Authors: John Irving
—Eso es admirable —dijo Allan.
—Ya nada me parece admirable —replicó Ruth.
Tras una pausa, le dijo:
—Quiero casarme contigo, Allan. —Hizo otra pausa y añadió—. Nada es tan importante como hacer el amor contigo.
—Me satisface muchísimo oírte decir eso —admitió Allan. Era la primera vez que sonreía desde que la vio en el aeropuerto. Ruth no tuvo que hacer ningún esfuerzo para sonreírle a su vez. Pero se mantenía la ausencia de sentimiento hacia su padre que había constatado una hora antes… ¡Qué extraña e inesperada era! Sentía más simpatía por Eduardo, quien había encontrado el cadáver de Ted.
Nada se interponía entre Ruth y su nueva vida con Allan. Habría que organizar alguna clase de funeral por Ted, nada complicado. Además, se dijo Ruth, la asistencia no sería numerosa. Entre ella y su nueva vida con Allan, sólo existía la necesidad de escuchar a Eduardo Gómez, quien la diría exactamente lo sucedido a su padre. Esta perspectiva la hizo percatarse de lo mucho que su padre la había amado. ¿Era ella la única mujer que había hecho sentir remordimientos a Ted Cole?
Eduardo Gómez era un buen católico. No había superado la superstición, pero siempre había mantenido su tendencia a creer en el destino dentro de los estrictos límites de su fe. Por suerte para él, nadie le había hablado del calvinismo, pues se habría convertido fervorosamente a ese credo. Hasta entonces, el catolicismo del jardinero había mantenido a raya los aspectos más pintorescos de lo que imaginaba con respecto a su propia predestinación.
Cuando se quedó colgando boca abajo dentro del seto de la señora Vaughn, esperando morir intoxicado por el monóxido de carbono, aquella tortura le pareció interminable. Entonces cruzó por la mente de Eduardo que Ted Cole merecía morir de esa manera, pero no un jardinero inocente. En aquellos momentos de impotencia, Eduardo se sintió la víctima de la lujuria ajena y de la proverbial «mujer desdeñada» por otro hombre.
Nadie, ni siquiera el sacerdote en el confesionario, hubiera culpado a Eduardo por albergar tales sentimientos. El desdichado jardinero, suspendido y abandonado a su suerte en el seto de la señora Vaughn, tenía todos los motivos para sentirse injustamente condenado. No obstante, en el transcurso de los años, Eduardo pudo constatar que Ted era un patrono justo y generoso, y nunca se había perdonado a sí mismo por pensar que aquel hombre merecía morir envenenado con monóxido de carbono.
Así pues, que el infortunado jardinero fuese quien descubrió el cadáver de Ted Cole, muerto a causa de las inhalaciones de monóxido de carbono, causó estragos en la naturaleza supersticiosa de Eduardo, por no decir que reforzó su fatalismo potencialmente desenfrenado.
Conchita, la esposa de Eduardo, fue la primera en notar que ocurría algo malo. Cuando se dirigía a casa de Ted, hizo un alto en la estafeta de Sagaponack para recoger el correo. Como era el día de la semana en que cambiaba las ropas de la cama, hacía la colada y la limpieza general de la casa, Conchita llegó antes que Eduardo a la casa de Ted. Dejó el correo sobre la mesa de la cocina, donde vio una botella de whisky de malta escocés. Estaba abierta, pero no habían vertido una sola gota. A su lado había un vaso limpio y vacío de cristal de Tiffany.
Conchita también reparó en la postal de Ruth entre las cartas que había traído. La foto de las prostitutas en sus escaparates de la Herberstrasse, en Sant Pauli, el barrio chino de Hamburgo, la turbó. Encontraba indecoroso que una hija enviara semejante postal a su padre. No obstante, era una lástima que el correo de Europa tardara tanto en llegar, pues el mensaje de la postal hubiera alegrado a Ted, de haberlo leído.
(PIENSO EN TI, PAPÁ, LAMENTO LO QUE TE DIJE. HE SIDO MEZQUINA. ¡TE QUIERO! RUTHIE.)
Aunque estaba preocupada, Conchita se puso a limpiar el cuarto de trabajo de Ted, diciéndose que éste quizás estaba todavía durmiendo en su habitación, aunque solía levantarse temprano. El cajón inferior del escritorio estaba abierto y vacío. Al lado del cajón había una bolsa de basura verde oscuro de gran tamaño, que Ted había llenado con los cientos de fotos Polaroid en blanco y negro de sus modelos desnudas. Aunque la bolsa estaba bien cerrada, emitió el desagradable olor del revestimiento de positivos cuando Conchita la apartó para pasar la aspiradora. Una nota fijada con cinta adhesiva a la bolsa decía:
CONCHITA, POR FAVOR, TIRA ESTA BASURA ANTES DE QUE LLEGUE RUTH A CASA.
Esto alarmó tanto a Conchita que detuvo la aspiradora y, acercándose a la escalera, gritó hacia arriba: «¿Señor Cole?». No obtuvo respuesta. Se dirigió al piso superior. La puerta del dormitorio principal estaba abierta, la cama hecha, tal como Conchita la dejara la mañana anterior. La mujer recorrió el pasillo hasta llegar a la habitación que ahora usaba Ruth. Ted o alguna otra persona había pasado allí la noche, o por lo menos se había tendido un rato en la cama. El armario y la cómoda de Ruth estaban abiertos. (El padre había sentido la necesidad de echar un último vistazo a las ropas de su hija.)
Por entonces, Conchita estaba lo bastante preocupada para llamar a Eduardo, incluso antes de bajar la escalera, y, mientras esperaba la llegada de su marido, sacó la voluminosa bolsa vede oscuro del cuarto de trabajo de Ted y la trasladó al granero. Había un panel electrónico de códigos que abría una puerta del garaje que daba al granero, y Conchita tecleó el código. Cuando la puerta se abrió, la mujer vio que Ted había amontonado varias mantas a lo largo del suelo del granero, cerrando así la ranura bajo la puerta del garaje. También observó que el coche estaba en marcha, aunque no se veía a Ted en su interior. El Volvo resoplaba en el granero, que hedía a gases de escape. Conchita dejó caer la bolsa de basura en la puerta del garaje abierta y aguardó a Eduardo en el sendero de acceso.
Eduardo detuvo el motor del Volvo antes de ponerse a buscar a Ted. El depósito de combustible contenía menos de la cuarta parte de su capacidad, pues el motor probablemente había funcionado durante la mayor parte de la noche, y Ted había apretado un poco el acelerador por medio del mango de una raqueta de squash que había colocado a modo de cuña bajo el asiento. Esa presión había hecho que el motor se mantuviera con suficiente intensidad para no calarse.
La trampilla que daba paso a la pista de squash en el piso superior del granero estaba abierta, y Eduardo subió por la escala. Apenas podía respirar a causa de los gases de escape que habían subido a lo alto del granero. Ted estaba muerto en el suelo de la pista de squash, vestido para jugar. Tal vez había golpeado la pelota durante un rato y corrido un poco alrededor de la pista. Cuando se sintió fatigado, se tendió en el suelo, perfectamente colocado en la T, el lugar de la pista cuya posesión siempre le había dicho a Ruth que tomara, que lo ocupara como si su vida dependiera de ello, porque era la posición en la pista desde la cual podías controlar mejor el juego de tu adversario.
Más adelante Eduardo lamentó haber abierto la gran bolsa de basura verde oscuro y haber examinado el contenido antes de arrojarla al contenedor. Nunca se le había borrado el recuerdo de los numerosos dibujos de las partes íntimas de la señora Vaughn, si bien había visto tales partes íntimas en fragmentos y tiras. Las fotos en blanco y negro eran un sombrío recordatorio para el jardinero de la fascinación que sentía Ted Cole por las mujeres degradadas y corrompidas. Presa de náuseas, Eduardo depositó las fotografías en el contenedor de basura.
Ted no había dejado ninguna nota que explicara su suicidio. No había más que la nota fijada a la bolsa de basura (CONCHITA, POR FAVOR, TIRA ESTA BASURA ANTES DE QUE LLEGUE RUTH A CASA). Ted, además, había previsto que Eduardo usaría el teléfono de la cocina, pues allí, en el bloc de notas, al lado del teléfono, había otro mensaje:
EDUARDO, LLAMA AL EDITOR DE RUTH, ALLAN ALBRIGHT.
Y debajo de estas palabras había anotado el número de la editorial Random House. Eduardo llamó sin vacilar.
A pesar de lo agradecida que Ruth se sentía con Allan por haberse ocupado de todo, era inevitable que registrara la casa de Sagaponack en busca de la nota que confiaba que su padre le hubiera dejado. Al cerciorarse de que no existía tal nota se sintió confusa, pues su padre siempre había sabido decir algo para justificarse, había sido incansable en la defensa de sí mismo.
Incluso Hannah se sintió dolida porque no había ningún mensaje para ella, aunque más adelante se convencería de que el sonido de una llamada cancelada en su contestador automático significaba que Ted había intentado hablar con ella.
—¡Ojalá hubiera estado en casa cuando llamó! —le dijo Hannah a Ruth.
—Ojalá… —replicó Ruth.
El funeral de Ted Cole se celebró, de manera improvisada, en la escuela pública elemental de Sagaponack. La junta escolar y los maestros de la escuela, tanto los ya jubilados como los que seguían ejerciendo, llamaron a Ruth y le ofrecieron sus locales. Ruth no sabía hasta qué punto su padre fue un benefactor de la escuela. En dos ocasiones costeó nuevos equipamientos para el patio de recreo, cada año donaba material artístico para los niños y era el principal proveedor de libros infantiles de la biblioteca de Bridgehampton, que era la que frecuentaban los escolares de Sagaponack. Además, sin que Ruth lo supiera, con frecuencia Ted había impartido lecturas a los niños durante la «Hora de los Cuentos» y, por lo menos media docena de veces a lo largo del año escolar, acudía a la escuela para dar lecciones de dibujo a los niños.
Así pues, en aquel ambiente de pequeños pupitres y sillitas, con las paredes cubiertas de dibujos realizados por los niños sobre los temas y personajes más notables de los libros de Ted Cole, se recordó al famoso autor e ilustrador. Una maestra jubilada, muy querida en la escuela, habló emocionada de la dedicación de Ted al entretenimiento de los niños, aunque confundió sus libros. Creía que el hombre topo era una criatura que acechaba bajo una aterradora puerta en el suelo y que ese ruido indescriptible parecido al de alguien que procura no hacer ruido era, equivocadamente, el del ratón que se arrastraba entre las paredes. En los dibujos de los niños expuestos en las paredes, Ruth vio un número suficiente de ratones y hombres topo para alimentar su imaginación durante toda la vida.
Con excepción de Allan y Hannah, el único asistente al acto que no era vecino del pueblo era el propietario de la galería de Nueva York que había hecho una pequeña fortuna vendiendo los dibujos originales de Ted Cole. El editor de Ted no pudo asistir, pues aún se estaba recuperando de un resfriado que había pillado en la Feria del Libro de Francfort. (Ruth creía conocer al «resfriado» en cuestión.) Incluso Hannah se mostraba discreta… Todos estaban sorprendidos ante la nutrida asistencia de niños.
Eddie O'Hare estaba presente. Como residente en Bridgehampton, Eddie no era un forastero, pero Ruth no esperaba verle allí. Más adelante comprendió por qué había asistido. Eddie, al igual que Ruth, había imaginado que Marion podría presentarse. Al fin y al cabo, era una de esas ocasiones en las que Ruth había soñado que su madre podría hacer acto de presencia. Y Marion era escritora. ¿No se sienten atraídos todos los escritores por los finales? Aquello era un final. Pero Marion no estaba allí.
El día era desapacible y un viento húmedo y racheado soplaba desde el océano. En vez de quedarse en el exterior de la escuela, la gente corrió a sus coches en cuanto terminó el funeral improvisado, todos menos una mujer, de quien Ruth supuso que tendría la misma edad de su madre, y que vestía de negro, con un velo del mismo color. Permanecía cerca de su reluciente Lincoln negro como si no pudiera tomar la decisión de marcharse. Cuando el viento le alzó el velo, su piel parecía estirada, demasiado tensa sobre el cráneo. La mujer, cuyo esqueleto amenazaba con atravesarle la piel, miraba a Ruth con tal intensidad que la novelista se apresuró a concluir que debía de ser la viuda airada que le había escrito aquella carta llena de odio, la llamada viuda durante el resto de su vida. Ruth tomó a Allan de la mano y le alertó sobre la presencia de la mujer.
—¡Aún no he perdido a mi marido, por lo que viene a regocijarse de que he perdido a mi padre! —le dijo Ruth a Allan, pero Eddie O'Hare acertó a oírla.
—Yo me ocuparé de esto —le dijo Eddie a Ruth. Él sabía quién era la mujer.
No se trataba de la viuda airada, sino de la señora Vaughn. Por supuesto, Eduardo la había visto primero, e interpretó la presencia de la señora Vaughn como otro recordatorio del destino al que estaba condenado. (El jardinero se mantuvo oculto en el edificio de la escuela, confiando en que su antigua patrona desapareciera milagrosamente.)
No era que el esqueleto aflorase a través de la piel, sino más bien que la pensión alimentaria de su divorcio había incluido una asignación considerable para cirugía estética, a la que la señora Vaughn había recurrido en exceso. Cuando Eddie la tomó del brazo y la encaminó hacia el Lincoln negro y reluciente, la señora Vaughn no opuso resistencia.
—¿Le conozco? —preguntó a Eddie.
—Sí, nos conocimos cuando yo era un muchacho.
Los dedos de la mujer le aferraban la muñeca como garras de ave de rapiña. Sus ojos velados le examinaron ansiosamente el rostro.
—¡Usted vio los dibujos! —susurró la señora Vaughn—. ¡Me llevó a mi casa!
—Así es —admitió Eddie.
—Tiene el mismo aspecto. —Se refería a Ruth, por supuesto, y él no estaba de acuerdo, pero sabía tratar con las mujeres mayores.
—En ciertos aspectos sí que se parece —replicó Eddie—. Se parece un poco a ella.
La ayudó a sentarse al volante. (Eduardo Gómez no saldría del edificio de la escuela hasta ver alejarse al Lincoln negro y reluciente.)
—¡Creo que se parece mucho a su madre! —concluyó la señora Vaughn.
—A mi modo de ver, se parece a los dos —replicó Eddie con tacto.
—¡No, no! —exclamó la señora Vaughn—. ¡Nadie se parece a su padre! ¡Ese hombre no tenía igual!
—Sí, eso también es cierto —admitió Eddie.
Cerró la portezuela del coche y retuvo el aliento hasta que oyó arrancar al Lincoln. Entonces se reunió con Allan y Ruth.
—¿Quién era? —le preguntó Ruth.
—Una de las antiguas novias de tu padre —respondió Eddie. Hannah, que le había oído, miró el Lincoln que se alejaba con una momentánea curiosidad de periodista.