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Authors: John Irving

Una mujer difícil (36 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Supongo que sabe distinguir un «punto de vista peregrino» cuando se tropieza con uno —comentó Ruth.

A Hannah le irritaba que Ruth no despotricara contra las críticas negativas tan clamorosamente como lo hacía ella. «Las críticas son publicidad gratuita —le gustaba decir a Ruth—. Incluso las malas críticas.»

Ruth había alcanzado talla y renombre internacionales. En los países europeos donde se traducían sus obras, se había creado tal expectación ante su tercera y más reciente novela que se publicaron dos traducciones simultáneamente a las ediciones británica y norteamericana.

Con motivo de su lectura en la YMHA, Ruth estaba pasando el día en Nueva York. Había concedido varias entrevistas y aceptado cierta publicidad relacionada con la nueva obra. Luego pasaría un día y una noche en Sagaponack, con su padre, antes de partir hacia Alemania y la Feria del Libro de Fránkfort. (Después de Fránkfort y la promoción de la traducción alemana, viajaría a Amsterdam, donde acababa de salir a la luz la traducción holandesa.)

Ruth visitaba muy poco a su padre en Sagaponack, pero esperaba con ilusión la visita inminente. Sin duda jugarían un poco al squash en el granero y discutirían mucho de casi todo. También habría incluso un poco de descanso. Hannah había prometido acompañarla a Sagaponack. Siempre era mejor para Ruth no estar a solas con su padre. Con la presencia de algún amigo, aunque fuese uno de los infrecuentes y mal elegidos amigos de Ruth, era más fácil evitar que la discusión se desmandara.

Pero Hannah coqueteaba con el padre de Ruth, y ésta se enojaba. Ruth sospechaba que Hannah lo hacía precisamente porque ella se enojaba. Y el padre de Ruth, que no conocía otra manera de comportarse con las mujeres, respondía al coqueteo.

En una ocasión Hannah le hizo a Ruth la vulgar observación sobre lo atractivo que era su padre para las mujeres, y fue entonces cuando Ruth replicó: «Podías oír las bragas de las mujeres deslizándose hasta el suelo».

Cuando Hannah vio por primera vez a Ted Cole, le dijo a Ruth:

—¿Qué es ese ruido? ¿Lo oyes?

Ruth no solía captar las bromas, y siempre tendía a creer que le hablaban completamente en serio.

—¿Qué ruido? —respondió Ruth, mirando a su alrededor—. No, no lo oigo.

—Son mis bragas que se deslizan al suelo —le dijo Hannah. Esa frase se había convertido en un código secreto entre ellas. Cada vez que Hannah presentaba a su amiga uno de los muchos hombres con los que salía, si el hombre le gustaba a Ruth, ésta preguntaba a Hannah: «¿Has oído ese ruido?». Si Ruth no tenía interés por el hombre, como sucedía a menudo, decía: «No oigo nada. ¿Y tú?»

Ruth era reacia a presentar sus amigos a Hannah, porque ésta siempre decía: «¡Vaya ruido! Chico, ¿ha caído algo húmedo al suelo o sólo son imaginaciones mías?». (La humedad era un residuo en el vocabulario sexual de Hannah, que se remontaba a los tiempos de Exeter.) Y, en general, Ruth no solía estar orgullosa de los chicos con los que salía y no deseaba darlos a conocer. Tampoco se relacionaba con ellos el tiempo suficiente para que Hannah tuviera que conocerlos.

Ahora, sin embargo, mientras Ruth estaba sentada en un taburete, soportando las miradas del tramoyista enamorado de sus pechos, así como la penosa presentación de su obra que realizaba Eddie (el pobre estaba atascado en su segunda novela), pensó de nuevo en lo exasperada que se sentía con Hannah porque iba a llegar tarde a la lectura, si es que llegaba a presentarse.

No sólo habían hablado con entusiasmo sobre el próximo encuentro con Eddie O'Hare, sino que Ruth había mostrado un gran interés en que Hannah conociera al hombre con el que salía actualmente. Por una vez sentía la necesidad de saber qué opinaba Hannah. En muchas ocasiones había deseado que ésta se reservara su opinión. Y ahora, cuando la necesitaba, ¿dónde estaba? Sin duda jodiendo como una loca, como diría su amiga, o eso imaginaba Ruth.

Exhaló un profundo suspiro. Era consciente del movimiento de ascenso y descenso de sus pechos, y de que el tramoyista idiota estaba absorto en ese detalle. De no ser porque Eddie seguía hablando monótonamente, hubiera oído el suspiro con que el joven lascivo respondió al suyo. Por puro aburrimiento, Ruth sostuvo la mirada del joven tramoyista hasta que él desvió los ojos. Tenía un atisbo de lo que llegaría a ser una perilla y un bigote que parecía una mancha de hollín. Ruth pensó que si descuidara su depilación, podría tener un bigote más espeso que el de aquel joven.

Suspiró de nuevo, desafiando al lujurioso a que volviera a mirarla, pero el desaliñado joven se sentía de repente avergonzado de su actitud. Así pues, Ruth se concentró en mirarle, pero pronto perdió el interés. Los tejanos del tramoyista tenían un desgarrón en una rodilla, y probablemente eran los que prefería para presentarse en público. Algo que debía de ser restos de comida había dejado una mancha aceitosa en el pecho de su camiseta.

La otra persona ante cuyo conocimiento Hannah había expresado casi idéntica emoción era el hombre con quien Ruth «salía» ahora. En realidad, pertenecía más bien a la categoría de acompañante en potencia, de «candidato a acompañante», como diría Hannah. El hombre que esperaba afianzar su relación con Ruth era el nuevo editor de la escritora, aquella misma persona tan importante de Random House que desagradaba a Eddie por su campechanía y el hecho de que nunca se acordaba de que ya le conocía.

Ruth ya le había dicho a su amiga que aquél era el mejor editor de textos con el que había trabajado hasta entonces. Jamás había conocido a un hombre con quien la comunicación y el entendimiento fuesen tan fluidos. Tenía la sensación de que no había nadie, con la posible excepción de Hannah, que la conociera tan bien. No sólo se distinguía por su franqueza y su vigor, sino que la estimulaba «en todos los buenos sentidos».

—¿Cuáles son los «buenos» sentidos? —le preguntó un día Hannah.

—Cuando le conozcas, lo verás —respondió Ruth—. Es también un caballero.

—Es lo bastante mayor para serlo —comentó Hannah, que había visto una fotografía de aquel hombre—. Quiero decir que pertenece a la generación de la conducta caballerosa. ¿Cuántos años tiene más que tú? ¿Doce? ¿Quince?

—Dieciocho —dijo Ruth en voz baja.

—Es un caballero, desde luego —afirmó Hannah—. ¿Y no tiene hijos? Señor, ¿qué edad tienen? ¡Podrían ser de tu edad!

—Su mujer no quiso tener hijos…, le asustaba tenerlos.

—Más o menos lo que te ocurre a ti, ¿no? —dijo Hannah.

—Allan quería un hijo, pero su esposa no —admitió Ruth.

—Entonces sigue queriendo un hijo —concluyó Hannah.

—Estamos hablando de ello.

—Y supongo que todavía habla con la ex mujer —dijo Hannah en tono burlón—. Confiemos en que la suya sea la última generación de hombres que creen necesario seguir hablando con sus ex esposas. —La sensibilidad periodística de Hannah la llevaba a creer que todo el mundo debía responder a unas pautas de conducta acordes con la edad, la educación, el tipo. Era un razonamiento irritante, pero Ruth se mordió la lengua—. En fin —añadió en tono filosófico—, supongo que el sexo… ¿Ha ido bien?

—Todavía no nos hemos acostado —admitió Ruth.

—¿Quién está esperando?

—Los dos —mintió Ruth.

Allan era paciente. Quien «esperaba» era Ruth. Temía tanto que la relación sexual con él no le gustara que andaba con dilaciones. No quería verse obligada a dejar de considerarle el hombre de su vida.

—¡Pero has dicho que te ha propuesto el matrimonio! —exclamó Hannah—. ¿Quiere casarse contigo y aún no habéis hecho el amor? Ésa no es siquiera una conducta generacional…, ¡es la conducta de su padre o incluso de su abuelo!

—Quiere que esté convencida de que no soy sólo otra de sus amiguitas.

—¡Todavía no eres una amiguita! —dijo Hannah.

—Creo que es encantador. Está enamorado de mí antes de haberse acostado conmigo. Qué delicadeza, ¿no crees?

—Sí, es diferente —admitió Hannah—. Bueno, ¿y de qué tienes miedo?

—No tengo miedo de nada —mintió Ruth.

—Normalmente no quieres que conozca a tus acompañantes —le recordó Hannah.

—Éste es especial —dijo Ruth.

—Tan especial que no te has acostado con él.

—Puede vencerme en el squash —añadió Ruth débilmente.

—Lo mismo que tu padre, ¿y qué edad tiene?

—Setenta y siete, ya lo sabes.

—¿De veras? —replicó Hannah—. Dios mío, no los aparenta.

—Me refiero a mi padre, no a Allan Albright —dijo Ruth, enojada—. Allan Albright sólo tiene cincuenta y cuatro. Me quiere, desea casarse conmigo, y creo que sería feliz si viviera con él.

—¿Has dicho que le quieres? —inquirió Hannah—. No te he oído decir eso.

—No lo he dicho —admitió Ruth—. No lo sé…, no puedo saberlo —añadió.

—Si no puedes saberlo, entonces no le quieres —dijo Hannah—. Y, si no recuerdo mal, tenía fama de…, bueno, era un mujeriego, ¿no?

—Sí, lo era —replicó Ruth lentamente—. Él mismo me lo dijo, pero en ese aspecto ha cambiado.

—Ya —dijo Hannah—. ¿Crees de veras que los hombres cambian?

—¿Cambiamos nosotras? —preguntó Ruth.

—Quieres cambiar, ¿no es cierto?

—Estoy cansada de los novios granujas —confesó Ruth.

—Desde luego, los eliges malos —comentó Hannah—, creía que los elegías porque sabías que eran malos, porque estabas segura de que se irían. A veces incluso antes de que les pidieras que se largaran.

—También tú has elegido algunos novios granujas —dijo Ruth.

—Claro, continuamente —admitió Hannah—. Pero también he elegido otros buenos. Lo que ocurre es que no me duran.

—Creo que Allan me durará.

—Claro que sí —repuso Hannah—. Lo que te preocupa es si tú durarás, ¿no es así?

—Sí —confesó Ruth por fin—. Eso es.

—Quiero conocerle, y te diré si durará. Te lo diré en cuanto lo vea.

«¡Y ahora me ha dado plantón!», se dijo Ruth. Cerró bruscamente su ejemplar de la novela y lo sostuvo contra los senos. Tenía ganas de llorar, tan enojada estaba con Hannah, pero vio que su gesto repentino había sobresaltado al lujurioso tramoyista. Ruth se sintió satisfecha al ver su expresión de alarma.

—El público podría oírla —le susurró el taimado joven, con una sonrisa arrogante.

La respuesta de Ruth no fue espontánea. Casi nunca hablaba sin pensar primero lo que iba a decir.

—Por si te intriga —susurró al tramoyista—, son de la talla treinta y cuatro.

—¿Cómo?

Ruth se dijo que era demasiado tonto para entenderla. Además, el público había prorrumpido en resonantes aplausos. Sin oír lo que Eddie había dicho, Ruth comprendió que por fin su presentador había terminado.

Se detuvo en el escenario para estrecharle la mano a Eddie antes de dirigirse al estrado. Eddie, confuso, se metió entre bastidores en vez de ir a ocupar el asiento que tenía reservado en la platea. Una vez allí, se sintió demasiado azorado para dirigirse a su asiento. Miró impotente al hostil tramoyista, quien no estaba dispuesto a ofrecerle su taburete.

Ruth aguardó a que remitieran los aplausos. Tomó el vaso de agua, pero estaba vacío y lo dejó enseguida sobre la mesa. «¡Dios mío, me he bebido su agua!», pensó Eddie.

—Vaya par de melones, ¿eh? —susurró el tramoyista a Eddie, el cual no le respondió nada pero adoptó una expresión de culpabilidad. (No había oído al muchacho, y supuso que le había dicho algo acerca del vaso de agua.)

El tramoyista tenía un pequeño cometido en la realización del acto, pero de repente se sintió más pequeño que de ordinario. Apenas había terminado de hacer su observación sobre los «melones», cuando el frívolo joven captó el significado de lo que la novelista famosa le había susurrado. «¡Usa una talla treinta y cuatro!», comprendió tardíamente el muy necio. Pero ¿por qué se lo había dicho? ¿Acaso le estaba tirando los tejos?

—¿Quieren aumentar un poco la iluminación de la sala, por favor? —pidió Ruth cuando los aplausos cedieron un poco—. Quiero ver la cara de mi editor. Si le veo encogerse, sabré que me he saltado algo… O que se lo ha saltado él.

Este preámbulo fue recibido con risas, como ella había pretendido, aunque ésa no había sido su única finalidad. No necesitaba ver el rostro de Allan Albright, cuya presencia en su mente ya le bastaba. Lo que Ruth quería ver era el asiento vacío al lado de Allan, la plaza reservada para Hannah Grant. En realidad, había dos asientos vacíos al lado de Allan, porque Eddie se había quedado atrapado entre bastidores, pero Ruth sólo reparó en la ausencia de Hannah.

«¡Mal rayo te parta, Hannah!», se dijo Ruth, pero ahora estaba en el escenario, y todo lo que debía hacer era contemplar la página. Su escritura la absorbió por completo. Externamente, la impresión que daba Ruth Cole era la habitual, una impresión de serenidad. Y en cuanto empezara a leer, también se sentiría internamente serena.

Tal vez no sabía qué hacer con respecto a sus novios, sobre todo con respecto al que quería casarse con ella, y tal vez no sabía tratar con su padre, sobre quien tenía unos sentimientos dolorosamente encontrados. Tal vez no sabía si era mejor odiar a su mejor amiga, Hannah, o perdonarla. Pero en lo concerniente a su escritura, Ruth Cole era la confianza y la concentración personificadas.

De hecho, se estaba concentrando tanto en la lectura del primer capítulo, titulado «La colchoneta hinchable roja y azul», que se olvidó de decir al público cómo se titulaba su nueva novela, pero no importaba, porque la mayoría de ellos ya lo sabían. (Más de la mitad del público había leído la novela.)

Los orígenes del primer capítulo eran peculiares. Un periódico alemán, el
Süddeutsche Zeitung
, había pedido a Ruth un relato breve para un suplemento anual dedicado a la narrativa. Ruth no solía escribir relatos breves, y siempre estaba pensando en una novela, aunque no hubiera empezado a escribirla. Pero las normas establecidas por el
Süddeutsche Zeitung
la intrigaron: todos los cuentos publicados en el suplemento se titulaban «La colchoneta hinchable roja y azul», y por lo menos una vez a lo largo del relato debía aparecer una colchoneta hinchable de esos colores. (También sugerían que la colchoneta debía tener suficiente importancia en el relato para merecer su uso como título.)

A Ruth le gustaban las reglas. La mayoría de los escritores se ríen de ellas, pero Ruth también jugaba al squash y tenía afición a los juegos. La diversión para Ruth consistía en saber dónde y cuándo introduciría la colchoneta en el relato. Ya sabía quiénes eran los personajes: Jane Dash, viuda reciente, y la que por entonces era enemiga de la señora Dash, Eleanor Holt.

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