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Authors: John Irving

Una mujer difícil (22 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Cojeando, el jardinero se dirigió al patio con las dos últimas bolsas llenas de papel. Vació la primera en el surtidor, donde la masa de los dibujos hechos trizas absorbió el agua ennegrecida como una esponja gigantesca e inamovible. La última bolsa, que por casualidad incluía algunas de las mejores, aunque muy destrozadas, vistas de la entrepierna de la señora Vaughn, no plantearon reto alguno a la restante creatividad de Eduardo. El inspirado hombre renqueó en círculos alrededor del patio mientras sostenía la bolsa abierta por encima de la cabeza. Era como una cometa que se negara a volar, pero los innumerables trocitos de pornografía emprendieron realmente el vuelo: subieron a lo alto del seto, de donde el heroico jardinero los había retirado antes, y también se alzaron por encima del aligustre. Como si quisiera recompensar a Eduardo Gómez por su valor, una fuerte brisa marina hizo volar vistas parciales de los senos y la vulva de la señora Vaughn hacia ambos extremos de Gin Lane.

Más tarde, la policía de Southampton tuvo noticia de que dos chicos que iban en bicicleta habían tenido un atisbo alarmante de la anatomía de la señora Vaughn, nada menos que en First Neck Lane, lo cual era un testimonio de la fuerza del viento, que había transportado aquel primer plano del pezón de la dama y su aréola irregularmente alargada hasta la otra orilla del lago Agawam. (Los muchachos, que eran hermanos, llevaron a casa el fragmento de dibujo pornográfico, sus padres descubrieron la obscenidad y llamaron a la policía.)

El lago Agawam, no mucho mayor que un estanque, separaba Gin Lane de First Neck Lane, donde, en el mismo momento en que Eduardo soltaba los restos de los dibujos de Ted Cole, el artista trataba de seducir a una chica de unos dieciocho años con unos pocos kilos de más. Glorie había llevado a Ted a su casa para presentárselo a su madre, sobre todo porque la joven no tenía coche propio y necesitaba el permiso materno para utilizar el vehículo de la familia.

El trayecto desde la librería hasta la casa de Glorie, que estaba en First Neck Lane, no era largo, pero el sutil cortejo de la universitaria que emprendió Ted había sido interrumpido varias veces por las insultantes preguntas que le hacía la patética y peroide amiga de Glorie. Effie no estaba tan entusiasmada, ni mucho menos, con
La puerta en el suelo
; la chica que cargaba con la tragedia de su fealdad no había escrito su trabajo de examen trimestral sobre el atavismo percibido en los símbolos de temor de Ted Cole. A pesar de su inmisericorde fealdad, Effie estaba mucho más libre de mojigangas que Glorie.

Y también estaba mucho más libre de mojigangas que Ted. Effie era una chica perspicaz y, durante el corto paseo, experimentó un creciente y juicioso desagrado hacia el famoso autor. Además, detectaba los esfuerzos de seducción que ocultaban la conducta de Ted. Si Glorie también se percataba de ellos, ofrecería escasa resistencia.

Ted se sorprendió a sí mismo al constatar un interés inesperado, de índole sexual, por la madre de Glorie. Si ésta era demasiado joven e inexperta para su gusto habitual (y estaba a un paso de ser gordita), la mamá de Glorie era mayor que Marion y la clase de mujer en la que Ted generalmente no se fijaba.

La delgadez de la señora Mountsier era notable, y se debía a la incapacidad de comer ocasionada por la muerte reciente y totalmente imprevista de su marido. Con toda claridad era una viuda que no sólo había amado profundamente a su marido, sino también (y eso era evidente incluso para Ted) una viuda que todavía se encontraba en las etapas perceptibles de la aflicción. En una palabra, no era una mujer a la que cualquiera pudiese seducir, pero Ted Cole no era cualquiera y no podía reprimir la impredecible atracción que sentía hacia ella.

Glorie debía de haber heredado las formas curvilíneas de una abuela o incluso una pariente más lejana. La señora Mountsier era una belleza clásica pero espectral, con cierta tendencia a hacer suyo el estilo inimitable de Marion. Mientras que la aflicción perpetua de Marion había alejado a Ted de su mujer, la majestuosa tristeza de la señora Mountsier le excitaba. Pero no por ello disminuía la atracción que sentía hacia su hija: ¡de repente las quería a las dos! A la mayoría de los hombres, semejante situación les habría planteado un dilema, pero Ted Cole sólo pensaba en las posibilidades. «¡Qué posibilidad!», se decía, mientras permitía que la señora Mountsier le preparase un bocadillo (al fin y al cabo, era casi la hora del almuerzo) y cedía a la insistencia de Glorie para meter en la secadora sus tejanos azules y los zapatos empapados.

—Se secarán en quince o veinte minutos —le prometió la joven. (Tardarían por lo menos media hora en secarse, pero ¿qué prisa había?).

Mientras comía, Ted llevaba un albornoz que perteneció al difunto señor Mountsier. La viuda le había indicado el baño, para que se cambiara, y le había ofrecido el albornoz de su marido con un gesto de tristeza especialmente atractivo.

Hasta entonces Ted nunca había tratado de seducir a una viuda, por no mencionar a una madre y a su hija. Se había pasado el verano dibujando a la señora Vaughn, y durante largo tiempo había descuidado las ilustraciones para
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
; ni siquiera había empezado a plantearse cómo deberían ser esas ilustraciones. Sin embargo, en aquella cómoda casa de First Neck Lane, había pasado por su mente un retrato de madre e hija notablemente prometedor, y supo que debía intentarlo.

La señora Mountsier no probó bocado. La delgadez de su rostro, que parecía frágil y quebradizo a la luz del mediodía, daba a entender que, como mucho, su apetito era intermitente, o que tenía cierta dificultad para retener el alimento. Se había empolvado delicadamente los semicírculos oscuros bajo los ojos. Al igual que Marion, la señora Mountsier sólo podía dormir durante breves períodos, cuando estaba totalmente exhausta. Ted observó que el pulgar izquierdo de la mujer no podía dejar en paz la alianza matrimonial, aunque ella no se daba cuenta de la constancia con que la tocaba.

Cuando Glorie reparó en aquel toqueteo obsesivo de la alianza, tomó la mano de su madre y se la estrechó. La señora Mountsier dirigió a su hija una mirada que era de agradecimiento y disculpa a la par. La simpatía fluyó entre ellas como una carta deslizada por debajo de una puerta. (Para el primero de los dibujos, Ted haría que posaran de modo que la hija sostuviera la mano de la madre.)

—Qué espléndida coincidencia —empezó a decirles—. Estoy buscando dos personas apropiadas que posen como modelos para un retrato de madre e hija; es para mi próximo libro.

—¿Se trata de otro libro para niños? —inquirió la señora Mountsier.

—Sí, desde luego —respondió Ted—, pero no creo que ninguno de mis libros sea realmente para niños. En primer lugar, las madres han de comprarlos y, en general, son las madres las primeras que los leen en voz alta. Los niños suelen oírlos antes de que puedan leerlos. Y cuando los niños son adultos, a menudo vuelven a leer mis libros.

—¡Eso es lo que me ocurrió a mí! —exclamó Glorie. Effie, que estaba enfurruñada, puso los ojos en blanco. Todo el mundo, excepto Effie, estaba satisfecho. La señora Mountsier había recibido la confirmación de que las madres son lo primero. Glorie había sido felicitada por no ser ya una niña, y el famoso autor había reconocido que era adulta.

—¿Qué clase de dibujos se propone hacer? —le preguntó la señora Mountsier.

—Verá, al principio me gustaría dibujarlas a usted y a su hija juntas —respondió Ted—. De esa manera, cuando las dibuje a cada una por separado, la presencia de la que falte estará…, bueno, estará ahí de alguna manera.

—¡Qué bien! ¿Quieres hacerlo, mamá? —preguntó Glorie. (Effie puso de nuevo los ojos en blanco, pero Ted nunca prestaba mucha atención a una mujer sin atractivo.)

—No lo sé. ¿Cuánto tiempo necesitaría? —quiso saber la señora Mountsier—. ¿O a cuál de las dos desearía dibujar primero? Quiero decir por separado, después de que nos hubiera dibujado juntas.

Espoleado por el deseo, Ted comprendió que la viuda había sufrido demasiado y estaba deshecha.

—¿Cuándo tienes que volver a la universidad? —le preguntó Ted a Glorie.

—Creo que el 5 de septiembre —respondió Glorie.

—El 3 de septiembre —la corrigió Effie—. Y vas a pasar el Día del Trabajo conmigo en Maine —añadió.

—Entonces dibujaría primero a Glorie —le dijo Ted a la señora Mountsier—. Primero las dos juntas, luego Glorie sola, y después, cuando Glorie haya vuelto a la universidad, usted sola.

—Pues no sé… —dijo la señora Mountsier.

—¡Vamos, mamá! —exclamó Glorie—. ¡Será divertido!

—Bueno…

Era el famoso e imperecedero «bueno» de Ted.

—Bueno… ¿qué? —preguntó Effie bruscamente.

—Quiero decir que no es necesario que se decidan ahora mismo —dijo Ted a la señora Mountsier, y entonces se dirigió a Glorie—: Piénsenlo.

Se dio cuenta de que Glorie ya lo estaba pensando. De las dos mujeres, Glorie sería la fácil. Y entonces… ¡qué otoño e invierno gratamente largos podrían esperarle! Imaginó la seducción, muchísimo más lenta, de la apenada señora Mountsier: podría requerir meses, incluso un año.

Fue una cuestión de tacto permitir que madre e hija le llevaran a Sagaponack. La señora Mountsier se ofreció a hacerlo. Entonces se dio cuenta de que había herido los sentimientos de su hija, que a Glorie le ilusionaba de veras llevar en coche al famoso autor e ilustrador.

—Pues entonces ve tú, Glorie —dijo la mujer—. No me había dado cuenta de que te apetecía tanto.

Ted pensó en lo contraproducente que era que madre e hija se pelearan.

—Puede que parezca egoísta —dijo, dirigiendo a Effie una sonrisa encantadora—, pero sería un honor para mí que todas me acompañaran a casa.

Aunque su encanto no surtía efecto en Effie, madre e hija se reconciliaron al instante, de momento.

Ted también representó el papel de pacificador cuando hubo que decidir si conducía la señora Mountsier o Glorie.

—Personalmente, creo que los jóvenes de tu edad conducís mejor que vuestros padres —dijo sonriente a Glorie—. Por otro lado —ofreció su sonrisa a la señora Mountsier—, la gente como nosotros somos insoportables conductores desde los asientos traseros. —Se volvió hacia Glorie—. Deja conducir a tu madre. Es la única manera de evitar que conduzca desde el asiento trasero.

Aunque Ted había parecido indiferente a Effie cada vez que la chica ponía los ojos en blanco, esta vez se adelantó a ella: se volvió hacia la nada agraciada joven y puso los ojos en blanco, sólo para mostrarle que no se le escapaba nada.

Para cualquiera que los hubiese visto, estaban sentados en el coche como una familia razonablemente normal. La señora Mountsier iba al volante y el célebre personaje, que había sido castigado por conducir en estado de embriaguez, ocupaba el asiento del pasajero. Detrás iban las hijas. La que tenía la desgracia de ser fea estaba, naturalmente, malhumorada y se mostraba reservada. Sin duda era lógico, porque la que parecía su hermana era bonita en comparación. Effie iba sentaba detrás de Ted y le lanzaba miradas furibundas al cogote. Glorie se inclinaba hacia delante, ocupando el espacio entre los dos asientos delanteros del Saab verde oscuro de la señora Mountsier. Al volver la cabeza para admirar el sorprendente perfil de la viuda, Ted podía ver también a la hija vivaracha aunque no exactamente hermosa.

La señora Mountsier era una buena conductora y nunca apartaba los ojos de la carretera. La hija no podía apartar los ojos de Ted. Para ser un día que comenzó con tan mal pie, ¡había que ver las oportunidades que se le habían presentado! Ted consultó su reloj y se sorprendió al ver que tan sólo acababa de empezar la tarde. Estaría en casa antes de las dos, y dispondría de mucho tiempo para enseñar a madre e hija su cuarto de trabajo cuando aún había buena luz. Ted había llegado a la conclusión de que no se puede juzgar un día por su comienzo cuando la señora Mountsier pasó ante el lago Agawam y giró por Dune Road para entrar en Gin Lane. Ted había estado tan absorto en la comparación visual entre madre e hija que no se había fijado en la ruta.

—Ah, va usted por aquí… —susurró.

—¿Por qué susurra? —le preguntó Effie.

En Gin Lane, la señora Mountsier se vio obligada a reducir la marcha y el coche avanzó lentamente. La calle estaba cubierta de papeles, que también colgaban de los setos. Mientras el coche avanzaba, los pedazos de papel revoloteaban a su alrededor. Uno de ellos se adhirió al parabrisas. La señora Mountsier estuvo a punto de frenar.

—¡No pare! —le pidió Ted—. ¡Bastará con el limpiaparabrisas!

—Para que después hablen de los que conducen desde el asiento trasero… —observó Effie.

Pero, para alivio de Ted, los limpiaparabrisas funcionaron y el ofensivo trozo de papel salió volando. (Ted había visto por un instante lo que sin duda era una axila de la señora Vaughn. Pertenecía a una de las series más comprometedoras, en la que ella estaba tendida boca arriba con las manos cruzadas en la nuca.)

—¿Qué es todo esto? —preguntó Glorie.

—Supongo que la basura de alguien —replicó su madre.

—Sí —dijo Ted—. Un perro debe de haber esparcido la basura.

—Qué estropicio —observó Effie.

—Deberían multar al que lo haya hecho, sea quien sea —dijo la señora Mountsier.

—Sí —convino Ted—. Aunque el culpable haya sido un perro ¡que lo multen!

Todos se rieron, excepto Effie.

Cuando se acercaban al extremo de Gin Lane, una nube de jirones de papel revoloteó alrededor del coche en marcha. Era como si los dibujos rasgados que mostraban la humillación sufrida por la señora Vaughn no quisieran soltar a Ted. Pero doblaron la esquina y la carretera apareció despejada. Ted sintió una oleada de satisfacción, pero se guardó mucho de expresarla. Entonces ocurrió algo poco frecuente en él: se sumió en un momento de reflexión. Era algo casi bíblico. Tras su inmerecida liberación de la señora Vaughn y en la estimulante compañía de la señora Mountsier y su hija, el pensamiento que dominaba la mente de Ted Cole se repetía como una letanía: la lujuria engendra lujuria y ésta más lujuria y más lujuria… una y otra vez. Eso era lo emocionante.

La autoridad de la palabra escrita

Ruth no olvidaría jamás la historia que Eddie le contó en el coche. Cuando la olvidaba momentáneamente, sólo tenía que mirarse la delgada cicatriz en el dedo índice derecho, que nunca desaparecería, para recordarla. (Cuando Ruth llegase a los cuarenta, la cicatriz sería tan minúscula que sólo podrían verla ella y alguien que ya conociera su existencia y la buscara.)

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