Una mujer difícil (61 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Encontró a Maarten en un gimnasio del Rokin, cuya dirección él le había dado. Ruth quería comprobar si ése podría ser un buen lugar para el encuentro de la escritora y el joven. Era perfecto, lo cual significaba que no se trataba de un lugar demasiado elegante. Había allí varios levantadores de pesas que se entregaban con gran concentración a los ejercicios. El joven en el que Ruth pensaba, un chico mucho más frío e indiferente que Wim, podría dedicarse al culturismo.

Ruth les dijo a Maarten y a Sylvia que «había pasado casi toda la noche» con aquel joven admirador suyo, y que le había sido útil, pues le convenció para que la acompañara a «entrevistar» a un par de prostitutas en De Wallen.

—Pero ¿cómo te libraste de él? —le preguntó Sylvia.

Ruth confesó que no se había librado por completo de él. Cuando les dijo que el chico la estaría esperando después de la cena, la pareja se echó a reír. Tras estas confidencias, si la acompañaban al hotel después de cenar, no tendría que explicarles la presencia de Wim. Ruth se dijo que todo cuanto había querido realizar le había salido bien. Lo único que faltaba era visitar de nuevo a Rooie. ¿No había sido ésta quien le dijo que podía suceder cualquier cosa?

Ruth prescindió del almuerzo y, en compañía de Maarten y de Sylvia, acudió a una librería del Spui para firmar ejemplares. Comió un plátano y bebió un botellín de agua mineral. Luego dispondría de toda la tarde para sus cosas…, es decir, para visitar a Rooie. Su única preocupación era que no sabía a qué hora la prostituta abandonaba el escaparate para ir a recoger a su hija a la escuela.

Durante la firma de ejemplares tuvo lugar un episodio que Ruth podría haber tomado como un augurio de que no vería de nuevo a Rooie. Entró una mujer de la edad de Ruth con una bolsa de la compra, sin duda una lectora que había comprado toda la producción de Ruth para que se la firmara. Pero además de las versiones en holandés e inglés de las tres novelas de Ruth, la bolsa también contenía las traducciones al holandés de los libros infantiles, mundialmente famosos, de Ted Cole.

—Lo siento, pero no firmo los libros de mi padre —le dijo Ruth—. Son sus obras, no las he escrito yo y no debo firmarlas.

La mujer pareció tan pasmada que Maarten le repitió en holandés lo que Ruth había dicho.

—¡Pero son para mis hijos! —le dijo la mujer a Ruth.

Ruth se preguntó por qué no iba a hacer lo que quería aquella dama. Es más fácil ceder a lo que quiere la gente. Además, mientras firmaba los ejemplares de su padre, tuvo la sensación de que uno de ellos era su obra. Allí estaba el libro que ella había inspirado:
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
.

—Dime este título en holandés —le pidió a Maarten.

—En holandés suena fatal.

—Dímelo de todos modos.


Het geluid van iemand die geen geluid probeert te maken
.

Incluso en holandés, el título hacía estremecerse a Ruth. Debería haberlo tomado como una señal, pero lo que hizo fue consultar su reloj. ¿Qué le preocupaba? Ya sólo quedaba menos de una docena de personas en la cola ante la mesa en que firmaba los libros. Dispondría de tiempo más que suficiente para ver a Rooie.

En aquella época del año, hacia media tarde, en la Bergstraat sólo había algunos trechos iluminados por la luz del sol. La habitación de Rooie estaba sumida en la penumbra. Ruth encontró a la mujer fumando.

—Fumo cuando me aburro —le dijo, haciendo un gesto con la mano que sostenía el cigarrillo.

—Te he traído un libro… —le dijo Ruth—. Leer es algo más que puedes hacer si te aburres.

Le había llevado la edición inglesa de
No apto para menores
. El inglés de Rooie era tan bueno que una traducción holandesa habría sido insultante. Tenía la intención de dedicarle la novela, pero aún no había escrito nada en el ejemplar, ni siquiera lo había firmado, porque ignoraba cómo se escribía el nombre de Rooie.

Rooie tomó la novela, le dio la vuelta y miró atentamente la foto de Ruth que había en la contracubierta. Entonces la dejó sobre la mesa al lado de la puerta, donde estaban las llaves.

—Gracias —le dijo la prostituta—. Pero aun así, tendrás que pagarme.

Ruth abrió el bolso y echó un vistazo al billetero. Tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la penumbra, porque no podía leer el valor de los billetes.

Rooie se había sentado ya en la toalla, en el centro de la cama. Se había olvidado de correr la cortina del escaparate, posiblemente porque suponía que no iba a acostarse con Ruth. Aquel día, su actitud práctica y flemática parecía indicar que había renunciado al juego de la seducción con respecto a Ruth, resignada a que su visitante no quisiera más que hablar con ella.

—Qué guapo era ese chico que te acompañaba —comentó Rooie—. ¿Es tu novio, o tu hijo?

—Ninguna de las dos cosas —replicó Ruth—. Es demasiado mayor para ser mi hijo. Vamos, si fuese mi hijo, lo habría tenido a los catorce o los quince.

—No serías la primera que tiene un bebé a esa edad —dijo Rooie. Reparó en que la cortina estaba descorrida y se levantó de la cama—. Es lo bastante joven para ser mi hijo —añadió.

Estaba corriendo la cortina cuando algo o alguien que se encontraba en la Bergstraat atrajo su mirada. Sólo corrió la cortina las tres cuartas partes de la longitud de la barra.

—Espera un momento… —le dijo a Ruth, antes de acercarse a la puerta y entreabrirla.

Ruth aún no se había sentado en la butaca de las felaciones. Estaba de pie, en la habitación a oscuras, con una mano en el brazo de la butaca, cuando le llegó desde la calle la voz de un hombre que hablaba en inglés.

—¿Vuelvo más tarde? ¿Me espero? —preguntó el hombre a Rooie.

Hablaba inglés con un acento que Ruth no lograba identificar.

—Enseguida estoy contigo —le dijo Rooie. Cerró la puerta y corrió la cortina hasta el final.

—¿Quieres que me marche? —susurró luego.

Pero Rooie, a su lado, se cubría la boca con la mano.

—Es la situación perfecta, ¿no? —susurró a su vez—. Ayúdame a colocar los zapatos.

Rooie se arrodilló junto al ropero y dio la vuelta a los zapatos, de modo que asomaran las puntas por debajo de la cortina. Ruth permaneció inmóvil al lado de la silla. Su vista no se había adaptado todavía a la penumbra, aún no podía ver para contar el dinero con que pagar a Rooie.

—Me pagarás luego —dijo la prostituta—. Date prisa y ayúdame. Ese hombre parece nervioso, quizá sea la primera vez que hace una cosa así. No se pasará todo el día esperando.

Ruth se arrodilló al lado de la prostituta. Le temblaban las manos, y dejó caer el primer zapato que cogió.

—Lo haré yo —dijo Rooie, malhumorada—. Métete en el ropero. ¡Y no te muevas! Los ojos sí que puedes moverlos, pero nada más que los ojos.

Rooie dispuso los zapatos a ambos lados de los pies de Ruth. Ésta podría haberla detenido, podría haber alzado la voz, pero ni siquiera movió los labios. Luego, y durante cuatro o cinco años, estuvo convencida de que no habló porque temía decepcionar a Rooie. Era como reaccionar a un desafío infantil. Un día Ruth comprendería que el temor a dar la impresión de que eres un cobarde es el peor motivo para hacer algo.

Enseguida lamentó no haberse bajado la cremallera de la chaqueta, pues el reducido espacio del ropero era sofocante, pero Rooie ya había franqueado la entrada al cliente en la pequeña habitación roja.

El hombre parecía desconcertado por todos aquellos espejos. Ruth sólo tuvo un breve atisbo de su cara antes de desviar la vista a propósito. No quería ver aquel semblante, de una inexpresividad que, por alguna razón, parecía inapropiada, y prefirió concentrarse en Rooie.

La prostituta se quitó el sostén, que era negro. Cuando estaba a punto de quitarse las medias, también negras, el hombre la detuvo.

—No es necesario —le dijo, y Rooie pareció decepcionada, probablemente, se dijo Ruth, porque pensaba en la espectadora oculta.

—Toques o mires, cuesta lo mismo —le dijo Rooie al hombre de semblante inexpresivo—. Setenta y cinco guilders.

Pero el cliente parecía saber lo que costaba, pues tenía el dinero en la mano. Había llevado los billetes en el bolsillo del abrigo, y debía de haberlos sacado de la cartera antes de entrar en la habitación.

—No voy a tocarte, sólo quiero mirar —le dijo.

Por primera vez Ruth pensó que hablaba inglés con acento alemán. Rooie intentó palparle la entrepierna, pero el hombre le apartó la mano y no permitió que le tocara.

Era calvo, de facciones suaves, con la cabeza ovoide, y en el resto de su cuerpo, más bien poco pesado, no había nada destacable, como tampoco lo había en sus ropas. Los pantalones del traje gris carbón le iban grandes, incluso tenían forma abolsada, aunque estaban bien planchados. El sobretodo negro tenía un aspecto voluminoso, como si fuese de una talla más grande que la que le correspondía. Llevaba desabrochado el botón superior de la camisa blanca y se había aflojado el nudo de la corbata.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó Rooie.

—Sistemas de seguridad —musitó el hombre, y Ruth creyó oírle añadir «SAS», pero no estaba segura. ¿Se refería a las líneas aéreas?—. Es un buen negocio —le oyó decir Ruth—. Tiéndete de lado, por favor —pidió a Rooie.

Rooie se acurrucó sobre la cama como una chiquilla, de cara al hombre. Alzó las rodillas hasta los senos y se las rodeó con los brazos, como si tuviera frío, mirando al cliente con una sonrisa coqueta.

El hombre permanecía en pie, contemplándola. Había dejado un maletín que parecía pesado sobre la butaca de las felaciones, donde Ruth no podía verlo. Era un maletín de cuero algo deteriorado, el que podría usar un profesor o un maestro de escuela.

Como si hiciera una reverencia a la figura acurrucada de Rooie, el hombre se arrodilló al lado de la cama, arrastrando el abrigo por la ancha alfombra. Exhaló un hondo suspiro, y fue entonces cuando Ruth percibió su jadeo. La respiración de aquel hombre se caracterizaba por un silbido, un sonido bronquial.

—Endereza las piernas, por favor —le pidió a la prostituta—, y pon las manos por encima de la cabeza, como si te estirases. Imagina que te despiertas por la mañana —añadió, casi sin aliento.

Rooie se enderezó, de una manera atractiva, a juicio de Ruth, pero el asmático no estaba satisfecho.

—Intenta bostezar —le sugirió. Rooie fingió un bostezo—. No, un bostezo auténtico, con los ojos cerrados.

—Lo siento, pero no voy a cerrar los ojos —replicó Rooie. Ruth percibió que la mujer tenía miedo, lo supo de una manera repentina, como cuando te das cuenta de que han abierto una ventana o una puerta debido a un cambio en el aire.

—¿Podrías arrodillarte? —preguntó el hombre, todavía jadeante.

La nueva posición pareció aliviar a Rooie. Se arrodilló sobre la toalla, en la cama, apoyando los codos y la cabeza en la almohada. Miró de reojo al hombre. El cabello se había deslizado un poco hacia delante y le cubría parcialmente el rostro, pero aún podía verle. No le quitaba los ojos de encima en ningún momento.

—¡Así! —exclamó el hombre, entusiasmado. Palmoteó dos veces y osciló de un lado a otro sobre las rodillas—. ¡Ahora sacude la cabeza! —le ordenó a Rooie—. ¡Mueve la cabellera!

En un espejo situado en el lado más alejado de la cama, Ruth tuvo, a su pesar, un segundo atisbo del rostro enrojecido del hombre. Tenía parcialmente cerrados los ojos estrábicos, como si los párpados le crecieran encima de los globos; eran como los ojos ciegos de un topo.

Ruth miró el espejo frente al ropero. Temía ver algún movimiento detrás de la cortina mínimamente entreabierta, o que hubiera un temblor perceptible en sus zapatos. Las prendas de vestir en el armario parecían amontonarse a su alrededor.

Tal como el cliente le había pedido, Rooie sacudió la cabeza y la cabellera se agitó ante su cara. Durante un segundo, o quizá dos o tres, el pelo le cubrió los ojos, pero ése fue todo el tiempo que el hombre topo necesitaba. Se abalanzó sobre ella, cubrió con su pecho la nuca y el cuello de Rooie, y apoyó el mentón en la espina dorsal. Le rodeó la garganta con el brazo derecho y, aferrándose la muñeca derecha con la mano izquierda, apretó. Fue alzándose lentamente de la postura arrodillada, hasta ponerse en pie, con la nuca y el cuello de Rooie presionados contra su pecho y el antebrazo derecho aplastándole la garganta.

Transcurrieron varios segundos antes de que Ruth comprendiera que Rooie no podía respirar. El silbido bronquial del hombre era el único sonido que llegaba a sus oídos. Rooie agitaba silenciosamente en el aire sus delgados brazos. Tenía una de las piernas doblada sobre la cama y pataleaba hacia atrás con la otra pierna, de manera que el zapato de tacón alto izquierdo salió despedido y golpeó la puerta del lavabo, parcialmente abierta. El ruido llamó la atención de su estrangulador, el cual volvió la cabeza, como si esperase ver a alguien sentado en la taza del inodoro. Al ver el zapato de Rooie que había volado hasta allí, sonrió aliviado y volvió a concentrarse en estrangular a la prostituta.

Un riachuelo de sudor fluía entre los senos de Ruth. Pensó en la posibilidad de correr hasta la puerta, pero sabía que estaba cerrada y no sabría abrirla. Imaginó que el hombre la hacía volver a la habitación y también le rodeaba la garganta con el brazo, hasta que sus brazos y piernas quedaran tan fláccidos como los de Rooie.

Ruth abrió y cerró la mano derecha sin darse cuenta. (Ojalá hubiera tenido una raqueta de squash, se diría más adelante.) Pero el temor la inmovilizó de tal manera que no hizo nada por ayudar a Rooie. Jamás olvidaría ese momento de parálisis, y jamás se lo perdonaría. Era como si las prendas de la prostituta la retuvieran en el estrecho ropero.

Rooie había dejado de patalear. El tobillo del pie descalzo rozaba la alfombra mientras el hombre jadeante parecía bailar con ella. Le había soltado la garganta, y la cabeza cayó hacia atrás y quedó apoyada en el brazo doblado. Con la nariz y la boca le acariciaba el cuello mientras se movía adelante y atrás con la mujer en brazos. Los brazos de Rooie le colgaban a los lados y los dedos le rozaban los muslos desnudos. Con una suavidad extrema, como si pusiera el máximo cuidado para no despertar a una niña dormida, el hombre topo volvió a tenderla en la cama y se arrodilló una vez más junto a ella.

Ruth no pudo evitar la sensación de que los ojos desmesuradamente abiertos de la prostituta miraban la estrecha fisura en la cortina del ropero, recriminándole que no hubiera hecho nada. Tampoco al asesino parecía gustarle la expresión de los ojos de Rooie, pues se los cerró con delicadeza, utilizando el pulgar y el dedo índice. Entonces tomó un pañuelo de papel de la caja que estaba sobre la mesilla de noche y, con el pañuelo como una barrera protectora entre sí mismo y alguna enfermedad imaginaria, introdujo la lengua de la prostituta dentro de la boca.

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