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Authors: John Irving

Una mujer difícil (57 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Ruth estuvo a punto de decirle que lo lamentaba, pero antes de que pudiera hablar la pelirroja le respondió con amargura:

—Conocí a un inglés… durante cierto tiempo.

Entonces Rooie Dolores entró de nuevo en la habitación y cerró la puerta. Ruth aguardó, pero las cortinas del escaparate no se abrieron.

Una de las prostitutas más jóvenes y bonitas, que estaba al otro lado de la calle, la miró irritada, con el ceño fruncido, como si se sintiera decepcionada porque Ruth hubiera gastado su dinero con una puta mayor y menos atractiva.

Sólo había otro transeúnte en la minúscula calle Bergstraat, un hombre maduro que mantenía la vista baja. No miraba a ninguna prostituta, pero cambió de actitud y alzó de pronto los ojos y la miró con dureza cuando Ruth pasó por su lado. Ella le devolvió la mirada, y el hombre siguió andando, de nuevo con la vista en los adoquines.

También Ruth reanudó su camino; su confianza en sí misma como persona se había debilitado, pero no como profesional. Al margen de cuál fuese el posible relato (el relato más probable sería el mejor), no dudaba de que pensaría en ello. Lo único que sucedía era que no había pensado lo suficiente en sus personajes. No, la confianza que había perdido era algo moral, algo que estaba en el centro de sí misma como mujer, y fuera lo que fuese ese «algo», le maravillaba la sensación de su ausencia.

Volvería allí, vería a Rooie de nuevo, pero no era eso lo que la preocupaba. No sentía el menor deseo de tener una experiencia sexual con la prostituta, la cual ciertamente había estimulado su imaginación, pero no podía decir que la hubiera excitado. Y seguía creyendo que no tenía necesidad, ni como escritora ni como mujer, de mirar a la prostituta mientras trabajaba con un cliente.

Lo que a Ruth le preocupaba era que necesitaba estar con Rooie de nuevo sólo para ver, como en un relato, lo que sucedería a continuación. Eso significaba que Rooie tenía la sartén por el mango.

La novelista volvió enseguida a su hotel, donde, antes de la primera entrevista, escribió unas pocas líneas en su diario: «Se ha impuesto la idea convencional de que la prostitución es una especie de violación a cambio de dinero, pero lo cierto es que en la prostitución, y tal vez sólo en ella, la mujer es, al parecer, la que tiene la sartén por el mango».

Durante el almuerzo le hicieron una segunda entrevista, y otras dos después de comer. Entonces debería haber tratado de relajarse, porque a última hora de la tarde tenía que dar una lectura, a la que seguiría una firma de ejemplares y luego la cena, pero en vez de descansar se sentó en la habitación del hotel y escribió febrilmente. Desarrolló un posible relato tras otro, hasta que tuvo la sensación de que la credibilidad de todos ellos era forzada. Si la escritora que contemplaba la actuación de la prostituta iba a sentirse humillada por la experiencia, el contenido sexual de ésta tenía que sucederle a la escritora: de alguna manera tenía que ser «su» experiencia sexual. De lo contrario, ¿por qué iba a sentirse humillada?

Cuanto más se esforzaba Ruth por involucrarse en la historia que estaba escribiendo, tanto más retrasaba o evitaba la historia que vivía. Por primera vez sabía lo que era ser un personaje de novela en vez de un novelista (el único que tiene la sartén por el mango)… pues, en calidad de personaje, Ruth se veía a sí misma regresando a la Bergstraat, un personaje de un relato que no estaba escribiendo.

Lo que experimentaba era la emoción de un lector que necesita saber lo que sucede a continuación. Sus pasos, indefectiblemente, la llevarían de nuevo a aquella calle; no podría resistirse a los deseos de saber lo que sucedería. ¿Qué le sugeriría Rooie? ¿Qué le permitiría Ruth hacer a la pelirroja?

Cuando el novelista prescinde del papel de creador, aunque sólo sea por un momento, ¿qué papeles puede adoptar? No hay más que creadores de relatos y personajes de esos relatos. No existen otros papeles. Nunca hasta entonces había sentido Ruth semejante expectación. Estaba segura de que no deseaba en absoluto controlar lo que sucedería a continuación, y en realidad le estimulaba carecer de ese control. Le alegraba no ser la novelista. No era la autora de aquel relato, pero de todos modos era un relato que la emocionaba.

Ruth cambia su historia

Después de la lectura, Ruth se quedó para firmar ejemplares y, a continuación, cenó con los patrocinadores del acto. La noche siguiente, en Utrecht, tras la lectura en la universidad, también firmó ejemplares. Maarten y Sylvia le echaron una mano, deletreándole los nombres holandeses.

Los muchachos querían que les dedicara el libro: «A Wouter», o a Hein, Hans, Henk, Gerard o Jeroen. Los nombres de las chicas no eran menos extraños al oído de Ruth. «A Els», o a Loes, Mies, Marijke o Nel. Otros lectores deseaban que su apellido también figurase en la dedicatoria. (Los Overbeek, los Van der Meulen y los Van Meur, los Blokhui y los Veldhuizen, los Dijkstra, los De Groot y los Smit.) Las firmas de ejemplares constituían un ejercicio de ortografía tan arduo que Ruth terminó ambas sesiones de lectura con dolor de cabeza.

Pero Utrecht y su antigua universidad eran hermosas. Antes de la lectura, la escritora había cenado temprano con Maarten, Sylvia y sus hijos, ya adultos. Ruth los recordaba de cuando eran unos chiquillos, y ahora la superaban en altura y uno de ellos lucía barba. Para ella, todavía sin hijos a los treinta y seis años, uno de los aspectos chocantes que tenía la relación con matrimonios era el inquietante fenómeno de ver crecer a los niños.

En el tren, durante el viaje de regreso a Amsterdam, Ruth les contó a Maarten y Sylvia el poco éxito que había tenido con los chicos de la edad de sus hijos, es decir, cuando ella era de su edad. (El verano en que viajó a Europa con Hannah, los chicos más atractivos siempre preferían a su amiga.)

—Pero ahora resulta embarazoso, ahora les gusto a los chicos que tienen la edad de los vuestros.

—Eres muy popular entre los lectores dijo Maarten.

—Ruth no se refiere a eso, Maarten —terció Sylvia. Ruth admiraba a aquella mujer inteligente y atractiva, que tenía un buen marido y una familia feliz.

—Ah —dijo el marido, un hombre muy decoroso, tanto que se había ruborizado.

—No quiero decir que atraiga a vuestros hijos de esa manera —se apresuró a decirle Ruth—. Me refiero a algunos chicos de su edad.

—¡Creo que a nuestros hijos también los atraes de esa manera! —exclamó Sylvia, riéndose de lo pasmado que se había quedado su marido.

Maarten no había reparado en la cantidad de jóvenes que rodearon a Ruth durante sus dos sesiones de firma de libros. También había muchas chicas, pero Ruth las atraía como un modelo que podían imitar, no sólo porque era una autora de éxito, sino también una mujer soltera que había tenido varias relaciones y que, no obstante, seguía viviendo sola. (Ruth no sabía por qué razón esta circunstancia era atractiva. ¡Si supieran lo poco que a ella le gustaba su presunta vida personal!) Siempre había un joven, por lo menos diez años y a veces hasta quince menor que ella, que trataba de seducirla torpemente.

(«Con tan poca maña que casi te parten el corazón», les dijo Ruth a Maarten y Sylvia.) Como tenía hijos de esa edad, Sylvia sabía exactamente qué quería decir Ruth. Maarten, como padre, había prestado más atención a sus hijos que a los jóvenes desconocidos que se afanaban demasiado en torno a la escritora.

En esta ocasión no faltó uno de tales jóvenes. Hizo cola para que ella le firmara su ejemplar, después de las dos lecturas, en Amsterdam y en Utrecht. Ruth leía el mismo pasaje cada noche, pero al joven no pareció importarle. En el acto de Amsterdam le presentó un ejemplar muy manoseado de una edición de bolsillo, y en Utrecht le tendió la edición en tapa dura de
No apto para menores
. En ambos casos se trataba de la edición en inglés.

—Es Wim, con W —le dijo la segunda vez, porque el nombre se pronunciaba Vim.

En la ocasión anterior ella había escrito su nombre con V.

—¡Ah, eres tú otra vez! —le dijo al muchacho. Era demasiado guapo, y se veía con demasiada claridad que estaba chalado por ella para que lo hubiera olvidado—. De haber sabido que venías, habría leído otro pasaje.

El joven bajó los ojos, como si le doliera mirarla cuando ella le devolvía la mirada.

—Estudio en Utrecht, pero mis padres viven en Amsterdam y crecí allí —le dijo. (¡Como si eso diera cumplida explicación a su asistencia a las dos lecturas!)

—¿No hablaré de nuevo mañana en Amsterdam? —preguntó Ruth a Sylvia.

—Sí, en la Vrije Universiteit —le dijo Sylvia al joven.

—Sí, lo sé, estaré allí —replicó el chico—. Llevaré un tercer libro para que me lo firme.

Mientras Ruth firmaba más ejemplares, el joven cautivado permanecía junto a la cola, contemplándola con anhelo. En Estados Unidos, donde Ruth Cole casi siempre se negaba a firmar libros, aquella mirada de adoración la habría asustado. Pero en Europa, donde normalmente accedía a firmar ejemplares, nunca se sentía amenazada por las miradas amorosas de sus jóvenes admiradores.

La lógica de que se sintiera nerviosa en su país y cómoda en el extranjero era cuestionable. Sin duda consideraba romántica la servil lealtad de sus jóvenes lectores europeos, aquellos chicos chalados por ella que formaban una categoría irreprochable: hablaban inglés con acento extranjero, habían leído todas sus novelas y, además, en sus torturadas mentes juveniles, ella encarnaba la figura de la mujer mayor en la que centraban sus fantasías. Ahora también ellos se habían convertido en la fantasía de Ruth, y a propósito de esa fantasía, durante el trayecto en tren hacia Amsterdam, bromeaba con Maarten y Sylvia.

El viaje en tren era demasiado corto para que Ruth les hablara por extenso de la nueva novela que estaba gestando, pero al reírse juntos sobre los jóvenes disponibles, la escritora se dio cuenta de que quería cambiar su relato. La protagonista no debería conocer a otro escritor en la Feria del Libro de Francfort, al que luego llevaría con ella a Amsterdam. No, tenía que ser uno de sus admiradores, un aspirante a escritor y a joven amante. En la nueva novela, la escritora reflexionaría en que ya era hora de casarse, e incluso, como le sucedía a Ruth, sopesaría la proposición matrimonial de un hombre impresionante y mayor que ella al que tendría mucho cariño.

La insufrible guapura del muchacho llamado Wim no le permitía quitárselo fácilmente de la cabeza. De no estar todavía muy reciente su desdichado encuentro con Scott Saunders, a buen seguro se habría sentido tentada a disfrutar (o a ponerse en un aprieto) con Wim. Al fin y al cabo, estaba sola en Europa, y lo más probable era que al regresar a Estados Unidos se casara. Una aventurilla sin consecuencias con un hombre joven, con un hombre mucho más joven…, ¿no era eso lo que hacían las mujeres mayores que iban a casarse con hombres aún más mayores que ellas?

Lo que Ruth les dijo a Maarten y a Sylvia fue que le gustaría visitar el barrio chino de la ciudad, y les contó esa parte de su relato, o por lo menos todo lo que sabía hasta entonces: un joven convence a una mujer mayor que él para pagar a una prostituta y contemplarla cuando está con un cliente. Después sucede algo y la mujer se siente muy humillada, hasta el extremo de que eso cambia su vida.

—La mujer mayor se le entrega en parte porque cree que es ella quien domina la situación y porque ese joven es precisamente la clase de chico guapo que le resultaba inalcanzable cuando ella tenía su edad. Pero no sabe que el joven puede causarle dolor y angustia…, por lo menos creo que eso es lo que sucede —añadió Ruth—. Todo depende de lo que le ocurra con la prostituta.

—¿Cuándo quieres ir al barrio chino, Ruth? —le preguntó Maarten.

Ruth respondió como si la idea fuese tan reciente para ella que no hubiera pensado todavía en los detalles.

—Pues… cuando os vaya bien a vosotros.

—¿Cuándo visitarían a la prostituta la mujer mayor y el chico? —inquirió Maarten.

—Probablemente de noche —respondió Ruth—. Es muy posible que estén un poco bebidos. Creo que ella debería estarlo, para tener el valor de hacer una cosa así.

—Podríamos ir allí ahora mismo —sugirió Sylvia—. Tendremos que dar un rodeo para volver a tu hotel, pero sólo es un paseo de cinco o diez minutos desde la estación.

A Ruth le sorprendió que a Sylvia le apeteciera acompañarles. Debían de ser pasadas las once, cerca de medianoche, cuando su tren llegó a Amsterdam.

—¿No es peligroso salir a estas horas de la noche? —les preguntó Ruth.

—Hay tantos turistas que los rateros son el único peligro —dijo Sylvia con desagrado.

—También te pueden robar el bolso durante el día —terció Maarten.

De Walleties, o De Wallen, como lo llamaban los habitantes de Amsterdam, estaba mucho más concurrido de lo que Ruth suponía. Había drogadictos y jóvenes borrachos, pero por las callejuelas pululaba otra clase de gente, muchas parejas, en su mayoría turistas, algunas de las cuales entraban en los espectáculos sexuales, e incluso uno o dos grupos. De no ser tan tarde, Ruth se habría sentido segura a solas en aquellos parajes. El espectáculo, muy sórdido, atraía a una masa de personas que, como ella, lo contemplaban embobadas. En cuanto a los hombres que se dedicaban a la tarea, por lo general prolongada, de elegir a una prostituta, su búsqueda furtiva destacaba en medio de aquel turismo sexual sin inhibiciones.

Ruth decidió que la escritora y el joven no encontrarían el tiempo y el lugar adecuados para abordar a una prostituta, aunque desde la habitación de Rooie le había parecido evidente que, cuando te hallabas en el aposento de una de aquellas mujeres, el mundo exterior se desvanecía rápidamente. O la pareja acudiría al distrito antes de que amaneciera, cuando todo el mundo excepto los drogadictos empedernidos (y los adictos al sexo) se había ido a dormir, o irían a primera hora de la noche, o durante el día.

Lo que había cambiado en el barrio chino desde la visita anterior de Ruth a Amsterdam era la proporción de prostitutas de razas distintas a la blanca. En una de las calles, la mayoría de las mujeres eran asiáticas, probablemente tailandesas, debido al número de salones de masaje tailandeses que había en los alrededores. Maarten le dijo que, en efecto, eran tailandesas, y también que algunas de ellas habían sido hombres. Al parecer, se sometieron a operaciones de cambio de sexo en Camboya.

En el Molensteeg y en los alrededores de la antigua iglesia en la Oudekerksplein, todas las chicas eran de piel morena, dominicanas y colombianas, según Maarten. Las procedentes de Surinam, que acudieron a Amsterdam a fines de los años sesenta, habían desaparecido por completo.

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