Una mujer difícil (26 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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En la oscuridad, mientras escuchaba a los grillos, las ranas arborícolas y la percusión distante del oleaje, Eddie imaginaba en qué acabaría convirtiéndose el jardín. Oyó el tintineo de los cubitos de hielo en el vaso antes de ver a Ted y antes de que éste le viera.

La planta baja de la casa estaba a oscuras. Sólo había luz en el corredor del piso de arriba, en la habitación de invitados, donde Eddie la había dejado encendida, y en el dormitorio principal, donde la lámpara de la mesilla de noche iluminaba débilmente la estancia para tranquilizar a Ruth. Eddie se hacía cruces de cómo Ted había podido prepararse otra bebida en la oscuridad.

—¿Duerme Ruth? —le preguntó Eddie.

—Sí, por fin —dijo Ted—. La pobre niña.

Siguió agitando el vaso con los cubitos de hielo y tomando sorbos. Por tercera vez le ofreció un trago a Eddie, y éste lo rechazó.

—Por lo menos tómate una cerveza, hombre —dijo Ted—. Dios mío…, mira este jardín.

Eddie decidió tomarse una cerveza. Era la primera vez que lo hacía. Sus padres, en ocasiones especiales, cenaban con vino, y permitían al muchacho que bebiera con ellos. A Eddie nunca le había gustado el vino.

La cerveza estaba fresca, pero tenía un sabor amargo, y Eddie no se la terminó. No obstante, acercarse al frigorífico para buscarla y volver, dejando encendida la luz de la cocina, había interrumpido la corriente de pensamientos de Ted, quien se había olvidado del jardín y volvía a centrarse en Marion.

—No puedo creer que no quiera la custodia de su hija.

—No sé si se trata de eso —dijo Eddie—. No es que no quiera a Ruth. Lo que pasa es que Marion no quiere ser una mala madre… cree que hará mal papel.

—¿Qué clase de madre abandona a su hija? —preguntó Ted al muchacho—. ¡Eso sí que es hacer mal papel!

—Cierta vez me dijo que quería ser escritora —observó Eddie.

—Marion es escritora, pero no practica —comentó Ted.

Marion le había dicho a Eddie que no podía recurrir a sus pensamientos más íntimos cuando en lo único que pensaba era en la muerte de sus chicos.

—Creo que Marion todavía quiere ser escritora —le dijo Eddie con cautela—, pero la muerte de los chicos es su único tema. Quiero decir que es el único tema que se le ocurre y no puede escribir sobre eso.

—A ver si te sigo, Eddie —replicó Ted—. Veamos… Marion se lleva todas las fotos de los chicos a su alcance, junto con todos los negativos, y se marcha para ser escritora, porque la muerte de los chicos es el único tema que se le ocurre, pero no puede escribir sobre eso. Sí… tiene mucho sentido, ¿verdad?

—No lo sé. —Toda teoría sobre Marion presentaba siempre algún fallo, una brecha en lo que cualquiera sabía o decía de ella—. No la conozco lo suficiente para juzgarla.

—Voy a decirte una cosa, Eddie. Tampoco yo la conozco lo suficiente para juzgarla.

Eddie podía creerlo, pero no estaba dispuesto a permitir que Ted se sintiera virtuoso.

—No olvides que es a ti a quien abandona realmente —señaló Eddie—. Supongo que ella te conocía muy bien.

—¿Quieres decir lo bastante bien para juzgarme? ¡Sí, claro! —convino Ted. Ya había tomado más de la mitad de su bebida. Chupaba los cubitos de hielo, los escupía en el vaso y entonces bebía un poco más—. Pero también te abandona a ti, ¿no es cierto, Eddie? —le preguntó al muchacho—. No esperarás que te llame para tener una cita, ¿verdad?

—No, no espero tener noticias de ella —admitió Eddie.

—Bueno…, yo tampoco —dijo Ted. Escupió varios cubitos en el vaso—. Uf, esto sabe fatal.

—¿Tienes dibujos de Marion? —le preguntó Eddie de improviso—. ¿La has dibujado alguna vez?

—Hace mucho tiempo. ¿Quieres verlos?

Incluso en la semioscuridad, pues la única luz en el jardín procedía de las ventanas de la cocina, Eddie percibió la renuencia de Ted.

—Claro —le dijo, y siguió a Ted al interior de la casa. Encendieron la luz del vestíbulo y entraron en el cuarto de trabajo de Ted. El brillo de las lámparas fluorescentes del techo era muy intenso tras la oscuridad del jardín.

Había, en conjunto, menos de una docena de dibujos de Marion. Al principio Eddie creyó que, debido a la luz, los dibujos parecían poco naturales.

—Éstos son los únicos que conservo —replicó Ted, poniéndose a la defensiva—. A Marion nunca le gustó posar.

También era evidente que Marion no quiso desvestirse, pues entre los dibujos no había ningún desnudo, o por lo menos Ted no conservaba ninguno. Marion aparecía sentada con Thomas y Timothy, y debía de ser muy joven, porque los niños eran muy pequeños, pero para Eddie la belleza de Marion era atemporal. Aparte de su encanto, lo que Ted había captado realmente era su retraimiento. Sobre todo cuando estaba sentada a solas, parecía distante, incluso fría.

Entonces Eddie comprendió cuál era la diferencia entre los dibujos de Marion y los demás dibujos de Ted, en particular los de la señora Vaughn. Los primeros no reflejaban la inquieta lujuria del artista. A pesar de lo antiguos que eran los dibujos de Marion, Ted ya no sentía ningún deseo por ella. Por eso Marion no parecía ella misma… o al menos no se lo parecía a Eddie, que sentía por Marion un deseo ilimitado.

—Si quieres uno, puedes quedártelo —le ofreció Ted.

El muchacho no quería ninguno de aquellos dibujos, pues no representaban a la Marion que él conocía.

—Creo que Ruth debería quedárselos —respondió.

—Buena idea. Estás lleno de buenas ideas, Eddie.

Ambos repararon en el color de la bebida de Ted. El contenido del vaso, casi vacío, tenía un tono tan sepia como el del agua del surtidor de la señora Vaughn. En la cocina, a oscuras, Ted se había equivocado de bandeja y había añadido al whisky con agua cubitos de tinta de calamar, que se habían semifundido en el vaso. Los labios, la lengua e incluso los dientes de Ted tenían un color pardo negruzco.

A Marion le hubiera gustado la escena: Ted de rodillas ante la taza del váter. Desde el cuarto de trabajo, donde seguía mirando los dibujos, el muchacho oyó cómo vomitaba.

—Mierda… —decía Ted, entre arcadas—. No voy a tomar más cosas fuertes. De ahora en adelante sólo beberé vino y cerveza. —A Eddie le extrañó que no mencionara la tinta de calamar. Había sido eso y no el whisky lo que le había provocado náuseas.

Poco le importaba a Eddie que Ted cumpliera o no su promesa. Sin embargo, tanto si lo hacía de una manera consciente como si no, prescindir del licor fuerte estaba en consonancia con la advertencia de Marion sobre la bebida. Ted Cole no volvería a perder temporalmente el permiso de conducir por dar positivo en la prueba de alcoholemia. No siempre conducía sin haber probado una sola gota de alcohol, pero por lo menos nunca bebía cuando llevaba a Ruth en coche.

Lamentablemente, la moderación en la bebida no hacía más que exacerbar su faceta donjuanesca, cuyos efectos a largo plazo serían más arriesgados para él que la bebida.

En aquella ocasión, la escena parecía el final adecuado de una jornada larga y exasperante: Ted Cole de rodillas, vomitando en el váter. Eddie deseó las buenas noches a Ted en un tono de superioridad. Por descontado, Ted no pudo responderle debido a la violencia de su vómito.

El muchacho fue a comprobar cómo estaba Ruth, sin pensar que aquel breve atisbo de la niña, que dormía apaciblemente, sería el último durante más de treinta años. No podía saber que se marcharía antes de que Ruth se despertara.

Supuso que, por la mañana, le daría a Ruth el regalo de sus padres y un beso de despedida. Pero Eddie suponía demasiadas cosas. A pesar de su experiencia con Marion, todavía era un chico de dieciséis años que subestimaba la crudeza emotiva del momento, pues, a fin de cuentas, él no había conocido hasta entonces tales momentos. Y, desde el umbral del dormitorio de Ruth, mientras la veía dormir, a Eddie le resultaba fácil especular con que todo saldría bien.

Pocas cosas parecen menos afectadas por el mundo real que una criatura dormida.

La pierna

Sucedió el penúltimo sábado de agosto de 1958. Hacia las tres de la madrugada, la dirección del viento cambió de sudoeste a nordeste y, en la oscuridad de su habitación, Eddie O'Hare dejó de oír el ruido del oleaje. Sólo un viento del sur podía transmitir el rugido del mar hasta Parsonage Lane. La frialdad del aire indicó a Eddie que era un viento del nordeste. Aunque parecía apropiado que en su última noche en Long Island tuviera la sensación de que era otoño, el muchacho no pudo despertarse del todo para levantarse de la cama y cerrar las ventanas del dormitorio. Se limitó a arrebujarse en la sábana y, exhalando sobre las manos frías y ahuecadas, intentó volver a dormirse profundamente.

Al cabo de unos instantes soñó que Marion aún dormía a su lado, pero que se levantaba de la cama para cerrar las ventanas. Eddie extendió el brazo, esperando encontrar el lugar cálido que sin duda Marion acababa de dejar, pero la cama estaba fría. Entonces, tras oír el cierre de las ventanas, oyó que las cortinas también se cerraban. Eddie nunca corría las cortinas y solía convencer a Marion de que las dejara abiertas. Le gustaba ver a Marion dormida a la tenue luminosidad que precede al amanecer.

Incluso en plena noche —y las tres de la madrugada lo es— había una débil luz en el dormitorio de Eddie, y por lo menos los contornos del apretado mobiliario se veían en la semioscuridad. La lámpara con el pie en forma de S que estaba sobre la mesilla de noche arrojaba una leve sombra sobre la cabecera de la cama. Y la puerta del cuarto, que permanecía siempre entreabierta (de modo que Marion pudiera oír a Ruth si ésta la llamaba), estaba bordeada por una luminosidad gris oscuro. Aquélla era toda la luz que podía penetrar por la puerta, aunque sólo fuese la luz difusa procedente de la lámpara piloto del baño principal. Incluso esa luz llegaba al cuarto de Eddie, porque también la puerta del dormitorio de Ruth estaba siempre abierta.

Pero aquella noche alguien había cerrado las ventanas y las cortinas, y cuando Eddie abrió los ojos se encontró inmerso en una oscuridad absoluta y antinatural, porque alguien había cerrado la puerta de su dormitorio. Retuvo el aliento y percibió el rumor de una respiración.

Muchos jóvenes de la edad de Eddie sólo ven la persistencia de la oscuridad, y adondequiera que dirigen la mirada sólo ven penumbra. Eddie O'Hare, cuyas expectativas eran más esperanzadas, tendía a buscar la persistencia de la luz. En la oscuridad total de su dormitorio, lo primero que se le ocurrió a Eddie fue que Marion había vuelto a su lado.

—¿Marion? —susurró el muchacho.

—Hombre, hay que reconocer que eres optimista —le dijo Ted Cole—. Creía que nunca ibas a despertarte.

Su voz, en la oscuridad circundante, procedía de todas partes y de ninguna en particular. Eddie se irguió en la cama y tanteó en busca de la lámpara sobre la mesilla de noche, pero no estaba acostumbrado a no verla y no daba con ella.

—Deja estar la luz, Eddie —le dijo Ted—. Esta historia es mejor en la oscuridad.

—¿Qué historia? —inquirió Eddie.

—Sé que quieres escucharla —le dijo Ted—. Me dijiste que le habías pedido a Marion que te la contara, pero ella no podía hacerlo. Le basta con pensar en ella para quedarse inmóvil como una piedra. Supongo que recuerdas que la dejaste petrificada con sólo pedirle que te la contara, ¿no es cierto, Eddie?

—Sí, lo recuerdo —respondió el muchacho.

Así que ésa era la historia. Ted quería contarle el accidente. Eddie hubiera deseado que Marion le contara lo ocurrido. Pero ¿qué habría podido decir el muchacho? Desde luego, necesitaba oírlo, aunque fuese de labios de Ted.

—Bueno, cuéntame —le dijo, fingiendo la mayor indiferencia posible.

Eddie no podía ver dónde estaba Ted, ni si se hallaba de pie o sentado, pero no importaba, porque la voz de Ted, cuando narraba cualquiera de sus relatos, quedaba muy realzada por la atmósfera general de oscuridad.

Desde el punto de vista estilístico, la historia del accidente de Thomas y Timothy tenía mucho en común con
El ratón que se arrastra entre las paredes
y
La puerta en el suelo
, por no mencionar los numerosos borradores que Eddie había transcrito fielmente de
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
. En otras palabras, era un relato con el sello inconfundible de Ted Cole, y a ese respecto la versión de Marion nunca podría haber igualado a la de Ted.

En primer lugar, y Eddie lo vio enseguida con claridad, Ted había trabajado el relato. A Marion le hubiera resultado insoportable prestar tanta atención a los detalles de las muertes de sus hijos como lo había hecho Ted. En segundo lugar, Marion habría contado lo sucedido sin recursos literarios, con la mayor sencillez posible. En cambio, el principal recurso que utilizaba Ted en la narración carecía de naturalidad, incluso era artificial, pero es posible que, sin él, Ted no hubiera sido capaz de contar la historia.

Como en la mayor parte de los relatos de Ted Cole, el recurso principal también era inteligente. Al relatar el accidente de Thomas y Timothy, Ted hablaba en tercera persona, lo cual le permitía distanciarse considerablemente de sí mismo y del relato. «Ted» no era más que un personaje de apoyo en un relato con personajes más importantes.

Si Marion hubiera contado la historia, habría estado tan cerca de ella que, al relatarla, habría caído en la locura final, una locura mucho mayor que la locura, cualquiera que fuese, que le había impulsado a abandonar a su único vástago vivo.

—Bueno, las cosas sucedieron así —empezó a contar Ted—. Thomas tenía permiso de conducir, pero Timothy no. Tommy tenía diecisiete años, y llevaba todo un año conduciendo. Timmy tenía quince, y hacía muy poco que su padre había empezado a darle lecciones de conducción. Ted opinaba que Timothy, que estaba aprendiendo, ya era un alumno más atento de lo que Thomas había sido jamás. No es que Thomas fuese un mal conductor. Estaba atento y tenía confianza, sus reflejos eran excelentes; y era lo bastante cínico como para prever lo que iban a hacer los malos conductores, aun antes de que esos mismos conductores supieran qué iban a hacer. Ted le había dicho que ésa era la clave, y Thomas lo creía: siempre has de suponer que todos los demás conductores son malos.

»Había un aspecto especialmente importante de la conducción en el que Ted creía que su hijo menor, Timothy, superaba, aunque sólo fuese en potencia, a Thomas. Timothy siempre había sido más paciente que Thomas. Por ejemplo, Timmy tenía la paciencia de mirar siempre el espejo retrovisor, mientras que Tommy descuidaba hacerlo de la manera regular y automática con que Ted consideraba que debía hacerlo un conductor. Y con frecuencia en los giros a la izquierda se pone a prueba la paciencia de un conductor de una manera muy concreta, a saber, cuando te paras y esperas para girar a la izquierda en un carril con tráfico que viene hacia ti, jamás debes girar las ruedas a la izquierda antes del giro que te dispones a hacer. Nunca debes hacer eso…, ¡nunca!

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