Authors: John Irving
Siempre recordaría haber dicho: «Oh, Ted, mira, necesitará el zapato», y que fue cojeando al vehículo siniestrado y se agachó. Eddie se preguntó qué clase de zapato sería. La falta de detalles le impedía ver la pierna con precisión. Posiblemente una bota para después de esquiar. Tal vez era una vieja zapatilla de deporte, algo que a Timothy no le importaba que se mojara. Pero el no saber el tipo de zapato o de bota, fuera lo que fuese, le impedía a Eddie verlo, y no verlo le impedía ver la pierna. Ni siquiera podía imaginar la pierna.
Afortunado Eddie. Marion no tenía tanta suerte. Siempre recordaría el zapato empapado en sangre. El detalle exacto del zapato siempre le haría recordar la pierna.
Como no sabía qué clase de zapato era, Eddie se quedó dormido sin proponérselo. Cuando despertó, el sol estaba bajo y brillaba en la única ventana con la cortina descorrida. El cielo era de un azul nítido, sin nubes. Eddie abrió una ventana para comprobar el frío que hacía (sin duda haría frío durante la travesía en el transbordador, eso si lograba que alguien le llevara hasta Orient Point) y allí, en el sendero de acceso, vio una camioneta de caja descubierta, un vehículo desconocido por completo. En la caja de la camioneta había un tractor-cortacésped y otro cortacésped manual, junto con rastrillos, palas, azadas y un surtido de cabezales de riego. Había también una larga manguera bien enrollada.
Ted Cole segaba personalmente el césped y sólo lo regaba cuando creía que la hierba lo necesitaba o cuando encontraba tiempo para hacerlo. Puesto que el jardín no estaba terminado, como resultado del distanciamiento entre Ted y Marion, no era un jardín que mereciera la atención de un jardinero a dedicación plena. No obstante, el hombre de la camioneta sí parecía un jardinero a dedicación plena.
Eddie se vistió y bajó a la cocina. Allí, desde una de las ventanas, pudo ver mejor al conductor de la camioneta. Ted, que sorprendentemente ya estaba despierto y había preparado café, miraba por una ventana al misterioso jardinero, que para él no era ningún misterio.
—Es Eduardo —susurró Ted a Eddie—. ¿A qué habrá venido?
Eddie reconoció entonces al jardinero de la señora Vaughn, aunque sólo le había visto una vez, y brevemente, cuando Eduardo Gómez le frunció el ceño desde lo alto de la escalera de mano. Allá arriba, el hombre trágicamente maltratado se dedicaba a retirar pedazos de dibujos pornográficos del seto de los Vaughn.
—Tal vez la señora Vaughn le ha contratado para matarte —especuló Eddie.
—¡No, Eduardo no! —replicó Ted—. Pero ¿la ves a ella en alguna parte? No está en la cabina ni detrás.
—A lo mejor está tendida debajo de la camioneta —sugirió Eddie.
—Hablo en serio, hombre.
—Yo también.
Ambos tenían motivos para creer que la señora Vaughn era capaz de asesinar, pero Eduardo Gómez parecía estar solo, sentado al volante de su camioneta. Ted y Eddie vieron el vapor que salía del termo de Eduardo cuando se sirvió una taza de café. El jardinero aguardaba cortésmente hasta que tuviera alguna indicación de que los habitantes de la casa se habían despertado.
—¿Por qué no vas a enterarte de lo que quiere? —le preguntó Ted a Eddie.
—Yo no voy —respondió el muchacho—. Me has despedido…, ¿no es cierto?
—Joder… Por lo menos acompáñame.
—Será mejor que me quede al lado del teléfono —replicó Eddie—. Si tiene un arma y te pega un tiro, llamaré a la policía.
Pero Eduardo Gómez iba desarmado. La única arma del jardinero era un trozo de papel de aspecto inocuo, que sacó de la cartera y mostró a Ted. Era el cheque borroso, ilegible, que la señora Vaughn había lanzado al agua del surtidor.
—Ha dicho que es el cheque de mi última paga —le explicó Eduardo a Ted.
—¿Le ha despedido?
—Sí, porque le advertí a usted que le perseguía con el coche —dijo Eduardo.
—Ah —musitó Ted, sin desviar la vista del cheque nulo—. Ni siquiera se puede leer. Podría estar en blanco.
Tras su aventura en el surtidor, el cheque estaba cubierto por una pátina de tinta de calamar desvaída.
—No era mi único trabajo —le explicó el jardinero—, pero sí el más importante, mi principal fuente de ingresos.
—Ah —repitió Ted, y tendió a Eduardo el cheque color sepia, que el jardinero devolvió con gesto solemne a su cartera—. A ver si le entiendo bien, Eduardo. Usted cree que me salvó la vida y que eso le ha costado su empleo.
—No es que lo crea, es que le salvé la vida y eso me ha costado el empleo.
La vanidad de Ted, que se extendía a la ligereza de sus pies, le impulsaba a creer que, aunque la señora Vaughn le hubiera sorprendido cuando estaba inmóvil, podría haber reaccionado y corrido más que su Lincoln. No obstante, Ted nunca habría discutido el hecho de que el jardinero se había comportado con valentía.
—¿De cuánto dinero exactamente estamos hablando? —le preguntó Ted.
—No quiero su dinero, no he venido aquí en busca de limosna —respondió Eduardo—. Confiaba en que tuviera algún trabajo para mí.
—¿Quiere usted trabajo? —inquirió Ted.
—Sólo si tiene alguno para mí —replicó Eduardo.
El jardinero contemplaba con desesperación el jardín casi abandonado. Ni siquiera el césped desigual mostraba señales de cuidado profesional. Necesitaba fertilizante, por no mencionar la evidente falta de riego. Y no había arbustos con flores ni plantas perennes ni anuales, o por lo menos Eduardo no veía ninguna. Cierta vez la señora Vaughn le había dicho a Eduardo que Ted Cole era rico y famoso, y ahora el jardinero pensaba que aquel hombre no invertía dinero en adornos vegetales.
—No parece que tenga algún trabajo para mí —le dijo a Ted.
—Espere un momento. Le enseñaré dónde quiero poner una piscina y algunas cosas más.
Desde la ventana de la cocina, Eddie los vio caminar alrededor de la casa. El muchacho no percibió nada amenazante en su conversación y supuso que podía reunirse con ellos sin ningún temor.
—Quiero una piscina sencilla, rectangular, no es necesario que sea de tamaño olímpico —le decía Ted a Eduardo—. Sólo necesito que tenga una parte honda y otra de menor profundidad, con escalones. Y sin trampolín. Los trampolines son peligrosos para los niños. Tengo una niña de cuatro años.
—Yo tengo una nieta de cuatro años, y estoy de acuerdo con usted —convino Eduardo—. No construyo piscinas, pero conozco a quienes lo hacen. Puedo ocuparme del mantenimiento, desde luego, pasar el aspirador y mantener las sustancias químicas en equilibrio, ya sabe, de manera que no se enturbie el agua o la piel no se le vuelva verde o lo que sea.
—Lo que usted diga —dijo Ted—. Puede ocuparse de ello. Lo único que no quiero es un trampolín. Y puede plantar algo alrededor de la piscina, para que los vecinos y los transeúntes no nos estén mirando siempre.
—Le recomiendo un escalón, bueno, tres escalones —propuso Eduardo—. Y encima de los escalones, para afirmar el suelo, le sugiero unos olivos silvestres. Aquí arraigan bien, y las hojas son bonitas, de un verde plateado. Tienen unas flores amarillas fragantes y un fruto parecido a la aceituna. También se les llama acebuches.
—Usted mismo, lo dejo en sus manos. Y luego está la cuestión del perímetro de la finca. Creo que ésta nunca ha tenido un límite visible.
—Siempre podemos plantar un seto de aligustres —replicó Eduardo Gómez. El hombrecillo pareció estremecerse un poco al pensar en el seto del que había colgado, agonizando a causa de los gases de escape. Sin embargo, podía obrar maravillas con el seto de aligustres. El de la señora Vaughn había crecido bajo sus cuidados una media de cuarenta y cinco centímetros al año—. Sólo tiene que abonarlo, regarlo y, sobre todo, podarlo —añadió el jardinero.
—Claro, pues entonces que sea ligustro —convino Ted—. Me gustan los setos.
—A mí también —mintió Eduardo.
—Y quiero más césped —dijo Ted—, quiero librarme de las estúpidas margaritas y las hierbas altas. Apuesto a que hay garrapatas en esas hierbas altas.
—Seguro que las hay —convino Eduardo.
—Quiero un césped como el de un campo de deportes —manifestó Ted con vehemencia.
—¿Lo quiere con líneas pintadas? —inquirió el jardinero.
—¡No, no! Quiero decir que el tamaño del césped debe ser el de un campo de deportes.
—Ah —dijo Eduardo—. La extensión de césped es muy amplia. Hay mucho que segar, una gran cantidad de cabezales de riego…
—¿Qué tal la carpintería? —preguntó Ted al jardinero.
—¿Qué tal?
—Quiero decir si puede hacer usted trabajos de carpintería. He pensado en poner una ducha al aire libre, con varias alcachofas. La carpintería será mínima.
—Claro que puedo hacer eso —le dijo Eduardo—. No me dedico a la fontanería, pero conozco a uno que…
—Lo que usted diga —repitió Ted—. Lo dejo en sus manos. ¿Y qué me dice de su esposa? —añadió.
—¿Qué quiere saber?
—Si trabaja. ¿A qué se dedica?
—Pues ella hace la comida, a veces cuida de nuestra nieta y de los hijos de otras personas. Se ocupa de la limpieza en algunas casas…
—A lo mejor le gustaría limpiar ésta —le dijo Ted—. Podría cocinar para mí y cuidar de mi hija de cuatro años. Es una niña muy simpática. Se llama Ruth.
—Claro, se lo preguntaré. Apuesto a que aceptará.
Eddie estaba seguro de que Marion se habría sentido desolada de haber sido testigo de aquellas transacciones. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido, pero su marido ya la había sustituido, por lo menos mentalmente. Había contratado a un jardinero, carpintero, vigilante implícito y factótum, ¡y la esposa de Eduardo pronto cocinaría y cuidaría de Ruth!
—¿Cómo se llama su mujer? —preguntó Ted a Eduardo.
—Conchita.
Conchita acabaría cocinando para Ted y Ruth. No sólo llegaría a ser la principal niñera de Ruth, sino que cuando Ted emprendiera un viaje, Conchita y Eduardo se trasladarían a la casa de Parsonage Lane y cuidarían de Ruth como si fuesen sus padres. Y la nieta de los Gómez, María, que tenía la misma edad que la hija de Ted, sería con frecuencia su compañera de juegos durante los años de crecimiento de Ruth.
Su despido por parte de la señora Vaughn sólo tendría unos resultados felices y prósperos para Eduardo. Pronto su principal fuente de ingresos procedería de Ted Cole, quien también aportaría el ingreso principal de Conchita. Como patrono, Ted se revelaría más agradable y digno de confianza que como hombre, aunque no hubiera sido así en el caso de Eddie O'Hare.
—Bueno, ¿cuándo puede empezar? —preguntó Ted a Eduardo aquella mañana sabatina de agosto de 1958.
—Cuando usted quiera —respondió el jardinero.
—Bien, Eduardo, puede empezar hoy mismo —dijo Ted y, sin mirar a Eddie, que estaba de pie junto a ellos en el jardín, añadió—: Puede empezar llevando a este chico a Orient Point para que tome el transbordador.
—Claro, así lo haré —Eduardo hizo una cortés inclinación de cabeza a Ted, el cual le correspondió con el mismo gesto.
—Puedes marcharte de inmediato, Eddie —dijo Ted al muchacho—. Quiero decir antes del desayuno.
—Me parece muy bien, Ted —replicó Eddie—. Iré a buscar mis cosas.
Y así fue como Eddie O'Hare se marchó sin despedirse de Ruth. Tuvo que irse cuando la niña todavía estaba dormida. Eddie apenas se tomó el tiempo imprescindible para telefonear a su casa. Había despertado a sus padres de madrugada, y ahora volvió a despertarlos, antes de las siete de la mañana.
—Si llego primero a New London, te esperaré en el muelle —le dijo a su padre—. Conduce con prudencia.
—¡Estaré allí! —exclamó Minty, jadeante—. ¡Estaré cuando atraque el transbordador! ¡Los dos estaremos, Edward!
Eddie estuvo a punto de meter en la bolsa la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons, pero rompió cada una de las hojas en largas tiras, hizo con ellas una bola y la arrojó a la papelera de la habitación de invitados. Después de que Eddie se hubiera ido, Ted fisgaría en la habitación, descubriría la lista y la confundiría con cartas de amor. Se tomaría el minucioso trabajo de recomponer la lista hasta percatarse de que ni Eddie ni Marion podían haberse escrito semejantes «cartas de amor».
El muchacho ya había guardado el ejemplar de
El ratón que se arrastra entre las paredes
propiedad de la familia O'Hare. Era el ejemplar que Minty deseaba que le firmara el señor Cole, pero, dadas las circunstancias, Eddie no podía pedir su firma al famoso autor e ilustrador. Birló una de las estilográficas de Ted, con la clase de plumín que a éste le gustaba para firmar autógrafos. Supuso que, una vez a bordo, tendría tiempo para imitar lo mejor posible la meticulosa caligrafía de Ted Cole. Confiaba en que sus padres jamás notarían la diferencia.
Muy poco había que decir a guisa de despedida, formal o informal.
—Bueno —le dijo Ted. Hizo una pausa y concluyó—: Eres un buen conductor, Eddie.
Le tendió la mano y Eddie aceptó el apretón. Cautamente le ofreció con la mano izquierda el regalo para Ruth, en forma de hogaza y con el envoltorio deteriorado. ¿Qué iba a hacer con él, sino dárselo a Ted?
—Para Ruth, pero no sé qué es —le dijo—. Un regalo de mis padres. Ha estado en mi bolsa todo el verano.
Percibió el desagrado con que Ted examinaba el arrugado papel de envolver, que estaba prácticamente abierto. El regalo pedía a gritos que lo abrieran, aunque sólo fuera para liberarlo de su espantoso envoltorio. Ciertamente, Eddie sentía curiosidad por ver qué era, aunque también sospechaba que se azoraría al verlo. Comprendió que Ted también quería verlo.
—¿Lo abro o dejo que lo haga Ruth? —le preguntó Ted.
—Ábrelo tú mismo —respondió el muchacho.
Ted abrió el envoltorio y mostró el contenido: era ropa, una pequeña camiseta de media manga. ¿Qué interés puede tener por la ropa una pequeña de cuatro años? Si Ruth hubiera abierto el regalo se habría llevado una decepción, porque no era un juguete ni un libro. Además, la camiseta ya era demasiado pequeña para la niña. El verano siguiente, cuando volviera la época de usar camisetas, aquella prenda le quedaría muy corta.
Ted desplegó por completo la camiseta para que Eddie la viera. El tema de Exeter no debería haber sorprendido al muchacho, pero éste, por primera vez en dieciséis años, acababa de pasar casi tres meses en un mundo donde la escuela no era el único tema de conversación. Eddie leyó la inscripción en rojo oscuro sobre fondo gris que iba de un lado a otro de la pechera: EXETER 197…