Una mujer difícil (27 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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»En fin —siguió diciendo Ted—, Thomas era uno de esos jóvenes impacientes que a menudo giran las ruedas a la izquierda mientras aguardan para virar en esa dirección, aunque su padre, su madre y hasta su hermano menor le habían pedido repetidas veces que no moviera las ruedas hasta que realizara el giro. ¿Sabes por qué, Eddie?

—Para evitar que, si tienes detrás un vehículo, no te empuje al carril con tráfico que viene en tu dirección —respondió Eddie—. Si estás en tu propio carril, el que viene por detrás te hará avanzar simplemente adelante en línea recta.

—¿Quién te ha enseñado a conducir, Eddie? —le preguntó Ted.

—Mi padre.

—¡Bien por él! Dile que ha hecho un buen trabajo.

—De acuerdo —dijo Eddie en la oscuridad—. Sigue…

—Bien, ¿dónde estábamos? La verdad es que estábamos en el Oeste. Era una de esas vacaciones para esquiar que la gente del Este se toma en primavera, cuando en el Este no puedes tener ninguna confianza en la posibilidad de practicar eso que se llama esquí de primavera. Si quieres estar seguro de que habrá nieve en marzo o en abril, es mejor que vayas al Oeste. Así que allí estaban los habitantes del Este desplazados, que no se sentían a sus anchas en el Oeste. Y no eran tan sólo unas vacaciones primaverales de Exeter, sino la pausa primaveral de innumerables escuelas y universidades, por lo que había muchos visitantes de otros lugares que no estaban familiarizados ni con las montañas ni con las carreteras. Y muchos de esos esquiadores no conducían sus propios coches, sino coches alquilados, por ejemplo. La familia Cole había alquilado un coche.

—Comprendo —dijo Eddie, seguro de que Ted se tomaba su tiempo a propósito antes de llegar a lo que había sucedido, probablemente porque quería que Eddie previera el accidente casi tanto como quería que lo viera.

—Bien; nos habíamos pasado el día esquiando, bajo una nevada constante, una nieve húmeda y pesada. Uno o dos grados más de temperatura y habría llovido en vez de nevar. Ted y Marion no eran unos esquiadores tan empecinados e insaciables como sus hijos. Thomas y Timothy, con diecisiete y quince años respectivamente, daban ciento y raya a sus padres, quienes por entonces tenían cuarenta y treinta y cuatro y a menudo terminaban la jornada en las pistas antes que ellos. Aquel día, en particular, Ted y Marion se habían retirado al bar de la estación de esquí, donde esperaron mucho tiempo, según les pareció, a que Thomas y Timothy bajaran una última pista…, y otra última después de ésa. Ya sabes cómo son los chicos, no se cansan de esquiar, así que la mamá y el papá esperaron…

—Comprendo, estabais borrachos —dijo Eddie.

—Ése fue un elemento más de algo que sería trivial…, me refiero a la discusión que tendrían Ted y Marion. Marion decía que Ted estaba borracho, aunque él no lo creía así. Y Marion, aunque no estaba borracha, aquella tarde había bebido más de lo que tenía por costumbre. Cuando Thomas y Timothy se reunieron con sus padres en el bar, ambos comprendieron que ni su padre ni su madre se encontraban en la mejor forma para conducir el coche alquilado. Además, Thomas tenía permiso de conducir y no había bebido. Estaba claro cuál de ellos debía ponerse al volante.

—Así que Thomas conducía —le interrumpió Eddie.

—Y, como eran hermanos, Timothy ocupó el asiento delantero. En cuanto a los padres, se sentaron allí donde un día acaban la mayoría de los padres: en el asiento trasero. En cuanto a Ted y Marion, siguieron haciendo lo que muchos padres hacen sin cesar: siguieron discutiendo, aunque la discusión seguía siendo irremisiblemente trivial. Por ejemplo, Ted había limpiado de nieve el parabrisas, pero no la luneta trasera, y Marion insistía en que debería haberlo hecho. Ted replicaba diciendo que en cuanto el coche estuviera caliente y en marcha, la nieve se desprendería. Y aunque resultó ser así (la nieve se desprendió de la luneta trasera cuando ni siquiera habían adquirido la velocidad normal en la carretera), Marion y Ted siguieron discutiendo. Sólo cambiaba el tema, la trivialidad permanecía.

»Era aquélla una de esas poblaciones que viven del esquí; el pueblo en sí es más bien poca cosa. La calle principal es en realidad una carretera de tres carriles, cuyo carril central está diseñado para girar a la izquierda, aunque no pocos idiotas confunden un carril para girar con un carril de circulación, lo comprendes, ¿verdad? Detesto las calzadas de tres carriles, Eddie, ¿tú no?

Eddie se negó a responderle. Aquél era un clásico relato de Ted Cole: uno siempre ve aquello que debería temer, lo ve venir, cada vez más cerca. El problema es que nunca ve todo lo que viene.

—En fin —siguió diciendo Ted—, lo cierto es que Thomas estaba haciendo un buen trabajo, si tenemos en cuenta las condiciones adversas. Todavía nevaba, y ahora además estaba oscuro…, todo resultaba desconocido. Ted y Marion empezaron a pelearse acerca de cuál sería la mejor ruta para regresar al hotel. Era una estupidez, porque todo el pueblo estaba a un lado u otro de la carretera de tres carriles, y la carretera era en realidad una sucesión de hoteles, moteles, estaciones de servicio, restaurantes y bares, alineados a ambos lados de la carretera; sólo era necesario saber a qué lado de la calzada se dirigía uno. Y Thomas lo sabía. Sería un giro a la izquierda, al margen de cómo lo hiciera. Como conductor, no le ayudaba nada que sus padres estuvieran decididos a elegir exactamente el punto donde debía girar. Por ejemplo, podía girar a la izquierda en el mismo hotel (Ted aprobaba este enfoque directo), o podía pasar ante el hotel y seguir hasta el siguiente semáforo. Allí, cuando la luz estuviera en verde, podría dar media vuelta, y entonces se aproximaría al hotel por la derecha. Marion opinaba que dar media vuelta en el semáforo era más seguro que virar a la izquierda en el carril para girar, donde no había semáforo.

—¡Vale! ¡Vale! —gritó Eddie en la oscuridad—. ¡Ya lo veo!

—¡No, no lo ves! —gritó Ted a su vez—. ¡No puedes verlo hasta que haya terminado! ¿O prefieres que no siga?

—No, sigue, por favor —respondió Eddie.

—Así pues, Thomas pasa al carril central, un carril para girar, no un carril de circulación, y enciende el intermitente sin saber que las dos luces traseras están cubiertas de nieve húmeda y pegajosa, pues su padre no las ha limpiado, como tampoco ha limpiado la luneta trasera. Nadie situado detrás del coche de Thomas puede ver el intermitente que indica hacia dónde va a girar, ni siquiera las luces de posición o las de freno. El coche no es visible, o sólo lo es en el último segundo, para cualquiera que se aproxime por detrás. Entretanto, Marion dijo:

«No gires aquí, Tommy… Es más seguro ahí adelante, en el semáforo».

«¿Quieres que dé media vuelta y que le pongan una multa, Marion?», preguntó Ted a su mujer.

«No me importa que le pongan una multa, Ted, es más seguro girar en el semáforo», respondió Marion.

«¡Basta ya!», exclamó Thomas. «No quiero que me multen, mamá», añadió el muchacho.

«De acuerdo, entonces gira aquí», le dijo Marion.

«Será mejor que lo hagas enseguida, Tommy, no te quedes aquí», terció Ted.

«Una estupenda manera de conducir desde el asiento trasero», comentó Timothy. Entonces Timmy vio que su hermano había girado las ruedas a la izquierda mientras esperaba todavía para virar.

«Has girado las ruedas demasiado pronto», le dijo Tim.

«¡Es porque he pensado que iba a girar y después he pensado que no, capullo!», dijo Thomas.

«Tommy, por favor, no llames capullo a tu hermano», pidió Marion a su hijo.

«O por lo menos no lo hagas delante de tu madre», añadió Ted.

«No, Ted, eso no es lo que quiero decir», dijo Marion a su marido. «Quiero decir que no debe llamar capullo a su hermano, y punto.»

«¿Oyes eso, capullo?», preguntó Timothy a su hermano.

«Timmy, por favor…» —dijo Marion.

«Puedes virar después de que pase esa máquina quitanieves», señaló Ted a su hijo.

«Papá, por favor, conduzco yo», replicó el muchacho.

Pero de repente el interior del coche se inundó de luz: eran los faros del coche que avanzaba hacia ellos por detrás, una de aquellas furgonetas llamadas «rubias» cargada de estudiantes de Nueva jersey. Era la primera vez que viajaban a Colorado. Es concebible que, en Nueva Jersey, no haya ninguna diferencia entre los carriles que sirven para girar y los de circulación. En cualquier caso, los estudiantes creyeron que pasaban. Hasta el último instante no vieron el coche que esperaba para girar a la izquierda delante de ellos… en cuanto pasara la quitanieves que avanzaba por la otra dirección. Así pues, el coche de Thomas fue embestido por detrás y, como Thomas ya había girado las ruedas, el vehículo penetró en el carril del tráfico que venía en dirección contraria, que en este caso consistía en una máquina quitanieves muy grande que circulaba a unos setenta kilómetros por hora. Más tarde los estudiantes dijeron que su rubia debía de ir a unos ochenta por hora.

—Dios mío… —dijo Eddie.

—La máquina quitanieves partió el coche casi perfectamente por la mitad —siguió diciendo Ted—. A Thomas lo mató la columna de dirección del coche, le aplastó el pecho. Murió en el acto. Y Ted estuvo atrapado durante unos veinte minutos en el asiento trasero, directamente detrás de Thomas. Ted no podía ver a Thomas, pero sabía que estaba muerto porque Marion sí podía verle y, aunque no pronunció ni una sola vez la palabra «muerto», repetía continuamente a su marido: «Oh, Ted…, Tommy se ha ido. Tommy se ha ido. ¿Puedes ver a Timmy? Ted, Timmy no se ha ido también, ¿verdad? ¿Puedes ver si se ha ido?».

»Como Marion permaneció atrapada durante más de media hora en el asiento trasero, detrás de Timothy, no podía ver al chico, que estaba exactamente delante de ella. Sin embargo, Ted podía ver muy bien a su hijo menor, que había quedado inconsciente cuando la cabeza chocó con el parabrisas. Sin embargo, Timothy todavía vivió algún tiempo. Ted le veía respirar, pero lo que no podía ver era que la máquina quitanieves, al partir el coche por la mitad, también había cortado la pierna izquierda de Timmy por el muslo. Llegó una ambulancia, y mientras el equipo de rescate luchaba para extraerlos del coche siniestrado, que había quedado como un acordeón entre la máquina quitanieves y la rubia, Timothy Cole se desangró por la arteria femoral sajada y murió.

»Durante aquel rato, que le parecieron veinte minutos pero quizá fueron menos de cinco, Ted vio morir a su hijo. Como extrajeron a Ted unos diez minutos antes de que el equipo de rescate pudiera liberar a Marion (él sólo se había roto varias costillas y, por lo demás, estaba ileso), vio que los enfermeros retiraban el cuerpo de Timmy (pero no su pierna izquierda) del coche. La pierna cortada del muchacho seguía trabada entre la máquina quitanieves y el asiento delantero cuando el equipo de rescate por fin pudo extraer a Marion del compartimiento trasero del coche. Sabía que Thomas había muerto, pero sólo que a su Timothy le habían sacado del coche destrozado, y confiaba en que lo llevasen al hospital. Por eso seguía preguntando a Ted: «Timmy no se ha ido, ¿verdad? ¿Puedes ver si se ha ido?».

»Pero Ted no tenía valor para responder a esa pregunta y no dijo nada, ni entonces ni más adelante. Pidió a un miembro del equipo de rescate que cubriera la pierna de Timmy con una lona, para que Marion no pudiera verla. Y cuando Marion estuvo a salvo fuera del coche (de pie, e incluso cojeando de un lado a otro, aunque luego supo que se había roto un tobillo), Ted intentó decirle que su hijo pequeño, lo mismo que el mayor, había muerto, pero no podía articular palabra. Antes de que pudiera decir nada, Marion vio el zapato de Timmy. No podía saber, no podía imaginar que el zapato de su hijo todavía calzaba el pie. Creía que no era más que el zapato, así que dijo: «Oh, Ted, mira, necesitará el zapato». Y sin que nadie la detuviera, se acercó cojeando al amasijo de hierros y se agachó para recoger el zapato.

»Ted quiso impedírselo, naturalmente, pero le ocurría como cuando se dice de alguien que se ha vuelto de piedra: en aquel momento se sentía absolutamente paralizado. Así permitió que su mujer descubriera que el zapato de su hijo estaba unido a una pierna. Entonces Marion empezó a comprender que Timothy también se había ido. Y éste —concluyó Cole, a su manera— es el final de la historia.

—Vete de aquí —le dijo Eddie—. Ésta es mi habitación, por lo menos durante una noche más.

—Casi es de día —replicó Ted, y descorrió una cortina para que Eddie pudiera ver la incipiente luminosidad.

—Vete de aquí —repitió Eddie.

—No creas que nos conoces a mí o a Marion —dijo Ted—. No nos conoces, y a ella la conoces aún menos.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Eddie.

Vio que la puerta del dormitorio estaba abierta. Desde el largo pasillo llegaba la familiar luz gris oscuro.

—Marion no me dijo nada hasta después de que Ruth naciera —siguió diciendo Ted—. Quiero decir que, hasta entonces, no había dicho una sola palabra sobre el accidente. Pero un día, después de que Ruth naciera, Marion entró en mi cuarto de trabajo…, nunca se acercaba ahí, ¿sabes?…, y me dijo: «¿Cómo pudiste dejar que viera la pierna de Timmy? ¿Cómo pudiste?». Tuve que decirle que había sido físicamente incapaz de moverme, que estaba paralizado, convertido en piedra. Pero todo lo que ella fijo fue: «¿Cómo pudiste?». Y nunca volvimos a hablar de ello. Lo intenté, pero ella no respondía nunca.

—Vete de aquí, por favor —le pidió Eddie.

—Nos veremos por la mañana, Eddie —dijo Ted al salir.

La única cortina que Ted había descorrido apenas dejaba entrar en la habitación algo de aquella luminosidad previa al amanecer para que Eddie pudiera ver la hora. Sólo vio que el reloj de pulsera, la muñeca, la mano y el brazo tenían el color cerúleo, gris plateado, de un cadáver. Giró la mano, pero no percibió ninguna diferencia en la tonalidad gris. La palma y el dorso de la mano eran del mismo color. Incluso su piel, las almohadas y las sábanas arrugadas eran de aquel color uniformemente gris. Yació despierto, esperando que la luz se afirmara e intensificara. Contempló el cielo a través de la ventana, y vio que la oscuridad se desvanecía lentamente. Poco antes de que saliera el sol, el cielo había adquirido el color de un moratón una semana después de recibir el golpe.

Eddie sabía que Marion debía de haber contemplado infinidad de veces aquella luz que precedía al alba. Probablemente la estaba viendo en aquel momento, pues sin duda no habría podido dormir, dondequiera que se encontrara. Y ahora Eddie comprendía lo que Marion veía siempre que estaba despierta: la nieve blanda que se fundía sobre la carretera mojada y negra, que también podría tener franjas de luz reflejada, los incitadores letreros de neón, que prometían cobijo (con diversiones), alimento y bebida, los faros que pasaban constantemente, los coches que avanzaban con tanta lentitud porque todo el mundo tenía que mirar el accidente, la luz azul giratoria de los coches de la policía, las parpadeantes luces amarillas del camión grúa y también las destellantes luces rojas de la ambulancia. ¡Y no obstante, incluso en medio de aquel desastre, Marion había visto el zapato!

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