Authors: John Irving
Y en la Bloedstraat había chicas que parecían hombres, mujeres altas de manos grandes y con nuez de Adán. Maarten le comentó a Ruth que en su mayoría eran hombres, travestidos ecuatorianos, de los que se decía que azotaban a sus clientes.
Por supuesto, había algunas mujeres blancas, no todas ellas holandesas, en la Sint Annenstraat y el Dollebegijnensteeg, así como en la calle a la que Ruth habría preferido que Maarten y Sylvia no la llevaran. El Trompetterssteeg era un callejón demasiado estrecho que no permitía la ventilación de las casas. En el salón al que subieron el aire estaba estancado y en aquella atmósfera quieta se libraba una constante batalla de olores: orina y perfume, tan densamente mezclados que el resultado final era un olor que recordaba el de la carne en mal estado. Flotaba también un olor seco, a quemado, debido a los secadores de pelo de las putas, un olor que parecía incongruente porque el callejón, incluso en una noche sin lluvia, estaba mojado. Nunca hacía el suficiente aire para que se secaran los charcos sobre el pavimento siempre húmedo.
Las paredes, sucias y húmedas, dejaban marcas en las espaldas, pechos y hombros de las chaquetas masculinas, pues los hombres tenían que pegarse a las paredes para ceder el paso. Las prostitutas, en sus escaparates o en los vanos de sus puertas abiertas, estaban lo bastante cerca para poder olerlas y tocarlas, y no había ninguna parte donde mirar, salvo la cara de la siguiente o de la que estaba apostada más allá, o a los hombres que las examinaban y cuyas caras eran las peores de todas, atentos a los gestos de las prostitutas que los llamaban y con las que entraban en contacto una y otra vez. El Trompetterssteeg era un mercado. La mercancía estaba casi al alcance de la mano, y el comprador establecía con ella un contacto muy directo.
Ruth se percató de que, en De Wallen, no hacía falta pagar a una prostituta para ver a alguien realizando el acto sexual. Por tanto, la motivación para hacer eso debía proceder del mismo joven y del carácter de la escritora madura, o sólo de ésta. En su relación debería haber un elemento especial o una carencia. Al fin y al cabo, en el «Centro de Espectáculos Eróticos» uno podía pagar por entrar en una cabina de video. SENCILLAMENTE LOS MEJORES, decía el anuncio. El «Show de Porno en Vivo» prometía ACTOS SEXUALES AUTÉNTICOS, y el anuncio de otro local decía SEXO REAL SOBRE EL ESCENARIO. Allí no era necesario hacer ningún esfuerzo especial para practicar el voyeurismo.
Una novela siempre es más complicada de lo que parece al principio. La verdad es que ha de ser más complicada de lo que parece al principio.
Por lo menos Ruth se consoló un poco al comprobar que los artículos «especiales para SM» de la sex shop no habían cambiado. La vagina de goma que la vez anterior le pareció una tortilla seguía suspendida del techo de la tienda, aunque la liga de la que ahora pendía era negra, no roja. Y nadie había comprado el cómico consolador con un cencerro sujeto a aquél con una correa de cuero. Los látigos aún estaban expuestos, y las peras para enemas se presentaban en el mismo orden de tamaños (u otro similar). Incluso el puño de goma había resistido el paso del tiempo sin que nadie lo tocara, tan desafiante y tan rechazado como siempre, pensó Ruth…, es decir, confió en que así fuera.
Pasada la medianoche, Maarten y Sylvia acompañaron a Ruth a su hotel. La escritora se había fijado atentamente en la ruta seguida. Una vez en el vestíbulo, se despidió de ellos al estilo holandés, besándolos tres veces, pero de una manera más rápida y prosaica que cuando Rooie la besó a ella. Entonces subió a su habitación y se cambió de ropa. Se puso unos tejanos más viejos y descoloridos y una sudadera azul marino que le iba demasiado grande. No le sentaba bien, pero casi le disimulaba los senos. También se puso los zapatos más cómodos que tenía, unos mocasines de ante negro.
Aguardó durante quince minutos en su habitación antes de abandonar el hotel. Era la una menos cuarto de la madrugada, pero no tardaría ni cinco minutos en llegar hasta la calle de las prostitutas más prósperas. No se había propuesto visitar a Rooie a aquellas horas, pero quería tener un atisbo de ella en su escaparate, y se decía que tal vez podría ver cómo atraía a un cliente a su habitación. Al día siguiente, o al otro, le haría una visita.
La experiencia que hasta entonces había tenido Ruth con las prostitutas debería haberla aleccionado. Era evidente que su capacidad de prever lo que podía suceder en el mundo de la prostitución no estaba tan desarrollada como sus habilidades de novelista. Cabría esperar de ella cierta cautela, que fuese consciente de su poca preparación para relacionarse con esa clase de mujeres… pues allí, en la Bergstraat, en el que creía que era el escaparate de Rooie, estaba sentada una mujer mucho más vulgar y joven que Rooie. Ruth reconoció el top que había visto colgado en el estrecho ropero de la prostituta. Era negro y el escote se abrochaba con unos cierres a presión de plata, pero la muchacha tenía un pecho demasiado abundante para que pudiera abrocharse del todo la prenda. Por debajo de la profunda hendidura entre los senos, por debajo del top, el fofo vientre de la muchacha pendía sobre una braguita negra, que estaba rota y tenía la cintura desgarrada. La cinta elástica blanca contrastaba con la negrura de la braga y con el michelín de carne cetrina que formaba el amplio vientre de la gorda muchacha. Tal vez estuviera embarazada, pero de las bolsas grisáceas bajo los ojos de la joven prostituta se deducía que estaba tan dañada interiormente que su capacidad reproductiva era mínima.
—¿Dónde está Rooie? —le preguntó Ruth.
La chica gorda bajó del taburete y entreabrió la puerta.
—Con su hija —respondió en un tono de fatiga.
Ruth se había ya alejado unos pasos cuando oyó un ruido sordo contra el vidrio de la ventana. No era el familiar tamborileo con una uña, una llave o una moneda, que Ruth había oído en las ventanas de otras prostitutas. La chica gorda golpeaba la ventana con el grueso consolador rosado que Ruth vio la ocasión anterior en la bandeja de aspecto quirúrgico, sobre la mesa al lado de la cama. Cuando la joven prostituta captó la atención de Ruth, se metió el consolador en la boca y le dio un brusco tirón con los dientes. Entonces, mirando a Ruth, hizo un gesto con la cabeza, una desganada invitación, y finalmente se encogió de hombros, como si la energía que le quedaba sólo le permitiera esa promesa limitada: que trataría de satisfacerla tanto como Rooie.
Ruth rechazó la invitación sacudiendo la cabeza, pero sonrió amablemente a la prostituta. La patética muchacha se golpeó varias veces la palma de la mano con el consolador, como si marcara el ritmo de una música que sólo ella podía oír.
Aquella noche Ruth soñó con el guapo chico holandés llamado Wim, un sueño tremendamente excitante. Se despertó azorada, convencida de que el ligue detestable de la novela que estaba concibiendo no debía ser pelirrojo, e incluso dudaba de que debiera ser del todo «malo». Si la escritora madura iba a sufrir una humillación que la haría cambiar de vida, la mala sería ella. Uno no cambia de vida porque otra persona haya sido mala.
A Ruth no se la podía convencer fácilmente de que las mujeres eran víctimas; al contrario, estaba convencida de que las mujeres eran tan a menudo víctimas de sí mismas como lo eran de los hombres. A juzgar por el comportamiento de las mujeres a las que mejor conocía, ella misma y Hannah, eso era del todo cierto. (No conocía a su madre, pero sospechaba que probablemente Marion sí era una víctima, una de las muchas víctimas de su padre.)
Además, Ruth se había vengado de Scott Saunders. ¿Por qué arrastrarle a él, o a un pelirrojo similar, a su novela? En
No apto para menores
, la novelista viuda, Jane Dash, tomaba la decisión correcta, la de no escribir sobre su adversaria Eleanor Holt. ¡Ruth ya había escrito sobre ese particular! («Como novelista, la señora Dash despreciaba escribir acerca de personas reales, le parecía un fracaso de la imaginación, pues todo novelista digno de ese nombre debería ser capaz de inventar un personaje más interesante que cualquier persona de carne y hueso. Convertir a Eleanor Holt en personaje literario, aun cuando fuese con el propósito de burlarse de ella, sería una especie de halago.»)
Ruth se dijo a sí misma que debería practicar lo que predicaba.
Dada la insatisfactoria selección de alimentos en el comedor de los desayunos, y tras recordar que su única entrevista del día tendría lugar durante la comida, Ruth se tomó media taza de café tibio y un zumo de naranja cuya temperatura era no menos desagradable y salió en dirección al barrio chino. A las nueve de la mañana no era aconsejable pasear por el distrito con el estómago lleno.
Cruzó la Warmoesstraat, donde había una comisaría de policía que a ella le pasó desapercibida. En lo primero que se fijó fue en una prostituta callejera joven y drogadicta que estaba en cuclillas en la esquina del Enge Kerksteeg. La joven tenía dificultades para mantener el equilibrio y, a fin de no caerse, sólo podía aplicar las palmas de ambas manos en el bordillo de la acera mientras orinaba en la calle.
—Por cincuenta guilders puedo hacerte cualquier cosa que te haga un hombre —propuso la joven a Ruth, pero ésta no le hizo caso.
A las nueve en punto sólo estaba abierto uno de los escaparates de prostitutas en la Oudekerksplein, al lado de la vieja iglesia. A primera vista, la prostituta podría ser una de las mujeres dominicanas o colombianas a las que Ruth había visto la noche anterior, pero aquella mujer tenía la piel mucho más oscura. Era muy negra y muy gorda, y permanecía de pie, con una confianza campechana, en el umbral de su habitación, como si por las calles de De Wallen avanzaran oleadas de hombres. Lo cierto era que las calles estaban prácticamente desiertas, con excepción de los barrenderos, que recogían los desperdicios acumulados durante el día anterior.
En los cubículos desocupados de las prostitutas se afanaban numerosas mujeres de la limpieza, y el ruido de los aspiradores se imponía a las charlas que entablaban de vez en cuando. Incluso en el estrecho Trompetterssteeg, donde Ruth no pensaba aventurarse, el carrito de una mujer de la limpieza, que contenía el cubo, la fregona y las botellas de productos de limpieza, sobresalía de una estancia que daba al callejón. También había un saco de colada lleno de toallas sucias y una abultada bolsa de plástico, de esas que encajan en una papelera, sin duda llena de condones, toallitas y pañuelos de papel. Ruth pensó que sólo la nieve recién caída podría dar al distrito un aspecto de auténtica limpieza a la luz matinal, tal vez el día de Navidad por la mañana, cuando ni una sola prostituta estaría trabajando allí. ¿O sí estaría?
En el Stoofsteeg, donde predominaban las prostitutas tailandesas, sólo dos mujeres ofrecían sus servicios desde las puertas abiertas. Al igual que la mujer en cuclillas junto a la vieja iglesia, eran muy negras y muy gordas. Charlaban entre ellas en una lengua que no se parecía a ninguna de las que Ruth había oído jamás, y como se interrumpieron para saludarla cortésmente con una inclinación de cabeza, ella se atrevió a detenerse y preguntarles de dónde eran.
—De Ghana —dijo una de ellas.
—¿Y tú de dónde eres? —le preguntó la otra a Ruth.
—De Estados Unidos —replicó Ruth.
Las mujeres africanas murmuraron apreciativamente y, restregándose los dedos, hicieron el gesto universal que significa dinero.
—¿Quieres algo que podamos darte? —preguntó una de ellas a Ruth.
—¿Quieres entrar? —inquirió la otra.
Las dos se echaron a reír ruidosamente. No se percataron de que Ruth no tuviera verdadero interés en acostarse con ellas. Lo que sucedía, ni más ni menos, era que la famosa riqueza de Estados Unidos las llevaba a intentar atraer a Ruth con sus muchos ardides.
—No, gracias —les dijo Ruth y, sin dejar de sonreír cortésmente, se alejó.
Allí donde, la noche anterior, los hombres ecuatorianos exhibían el atractivo de su equívoco sexual, sólo había ahora mujeres de la limpieza. Y en el Molensteeg, donde antes había más dominicanos y colombianos, otra prostituta de aspecto africano, ésta muy esbelta, permanecía en un escaparate mientras una mujer de la limpieza trajinaba en otro cubículo.
La escasez de gente en el distrito reforzaba el ambiente en el que Ruth siempre pensaba: el aspecto de abandono, que era el aspecto del sexo indeseado, era mejor que el incesante turismo sexual que invadía el distrito por la noche.
Impulsada por su irresistible curiosidad, Ruth entró en una sex shop. Como en una tienda de video convencional, cada categoría tenía su propio pasillo. Estaba el pasillo de los azotes y los pasillos para el sexo oral y anal. Ruth no exploró el pasillo de la coprofilia, y la luz roja sobre la puerta de una «cabina de video» le hizo abandonar la tienda antes de que saliera el cliente del recinto privado donde veía las películas. Le bastaba con imaginar la expresión del hombre.
Durante algún tiempo creyó que la seguían. Un hombre fornido, con tejanos azules y sucias zapatillas deportivas, caminaba siempre detrás de ella o en la acera de enfrente, a su altura, incluso después de que diera dos veces la vuelta a la misma manzana. Sus facciones eran toscas, tenía barba de dos o tres días y sus ojos traslucían irritación. Llevaba una cazadora holgada que tenía la forma de esas chaquetas que usan los jugadores de béisbol para calentarse. No daba la impresión de que pudiera permitirse ir con una prostituta, pero seguía a Ruth como si creyera que ella lo era. Finalmente lo perdió de vista, y ella dejó de preocuparse por él.
Estuvo dos horas paseando por el distrito. Hacia las once, varias tailandesas regresaron al Stoofsteeg. Las africanas ya se habían ido y, alrededor de la Oudekerksplein, la media docena de negras gordas, posiblemente también procedentes de Ghana, fueron sustituidas por una docena o más de mujeres de piel morena: de nuevo las colombianas y dominicanas.
Ruth se metió por error en un callejón sin salida frente al Oudezijds Voorburgwal. El Slapersteeg se estrechaba enseguida y al final había tres o cuatro escaparates de prostitutas con una sola puerta de acceso. En el vano de la puerta abierta, una puta corpulenta con un acento que parecía jamaicano tomó a Ruth del brazo. Una mujer de la limpieza todavía trabajaba en las habitaciones, y otras dos prostitutas se estaban arreglando ante un largo espejo de maquillaje.
—¿A quién buscas? —le preguntó la corpulenta mujer morena.