Una mujer difícil (64 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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Pero no tuvo necesidad de sacar el tema a colación, pues Maarten ya había leído la noticia y traía consigo el recorte del periódico.

—¿Has visto esto? ¿Sabes lo que es?

Ruth fingió que lo ignoraba, y sus amigos le contaron todos los detalles.

La novelista ya había supuesto que la joven prostituta que usaba la habitación de Rooie por la noche, la muchacha con un top de cuero a quien había visto tras el escaparate, habría descubierto el cadáver. El único elemento sorprendente de la noticia era que no mencionaba a la hija de Rooie.

—¿Qué es un
wijkagent
? —preguntó Ruth a Maarten.

—El policía que hace la ronda, el oficial de distrito.

—Entonces, ¿qué es un
hoofdagent
?

—Ése es su rango —respondió Maarten—. Es un oficial de policía veterano…, no exactamente lo que vosotros llamáis un sargento.

Al día siguiente, en el vuelo de última hora de la mañana, Ruth Cole partió de Amsterdam rumbo a Nueva York. Primero pidió al taxista que la conducía al aeropuerto que la llevara a la estafeta de correos más cercana, y allí envió el sobre a Harry Hoekstra, que era casi un sargento de la policía de Amsterdam, destinado en el segundo distrito. Tal vez Ruth se hubiera llevado una sorpresa de haber conocido el lema del segundo distrito, inscrito en latín en los llaveros de los oficiales de policía.

ERRARE HUMANUM EST
.

Ruth Cole sabía que errar es humano. Su mensaje, junto con el tubo de revestimiento Polaroid, le diría a Harry Hoekstra mucho más de lo que ella había querido decir. El mensaje, en un holandés escrito con esmero, decía lo siguiente:

1.
De moordenaar liet dit vallen
. [El asesino dejó caer esto].

2.
Hij is kaal, met een glad gezicht, een eivormig hoofd en een onopvallend lichaam, niet erg groot
[Es un hombre calvo, de rostro lampiño, con la cabeza en forma de huevo y el cuerpo sin rasgos destacables, no muy corpulento].

3.
Hij spreekt Engels met, denk ik, een Duits accent
. [Habla inglés, creo que con acento alemán].

4.
Hij heeft geen seks. Hij neemt één foto chaam nadat hij het lichaam heeft neergelegd
[No realiza el acto sexual. Toma una foto del cuerpo después de haberlo colocado en cierta postura].

5.
Hij loenst, zijn ogen bijna belemaal dichtgeknepen. Hij ziet eruit als een mol. Hij piept als hij ademhaalt. Astma misschien
. [Es estrábico y cierra los ojos casi del todo. Parece un topo. Jadea. Tal vez asma…]

6.
Hij werkt voor SAS. De Scandinavische luchtvaartmaatschappij? Hij heeff iets te maken met beveiliging
. [Trabaja para SAS. ¿La línea aérea escandinava? Tiene algo que ver con seguridad].

Este texto, junto con el tubo de revestimiento Polaroid, fue la declaración completa que, como testigo ocular del crimen, ofreció Ruth. Tal vez le habría preocupado el comentario que, más o menos al cabo de una semana, hizo Harry Hoekstra a un colega de la comisaría de la Warmoesstraat.

Harry no era un detective. Más de media docena de detectives estaban ya buscando al asesino de Rooie. Harry Hoekstra sólo era un policía callejero, pero el barrio chino y los alrededores de la Bergstraat eran su zona de ronda desde hacía más de treinta años. Nadie en De Wallen conocía a las prostitutas y su mundo mejor que él. Además, el texto del testigo presencial iba dirigido a su nombre. Al principio había parecido plausible suponer que el testigo era alguien que conocía a Harry, con toda probabilidad una prostituta.

Sin embargo, Harry Hoekstra nunca suponía nada. Harry tenía su propia manera de hacer las cosas. El trabajo de los detectives consistía en dar con el asesino, y habían dejado a Harry la cuestión secundaria del testigo. Cuando le preguntaban si avanzaba en las investigaciones relativas al asesinato de la prostituta, si estaba más cerca de encontrar al criminal, el casi sargento Hoekstra replicaba:

—El asesino no es asunto mío. Estoy buscando al testigo.

Seguida hasta su casa desde El Circo de la Comida Voladora

Si uno es escritor, se encuentra con el problema de que, cuando uno intenta dejar de pensar en la novela que tiene entre manos, la imaginación sigue en movimiento, es imposible detenerla.

Así pues, Ruth Cole se acomodó en el avión que la trasladaría desde Amsterdam a Nueva York y, sin proponérselo, empezó a esbozar las frases iniciales. «Supongo que debo por lo menos una palabra de agradecimiento al último novio que me salió rana.» O tal vez: «A pesar de lo detestable que era, le estoy agradecida a mi último novio granuja». Y así sucesivamente, mientras el piloto decía algo sobre la costa irlandesa a través del sistema de megafonía.

Le habría gustado permanecer algún tiempo más por encima de la tierra. Sólo con el Atlántico por debajo de ella, Ruth descubrió que si dejaba de pensar en su nuevo libro, incluso durante un minuto, su imaginación la sumía en un territorio más inhóspito, a saber, ¿qué le sucedería a la hija de Rooie? La huérfana podía ser tanto una pequeña de siete u ocho años como una joven de la edad de Wim, o incluso mayor… ¡pero no debía de ser tan mayor si Rooie aún iba a buscarla cuando salía de la escuela!

¿Quién cuidaría de ella ahora? La hija de la prostituta… Esa idea ocupaba la imaginación de la novelista como el título de una novela que desearía haber escrito.

A fin de no seguir obsesionándose, buscó en su bolsa de mano algo que leer. Se había olvidado de los libros que viajaron con ella desde Nueva York a Sagaponack y luego a Europa. Ya había leído bastante, por el momento, de
La vida de Graham Greene
y, dadas las circunstancias, no soportaría la relectura de la novela
Sesenta veces
, de Eddie O'Hare. (Sólo las escenas de masturbación le resultarían ya insufribles.) En lugar de esas obras, inició de nuevo la lectura de la novela policíaca canadiense que Eddie le había dado. Al fin y al cabo, ¿no le había dicho Eddie que aquel libro era una «buena lectura para el avión»?

Una vez más, la rebuscada vaguedad de la fotografía de la autora irritó a Ruth. No menos molesta era la circunstancia de que el nombre de la autora, Alice Somerset, fuese un seudónimo. Ese nombre no significaba nada para Ruth, pero si Ted Cole lo hubiera visto en la sobrecubierta de un libro, habría examinado el ejemplar, lo mismo que la foto de la autora, por poco nítida que fuese, con suma atención.

El apellido de soltera de Marion era Somerset, y la madre de Marion se llamaba Alice. La señora Somerset se opuso al matrimonio de su hija con Ted Cole. Marion siempre había lamentado la desavenencia con su madre, pero no hubo manera de ponerle fin. Y entonces, poco antes del fatal accidente de Thomas y Timothy, su madre murió. El padre falleció poco después, también antes de que murieran los queridos hijos de Marion.

Lo único que decía el texto biográfico en la solapa posterior de la sobrecubierta del libro era que la autora había emigrado a Canadá desde Estados Unidos a fines de los años cincuenta y que, durante la época de la guerra de Vietnam, trabajó como asesora de jóvenes norteamericanos que acudían a Canadá para librarse del reclutamiento. «Aunque difícilmente lo consideraría su primer libro —decía aquel texto—, se rumorea que la señora Somerset colaboró en la redacción del inapreciable
Manual para los inmigrantes en edad de quintas que se instalan en Canadá

Todo aquello desanimaba a Ruth: el evasivo texto de la solapa, la furtiva foto de la autora, el amanerado seudónimo, por no mencionar el título.
Seguida hasta su casa desde el Circo de la Comida Voladora
le parecía a Ruth el título de una canción de country-western, una canción que nunca hubiera querido escuchar.

No podía saber que El Circo de la Comida Voladora fue un popular restaurante de Toronto a finales de los años setenta, ni que su madre había trabajado allí como camarera. En realidad, para Marion, quien por entonces estaba al final de la cincuentena, ser la única camarera del restaurante entrada en años fue todo un triunfo. (La figura de Marion todavía conservaba su esbeltez, hasta el punto de que no desentonaba entre sus juveniles compañeras.)

Ruth tampoco podía haber sabido que la primera novela de su madre, que no se había publicado en Estados Unidos, había tenido un éxito modesto en Canadá.
Seguida hasta su casa desde el Circo de la Comida Voladora
se había publicado también en Inglaterra. Además, esa novela y las dos siguientes de Alice Somerset se habían editado con gran éxito en lenguas extranjeras. (Las traducciones alemana y francesa, sobre todo, de las que se habían vendido más ejemplares que de la edición inglesa.)

Pero Ruth tendría que leer el primer capítulo de
Seguida hasta su casa desde el Circo de la Comida Voladora
antes de darse cuenta de que Alice Somerset era el seudónimo de Marion Cole, su madre, escritora de éxito modesto.

Capítulo primero

Una dependienta, que también trabajaba de camarera, fue hallada muerta en su piso de Jarvis, al sur de Gerrard. Era una vivienda apropiada a sus medios, pero gracias a que la compartía con otras dos dependientas. Las tres vendían sostenes en Eaton's.

Para la muchacha muerta, su puesto en los grandes almacenes había representado un paso adelante. Anteriormente vendía ropa interior en una tienda llamada The Bra Bar. Solía decir que esa tienda estaba tan lejos, en Avenue Road, que se encontraba a medio camino del zoo, lo cual era una exageración. En cierta ocasión bromeó con sus compañeras de habitación, diciendo que las clientas de The Bra Bar procedían más a menudo del zoo que de Toronto, lo cual también era sin duda una exageración.

Sus compañeras de piso decían que la chica muerta había poseído un gran sentido del humor. Aseguraba que tenía otro empleo, el de camarera, porque, como vendedora de sostenes, no podía conocer a ningún hombre. Durante cinco años había trabajado de noche en El Circo de la Comida Voladora, donde la habían contratado, como a las demás mujeres que trabajaban allí, porque tenía buen aspecto vestida con una camiseta de media manga.

Las camisetas de las camareras de El Circo de la Comida Voladora eran ceñidas, con un escote pronunciado debajo del cual había una hamburguesa estampada. La hamburguesa tenía unas alas que se extendían por los pechos de la camarera. Cuando sus amigas encontraron el cadáver, eso era lo único que llevaba puesto: la prieta y escotada camiseta con la hamburguesa voladora que le cubría los senos. Por otro lado, se la habían puesto después de asesinarla. Le habían asestado catorce puñaladas en el pecho, pero ni una sola había atravesado la camiseta con la hamburguesa voladora.

Ninguna de las compañeras de habitación de la víctima creía que la dependienta asesinada «saliera con alguien» últimamente. Pero la puerta del piso no había sido forzada, de lo que se deducía que la joven había franqueado la entrada a alguien. Y además había ofrecido a quienquiera que fuese una copa de vino. Había dos copas llenas en la mesa de la cocina, sin marcas de labios en ninguna de ellas, y las únicas huellas dactilares en ambas copas eran sólo las de la joven. No había el menor rastro de tejido en las heridas de arma blanca…, en otras palabras, estaba desnuda cuando la apuñalaron, en cuyo caso debía de tratarse de alguien que la conocía bastante bien, o que había logrado que se desnudara sin forcejeo, tal vez amenazándola con un cuchillo. Si la habían violado, había sido sin que ella ofreciera al parecer resistencia, probablemente también bajo la amenaza de un arma blanca, o bien había consentido en hacer el amor, lo cual parecía menos probable. En cualquier caso, había realizado el acto sexual poco antes de que la mataran.

El asesino, fuera quien fuese, no había usado preservativo. Las compañeras de la muchacha asesinada revelaron a la mujer policía que habló primero con ellas que su amiga muerta siempre llevaba diafragma. En aquella ocasión no lo había utilizado, lo cual era otra indicación de que la habían violado. Y la camiseta con la hamburguesa voladora indicaba que había sido alguien que la conocía del restaurante y no de Eaton's o de The Bra Bar. Después de todo, el asesino no había acuchillado a la dependienta y luego le había puesto un sujetador.

Los detectives de homicidios encargados de la investigación trabajaban juntos desde hacía poco tiempo. El sargento de plantilla Michael Cahill se había incorporado a homicidios procedente del equipo de incidentes graves. Aunque a Cahill le gustaba el departamento de homicidios, en el fondo seguía siendo un miembro de su equipo anterior. Organizaba las cosas como la pintura de un paisaje, y tendía naturalmente a investigar los objetos, no a las personas. Prefería buscar pelos en una alfombra, o manchas de semen en una funda de almohada, que hablar con alguien.

La mujer formaba con él una buena pareja profesional. Había empezado como agente uniformada, con la cabellera castaño rojiza, que le llegaba a los hombros y que desde entonces se había vuelto gris, recogida bajo la gorra. La sargento detective Margaret McDermid tenía habilidad para hablar con la gente y sonsacarles lo que sabían. Era una especie de aspirador que succionaba información.

Fue el sargento Cahill quien encontró el hilo de sangre coagulada en un pliegue de la cortina de la ducha. Dedujo que el asesino se había tomado tranquilamente el tiempo necesario para ducharse después de haber matado a la dependienta y la había vestido con la camiseta de la hamburguesa voladora. El detective Cahill también encontró una mancha de sangre en el estante para el jabón de la ducha que el asesino había dejado allí al apoyar la mano derecha.

La sargento detective Margaret McDermid habló con las compañeras de habitación e hizo algo que nadie había hecho hasta entonces, concentrarse en El Circo de la Comida Voladora. La detective estaba bastante segura de que el sospechoso principal sería un hombre a quien atraían especialmente las camareras vestidas con aquellas camisetas aladas, o por lo menos sería alguien que tenía un interés especial por una de ellas. Tal vez fuera un compañero de trabajo de la joven muerta, o un cliente habitual, a lo mejor un nuevo novio. Sin embargo, era evidente que la dependienta asesinada no conocía al asesino tan bien como creía.

La distancia entre el restaurante y el piso de la camarera era excesiva para recorrerla a pie. Si el asesino la hubiera seguido a casa desde su lugar de trabajo para saber dónde vivía, habría seguido a su taxi en coche o en otro taxi. (Las compañeras de habitación confirmaron que la camarera asesinada siempre tomaba un taxi al salir de El Circo de la Comida Voladora.)

—Debió de haberse puesto perdido al vestir el cadáver con esa camiseta —comentó Cahill a su compañera.

—De ahí que se duchara —dijo Margaret.

Cada vez le gustaba menos el departamento de homicidios, pero no se debía a las observaciones innecesarias de Cahill, con quien simpatizaba bastante. Se decía que ojalá hubiera tenido una oportunidad de hablar con la dependienta asesinada.

La sargento McDermid siempre se interesaba más por la víctima que por el asesino, lo cual no significaba que dar con el asesino no fuese gratificante para ella. Simplemente, le habría gustado tener la ocasión de decirle a la dependienta que no franqueara la entrada a cualquiera que llamase a su puerta. Margaret sabía que tales sentimientos eran inapropiados o por lo menos poco prácticos en un detective de homicidios. Tal vez estaría más a sus anchas en la sección de desaparecidos, donde existía alguna esperanza de encontrar a la persona antes de que se convirtiera en víctima.

Margaret llegó a la conclusión de que prefería buscar víctimas en potencia en vez de asesinos. Cuando le confió a Cahill sus pensamientos, el sargento se mostró flemático: «Tal vez deberías solicitar el traslado a la sección de desaparecidos, Margaret», le dijo.

Más tarde, ya en el coche, Cahill dijo que la visión de la hamburguesa cubierta de sangre había bastado para convertirle en vegetariano, pero Margaret no permitió que esa observación la distrajera. Ya se imaginaba en la sección de desaparecidos, buscando a alguien a quien salvar en vez de alguien a quien atrapar. Especulaba con que muchas de las personas desaparecidas serían mujeres jóvenes y que no pocos de los casos acabarían siendo homicidios.

En Toronto, no solían encontrar a las mujeres secuestradas en la ciudad. Los cuerpos aparecían en algún lugar alrededor de la autopista 401, o bien, después de que el hielo se hubiera resquebrajado en la bahía Georgian y la nieve se hubiera fundido en los bosques, se descubrían los restos humanos cerca de la carretera 66, entre Parry Sound y Pointe au Baril, o más cerca de Sudbury. Tal vez un campesino encontrara algo en un campo, a lo largo de la Línea 11, en Brock. En Estados Unidos, en cambio, con frecuencia se encontraba a un secuestrado en la misma ciudad donde se había producido el secuestro, en un vertedero, por ejemplo, o en el interior de un coche robado. Pero en Canadá había enormes extensiones despobladas más atractivas para los autores de tales delitos.

Algunas de las jóvenes desaparecidas se habían escapado de casa. Partían de la Ontario rural y con frecuencia acababan en Toronto, donde a muchas de ellas se las encontraba con facilidad. (A menudo caían en los ambientes de la prostitución.) Pero las personas desaparecidas que más interesaban a Margaret eran los niños. La sargento detective McDermid no había previsto que gran parte de su tarea en la sección de desaparecidos consistiría en examinar fotografías de niños. Tampoco había previsto hasta qué punto llegarían a obsesionarle esas fotos de niños desaparecidos.

Las fotografías de cada caso se archivaban, los niños desaparecidos y pendientes de encontrar crecían, en el caso hipotético de que siguieran vivos; así pues, sus últimas fotografías disponibles dejaban de ser fidedignas y Margaret tenía que revisar mentalmente su aspecto. De este modo aprendió que, para tener éxito en la sección de personas desaparecidas, se necesitaba una buena imaginación. Las fotografías de los niños desaparecidos eran importantes, pero se trataba tan sólo de los primeros borradores, eran imágenes de unos niños sometidos a cambios constantes. La capacidad que el sargento compartía con los padres de los niños desaparecidos era un don realmente especial pero torturante: el de ver imaginariamente el aspecto que tendría un niño de seis años a los diez o doce, o cómo sería el adolescente cuando fuese veinteañero. Era «torturante» porque imaginar más crecido o incluso adulto del todo a tu hijo desaparecido es una de las cosas más dolorosas que suelen hacer los padres de esos niños. Los padres no pueden evitar hacer eso, pero la sargento McDermid descubrió que ella también tenía que hacerlo.

Si por un lado ese don le era de gran utilidad en su tarea, por otro resultaba una carga en su vida. Los niños a los que no podía encontrar se convertían en sus hijos. Cuando la sección de personas desaparecidas archivaba el caso, se llevaba las fotos a casa.

Dos chicos, en particular, la obsesionaban, dos estadounidenses que habían desaparecido durante la guerra de Vietnam. Sus padres creían que habían huido a Canadá en 1968, probablemente cuando era más intenso el flujo de «resistentes a la guerra de Vietnam», como les llamaban, que cruzaban la frontera. Por entonces los muchachos tendrían quince y diecisiete años. Al segundo le faltaba sólo un año para que le llamaran a quintas, pero una prórroga por estudios le habría mantenido a salvo por lo menos durante otros cuatro años. Su hermano menor había huido con él, pues los dos siempre habían sido inseparables.

Lo más probable era que la huida del muchacho mayor enmascarase una profunda desilusión a causa del divorcio de sus padres. Para la sargento McDermid, ambos chicos eran más víctima del odio que existía entre sus padres que de la guerra de Vietnam.

Fuera como fuese, el caso de los dos chicos ya no era objeto de investigación activa en la sección de personas desaparecidas. ¡Si los dos siguieran con vida, a aquellas alturas habrían llegado a la treintena! No obstante, ni sus padres ni Margaret habían «retirado» el caso.

El padre, que se consideraba «bastante realista», había proporcionado al departamento los registros dentales de los chicos. La madre había enviado las fotografías que la sargento McDermid se llevó a casa.

Margaret era soltera y había rebasado la edad fértil, lo cual sin duda contribuía a su obsesión por los guapos chicos que veía en aquellas fotos y por lo que podría haber sido de ellos. Si estaban vivos, ¿dónde se encontraban? ¿Qué aspecto tenían? ¿Qué mujeres les habrían amado? ¿Qué hijos podrían haber engendrado? ¿Cómo serían sus vidas? Si aún vivían…

Al principio Margaret tenía en el cuarto de estar de su piso, que hacía las veces de comedor, el tablero de anuncios en el que clavó con chinchetas las fotos de los muchachos, pero de vez en cuando provocaba los comentarios de las personas a las que invitaba a cenar, y optó por llevarse el tablero de anuncios a su dormitorio, donde nadie, excepto ella, vería las fotos.

La sargento McDermid tenía casi sesenta años, aunque aún podía mentir con éxito acerca de su edad. Dentro de pocos años estaría tan retirada como el caso de los jóvenes norteamericanos desaparecidos. Entretanto, había rebasado con creces la edad en que podría invitar a alguien a su dormitorio, donde el tablero de anuncios con las fotos de los chicos desaparecidos era el objeto más visible desde la cama.

Había ocasiones, sobre todo en las noches de insomnio, en que lamentaba cambiar las numerosas imágenes de aquellos jóvenes con los que estaba tan encariñada. Y la madre, alternativamente ansiosa y afligida, seguía enviándole fotografías, con comentarios de este estilo: «Sé bien que ya no tienen este aspecto, pero hay algo en la personalidad de William que se refleja en esta foto». (William era el mayor de los dos chicos.) O bien escribía: «En esta foto no se les ve las caras con claridad… Bueno, ya sé que no se les ve en absoluto, pero la evidente picardía de Henry podría serle útil en su investigación».

En la foto a que se refería esa nota aparecía ella misma, la madre de los dos desaparecidos, cuando era una mujer joven y atractiva. Está acostada, en una habitación de hotel. La joven madre sonríe, tal vez se ríe, y sus dos hijos están en la cama con ella, pero ocultos bajo las mantas. Lo único que se ve de ellos son los pies descalzos. «¡Cree que puedo identificarlos por los pies!», se dijo Margaret, desalentada. Sin embargo, no podía dejar de mirar la fotografía.

Había otra de William cuando era pequeño, jugando a médicos con su hermano, cuya rodilla examinaba. Y otra donde los muchachos, cuando tenían unos cinco y siete años, respectivamente, trataban de sacar el caparazón de unas langostas, William con cierta destreza y ahínco, mientras que a Henry la tarea le parecía horrenda y más allá de sus capacidades. (Para su madre, esto también demostraba las diferentes personalidades de los chicos.)

Pero la mejor fotografía, tomada cerca de la época de su desaparición, era tras un partido de hockey, al parecer en la escuela de los chicos. William es más alto que su madre y sujeta entre los dientes un disco de hockey, mientras que la estatura de Henry todavía es inferior a la de su madre. Los dos muchachos visten el equipo de deporte, pero han cambiado los patines por zapatillas de baloncesto.

Esa foto se había hecho popular entre los colegas de Margaret en la sección de personas desaparecidas (cuando el caso estaba todavía abierto), no sólo porque la madre era guapa sino también porque los chicos, enfundados en los uniformes de hockey, parecían muy canadienses. No obstante, para Margaret había algo claramente estadounidense en los chicos desaparecidos, una especie de presuntuosa combinación de picardía y optimismo a toda prueba, como si cada uno de ellos pensara que su opinión sería siempre inalterable, que su coche nunca se encontraría en el carril erróneo.

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