Authors: John Irving
Por la mañana Wim parecía que le deprimieran menos sus problemas literarios. Ruth creía que le había hecho lo bastante feliz para esperar de él más ayuda en la investigación.
—¿Qué clase de «ayuda en la investigación»? —preguntó el joven a la escritora.
—Bueno…
Ruth recordaba su fuerte impresión al leer que Graham Greene, cuando estudiaba en Oxford, había experimentado con la ruleta rusa, ese juego suicida con un revólver. Esa información desmentía la imagen que ella se había formado de Greene como un autor con un dominio absoluto de sí mismo. En la época en que se entregaba a ese peligroso juego, Greene estaba enamorado de la institutriz de su hermana menor. La mujer tenía doce años más que el joven Graham y ya estaba prometida en matrimonio.
Si bien Ruth Cole era capaz de imaginar a un joven idólatra como Wim Jongbloed jugando a la ruleta rusa por ella, ¿qué creía estar haciendo cuando fue con él al barrio chino y, casi al azar, abordó primero a una prostituta y luego a otra proponiéndoles que le permitieran observarlas cuando estaban con un cliente? Aunque Ruth le había explicado a Wim que planteaba la pregunta «hipotéticamente», pues en realidad no quería ver a una prostituta mientras realizaba uno o más actos, las mujeres con las que Ruth y Wim hablaron malentendieron o interpretaron mal a sabiendas la proposición.
Las mujeres dominicanas y colombianas que estaban en los escaparates y umbrales aledaños a la Oudekerksplein no atraían a Ruth, pues temía, acertadamente, que su conocimiento del inglés fuese deficiente. Wim le confirmó que entendían todavía peor el holandés. En el vano de una puerta, frente al Oudekennissteeg, había una rubia alta e impresionante, pero no hablaba inglés ni holandés. Wim le dijo a Ruth que era rusa.
Finalmente encontraron una prostituta tailandesa en un sótano del Barndesteeg. Era una joven corpulenta, de pechos caídos y abdomen prominente, pero tenía un rostro sorprendente, en forma de luna, la boca sensual y los ojos anchos y hermosos. Al principio su inglés parecía pasable, mientras les conducía a través de un laberinto de habitaciones subterráneas donde todo un pueblo de mujeres tailandesas les miraban con gran curiosidad.
—Sólo hemos venido para hablar con ella —dijo Wim en un tono poco convincente.
La robusta prostituta los acompañó a una habitación mal iluminada, con una cama doble en cuya colcha naranja y negra destacaba la figura de un tigre rugiente. El centro de la colcha, que era la boca del tigre, estaba parcialmente cubierto por una toalla verde con manchas de lejía en algunos lugares y un tanto arrugada, como si la pesada mujer hubiera estado tendida allí hacía un momento.
Todas las habitaciones del sótano estaban divididas por tabiques que no llegaban al techo. La luz procedente de otras habitaciones mejor iluminadas se filtraba por encima de los delgados tabiques. Las paredes circundantes temblaron cuando la prostituta bajó una cortina de bambú que cubría el vano de la puerta. Ruth atisbó, por debajo de la cortina, los pies descalzos de otras prostitutas que deambulaban sin hacer ruido.
—¿Cuál de los dos mirará? —les preguntó la tailandesa.
—No, no es eso lo que queremos —respondió Ruth—. Deseamos preguntarte por las experiencias que has tenido con parejas que te han pagado por verte con un cliente.
No había ningún lugar en la habitación donde alguien pudiera esconderse, por lo que Ruth añadió:
—¿Y cómo lo harías? ¿Dónde se ocultaría alguien que quisiera mirar?
La maciza tailandesa se desnudó. Llevaba un vestido sin mangas de una tela delgada y seductora, de color naranja. Se quitó los tirantes y el vestido se deslizó a lo largo de su cuerpo hasta quedar arrugado en el suelo. Estuvo desnuda antes de que Ruth pudiera decir otra palabra.
—Te sientas en este lado de la cama —le dijo la prostituta a Ruth—, y yo me acuesto con él en el otro lado.
—No… —repitió Ruth.
—O puedes quedarte de pie donde quieras —concluyó la tailandesa.
—¿Y si los dos queremos mirar? —inquirió Wim, pero sólo logró confundir más a la puta.
—¿Queréis mirar los dos?
—No es exactamente eso —dijo Ruth—. En el caso de que ambos quisiéramos mirar, ¿cómo lo arreglarías?
La mujer desnuda suspiró. Se tendió boca arriba sobre la toalla, ocupándola en su totalidad.
—¿Quién quiere mirar primero? —les preguntó—. Creo que os costará un poco más…
Ruth ya le había pagado cincuenta guilders.
La oronda tailandesa abrió los brazos, en actitud suplicante.
—¿Los dos queréis hacerlo y mirar?
—¡No, no! —exclamó Ruth, irritada—. Sólo quiero saber si alguien te ha mirado antes y cómo lo ha hecho.
La perpleja prostituta señaló la parte superior de la pared.
—Alguien nos está mirando ahora. ¿Es así como quieres hacerlo?
Ruth y Wim miraron el tabique que servía de pared en el lado más próximo a la cama y vieron, cerca del techo, el rostro de una tailandesa más delgada y mayor que les sonreía.
—¡Dios mío! —exclamó Wim.
—Esto no marcha —dijo Ruth—. Hay un problema de lenguaje. —Le dijo a la prostituta que podía quedarse con el dinero. Ya habían visto todo lo que tenían que ver.
—¿Sin mirar ni hacer nada? —replicó la prostituta—. ¿Qué pasa?
Ruth y Wim avanzaban por el estrecho pasillo con la mujer desnuda a sus espaldas, preguntándoles si era demasiado gorda, si era eso lo malo, cuando la prostituta más delgada y mayor, la mujer que les había sonreído desde lo alto de la pared, les cerró el paso.
—¿Quieres algo diferente? —le preguntó a Wim. Le tocó los labios y el muchacho retrocedió. La mujer guiñó un ojo a Ruth—. Seguro que sabes lo que quiere este chico —le dijo mientras acariciaba la entrepierna de Wim—. ¡Vaya! —exclamó la menuda tailandesa—. ¡Qué grande la tiene! ¡Pues claro que quiere algo especial!
Wim, asustado y deseoso de protegerse, se llevó una mano a la entrepierna y la otra a la boca.
—Nos vamos —dijo Ruth con firmeza—. Ya he pagado.
La mano pequeña y como una garra de la puta estaba a punto de cerrarse sobre un pecho de Ruth, cuando la gruesa tailandesa desnuda que les seguía se interpuso entre ella y la agresiva y madura prostituta.
—Es nuestra mejor sádica —le explicó a Ruth la mujer maciza—. No es eso lo que queréis, ¿verdad?
—No —respondió Ruth.
Wim, a su lado, parecía un niño agarrado a las faldas de su madre.
La prostituta robusta dijo algo en tailandés a la otra, la cual entró de espaldas en una habitación en penumbra. Ruth y Wim aún podían verla. La mujer les sacó la lengua mientras ellos avanzaban rápidamente por el pasillo hacia la tranquilizadora luz del día.
—¿La tenías empalmada? —le preguntó Ruth a Wim una vez estuvieron a salvo en la calle.
—Sí —confesó el muchacho.
Ruth se preguntó qué podía haber estimulado al chico para que tuviera una erección. ¡Y el pequeño sátiro se había corrido dos veces la noche anterior! ¿Acaso todos los hombres eran insaciables? Pero entonces pensó que a su madre debía de haberle gustado la atención amorosa de Eddie O'Hare. El concepto de «sesenta veces» cobraba un nuevo significado.
—Mitad de precio por ti y por tu madre —le dijo a Wim una de las prostitutas sudamericanas que estaban en el Gordijnensteeg.
Por lo menos hablaba bien el inglés, mejor que el holandés, por lo que fue Ruth quien le respondió.
—No soy su madre, y sólo queremos hablar contigo, nada más que hablar.
—No importa lo que hagáis, cuesta lo mismo —replicó la prostituta.
Llevaba un sarong con un sujetador a juego, cuyo estampado de flores pretendía representar la vegetación del trópico. Era alta y esbelta, la piel de color café con leche, y aunque la alta frente y los pómulos muy marcados daban a su rostro un aspecto exótico, había algo demasiado prominente en su osamenta facial.
Condujo a Wim y Ruth escaleras arriba, a una habitación que formaba ángulo. Las cortinas eran diáfanas y la luz del exterior prestaba a la estancia escasamente amueblada una atmósfera campesina. Incluso la cama, con cabecera de pino y un edredón, tenía todo el aire de la habitación para invitados en una casa de campo. No obstante, en el centro de la cama de matrimonio estaba la ya familiar toalla. No había bidé ni lavabo, ni tampoco lugar alguno donde uno pudiera ocultarse.
A un lado de la cama había dos sillas de madera de respaldo recto, el único lugar donde dejar la ropa. La exótica prostituta se quitó el sujetador, dejándolo en el respaldo de una silla, y luego el sarong. Al sentarse en la toalla no llevaba más que unas bragas negras. Dio unas palmadas a la cama, invitándoles a sentarse a su lado.
—No es necesario que te desnudes —le dijo Ruth—. Sólo queremos hablar contigo.
—Lo que tú digas —replicó la mujer exótica.
Ruth tomó asiento en el borde de la cama, a su lado. Wim, que era menos cauto, se dejó caer más cerca de la prostituta de lo que Ruth hubiera deseado. ¡Probablemente ya la tenía empalmada!, se dijo. En ese instante vio con claridad lo que debía ocurrir en su relato.
¿Y si la escritora tuviera la sensación de que no atraía en grado suficiente al hombre, mucho más joven que ella? ¿Y si la perspectiva de hacer el amor con ella parecía dejarle casi indiferente? Lo hacía con ella, por supuesto. Y ella tenía claro que el chico sería capaz de pasarse el día y la noche haciéndolo. No obstante, siempre la dejaba con la sensación de que no se excitaba demasiado. ¿Y si esa actitud del joven le provocaba tal inseguridad acerca de su atractivo sexual que nunca se atrevía del todo a mostrar su propia excitación (a fin de no parecer una necia)? El joven personaje de la novela sería muy distinto a Wim en ese aspecto, un muchacho totalmente superior. No sería tanto un esclavo del sexo, como le habría gustado a la escritora madura…
Pero cuando contemplan juntos a la prostituta, el joven, de una manera muy lenta e intencionada, hace saber a su acompañante que está excitado de veras. Y consigue que ella, a su vez, se excite tanto que apenas pueda mantenerse quieta en el reducido espacio del ropero, donde se ocultan; ella apenas puede esperar a que el cliente de la prostituta se haya ido, y cuando éste por fin se marcha, la mujer tiene que acostarse con el joven allí mismo, sobre la cama de la puta, mientras ésta la contempla con una especie de desdén y de hastío. La prostituta podría tocar la cara de la escritora, o los pies…, o incluso los pechos. Y la escritora está tan absorta en la pasión del momento que ha de limitarse a dejar que todo suceda.
—Ya lo tengo —dijo Ruth en voz alta.
Ni Wim ni la prostituta sabían de qué estaba hablando.
—¿Qué es lo que tienes? —inquirió la prostituta. La desvergonzada mujer tenía la mano en el regazo de Wim—. Tócame las tetas. Anda, tócamelas —le dijo al muchacho.
Wim miró a Ruth, inseguro, como un niño que busca el permiso materno. Entonces aplicó una mano titubeante a los senos pequeños y firmes de la mujer, y la retiró nada más establecer el contacto, como si la piel de aquellos senos estuviera fría o caliente de una manera antinatural. La prostituta se echó a reír. Su risa era como la de un hombre, áspera y profunda.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Ruth a Wim.
—¡Tócalos tú! —replicó el muchacho.
La prostituta se volvió hacia Ruth con una expresión incitadora.
—No, gracias —le dijo Ruth—. Los pechos no son ningún milagro para mí.
—Éstos sí que lo son —replicó la mujer—. Anda, tócalos.
Aunque la novelista ya conociera la línea argumental de su relato, la invitación de la furcia despertó por lo menos su curiosidad. Aplicó con cautela la mano al seno más próximo de la mujer. Estaba duro como un bíceps en tensión o como un puño. Daba la sensación de que la mujer tuviera una pelota de béisbol bajo la piel. (Sus senos no eran más grandes que pelotas de béisbol.)
Entonces la prostituta se dio unas palmaditas en la V de sus bragas.
—¿Queréis ver lo que tengo?
El desconcertado muchacho dirigió una mirada suplicante a Ruth, pero esta vez lo que quería no era su permiso para tocar a la prostituta.
—¿Nos vamos ya? —preguntó Wim a la escritora.
Cuando bajaban a tientas por la escalera a oscuras, Ruth preguntó a la puta (o puto) de dónde era.
—De Ecuador —les informó.
Salieron a la Bloedstraat, donde había más ecuatorianos en los escaparates y umbrales, pero aquellos travestidos eran más corpulentos y tenían una virilidad más visible que el guapo con quien habían estado.
—¿Qué tal tu erección? —preguntó Ruth a Wim.
—Sigue ahí.
Ruth tenía la sensación de que ya no necesitaba al muchacho. Ahora que sabía lo que quería que sucediera en la novela, su compañía la aburría. Además, no era el joven ideal para el relato que se proponía escribir. Sin embargo, aún tenía que resolver la cuestión del lugar donde la escritora y el joven se sentirían más cómodos para abordar a una prostituta. Tal vez no sería en el barrio chino…
La misma Ruth se había sentido más cómoda en la parte más próspera de la ciudad. No le haría ningún daño pasear con Wim por el Korsjespoortsteeg y la Bergstraat. (La idea de dejar que Rooie viese al guapo muchacho le parecía a Ruth una especie de provocación perversa.)
Tuvieron que pasar dos veces ante el escaparate de Rooie en la Bergstraat. La primera vez, la cortina de Rooie estaba corrida, lo cual significaba que debía de hallarse en plena faena con un cliente. Cuando recorrieron la calle por segunda vez, Rooie estaba en su escaparate. La prostituta no pareció reconocer a Ruth y se limitó a mirar fijamente a Wim. Ruth, por su parte, no hizo gesto alguno con la cabeza o la mano, ni siquiera sonrió. Lo único que hizo fue preguntarle a Wim con naturalidad, de pasada:
—¿Qué te parece esta mujer?
—Demasiado mayor —respondió el joven.
Entonces Ruth tuvo la certeza de que había terminado con él. Pero aunque ella tenía planes para cenar aquella noche, Wim le dijo que la esperaría después de la cena en la parada de taxis del Kattengat, frente al hotel.
—¿No te esperan tus estudios? —le preguntó—. ¿Y tus clases en Utrecht?
—Pero quiero volver a verte —dijo él en tono suplicante.
Ruth le advirtió que estaría demasiado cansada para que pasaran la noche juntos. Tenía que dormir, era una necesidad auténtica.
—Entonces sólo te veré en la parada de taxis —le dijo Wim. Parecía un perro apaleado que quería ser azotado de nuevo. Ruth no podía saber entonces cómo se alegraría más tarde al ver que la estaba esperando. No tenía ni idea de que aún no había terminado con él.