Una mujer difícil (19 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Entonces se encerró en un pequeño aseo. Examinó en el espejo los daños sufridos, mientras componía, como sólo un escritor puede hacerlo, un relato de incomparable sencillez sobre la clase de «accidente» que acababa de sufrir. Vio que una rama del maligno seto le había arañado un ojo, dejándoselo lagrimeando. Un rasguño más profundo era el origen de la sangre que le brotaba de la frente. Otro rasguño que sangraba menos pero parecía más difícil de curar le recorría toda una mejilla. Se lavó las manos. Los cortes le escocían, pero la sangre casi había dejado de brotar en los dorsos de las manos. Se quitó la camisa de franela y se ató alrededor de la cintura las mangas cubiertas de barro, una de las cuales también se había empapado en el estanque.

Ted aprovechó aquel momento para admirar su cintura. A los cuarenta y cinco años aún podía llevar unos tejanos y una camiseta metida por debajo del pantalón y enorgullecerse del efecto de conjunto. Pero la camiseta era blanca y las manchas dejadas por la hierba (se había caído por lo menos en los céspedes de dos casas) en el hombro izquierdo y en el pecho no mejoraban precisamente su aspecto. Los tejanos, empapados por debajo de las rodillas, seguían goteando en los zapatos llenos de agua.

Tan sereno como podía estarlo en aquellas circunstancias, Ted salió del lavabo, y Mendelssohn a secas, quien ya había dispuesto una silla para el autor que les visitaba, se apresuró a saludarle efusivamente una vez más. Acercaron la silla a una mesa, sobre la que esperaban unas docenas de ejemplares de las obras de Ted Cole para que las firmara.

Pero Ted manifestó su deseo de hacer un par de llamadas telefónicas. Llamó primero a la casa vagón para averiguar si Eddie estaba allí, y no obtuvo respuesta. Tampoco le respondió nadie cuando telefoneó a su casa: Marion no iba a ponerse al aparato aquel día tan bien ensayado. ¿Habría tenido Eddie un accidente de tráfico? Por la mañana la conducción del muchacho había sido más bien errática. Ted llegó a la conclusión de que sin duda Marion le había reblandecido al chico los sesos.

Al margen de lo bien que Marion hubiera ensayado la jornada, se había equivocado al pensar que el único recurso de Ted para volver a casa sería caminar hasta el consultorio de su contrincante en el juego de squash y esperar a que el doctor Leonardis, o uno de sus pacientes, le llevara a Sagaponack. El consultorio de Dave Leonardis estaba en el extremo de Southampton, junto a la carretera de Montauk, mientras que la librería no sólo estaba más cercana a la mansión de la señora Vaughn, sino que era un lugar más adecuado para que alguien rescatara a Ted Cole. Éste casi podría haber entrado en cualquier librería del mundo y pedir que le llevaran a casa.

Eso fue lo que hizo apenas se sentó a la mesa para firmar sus libros.

—La verdad es que necesitaría que alguien me llevara a casa —dijo el famoso autor.

—¡Faltaría más! —exclamó Mendelssohn—. ¡Naturalmente, no hay ningún problema! Vive usted en Sagaponack, ¿no es cierto? ¡Yo mismo le llevaré! Bueno…, tendré que llamar a mi mujer. Puede que esté comprando, pero no tardará en volver. Mi coche está en el taller, ¿sabe?

—Confío en que no sea el mismo taller que se ocupó de mi coche —dijo Ted a aquel entusiasta—. Acabo de recogerlo y se han olvidado de fijarle la columna de dirección. Era como esos dibujos animados que todos hemos visto: tenía el volante en las manos, pero no estaba fijado a las ruedas. Giré a un lado y el coche fue por el otro y se salió de la carretera. Por suerte lo único que había allí era un seto enorme. Al salir por la ventanilla, las ramas me hicieron varios rasguños, y para colmo caí en un estanque.

Ahora le escuchaban con atención. Mendelssohn, que estaba ya al lado del teléfono, pospuso la llamada a su esposa. Y la dependienta que al principio se había quedado pasmada ahora sonreía. Ted consideraba que aquella mujer pertenecía a un tipo que, en general, no le atraía, pero si ella se ofrecía para llevarle a casa, quizá surgiera algo.

Probablemente hacía poco que había terminado los estudios universitarios. Sin maquillaje ni bronceado y con el cabello lacio, era una precursora del estilo que se impondría la década siguiente. No era bonita, tenía unas facciones insulsas, pero su palidez representaba una especie de franqueza sexual para Ted, quien reconocía que parte del aspecto austero de la joven reflejaba su apertura a unas experiencias a las que tal vez ella llamara «creativas». Era la clase de joven a la que es posible seducir intelectualmente. (Cabía la posibilidad de que el aspecto de Ted en aquellos momentos, especialmente desaliñado, constituyera un factor positivo para ella.) Y las relaciones sexuales, dado que la mujer era todavía lo bastante joven para considerarlas novedosas, eran sin duda un campo de experiencia al que ella podría denominar «auténtico»…, sobre todo tratándose de un escritor famoso.

Lamentablemente, la dependienta no tenía coche.

—Voy en bicicleta —le dijo a Ted—. De lo contrario le llevaría a su casa.

Ted pensó que era una lástima, pero luego se dijo que en realidad no le gustaba la discrepancia entre la delgadez del labio inferior de la joven y el grosor exagerado del labio superior.

Mendelssohn empezó a sentirse inquieto porque su esposa seguía de compras. La llamaba una y otra vez, y aseguraba a Ted que no tardaría en volver. Un muchacho con un indescriptible defecto del habla, el otro miembro del personal que estaba en la librería aquel viernes por la mañana, le pidió disculpas porque había prestado su coche a un amigo para ir a la playa.

Ted permaneció allí sentado, firmando ejemplares lentamente. Sólo eran las diez. Si Marion hubiera sabido lo cerca que se encontraba Ted y la facilidad con que podría lograr que alguien le llevara a casa, tal vez hubiera sido presa del pánico. Si Eddie O'Hare hubiera sabido que Ted estaba firmando ejemplares al otro lado de la calle, casi frente a la tienda de marcos (donde Eddie insistía en que la fotografía «de los pies» tenía que estar enmarcada para que Ruth se la llevara ese día a casa sin más dilación), también podría haberse asustado mucho.

En cambio, no había ninguna razón para que Ted se asustara. Ignoraba que su mujer le estaba abandonando y todavía imaginaba que era él quien la abandonaba. Por otro lado, al no andar por las calles no corría peligro inmediato (el de que la señora Vaughn diera con él). E incluso si la esposa de Mendelssohn jamás regresaba de sus compras, sin duda en cuestión de minutos entraría en la librería algún fiel lector de Ted Cole. Probablemente sería una mujer, y Ted compraría uno de sus propios libros firmados para regalárselo, y ella le llevaría a casa en su coche. Y si era guapa, y etcétera, etcétera…, ¿quién sabía lo que podría surgir? ¿Por qué asustarse a las diez de la mañana? Así pensaba Ted.

No tenía la menor idea.

De cómo el ayudante de escritor se hizo escritor

Entretanto, en la cercana tienda de marcos, Eddie O'Hare se hacía oír. Al principio era inconsciente del poderoso cambio operado en su interior, y creía que sólo estaba enfadado. Tenía motivos para estarlo. La dependienta que le atendía no le dispensaba un trato cortés. No era mucho mayor que él, pero dejaba traslucir con demasiada brusquedad que un chico de dieciséis años y una niña de cuatro, que pedían el enmarcado de una sola foto de veinte por veinticinco, no ocupaban un lugar muy alto en la lista de los acomodados mecenas southamptonianos de las artes a los que la tienda de marcos quería servir.

Eddie pidió ver al encargado, pero la dependienta volvió a mostrarse descortés y repitió que la fotografía no estaba lista.

—Te aconsejo que la próxima vez telefonees antes de venir —le dijo a Eddie.

—¿Quieres ver mis puntos? —le preguntó Ruth a la dependienta—. También tengo una costra.

Era evidente que la dependienta, en realidad todavía una niña, no tenía hijos. Hizo caso omiso de Ruth, lo cual aumentó la cólera de Eddie.

—Enséñale tu cicatriz, Ruth —le dijo a la pequeña.

—Mira… —empezó a decir la dependienta.

—No, mira tú —la interrumpió Eddie, todavía sin comprender que se estaba haciendo oír. Nunca había hablado a nadie de aquella manera. Ahora, de repente, no podía detenerse, y siguió diciendo—: Estoy dispuesto a tener paciencia con alguien que es descortés conmigo, pero no voy a consentir que lo sea con una criatura. Si aquí no hay un encargado, debe de haber alguien, quien sea, la persona que hace el trabajo, por ejemplo. Quiero decir que debe de haber una trastienda donde se colocan los paspartús y se ponen los marcos, ¿no? Tiene que haber alguien más aparte de ti. No voy a marcharme sin la fotografía y no quiero hablar contigo

Ruth miraba a Eddie.

—¿Te has enfadado con ella? —le preguntó.

—Sí, me he enfadado con ella.

Se sentía inseguro de sí mismo, pero la dependienta nunca habría adivinado que Eddie O'Hare era un joven lleno de dudas. Para ella era la confianza personificada. Causaba una impresión aterradora.

Sin decir palabra, la joven entró en la «trastienda» que Eddie había mencionado tan confiadamente. En realidad, eran dos las habitaciones: el despacho de la dueña y lo que Ted habría llamado un taller. Allí estaban tanto la dueña, una señora perteneciente a la buena sociedad de Southampton y divorciada, llamada Penny Pierce, como el chico que se pasaba el día entero poniendo marcos.

La desagradable dependienta transmitió su impresión de que Eddie, a pesar de las apariencias, «daba miedo». Aunque Penny Pierce sabía quién era Ted Cole, y recordaba vívidamente a Marion por lo guapa que era, desconocía por completo a Eddie O'Hare. Supuso que la pequeña era la niña desdichada que tuvieron Ted y Marion para compensar la pérdida de sus dos hijos. La señora Pierce también recordaba muy bien a los chicos. ¿Quién podría olvidar aquella racha de buena suerte que experimentó la tienda? Hubo centenares de fotografías que enmarcar, y Marion no había elegido marcos baratos. Penny Pierce recordaba que la factura ascendió a miles de dólares. Desde luego, deberían haberse apresurado a enmarcar la foto y probablemente, se dijo ahora la señora Pierce, deberían haberlo hecho de balde.

Pero ¿quién se creía que era aquel adolescente? ¿Quién era él para decir que no iba a marcharse sin la fotografía?

—Da miedo —repitió la estúpida dependienta.

El abogado que se hizo cargo de su divorcio le había enseñado a Penny Pierce una cosa: no hay que dejar que hable una persona encolerizada, sino hacer que se exprese por escrito. Aplicó esta política al negocio de los marcos, que su ex marido le había comprado como parte del acuerdo de divorcio.

Antes de que la señora Pierce se enfrentara a Eddie, pidió al operario del taller que interrumpiera lo que estaba haciendo y enmarcara de inmediato la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire. Habían transcurrido unos cinco años desde la última vez que Penny Pierce viera aquella foto. La señora Pierce recordaba que Marion les llevó todas las instantáneas y que algunos de los negativos estaban rayados. Cuando los chicos vivían, nadie se había preocupado demasiado de las viejas fotografías. Penny Pierce suponía que, después de su muerte, Marion había considerado casi todas las instantáneas en las que aparecían ellos dignas de ser ampliadas y enmarcadas, tanto si los negativos estaban rayados como si no.

Puesto que estaba informada del accidente, la señora Pierce no había podido abstenerse de examinar con atención todas las fotografías. «¡Ah!, es ésta», dijo al ver la foto de Marion en la cama con los pies de los chicos. Lo que siempre había llamado la atención de Penny Pierce con respecto a aquella fotografía era la evidente felicidad de Marion, además de su belleza incomparable. Y ahora la belleza de Marion seguía inmutable, mientras que su felicidad había desaparecido. Esta característica de Marion asombraba siempre a las demás mujeres. Aunque ni la belleza ni la felicidad habían abandonado por completo a Penny Pierce, ésta tenía la sensación de que no las había conocido jamás en el grado en que lo había hecho Marion.

La señora Pierce tomó unas cuartillas de su mesa antes de dirigirse a Eddie.

—Comprendo tu enfado y lo siento mucho —le dijo afablemente al guapo adolescente, el cual parecía incapaz de asustar a nadie. («Tengo que encontrar un personal más adecuado», pensó Penny Pierce mientras seguía hablando al tiempo que subestimaba el aspecto físico de Eddie. Cuanto más lo miraba, más le parecía que era demasiado mono para considerarlo un joven bien parecido)—. Cuando mis clientes se enfadan, les pido que pongan sus quejas por escrito…, si no te importa —añadió la señora Pierce, de nuevo con afabilidad.

El muchacho vio que la mujer le ofrecía papel y una pluma.

—Trabajo para el señor Cole —le dijo—. Soy ayudante de escritor.

—Entonces no te molestará escribir, dijo la señora Pierce.

Eddie tomó la pluma. La dueña le sonrió de una manera alentadora. No era ni bella ni rebosaba felicidad, pero no carecía de atractivo y tenía buen corazón. Eddie comprendió que, en efecto, no le importaría escribir. Aquélla era exactamente la invitación que necesitaba, lo que quería su voz, atrapada durante mucho tiempo en su interior. Quería escribir. Al fin y al cabo, por eso había buscado aquel empleo. Y lo que había obtenido, en vez de escribir, era a Marion. Ahora que la estaba perdiendo, encontraba lo que había buscado antes de que empezara el verano.

Y Ted no le había enseñado nada. Lo que Eddie O'Hare había aprendido de Ted Cole, lo había aprendido leyéndole. Todo lo que cualquier escritor aprende de otro se reduce a unas pocas frases. De
El ratón que se arrastra entre las paredes
, Eddie había aprendido algo de sólo dos frases. La primera decía: «Tom se despertó, pero Tim no», y la segunda: «Era un ruido como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador».

Si, debido a esa frase, Ruth Cole pensaría de un modo diferente acerca de los armarios y los vestidos durante el resto de su vida, Eddie O'Hare, por su parte, oiría el ruido de aquel vestido que cobraba vida y bajaba del colgador tan claramente como cualquier sonido que hubiera oído jamás. En sueños veía el movimiento de aquel vestido escurridizo en la semioscuridad del armario.

Y de
La puerta en el suelo
había otra primera frase que no estaba nada mal: «Había un niño que no sabía si quería nacer». Después del verano de 1958, Eddie O'Hare comprendería por fin cómo se sentía ese niño. Y estaba aquella otra frase: «Su mamá tampoco sabía si quería que naciera». Sólo después de haber conocido a Marion, Eddie comprendió cómo se sentía aquella mamá.

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