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Authors: John Irving

Una mujer difícil (76 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Cada uno es como es —replicó Ruth con tacto.

—Mira, querida, vi a Eddie en el cruce de Park Avenue con la Calle 89… Empujaba la silla de ruedas de una anciana —dijo Hannah—. Y una noche también le vi en el Russan Tea Room. ¡Estaba con una vieja que llevaba un collarín para mantener el cuello rígido!

—Podría tratarse de accidentes —respondió Ruth—. No es que se estuvieran muriendo de viejas. Hay jóvenes que se rompen una pierna. La de la silla de ruedas tal vez se hubiese caído esquiando. Y hay accidentes de tráfico. A veces se producen desnucamientos…

—Por favor, Ruth —le suplicó Hannah—. Esa vieja no podía moverse de la silla de ruedas, y la del collarín era un esqueleto ambulante: ¡tenía el cuello tan delgado que no le sostenía la cabeza!

—Creo que Eddie es un encanto —se limitó a decir Ruth—. También tú envejecerás, Hannah. ¿No te gustaría que entonces hubiera alguien como Eddie en tu vida?

Pero incluso Ruth tenía que confesar que
Una mujer difícil
exigía una considerable ampliación de la llamada suspensión voluntaria de su incredulidad. Un hombre de cincuenta y pocos años, que tiene notables similitudes con Eddie, es el amante de una mujer de setenta y muchos, de la que está profundamente enamorado. Hacen el amor en medio de una intimidante cantidad de precauciones sanitarias e incertidumbres. No es sorprendente que se conozcan en el consultorio de un médico, donde el hombre aguarda con inquietud su primera sigmoidoscopia.

—¿Y qué le ocurre a usted? —le pregunta la anciana al hombre maduro—. Parece muy sano.

El hombre admite que está nervioso por el examen que van a hacerle.

—Vamos, no sea tonto —le dice la anciana—. Los heterosexuales siempre son unos cobardes cuando van a penetrarlos. No es nada del otro mundo. A mí me han hecho por lo menos media docena de sigmoidoscopias. Eso sí, esté preparado: le provocarán algunos gases.

Al cabo de unos días los dos se encuentran en un cóctel. La anciana viste tan bien que el hombre más joven no la reconoce. Además, ella se le acerca de una manera tan coqueta que resulta alarmante.

—Le vi cuando estaba a punto de ser penetrado —le susurra—. ¿Cómo le fue?

—¡Ah!, muy bien, gracias —responde él, farfullando—. Y tenía usted razón. ¡No era tan terrible!

—Yo le enseñaré algo que sí es terrible —le susurra la anciana, y así empieza una historia de amor turbadoramente apasionada, que sólo termina cuando la anciana muere.

—Por el amor de Dios… —le dijo Allan a Ruth, al hablarle de la quinta novela de Eddie—. Una cosa hay que reconocerle a O'Hare… ¡No se siente avergonzado por nada!

A pesar de que no había abandonado el hábito de llamar a Eddie por su apellido, algo que desagradaba profundamente a Eddie, Allan sentía un verdadero aprecio por él, aunque no por su obra, mientras que Eddie, aunque Allan Albright era la antítesis de cuanto él apreciaba en un hombre, le tenía más afecto de lo que habría creído posible. Cuando Allan murió eran buenos amigos, y Eddie no se había tomado a la ligera las responsabilidades de su funeral.

La relación de Eddie con Ruth, sobre todo el grado limitado en que él comprendía los sentimientos de la hija hacia la madre, eran otra cosa. Aunque Eddie había observado los enormes cambios que Ruth había experimentado al convertirse en madre, no se daba cuenta de que precisamente la maternidad la había vuelto aún más implacable hacia Marion.

En pocas palabras, Ruth era una buena madre. Cuando murió Allan, Graham sólo tenía un año menos de los que tenía Ruth cuando la abandonó su madre. Ruth preferiría morir antes que abandonar a Graham. La idea de hacer semejante cosa no le cabía en la cabeza.

Y si a Eddie le obsesionaba el estado mental de Marion, o lo que del mismo le revelaba la novela
McDermid, jubilada
, Ruth había leído la cuarta novela de su madre con impaciencia y desdén. (Pensaba que llega un momento en que la pesadumbre se convierte en autocomplacencia.)

En su calidad de editor, Allan había hecho provechosas gestiones acerca de Marion, había averiguado todo lo posible sobre la autora de novelas policíacas canadiense llamada Alice Somerset. Según su editor canadiense, la autora no tenía suficiente éxito en Canadá para vivir de las ventas de sus obras en su propio país. No obstante, las traducciones francesa y alemana eran mucho más populares, y gracias a ellas se ganaba la vida con holgura. Tenía un piso modesto en Toronto, y además pasaba los peores meses del invierno canadiense en Europa. Sus editores alemán y francés le buscaban de buen grado pisos de alquiler.

—Una mujer amena, pero un tanto fría —le dijo a Allan el editor alemán de Marion.

—Encantadora pero con aires de superioridad —comentó el editor francés.

—No sé por qué utiliza seudónimo, pero me parece una persona muy reservada —le dijo a Allan el editor canadiense de Marion, el mismo que le había proporcionado la dirección de la escritora en Toronto.

—Por el amor de Dios —le decía una y otra vez Allan a Ruth. Incluso habían hablado de ello pocos días antes de su muerte—. Aquí tienes la dirección de tu madre. Eres escritora, ¿no?, ¡pues escríbele una carta! Incluso podrías ir a verla, si quisieras. Te acompañaría con mucho gusto, o podrías ir sola. También podrías ir con Graham… ¡Seguro que le interesará Graham!

—¡A mí no me interesa ella! —exclamó Ruth.

Ruth y Allan viajaron a Nueva York para asistir a la fiesta organizada con motivo de la publicación de la novela de Eddie; era una noche de octubre, poco después de que Graham cumpliera tres años. Había sido uno de esos días cálidos y soleados que parecen de verano, y cuando oscureció, el aire nocturno trajo el contraste de una frescura que parecía la quintaesencia del otoño. Ruth recordaría que Allan comentó: «¡Un día insuperable!».

Ocupaban una suite de dos habitaciones en el hotel Stanhope. Habían hecho el amor en su dormitorio, mientras Conchita Gómez llevaba a Graham al restaurante del hotel, donde trataron al pequeño como a un principito. Los cuatro habían ido en automóvil desde Sagaponack hasta Nueva York, aunque Conchita protestó, diciendo que ella y Eduardo eran demasiado mayores para pasar una sola noche separados. Uno de ellos podría morir, y era terrible que una persona felizmente casada se muriese sola.

El tiempo espectacular, por no mencionar el sexo, había causado una impresión tan favorable a Allan que insistió en recorrer a pie las quince manzanas hasta el lugar donde se celebraba la fiesta de Eddie. Más adelante Ruth pensaría que, cuando llegaron, Allan tenía el rostro un poco enrojecido, pero entonces lo consideró una señal de buena salud o el efecto del fresco aire otoñal.

Como de costumbre, Eddie había adoptado una actitud de modestia durante la fiesta; pronunció un discurso ridículo en el que dio las gracias a sus viejos amigos por haber abandonado los planes más divertidos que tuvieran para aquella noche, hizo el consabido resumen del argumento de su nueva novela y después aseguró al público que no era necesario que se molestara en leer el libro, puesto que ya conocían la trama.

—Y los personajes principales son bastante reconocibles… porque aparecen en mis novelas anteriores —musitó Eddie—. Sólo han envejecido un poco.

Hannah acudió en compañía de un hombre francamente detestable, un ex guardameta profesional de hockey que acababa de escribir unas memorias sobre sus hazañas sexuales y que hacía gala de un desagradable orgullo por el hecho de no haberse casado nunca. Su espantoso libro se titulaba
No en mi red
, y su principal rasgo de humor, más que discutible, era que llamaba
pucks
[3]
a las mujeres con las que se acostaba. Así pues, el disco de goma utilizado en el hockey sobre hielo le permitía hacer un juego de palabras de mal gusto.

Hannah lo conoció cuando le entrevistó para un artículo periodístico que estaba escribiendo, acerca de lo que hacen los atletas cuando se retiran. Por lo que Ruth sabía, siempre trataban de ser actores o escritores, y le comentó a Hannah que ella prefería que se decantaran por ser actores.

Pero Hannah se ponía cada vez más a la defensiva con respecto a sus novios granujas.

—¿Qué sabe una señora mayor y casada? —preguntaba a su amiga.

Ruth habría sido la primera en admitir que no sabía nada. Tan sólo sabía que era feliz, y lo afortunada que era por serlo. Incluso Hannah habría reconocido que el matrimonio de Ruth con Allan había salido bien. Si Ruth nunca hubiera confesado que al principio su vida sexual sólo había sido tolerable, más adelante incluso habría descrito ese aspecto de su vida con Allan como algo de lo que había aprendido a gozar. Ruth había encontrado un compañero con quien podía conversar, y al que le gustaba escuchar. Además, era un buen padre del único hijo que ella tendría. Y el niño… ¡Ah!, su vida entera había cambiado gracias a Graham, y también por eso amaría siempre a Allan.

Era una madre madura, había tenido a Graham a los treinta y siete años, y la seguridad de su hijo le preocupaba más que a las madres jóvenes. Mimaba a Graham, pero había decidido tener un solo hijo. ¿Y para qué son los hijos únicos sino para mimarlos? Idolatrar a Graham había llegado a ser lo que más sustentaba la vida de Ruth. El niño cumplió dos años antes de que su madre volviera a escribir.

Ahora Graham tenía tres años y Ruth por fin había terminado su cuarta novela, aunque seguía considerándola inacabada, por la razón categórica de que aún no consideraba el libro lo bastante terminado para mostrárselo a Allan. Ruth era poco sincera, incluso consigo misma, pero no podía evitarlo. Le preocupaba la reacción de Allan a la novela, y por motivos que no tenían nada que ver con lo acabada o inacabada que estuviera la obra.

Tiempo atrás había convenido con Allan que no le mostraría nada de lo que escribiera hasta tener la certeza de que el relato estaba tan acabado como fuera capaz de dejarlo. Allan siempre había instado a sus autores a que lo hicieran así, y les decía que su tarea de editor era mucho más provechosa cuando ellos creían haber hecho todo lo posible. ¿Cómo podía pedirle a un autor que diera un paso más si el autor todavía estaba avanzando?

Ruth había logrado que Allan aceptara su negativa a mostrarle enseguida la novela porque, según ella, no estaba terminada del todo, pero no se engañaba a sí misma. Ya la había reescrito tanto como le era posible. Si a veces dudaba de que pudiera releer el libro, mucho menos podía fingir que lo estaba escribiendo de nuevo. Tampoco dudaba de que fuese una buena novela, incluso creía que era la mejor que había escrito.

En realidad, lo único que preocupaba a Ruth acerca de su novela más reciente,
Mi último novio granuja
, era el temor a que su marido se sintiera insultado por la obra. El personaje central se aproximaba demasiado a un aspecto de Ruth antes de casarse: tendía a relacionarse con el hombre que no le convenía. Por otro lado, el novio granuja del título era una combinación improbable y desagradable de Scott Saunders y Wim Jongbloed. Que ese libertino de baja estofa persuada al personaje Ruth (como sin duda lo llamaría Hannah) para mirar a una prostituta mientras está con un cliente, tal vez no turbaría tanto a Allan como el hecho de que el llamado personaje Ruth experimente un acceso incontrolable de deseo sexual. Y la vergüenza que siente entonces, por haber perdido el dominio de sus deseos, es lo que la convence de que debe aceptar una proposición de matrimonio por parte de un hombre que no la excita sexualmente.

¿Cómo no iba Allan a sentirse insultado por lo que daba a entender la nueva novela de Ruth acerca de las razones de la autora para casarse con él? Que su matrimonio con Allan le hubiera proporcionado los cuatro años más felices de su vida, cosa que Allan seguramente sabía, no mitigaba lo que, en opinión de Ruth, era el mensaje más cínico de su novela.

Ruth había imaginado con bastante exactitud qué conclusiones sacaría Hannah de
Mi último novio granuja
, a saber, que su amiga menos aventurera había tenido un devaneo con un muchacho holandés, ¡el cual se la había tirado mientras la prostituta los miraba! Era una escena brutalmente humillante para cualquier mujer, incluso para Hannah. Pero Ruth no estaba preocupada por la reacción de Hannah, pues siempre había hecho caso omiso o rechazado las interpretaciones que Hannah hacía de sus novelas.

No obstante, Ruth había escrito una novela que sin duda ofendería a muchos lectores y críticos, sobre todo a las mujeres, pero ¿qué importaba? ¡La única persona a la que ella no quería ofender de ningún modo, Allan, sería la misma persona a quien
Mi último novio granuja
ofendería más!

Ruth se dijo que la fiesta por la publicación del libro de Eddie era la mejor ocasión para confesarle sus temores a Allan. Incluso había llegado a convencerse de que tendría el valor de contarle lo que le había sucedido en Amsterdam. Tan inexpugnable creía que era su matrimonio.

—No quiero cenar con Hannah —le susurró a su marido en la fiesta de Eddie.

—¿Es que no cenamos con Eddie O'Hare? —inquirió Allan.

—No, ni siquiera con Eddie, aunque nos lo pida —replicó Ruth—. Quiero cenar contigo, Allan, sólo contigo.

Desde el local donde se celebraba la fiesta, tomaron un taxi que les llevó al norte de la ciudad, al restaurante donde Allan, siempre tan considerado, la había dejado a ella a solas con Eddie O'Hare, aquella noche que parecía tan lejana, tras su lectura en la YMHA de la Calle 92 y la interminable presentación de Eddie.

No había ningún motivo para que Allan no bebiera copiosamente. Ya habían hecho el amor y ninguno de ellos tenía que conducir. Pero Ruth rogó en silencio para que su marido no se emborrachara. No quería que estuviera bebido cuando le hablara de Amsterdam.

—Me muero de ganas de que leas mi libro —empezó por decirle.

—Y yo estoy deseando leerlo… cuando estés dispuesta —replicó Allan. Estaba muy relajado. Era realmente el momento perfecto para contárselo todo.

—No es sólo porque os quiero a ti y a Graham, sino que te estaré siempre agradecida por la clase de vida que me has ahorrado, la vida que tuve…

—Lo sé, ya me lo has contado.

Ahora parecía menos paciente con ella, como si no quisiera oírle decir de nuevo que, de soltera, se metía una y otra vez en líos, que hasta conocer a Allan su juicio acerca de los hombres no era de fiar.

—En Amsterdam… —intentó decirle, pero entonces pensó que, para ser sincera, debería empezar por aquel partido de squash con Scott Saunders y lo que ocurrió después del juego. Sin embargo, se había interrumpido, y lo intentó de nuevo—: Mira, me resulta más difícil enseñarte esta novela porque tu opinión significa para mí mucho más que nunca, y tu opinión siempre ha sido muy importante para mí.

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