Una mujer difícil (55 page)

Read Una mujer difícil Online

Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
4.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ruth había visto una vagina de caucho suspendida del techo de la tienda por medio de un liguero rojo. La vagina parecía una tortilla colgante, con excepción de la mata de falso vello púbico. Y allí estaban los látigos, el cencerro unido a un consolador por medio de una tira de cuero, las peras para enemas, de varios tamaños, y el puño de caucho.

Pero eso sucedió cinco años atrás, y Ruth aún no había tenido ocasión de ver si el distrito había cambiado. Se alojaba en otro hotel, el Kattengat, que no era muy elegante y se resentía de una serie de esfuerzos poco afortunados para que funcionase con eficacia. Por ejemplo, había un comedor para desayunar limitado estrictamente a los huéspedes de la planta de Ruth. El café estaba frío, el zumo de naranja caliente y los cruasanes, que yacían sobre un montón de migas, sólo servirían de alimento a los patos del canal más próximo.

En la planta baja y en el sótano del hotel habían instalado un gimnasio. La música elegida para las clases de aerobic percutía en las tuberías del baño de varios pisos por encima de la sala de ejercicios, que vibraban sin cesar. Le parecía a Ruth que los holandeses, por lo menos en el gimnasio, preferían una clase de rock implacable y monótono, que ella habría clasificado como una especie de rap sin rima. Un ritmo discordante se repetía mientras el cantante, un europeo para quien el inglés era claramente un idioma extranjero, reiteraba una sola frase. En una de tales canciones la frase inglesa con acento holandés decía:
I vant to have sex vit you
. En otra:
I vant to fook you
. En una palabra, dicho de una manera u otra, todo se resumía siempre a copular.

Ruth había ido a inspeccionar el gimnasio y había perdido cualquier interés inicial que pudiera tener. Un bar de solteros disfrazado de instalación deportiva no le hacía ninguna gracia. También le desagradaba la disposición de la sala de pesas. Las bicicletas estáticas, las cintas rodantes y los demás aparatos estaban todos en hilera, ante la sala destinada al aerobic. Desde cualquier lugar en que te situaras no podías librarte de ver los saltos y giros de los bailarines aeróbicos en la plétora de espejos que les rodeaban. Lo mejor que podías esperar era ser testigo de una dislocación de tobillo o un infarto.

Decidió dar un paseo. El barrio donde se encontraba su hotel era nuevo para ella. En realidad, estaba más cerca de lo que creía del barrio chino, pero echó a andar en la dirección contraria. Cruzó el primer canal que apareció ante ella y entró en un callejón corto y atractivo, el Korsiespoortsteeg, donde le sorprendió ver a varias prostitutas.

Aquélla parecía ser una zona residencial bien cuidada, pero eso no impedía la existencia de media docena de escaparates en los que había señoras en ropa interior que practicaban allí su oficio. Eran blancas y, aunque tenían buen aspecto, no todas ellas eran bonitas. La mayoría eran más jóvenes que Ruth, y había una o dos que aparentaban su edad. Ruth estaba tan asombrada que dio un traspié, y una de las prostitutas se echó a reír.

Era la última hora de la mañana, y Ruth, la única mujer que andaba por la corta calle. Tres hombres, todos ellos solos, contemplaban en silencio los escaparates. Ruth no había imaginado la posibilidad de encontrar una prostituta con la que poder hablar en un lugar que fuese menos mísero y llamativo que el barrio chino. Su descubrimiento le dio ánimos.

Cuando desembocó en la Bergstraat, lo que vio allí volvió a sorprenderla: había más prostitutas. Era una calle silenciosa y limpia. Las primeras cuatro chicas, que eran jóvenes y bellas, no le prestaron atención. Ruth reparó en un coche que circulaba lentamente y cuyo conductor miraba a las prostitutas, pero por entonces ya no era la única mujer en la calle. Delante de ella había una mujer vestida de una manera parecida a la suya, con tejanos negros y zapatos de ante negro y medio tacón. Al igual que Ruth, la mujer también llevaba una chaqueta de cuero de corte más bien masculino, pero de color marrón oscuro, y un pañuelo de seda de vistosos colores.

Ruth caminaba con tal rapidez que estuvo a punto de rebasar a la mujer, la cual sostenía una bolsa de la compra de lona, de la que sobresalían una botella de agua mineral y una barra de pan. La mujer miró por encima del hombro a Ruth. Lo hizo con naturalidad, y sus ojos se posaron suavemente en los de ella. La mujer, que rondaba la cincuentena, no usaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios. Al pasar ante cada escaparate, sonreía a las prostitutas que estaban detrás de los cristales. Pero cerca del final de la Bergstraat, en un escaparate de planta baja con las cortinas corridas, la mujer se detuvo de repente y abrió una puerta. Antes de entrar miró atrás instintivamente, como si, estuviera acostumbrada a que la siguieran. Y, de nuevo, su mirada se posó en Ruth, esta vez con una curiosidad más inquisitiva y, en su sonrisa, primero irónica y luego seductora, había algo más, algo que a Ruth le pareció coquetamente lascivo. ¡Aquella mujer era una prostituta y se dirigía al trabajo!

Si bien le resultaría más fácil entrevistarse a solas con una prostituta en una calle agradable y en modo alguno peligrosa como aquélla, Ruth consideraba que sería mejor que el personaje de su novela, la otra escritora, la que va con su mal amigo, tuviera su encuentro en una de las peores habitaciones del barrio chino. Al fin y al cabo, si la espantosa experiencia la degradaba y humillaba, ¿no sería más apropiado, por la mayor aportación de detalles ambientales, que sucediera en el entorno más sórdido imaginable?

Esta vez las prostitutas del Korsjespoortsteeg miraron a Ruth con cautela y le hicieron uno o dos movimientos de cabeza apenas detectables. La mujer que se había reído de Ruth cuando ésta dio un traspié la contempló de una manera fría y hostil. Sólo una de las mujeres, una rubia teñida, hizo un gesto que tanto podía ser una seña para que se acercara como una advertencia. Tenía la edad de Ruth, pero era mucho más corpulenta. La mujer señaló a Ruth con el dedo índice y bajó los ojos, un gesto exagerado de desaprobación. Era un gesto de institutriz, aunque no era poca la malicia de su sonrisa afectada. Tal vez pensaba que Ruth era lesbiana.

Cuando volvió a la Bergstraat, Ruth caminó lentamente, con la esperanza de que la prostituta de más edad hubiera tenido tiempo de vestirse (o desvestirse) y situarse en el escaparate. Una de las prostitutas más jóvenes y guapas le guiñó un ojo, y Ruth se sintió extrañamente estimulada por una proposición tan burlona como salaz. El guiño de la joven guapa era tan turbador que Ruth pasó ante la prostituta mayor casi sin reconocerla. En realidad, la transformación de aquella mujer era tan completa que parecía una persona totalmente distinta de la que sólo unos minutos antes Ruth había visto andando por la calle con una bolsa de la compra.

En el vano de la puerta había ahora una puta pelirroja que parecía llena de energías. El carmín de los labios armonizaba con las bragas y el sostén de color burdeos, las únicas prendas que llevaba, además de un reloj de oro y unos zapatos con tacones de diez centímetros. Ahora la prostituta era más alta que Ruth.

Las cortinas del escaparate estaban descorridas y dejaban ver un taburete de bar anticuado con el pie de latón pulimentado, pero la actitud de la prostituta era la de un ama de casa: se hallaba en el umbral con una escoba en la mano, y acababa de barrer una sola hoja amarilla. Tenía la escoba a punto, desafiando a otras hojas, y miró detenidamente a Ruth de los pies a la cabeza, como si la recién llegada estuviera en la Bergstraat en ropa interior y con zapatos de tacón alto y la prostituta fuese un ama de casa vestida de un modo tradicional y entregada a sus tareas domésticas. Fue entonces cuando Ruth se dio cuenta de que se había detenido y de que la prostituta pelirroja le dirigía una sonrisa invitadora que, como Ruth aún no había hecho acopio de valor para hablar, era cada vez más inquisitiva.

—¿Habla usted inglés? —balbució Ruth.

La prostituta pareció más divertida que desconcertada.

—No tengo ningún problema con el inglés —respondió—, ni tampoco con las lesbianas.

—No soy lesbiana —le dijo Ruth.

—Bueno, no importa. ¿Es la primera vez que lo hace con una mujer? Sé cómo actuar en estos casos.

—No quiero hacer nada —se apresuró a replicar Ruth—. Sólo quiero hablar con usted.

Tuvo la impresión de que la prostituta se molestaba, como si «hablar» fuera un tipo de conducta aberrante, cercana al límite de lo inaceptable.

—Para eso tendrá que pagar más —dijo la pelirroja—. Una puede hablar durante mucho tiempo.

Esa actitud dejó perpleja a Ruth: no era fácil asimilar que cualquier actividad sexual fuese preferible a la conversación.

—Sí, claro, le pagaré por el tiempo que dedique a hablar conmigo —le dijo a la pelirroja, quien la estaba examinando minuciosamente. Pero no era el cuerpo de Ruth lo que la prostituta evaluaba, sino su atuendo. Le interesaba saber cuánto habría pagado por aquella ropa.

—Son setenta y cinco guilders cada cinco minutos —le dijo la pelirroja. Había deducido correctamente que las prendas de Ruth eran poco imaginativas pero caras.

Ruth abrió la cremallera del bolso y buscó en su cartera los billetes holandeses, con los que no estaba familiarizada. ¿Equivalían setenta y cinco guilders a unos cincuenta dólares? Le pareció demasiado dinero por cinco minutos de conversación. (Comparado con lo que la prostituta proporcionaba habitualmente por ese dinero, durante el mismo tiempo o incluso menos, parecía una compensación insuficiente.)

—Me llamo Ruth —le dijo con nerviosismo, y le tendió la mano, pero la pelirroja se echó a reír y, en vez de estrecharle la mano, le tomó la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella para que entrara en la habitación.

Una vez dentro, la prostituta echó el cerrojo a la puerta y corrió las cortinas del escaparate. Su intenso perfume en aquel espacio tan cerrado era casi tan abrumador como su desnudez casi total.

En la habitación se imponía el color rojo. Las pesadas cortinas eran de una tonalidad granate. La alfombra, ancha y roja como la sangre, emitía el olor desvaído de un producto de limpieza. La colcha que cubría la cama tenía un anticuado diseño floral. La funda de la única almohada era rosa; y había una toalla, del tamaño de una toalla de baño y una tonalidad rosa distinta de la almohada, bien doblada por la mitad y que cubría el centro de la cama, sin duda para proteger la colcha. En una silla, al lado de la pulcra y práctica cama, se amontonaba un rimero de toallas rosa. Parecían limpias, aunque un poco raídas, acordes con el aspecto deslucido de la habitación.

La pequeña estancia roja estaba rodeada de espejos. Había casi tantos espejos, en otros tantos ángulos inoportunos, como en el gimnasio del hotel. Y la luz de la habitación era tan tenue que, cada vez que Ruth daba un paso, veía una sombra de sí misma que retrocedía, avanzaba o ambas cosas a la vez. (Los espejos, naturalmente, también reflejaban una multitud de prostitutas.)

La mujer se sentó exactamente en el centro de la toalla, sobre la cama, sin necesidad de mirar dónde lo hacía. Cruzó los tobillos, apoyó los pies en los finos tacones de sus zapatos y se inclinó hacia delante con las manos en los muslos. La pose reflejaba una larga experiencia, le alzaba los pechos garbosos y bien formados, exageraba la hendidura entre los dos y permitía a Ruth verle los pezones, pequeños y violáceos, a través del tejido color vino tinto del sostén. Las braguitas le alargaban la estrecha V de la entrepierna y revelaban las marcas dejadas por la tensión de la piel del abdomen, un tanto sobresaliente. Era evidente que había tenido hijos, por lo menos uno.

La pelirroja señaló a Ruth una butaca llena de protuberancias, invitándola a sentarse. El asiento era tan blando que las rodillas de Ruth le tocaron los pechos cuando se inclinó hacia delante. Tenía que sujetarse a los brazos de la silla con ambas manos a fin de no dar la impresión de que se repantigaba.

—Esa butaca es mejor para hacer mamadas que para hablar —le dijo la prostituta—. Me llamo Dolores —añadió—, pero los amigos me llaman Rooie.

—¿Rooie? —repitió Ruth, procurando no pensar en el número de felaciones practicadas en la butaca tapizada de cuero agrietado.

—Significa «roja» —dijo Rooie.

—Entiendo —Ruth avanzó poco a poco hasta el borde de la butaca para felaciones—. Resulta que estoy escribiendo un libro —empezó a explicar, pero la prostituta se apresuró a levantarse de la cama.

—No me habías dicho que eres periodista —dijo Rooie Dolores—. No hablo con esa clase de gente.

—¡No soy periodista! —exclamó Ruth. ¡Cómo le escocía esa acusación!—. Soy novelista, escribo libros, obras de ficción. Tan sólo necesito asegurarme de que los detalles sean correctos.

—¿Qué detalles? —inquirió Rooie.

En vez de sentarse, la prostituta se puso a pasear por la estancia, y sus movimientos permitieron a la novelista ver ciertos aspectos adicionales de aquel lugar de trabajo cuidadosamente dispuesto. Había un pequeño lavabo adosado a una pared y, a su lado, el bidé. (Por supuesto, los espejos mostraban varios bidés más.) Sobre una mesa situada entre el bidé y la cama había una caja de kleenex y un rollo de toallas de papel. Una bandeja esmaltada en blanco, con un aire de utensilio de hospital, contenía lubricantes y tubos de gel, unos conocidos y otros no, así como un consolador de tamaño aparentemente excesivo. Al igual que la bandeja, de una blancura similar, que evocaba un hospital o el consultorio de un médico, había un cubo de esos cuya tapa se levanta pisando un pedal. A través de una puerta, Ruth vio el váter a oscuras; el inodoro, con asiento de madera, funcionaba con cadena. También reparó en la lámpara de pie con pantalla de vidrio rojo escarlata y, junto a la silla de las felaciones, una mesa sobre la que había un cenicero vacío, limpio, y un cestillo de mimbre lleno de condones.

Estos últimos figuraban entre los detalles que Ruth necesitaba, junto con la escasa profundidad del ropero. Los pocos vestidos, camisones y un top de cuero no podían colgar formando ángulo recto con la pared del fondo. Las prendas pendían en diagonal, como prostitutas que trataran de mostrarse en un ángulo más halagador.

Los vestidos y camisones, por no mencionar el top de cuero, eran demasiado juveniles para una mujer de la edad de Rooie, pero ¿qué sabía Ruth de esas cosas? No solía llevar vestidos y prefería dormir con bragas y una camiseta holgada. Por otro lado, nunca se le habría ocurrido ponerse un top de cuero.

Other books

Christina's Ghost by Betty Ren Wright
Spawn by Shaun Hutson
Return from the Stars by Stanislaw Lem
Falling by Emma Kavanagh
The Survivors by Will Weaver