pero constataba una falta de sentimiento hacia su padre. Lo que sentía era que no sentía nada por él. Había estado absorta en personas desaparecidas, sin esperar contarle entre ellas.

—En cuanto a tu madre… —empezó a decirle pacientemente Allan.

Permitió que Ruth ordenara sus pensamientos durante casi una hora, mientras viajaban en silencio. Ruth se dijo que, sin ninguna duda, Allan era el hombre adecuado para ella.

Finalizaba la mañana cuando a Allan le llegó la noticia de que el padre de Ruth había muerto. Podría haberla llamado a Amsterdam, donde estaría a punto de anochecer. Entonces Ruth habría tenido toda la noche y las horas de vuelo para pensar en ello. Pero Allan confió en que Ruth no hubiera visto
The New York Times
antes de aterrizar en Nueva York al día siguiente. En cuanto a la posibilidad de que la noticia llegara a Amsterdam, Allan confiaba en que Ted Cole no fuese tan famoso.

—Eddie O'Hare me dio un libro que escribió mi madre, una novela —le explicó Ruth a Allan—. Por supuesto, Eddie sabía quién había escrito la novela, pero no se atrevió a decírmelo. Lo único que me dijo fue que ese libro era «una buena lectura para el avión». ¡Ya lo creo!

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