Una mujer difícil (29 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Ted también mostró a Eddie la nota adjunta de Minty. Éste había escrito: «No es probable que la institución admita jamás chicas, por lo menos mientras nosotros vivamos, pero he pensado que, como camarada exoniano, usted apreciaría la posibilidad de que su hija estudiara en Exeter. ¡Con mi agradecimiento por haberle proporcionado a mi hijo su primer trabajo!». Firmaba la nota «Joe O'Hare, 1936». Eddie pensó en la ironía de que 1936, el año en que su padre se graduó por Exeter, fuese también el año en que Ted y Marion contrajeron matrimonio.

Pero la realidad sería aún más irónica, porque Ruth Cole podría asistir a Exeter pese a la creencia de Minty, y muchos otros profesores de la escuela, de que la coeducación en el viejo centro docente sería imposible. Lo cierto es que, el 27 de febrero de 1970, la junta de administración anunció que en otoño de aquel año Exeter admitiría alumnas. Entonces Ruth se marcharía de Long Island para incorporarse al venerable internado de New Hampshire. Tenía dieciséis años. A los diecinueve se graduaría por Exeter, en el curso de 1973.

Ese año, la madre de Eddie, Dot O'Hare, enviaría a su hijo una carta diciéndole que la hija de su antiguo patrono se había graduado por el centro, junto con otras cuarenta y seis chicas, que eran las compañeras de clase de doscientos treinta y nueve muchachos. Dot admitía que la cifra de alumnas podría incluso ser más baja, puesto que había contado a varios de los muchachos como chicas, tantos eran los que llevaban el pelo largo.

Es cierto que, durante el curso de 1973, se demostró que estaba de moda el pelo largo entre los chicos. El cabello largo y lacio con raya en el medio era también un estilo preferido por las jóvenes, y en aquella época Ruth no sería una excepción. Iría a la universidad con la cabellera larga y lacia, dividida en el centro, antes de que llegara a decidir por sí misma cómo quería llevar el cabello y se lo cortara, como siempre lo había deseado, según sus propias palabras, y no sólo para fastidiar a su padre.

En el verano de 1973, cuando Eddie O'Hare pasara una breve temporada en casa, visitando a sus padres, sólo prestaría una atención pasajera al anuario del curso en que se graduó Ruth y que Minty se empeñó en mostrarle.

—Creo que tiene el aspecto de su madre —le dijo a Eddie, aunque Minty no podía saberlo porque no conocía a Marion.

Tal vez había visto una foto de ella en un periódico o una revista, más o menos por la época en que los chicos murieron, pero de todos modos esas palabras llamaron la atención de Eddie.

Al ver el retrato de Ruth en su graduación, Eddie opinó que se parecía más a Ted. No era sólo el cabello oscuro, sino también la cara cuadrada, los ojos muy separados, la boca pequeña, la mandíbula grande. Ruth era atractiva, desde luego, pero no una gran belleza; era agraciada de una manera casi masculina.

Y reforzaba esta impresión de Ruth, que por entonces tenía diecinueve años, el aspecto atlético que mostraba en la fotografía del equipo universitario de squash. Hasta el año siguiente no habría en Exeter un equipo femenino de squash. En 1973, a Ruth se le permitió jugar en el equipo masculino, donde ocupaba el tercer puesto. En la foto del equipo, Ruth podría haber sido fácilmente confundida con uno de los chicos.

La única otra fotografía de Ruth Cole que aparecía en el anuario de 1973 de Exeter era un retrato de grupo de las chicas de su residencia, llamada Bancroft Hall. Ruth sonreía serenamente en el centro del grupo y parecía satisfecha pero reservada.

Esa superficial visión de Ruth en las fotos del anuario de Exeter permitiría a Eddie seguir considerándola como «la pobre chica» a la que vio por última vez dormida en el verano de 1958. Pasarían veintidós años desde ese verano hasta que Ruth Cole publicara su primera novela, a los veintiséis. Eddie O'Hare tendría treinta y ocho cuando la leyera. Sólo entonces reconocería la posibilidad de que la joven hubiera heredado más aspectos de Marion que de Ted. Y Ruth tendría cuarenta y uno antes de que Eddie comprendiera que en Ruth había más de sí misma que de Ted o de Marion.

Pero ¿cómo podría Eddie O'Hare haber predicho tales cosas a partir de una camiseta que, en el verano de 1958, ya era demasiado pequeña para Ruth? En aquel momento Eddie, como Marion, sólo quería marcharse, y le esperaban para partir. El muchacho subió a la cabina de la camioneta al lado de Eduardo Gómez. Mientras el jardinero hacía marcha atrás en el sendero, Eddie consideraba si debía despedirse o no de Ted, que permanecía de pie al lado del sendero. Decidió que si Ted agitaba la mano primero, le devolvería el saludo. Le pareció que Ted estaba a punto de agitar la pequeña camiseta, pero Ted estaba a punto de hacer algo más llamativo.

Antes de que Eduardo pudiera salir del sendero de acceso a la casa, Ted echó a correr y detuvo la camioneta. Aunque el aire matutino era fresco, Eddie, que llevaba la sudadera de Exeter puesta del revés, había apoyado el codo en la ventanilla abierta, y Ted se lo iba apretando mientras le hablaba.

—Acerca de Marion…, hay otra cosa que deberías saber —dijo al muchacho—. Incluso antes del accidente, era una mujer difícil. Quiero decir que, de no haber habido un accidente, Marion habría seguido siendo difícil. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Eddie?

Ted no dejaba de presionarle el codo, pero Eddie no podía moverse ni hablar. «Detiene la camioneta para decirme que Marion es "una mujer difícil"», se decía. Incluso a un muchacho de su edad esa manifestación le parecía insincera, mejor dicho, falsa por completo. Era una expresión estrictamente masculina, lo que los hombres que se creían corteses decían de sus ex esposas. Era lo que decía un hombre de una mujer inalcanzable para él, o que de alguna manera se había hecho inaccesible. Era lo que un hombre decía de una mujer cuando quería decir otra cosa, cualquier otra cosa. Y cuando un hombre dice eso, siempre lo hace en un tono desdeñoso, ¿no es cierto? Pero a Eddie no se le ocurría nada que decir.

—Me olvidaba de algo, una última cosa —le dijo Ted al muchacho—. Acerca del zapato… —Si Eddie hubiera podido moverse, se habría tapado los oídos con las manos, pero estaba paralizado, era como una estatua de sal. Era comprensible que Marion se hubiera vuelto de piedra a la mera mención del accidente—. Era una zapatilla de baloncesto —siguió diciendo Ted—, de esas que llegan más arriba del tobillo.

Eso era todo lo que Ted tenía que decir.

Cuando la camioneta pasó por Sag Harbor, Eduardo dijo:

—Aquí vivo yo. Podría vender mi casa por un montón de dinero. Pero tal como están las cosas, no podría comprar otra casa, por lo menos en esta zona.

Eddie asintió y sonrió al jardinero, pero no podía hablar. El aire frío le atería el codo, que aún sobresalía por la ventanilla; sin embargo, no podía mover el brazo.

Tomaron el primer transbordador pequeño hasta la isla Shelter, la atravesaron y tomaron el otro transbordador de pequeño calado en el extremo norte de la isla, hasta Greenport. (Años después, Ruth siempre consideraría esos pequeños transbordadores como el primer paso de su alejamiento del hogar, para volver a Exeter.)

Una vez llegaron a Greenport, Eduardo Gómez le dijo a Eddie O'Hare:

—Con lo que sacaría por mi casa en Sag Harbor, podría comprarme aquí una casa estupenda. Pero nadie se gana muy bien la vida como jardinero en Greenport.

—No, supongo que no —articuló Eddie, aunque se notaba algo raro en la lengua, y su propia voz le parecía extraña.

En Orient Point, el transbordador aún no estaba a la vista. En el agua azul oscuro se formaba una infinidad de cabrillas. Como era sábado, numerosos pasajeros que regresarían el mismo día aguardaban la llegada del barco. Muchos de ellos, que ni siquiera estaban motorizados, iban de compras a New London. Era un pasaje distinto al de aquel día de junio en que Eddie desembarcó en Orient Point y Marion estaba allí para recibirle. («Hola, Eddie —le dijo—. Creía que nunca ibas a verme.» ¡Como si él pudiera haber dejado de verla!)

—Bueno, hasta la vista —le dijo Eddie al jardinero—. Gracias por traerme.

—Si no te importa que te lo pregunte —replicó sinceramente el jardinero—, ¿qué tal es trabajar para el señor Cole?

Era tal el frío y el viento en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal que Eddie buscó abrigo a sotavento del puente de mando. Allí, a resguardo del viento, imitó una y otra vez la firma de Ted Cole en uno de sus cuadernos. Las mayúsculas T y C eran fáciles, pues Ted las escribía como letras de imprenta de tipo abastonado, pero las minúsculas se las traían. Ted trazaba unas minúsculas pequeñas y perfectamente oblicuas, equivalentes a una cursiva de tipo Baskerville. Al cabo de veintitantos intentos en el cuaderno, Eddie seguía viendo su propia caligrafía en las imitaciones más espontáneas de la firma de Ted, y temía que sus padres, que conocían muy bien la caligrafía de su hijo, sospecharan el fraude.

Estaba tan concentrado que no reparó en la presencia del mismo conductor de un transporte de marisco que cruzó el canal con él aquel fatídico día de junio. El camionero, que hacía a diario, excepto los domingos, el trayecto entre Orient Point y New London (y el regreso), reconoció a Eddie y se sentó a su lado en el banco. El hombre no pudo dejar de observar que Eddie estaba absorto en el acto de perfeccionar lo que parecía una firma. Recordó que le habían contratado para hacer algo raro, que habían hablado brevemente de lo que podría hacer con exactitud un ayudante de escritor, y supuso que la tarea de escribir una y otra vez aquel nombre tan corto debía de formar parte de la peculiar actividad del muchacho.

—¿Cómo va, chico? —le preguntó el camionero—. Pareces muy ocupado.

Como futuro novelista, aunque nunca de gran éxito, Eddie O'Hare tenía el suficiente instinto para percibir el fin de una situación, y se alegró de volver a ver al camionero. Le explicó la tarea que tenía entre manos: se había «olvidado» de pedirle su autógrafo a Ted Cole y no quería decepcionar a sus padres.

—Déjame intentarlo —se ofreció el camionero.

Adiós a Long Island

Así pues, resguardados junto al puente de mando en la cubierta superior azotada por el viento, el conductor de un transporte de marisco hizo una imitación impecable de la firma del autor famoso. Tras sólo media docena de intentos en el cuaderno, el camionero estuvo preparado para firmar el libro y Eddie permitió al entusiasmado hombre que autografiara el ejemplar de
El ratón que se arrastra entre las paredes
que poseía la familia O'Hare. Cómodamente protegidos del viento, el hombre y el adolescente admiraron los resultados. Eddie, agradecido, ofreció al camionero la pluma estilográfica de Ted Cole.

—Debes de estar de broma —dijo el camionero.

—Quédatela, te la doy —replicó Eddie—. La verdad es que no la quiero.

No quería la pluma, en efecto, y el jubiloso camionero se la guardó en el bolsillo interior del sucio anorak. El hombre olía a salchichas de Frankfurt y cerveza, pero también, sobre todo cuando no soplaba el viento, a almejas. Le ofreció a Eddie una cerveza, que el muchacho rechazó, y entonces le preguntó si «el ayudante de escritor» regresaría a Long Island el próximo verano.

Eddie no creía que lo hiciera, pero en realidad nunca abandonaría del todo Long Island, sobre todo mentalmente, y aunque pasaría el siguiente verano en su casa de Exeter, donde trabajaría para el centro docente como asesor en la oficina de admisiones —sería el guía que mostraba la escuela a los posibles exonianos y sus padres—, regresaría a Long Island el verano siguiente.

En 1960, el año de su graduación en Exeter, Eddie se sintió impulsado a buscar un trabajo veraniego fuera de casa. Este deseo, combinado con el hecho cada vez más evidente de que le atraían las mujeres mayores que él (una atracción correspondida por ellas), le llevarían a recordar la tarjeta de visita de Penny Pierce, que había conservado. Sólo cuando estaba a punto de graduarse, cerca de año y medio después de que Penny Pierce le ofreciera trabajo en la tienda de marcos de Southampton, comprendió que la mujer tal vez le había ofrecido algo más que un empleo.

El graduado por Exeter escribiría a la divorciada de Southampton con una franqueza cautivadora. («¡Hola! Puede que no me recuerde. Fui ayudante de Ted Cole. Un día estuve en su tienda y usted me ofreció trabajo. ¿Recuerda que fui, aunque brevemente, el amante de Marion Cole?»)

Penny Pierce no se anduvo con rodeos al responderle. («¿Cómo? ¿Que si me acuerdo de ti? ¿Quién podría olvidarse de esas sesenta veces en…, cuántas fueron…, seis o siete semanas? Si lo que deseas es un trabajo durante el verano, es tuyo.»)

Además del empleo en la tienda de marcos, Eddie, naturalmente, sería el amante de la señora Pierce. A comienzos del verano de 1960, Eddie se alojaría en una habitación para invitados en casa de la señora Pierce, una finca recién adquirida en First Neck Lane, hasta que él encontrase un alojamiento adecuado. Pero se hicieron amantes antes de que encontrara ese alojamiento; en realidad, antes de que él hubiese empezado a buscarlo. A Penny Pierce le alegró tener la compañía de Eddie en la casa grande y vacía, necesitada de alguna decoración interior que la animara.

Sin embargo, haría falta algo más que nuevo papel pintado y tapicería para eliminar la atmósfera de tragedia que flotaba en la casa. No hacía mucho una viuda, una tal señora Mountsier, se había suicidado en la finca, y su hija única, todavía universitaria, de quien se decía que estaba enemistada con su madre cuando ésta murió, se apresuró a venderla.

Eddie nunca sabría que la señora Mountsier era la misma mujer a la que había confundido con Marion en el sendero de acceso a la casa de los Cole, por no mencionar el papel que Ted había desempeñado en la desdichada historia de madre e hija.

En el verano de 1960, Eddie no tendría ningún contacto con Ted ni tampoco vería a Ruth. Sin embargo, vería algunas fotografías de la niña, que Eduardo Gómez llevó a la tienda de Penny Pierce para que las enmarcaran. Penny informó a Eddie que, en los dos años transcurridos desde que Marion se llevó las fotos de los hermanos muertos de Ruth, sólo habían llevado a la tienda unas pocas fotografías para enmarcar.

Todas esas fotos eran de Ruth y, al igual que la media docena de fotos que Eddie vio en el verano de 1960, en todas aparecía en una pose poco natural. Carecían de la mágica sinceridad de aquellos centenares de fotografías de Thomas y Timothy. Ruth era una niña seria y cejijunta que miraba a la cámara con suspicacia. Cuando había sido posible arrancarle una sonrisa, le faltaba espontaneidad.

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