Authors: John Irving
Cuando Harry Hoekstra leía las entrevistas en los periódicos, se preguntaba por qué Ruth Cole soportaba aquella tediosa serie de trivialidades. ¿Por qué se sometía a las entrevistas? Sin duda sus libros no necesitaban tal publicidad. ¿Por qué no se quedaba en casa y empezaba otra novela? Pero Harry suponía que a la autora le gustaba viajar.
Ya había asistido a una lectura de su nueva novela. También la había visto en un programa de televisión y la había observado durante una firma de libros, en la Athenaeum, donde se colocó hábilmente detrás de una estantería. Le bastó desplazar media docena de libros para observar atentamente cómo atendía Ruth Cole a sus admiradores. Sus lectores más ávidos habían formado cola y, mientras Ruth permanecía sentada ante la mesa, firmando sin cesar, Harry gozaba de una visión casi sin obstrucciones de su perfil. A través de la ventana recién creada en la estantería, Harry vio que Ruth tenía un defecto en el ojo derecho, como había supuesto al ver la foto de la contracubierta. Y, desde luego, el tamaño de sus pechos era considerable.
Aunque Ruth firmó ejemplares durante más de una hora sin quejarse, tuvo lugar un solo incidente algo chocante, y Harry supuso que la novelista era mucho menos amistosa de lo que le había parecido al principio. Incluso, a cierto nivel, Ruth le pareció a Harry una de las personas más enojadizas que había visto jamás.
Siempre le habían atraído las personas que contenían su ira. Como oficial de policía, había descubierto que la cólera incontenida había dejado de ser una amenaza para él. En cambio, la cólera contenida le atraía mucho, y creía que las personas que no se enojaban eran básicamente distraídas.
La mujer que había causado el incidente en la cola era mayor y, al principio, no parecía haber hecho nada malo, lo cual sólo significa que no había hecho nada malo que Harry pudiera ver. Cuando le tocó el turno, puso sobre la mesa un ejemplar de la versión inglesa de
Mi último novio granuja
. La acompañaba un hombre tímido e igualmente entrado en años, y ambos sonreían a la autora. El problema parecía estribar en que Ruth no la reconocía.
—¿Quiere que se lo dedique a usted o a alguien de su familia? —preguntó Ruth a la anciana, cuya sonrisa se contrajo perceptiblemente.
—A mí, por favor —respondió la anciana.
Tenía un acento norteamericano inofensivo, pero la dulzura con que dijo «por favor» era falsa. Ruth aguardó cortésmente…, no, quizá con cierta impaciencia…, a que la mujer le dijera por fin su nombre. Siguieron mirándose, pero Ruth Cole no la reconocía.
—Me llamo Muriel Reardon —dijo finalmente la anciana—. No me recuerda, ¿verdad?
—No, lo siento, no sé quién es usted.
—La última vez que hablamos fue el día de su boda —le reveló Muriel Reardon—. Lamento lo que le dije en aquella ocasión. Me temo que perdí los estribos.
Ruth siguió mirando a la señora Reardon, y el color de su ojo derecho pasó del castaño al ámbar. No había reconocido a la vieja y terrible viuda que tan segura estaba de sí misma cuando la atacó, cinco años atrás, y eso por dos motivos comprensibles: no esperaba tropezarse con la arpía en Amsterdam y la vieja bruja había mejorado su aspecto. La airada viuda no estaba muerta, como Hannah dijo en su día, sino que se había recuperado de una manera notable.
—Es una de esas coincidencias que no pueden ser simples coincidencias —siguió diciendo la señora Reardon, en un tono que parecía indicar una conversión religiosa.
Y así era, en efecto. En los cinco años transcurridos desde que atacó a Ruth, Muriel había conocido al señor Reardon, quien seguía sonriendo a su lado, se habían casado y los dos se habían convertido en devotos cristianos.
—Curiosamente, rogarle que me perdonara usted era lo que más ocupaba mi mente cuando mi marido y yo llegamos a Europa… ¡y precisamente la encuentro aquí! ¡Es un milagro!
El señor Reardon superó su timidez para decir:
—Era viudo cuando conocí a Muriel. Hemos viajado a Europa para ver las grandes iglesias y catedrales.
Ruth seguía mirando a la señora Reardon, y a Harry Hoekstra le pareció que lo hacía de una manera crecientemente hostil. Que Harry supiera, los cristianos siempre querían algo. ¡Lo que quería la señora Reardon era dictar las condiciones de su propio perdón!
Ruth entrecerró tanto los ojos que nadie podría haberle visto el defecto hexagonal en el derecho.
—Ha vuelto a casarse —dijo en un tono neutro. Era la voz con que leía en voz alta, curiosamente inexpresiva.
—Perdóneme, por favor —replicó la señora Reardon.
—¿Y qué ha pasado con su intención de ser viuda para toda su desgraciada vida? —le preguntó Ruth.
—Por favor… —dijo la señora Reardon.
El hombre, tras hurgar en un bolsillo de su chaqueta deportiva, sacó unas fichas que tenían algo escrito y pareció buscar una ficha determinada que no podía encontrar. Sin inmutarse, se puso a leer otra ficha:
—«Pues el fruto del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna…»
—¡No es eso! —exclamó la señora Reardon—. ¡Léele lo del perdón!
—No la perdono —le dijo Ruth—. Lo que usted me hizo fue odioso, cruel y desleal.
—«Pues el salario del pecado es la muerte, pero el don gratuito de Dios, la vida eterna…» —leyó el señor Reardon. Aunque tampoco era la cita que buscaba, se sintió obligado a identificar la fuente—: Es una frase de la epístola de san Pablo a los romanos.
—¡Tú y tus romanos! —replicó ásperamente la señora Muriel Reardon.
—¡El siguiente! —dijo Ruth, pues la siguiente persona que estaba en la cola tenía todos los motivos para impacientarse por el retraso.
—¡No la perdono por no perdonarme! —gritó Muriel Reardon, con una malignidad nada cristiana en la voz.
—¡A la mierda usted y sus maridos! —replicó Ruth, mientras el nuevo marido de la mujer se esforzaba por llevársela de allí. Se guardó en el bolsillo las fichas con citas bíblicas, excepto una. Posiblemente era la cita que había estado buscando, pero nadie lo sabría jamás.
Harry había supuesto que el hombre sentado al lado de Ruth Cole, y que se había quedado un tanto pasmado por el incidente, era su editor holandés. Cuando Ruth sonrió a Maarten, no lo hizo con una sonrisa que Harry hubiera visto antes en su rostro, pero el policía interpretó correctamente que aquella sonrisa indicaba una renovada confianza en sí misma. En efecto, era una señal de que Ruth había entrado de nuevo en el mundo con una parte por lo menos de su agresividad intacta.
—¿Quién era esa gilipollas? —le preguntó Maarten.
—Nadie a quien merezca la pena conocer —replicó Ruth.
Entonces se detuvo en medio de una firma y miró a su alrededor, como si de repente sintiera curiosidad por ver quién podría haber acertado a oír una observación tan poco caritativa y que englobaba todas sus observaciones poco caritativas. (Se preguntó si era Brecht quien dijo que tarde o temprano empezamos a parecernos a nuestros enemigos.)
Cuando Harry se percató de que Ruth miraba en su dirección, apartó la cara de la ventana que había creado entre ambos, pero no pudo evitar que Ruth le viera.
«¡Diablos! ¡Me estoy enamorando de ella!», pensó Harry. Nunca se había enamorado hasta entonces, y al principio creyó que sufría un ataque cardíaco. Se apresuró a salir de la Athenaeum, pues prefería morir en la calle.
Cuando la cola de admiradores de Ruth Cole que deseaban su autógrafo disminuyó hasta el punto que sólo quedaban dos o tres incondicionales, uno de los empleados de la librería preguntó:
—¿Dónde está Harry? Le he visto aquí. ¿No quería que le firmara sus libros?
—¿Quién es Harry? —inquirió Ruth.
—El mayor de sus admiradores —respondió el librero—. Y además es policía. Pero supongo que se ha ido. Es la primera vez que le veo acudir a una firma de ejemplares, y detesta las lecturas públicas y esas cosas.
Ruth permanecía sentada en silencio, firmando los últimos ejemplares de su nueva novela.
—¡Hasta los policías te leen! —le dijo Maarten.
—Bueno… —replicó Ruth, y no pudo decir nada más. Cuando miró hacia la estantería donde había visto la cara de aquel hombre, la ventana practicada entre los libros estaba cerrada. Alguien había vuelto a colocar los volúmenes en su sitio. El rostro del policía se había desvanecido, pero era un rostro que ella nunca había olvidado. ¡El policía de paisano que la había seguido en aquella ocasión por el barrio chino de Amsterdam aún la estaba siguiendo!
Lo que a Ruth le gustaba más de su nuevo hotel en Amsterdam era que podía ir muy fácilmente al gimnasio en el Rokin. Lo que le hacía menos gracia era su proximidad al barrio chino, pues estaba a menos de una manzana de De Wallen.
Se sintió un poco violenta cuando Amanda Merton le preguntó si podía llevar a Graham a ver la Oude Kerk (la iglesia más antigua de Amsterdam, construida, según se cree, alrededor de 1300, y situada en medio del barrio chino). Amanda había leído en una guía que subir a lo alto de la Oude Kerk era una visita recomendable para los niños y que desde el campanario se abarcaba una espléndida panorámica de la ciudad.
Ruth había pospuesto una entrevista a fin de acompañar a Amanda y Graham en el corto paseo desde su hotel. También quería comprobar si la ascensión al campanario no entrañaba ningún peligro, pero sobre todo deseaba guiar a Amanda y Graham a través de De Wallen de tal manera que el pequeño de cuatro años viera lo menos posible a las prostitutas tras sus escaparates.
Creía saber cómo hacerlo. Si cruzaba el canal en el Stoofsteeg y luego caminaba más cerca del agua que de los edificios, Graham apenas podría vislumbrar las estrechas calles laterales donde las mujeres de los escaparates estaban tan cerca que podían tocarse. Pero Amanda quiso comprar una camiseta, un recuerdo de la ciudad que había visto en la ventana del café Bulldog. Allí Graham pudo ver bien a una de las chicas, una prostituta que había abandonado brevemente su escaparate en el Trompetterssteeg para comprar cigarrillos en el Bulldog. (Amanda también la vio y se quedó muy sorprendida.) La prostituta, una morena menuda y bien proporcionada, llevaba un pantalón corto de color verde lima y sus zapatos de tacón alto eran de una tonalidad verde más oscura.
—Mira, mamá —dijo Graham—, una señora todavía medio vestida.
La panorámica de De Wallen desde el campanario de la Oude Kerk era espléndida de veras. Desde lo alto de la torre, las prostitutas de los escaparates estaban demasiado lejos para que Graham pudiera discernir que sólo llevaban ropa interior, pero incluso desde aquella altura Ruth veía a los hombres que remoloneaban a perpetuidad. Entonces, al salir de la antigua iglesia, Amanda giró en la dirección contraria. En la Oudekerksplein, en forma de herradura, varias prostitutas sudamericanas estaban en sus umbrales, hablando entre ellas.
—Más señoras a medio vestir —dijo Graham distraídamente. No podría haberle importado menos la casi desnudez de las mujeres. A Ruth le sorprendió esa falta de interés, pues tenía cuatro años, una edad a la que ya no le permitía bañarse con ella.
—Graham no deja mis pechos en paz —se había quejado Ruth a Hannah.
—Como todo el mundo —le había respondido su amiga.
Durante tres mañanas consecutivas, en su gimnasio del Rokin, Harry había contemplado a Ruth mientras se ejercitaba. Tras haberla observado en la librería, en el gimnasio tenía más cuidado; se dedicaba a practicar con las pesas libres. Las pesas de disco y barra, más pesadas, estaban en un extremo de la larga sala, pero Harry podía localizar a Ruth gracias a los espejos. Conocía su programa cotidiano. Hacía una serie de ejercicios abdominales sobre una colchoneta, y también muchos estiramientos, algo que Harry detestaba. Entonces, con una toalla alrededor del cuello, pedaleaba en la bicicleta estática durante media hora, hasta quedar bien empapada en sudor. Después de la bicicleta, levantaba unas pesas, que nunca superaban los dos o tres kilos. Un día trabajaba los hombros y los brazos, y al día siguiente el pecho y la espalda.
En conjunto, Ruth se ejercitaba durante hora y media, un ejercicio moderadamente intenso y juicioso para una mujer de su edad. Incluso sin saber que había practicado el squash, Harry percibía que su brazo derecho era mucho más fuerte que el izquierdo. Pero lo que impresionaba especialmente a Harry era que nada la distraía, ni siquiera la horrible música. Cuando pedaleaba en la bicicleta estática tenía los ojos cerrados la mitad del tiempo. Cuando se ejercitaba con las pesas y en la colchoneta, no parecía pensar en nada, ni siquiera en su próximo libro. Movía los labios mientras contaba en silencio.
Durante el ejercicio, Ruth bebía un litro de agua mineral. Cuando la botella de plástico estaba vacía, nunca la tiraba a la basura sin enroscar el tapón, un pequeño rasgo que indicaba que se trataba de una persona compulsivamente pulcra. Harry obtuvo sin dificultad una huella nítida de su dedo índice derecho, extraída de una de las botellas de agua que había tirado. Y allí estaba: el corte vertical perfecto, tan pequeño y fino que casi había desaparecido. Debía de habérselo hecho de pequeña.
A los cuarenta y un años, Ruth era por lo menos diez años mayor que cualquiera de las demás mujeres que acudían al gimnasio del Rokin, y tampoco llevaba las prendas totalmente ceñidas que preferían las mujeres más jóvenes. Vestía camiseta metida por debajo de uno de esos pantalones cortos deportivos y holgados que usan los hombres. Era consciente de que tenía más abdomen que antes de que naciera Graham y sus pechos estaban más caídos, aunque pesaba exactamente lo mismo que cuando jugaba al squash.
La mayoría de los hombres que iban al gimnasio del Rokin también tenían por lo menos diez años menos que Ruth. Sólo había uno mayor, un levantador de pesas que normalmente le daba la espalda. Ella había tenido algún breve atisbo de su cara, un rostro de aspecto duro, en los espejos. Parecía estar en forma, pero necesitaba un afeitado. La tercera mañana lo reconoció cuando salía del gimnasio. Era su policía. (Desde que lo vio en la Athenaeum, Ruth empezó a considerarle como su policía particular.)
Así pues, cuando regresó del gimnasio, Ruth no estaba preparada para encontrarse a Wim Jongbloed en el vestíbulo del hotel. Después de pasar tres noches en Amsterdam, casi había dejado de pensar en Wim, pues creía que tal vez la dejaría en paz. Pero había ido a su encuentro, con una mujer que parecía su esposa y un bebé, y estaba tan gordo que no supo quién era hasta que él le habló. Cuando intentó besarla, ella se apartó y le tendió la mano.