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Authors: John Irving

Una mujer difícil (83 page)

BOOK: Una mujer difícil
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—Nunca había notado tan feliz a Ruth —comentó Eddie en un tono de tristeza.

El recuerdo de lo entusiasmada que ella parecía cuando hablaron por teléfono le hizo cerrar los ojos, dolido, pero se dijo que estaba conduciendo. El color ocre quemado de las hojas secas era para él un mórbido recordatorio de que la estación del follaje había terminado. ¿Acaso su amor por Ruth también agonizaba?

—Está chalada por ese tipo, de eso no hay la menor duda —dijo Hannah—. Pero ¿qué sabemos de él? ¿Qué sabe Ruth realmente de él?

—Podría ser uno de esos buscadores de oro… —sugirió Eddie.

—¡No es broma! —exclamó Hannah—. ¡Claro que podría serlo! Los polis no ganan pasta a menos que sean corruptos.

—Y es tan mayor como lo era Allan —dijo Eddie.

Cuando Ruth habló con él por teléfono, revelándose tan feliz, Eddie se convenció a medias de que no estaba enamorado de ella o que había dejado de estarlo. Era una sensación confusa. Eddie no sabría realmente lo que sentía por Ruth hasta que la viera con el holandés.

—Nunca he salido con un tipo como Harry —dijo Hannah—. No carezco por completo de criterio.

—Ruth dijo que Harry es estupendo de veras para Graham —replicó Eddie—. Interprétalo como quieras.

Eddie sabía que sus esfuerzos por relacionarse con Graham habían sido insuficientes, y que en ese aspecto le había fallado a Ruth. Sólo era el padrino nominal del niño. (Desde que pasó un día entero con Ruth cuando ella era una niña, y sin duda porque también fue el día en que la abandonó su madre, Eddie se sentía desconcertado en presencia de los niños.)

—A Ruth la seduciría cualquiera que fuese «estupendo de veras» con Graham —objetó Hannah, pero Eddie dudaba de que la táctica hubiera surtido efecto en su caso, aunque la hubiese dominado.

—Tengo entendido que Harry ha enseñado a Graham a jugar al fútbol —adujo Eddie, a modo de leve alabanza.

—Los niños norteamericanos deben aprender a lanzar pelotas de béisbol —replicó Hannah—. A esos jodidos europeos sólo les gusta dar patadas a un balón.

—Ruth dijo que Harry es un gran lector —le recordó Eddie.

—Lo sé —dijo Hannah—. ¿Qué es ese hombre? ¿Un admirador de escritores? ¡A su edad, Ruth no debería ser vulnerable a eso!

¿A su edad?, se dijo Eddie O'Hare, quien tenía cincuenta y tres años pero parecía mayor. El problema se debía en parte a su estatura, o más exactamente a su postura, que le daba un aspecto ligeramente encorvado, y a las patas de gallo que se extendían por las pálidas sienes. Aunque conservaba el cabello, éste se había vuelto totalmente gris plateado, y al cabo de pocos años sería blanco.

Hannah le miró de soslayo. A causa de las patas de gallo, Eddie parecía entornar siempre los ojos. Se había mantenido delgado, pero su delgadez se sumaba a los demás rasgos que le avejentaban. Era la delgadez de un hombre demasiado nervioso, poco saludable, como si estuviera demasiado preocupado para pensar en comer. Y el hecho de que no bebiera alcohol lo convertía para Hannah en el epítome del aburrimiento.

De todos modos, a Hannah le habría gustado que Eddie le hubiera hecho alguna proposición de vez en cuando. No lo había hecho jamás, algo que a ella le parecía indicativo de su apatía sexual. Ahora pensaba que debía de haber estado loca al imaginar que Eddie se había enamorado de Ruth. Tal vez el pobre hombre estaba enamorado de la misma vejez. ¿Durante cuánto tiempo había conservado ridículamente su amor por la madre de Ruth?

—¿Qué edad tendría Marion ahora? —preguntó de improviso a Eddie.

—Setenta y seis —respondió él sin necesidad de pensarlo.

—Podría estar muerta —sugirió Hannah, cruelmente.

—¡De ninguna manera! —exclamó Eddie, con más pasión de la que mostraba sobre cualquier otro tema.

—¡Un puñetero policía holandés! —repitió Hannah—. ¿Por qué no vive con él durante un tiempo? ¿Por qué ha de casarse con ese tipo?

—A mí que me registren —replicó Eddie—. A lo mejor quiere casarse por Graham.

Ruth había esperado casi dos semanas, desde que Harry vivía con ella en la casa de Vermont, a permitirle dormir en su cama. Le había inquietado la reacción de Graham al encontrar a Harry allí por la mañana, y quería que, en primer lugar, el niño llegara a conocerle bien. Pero cuando Graham por fin vio a Harry en la cama de su madre, subió sin inmutarse y se colocó entre ellos.

—¡Hola, mami y Harry! —exclamó. (Y a Ruth se le desgarró el corazón, porque recordaba la época en que Graham decía: «¡Hola, mami y papi!») Entonces el pequeño tocó al ex policía e informó a Ruth: «Harry no está frío, mami».

Por supuesto, Hannah estaba celosa por anticipado del supuesto éxito de Harry con Graham. Ella, a su manera, también sabía jugar con el niño. Además de la desconfianza que sentía hacia el holandés, la misma idea de que un policía se ganara la confianza y el afecto de su ahijado, por no mencionar que también se había ganado la confianza y el afecto de Ruth, había despertado la competitividad innata de Hannah.

—Dios mío, ¿cuándo va a terminar este puñetero viaje? —preguntó entonces a Eddie.

Él pensó en decirle que, como había salido de los Hamptons, el puñetero viaje era dos horas y media más largo para él, pero se limitó a decir:

—He estado pensando en algo.

¡Y en menudos pensamientos se había embarcado!

Había reflexionado en la posibilidad de comprar la casa de Ruth en Sagaponack. Durante todos los años que Ted Cole vivió allí, Eddie evitó minuciosamente Parsonage Lane. Ni una sola vez había pasado en coche por delante de la casa, una casa que era un hito del verano más emocionante de su vida. Pero a veces, después de la muerte de Ted, Eddie se había desviado de su ruta a fin de pasar por Parsonage Lane, y dado que la casa de los Cole estaba en venta y Ruth había inscrito a Graham en un centro preescolar de Vermont, Eddie aprovechaba cualquier oportunidad para enfilar en su coche el callejón y recorrerlo muy lentamente. También solía pasar en bicicleta ante la casa de Sagaponack.

Que la casa aún no se hubiera vendido sólo le daba una mínima esperanza. El precio de la finca era prohibitivo. Las propiedades situadas en el lado de la carretera de Montauk que daba al océano eran demasiado caras para Eddie, quien sólo podía permitirse vivir en los Hamptons si seguía haciéndolo en el lado «inferior» de la carretera. Para empeorar las cosas, la casa de Eddie en Maple Lane, de dos pisos y tejado de ripia, sólo estaba a doscientos metros de lo que quedaba de la estación de Bridgehampton. (Aunque los trenes seguían funcionando, de la estación sólo quedaban los cimientos.)

Desde la casa de Eddie se veían los porches de sus vecinos, los céspedes que se volvían pardos, el amplio surtido de barbacoas y las bicicletas de los niños. No era precisamente una panorámica del océano. Eddie no podía oír el rumor del oleaje desde un lugar tan alejado del mar como Maple Lane. Lo que oía era el ruido de las puertas de tela metálica al cerrarse con brusquedad, las peleas de los niños y los gritos airados que les dirigían sus padres. Lo que oía era los ladridos de los perros. (En opinión de Eddie, había demasiados perros en Bridgehampton.) Pero lo que oía, por encima de todo, era el paso de los trenes.

Los trenes pasaban tan cerca de su casa, por el lado norte de Maple Lane, que Eddie había dejado de usar el pequeño jardín trasero. Tenía la barbacoa en el porche delantero, donde el chisporroteo de la grasa había chamuscado una parte del tejado de ripia, mientras que el humo había ennegrecido la lámpara del jardín. Los trenes pasaban tan cerca que la cama de Eddie temblaba en las raras ocasiones en que él dormía profundamente, y había instalado una puerta en la estantería donde guardaba las copas de vino, porque las vibraciones causadas por los trenes derribaban las copas de los estantes. (Aunque sólo tomaba Coca-Cola Light, prefería tomarla en una copa de vino.) Los trenes pasaban tan cerca de Maple Lane que el número de bajas entre la población canina del barrio era considerable. No obstante, aquellos perros eran reemplazados por otros que parecían más escandalosos y agresivos, que se quejaban a los trenes con una vehemencia que los perros muertos nunca habían tenido.

En comparación con la casa de Ruth, Eddie poseía una perrera al lado de la vía férrea, y estaba muy dolido, no sólo porque Ruth se mudaba, sino también porque el monumento que representaba el cenit sexual de su vida estaba en venta y él no podía comprarlo. Jamás habría abusado de la amistad o la conmiseración de Ruth, y ni siquiera se le había ocurrido pedirle, como un favor personal, que rebajara el precio.

Pero a Eddie O'Hare se le había ocurrido otra cosa, algo que le había mantenido absorto durante sus horas de vigilia, y era proponerle a Hannah que compraran la casa entre los dos. Esta peligrosa mezcla de fantasía y desesperación era lamentablemente propia del carácter de Eddie. Hannah no le gustaba, y ella le pagaba con la misma moneda. ¡No obstante, tanto deseaba Eddie quedarse con la casa que estaba a punto de proponerle que la compartieran!

El pobre Eddie sabía que Hannah era una persona desaliñada. Él detestaba la suciedad hasta tal punto que pagaba a una señora de la limpieza no sólo para que limpiara su modesta vivienda una vez a la semana, sino también para que sustituyera, en vez de limitarse a limpiar, el escurreplatos cuando se oxidaba. La mujer también tenía instrucciones de lavar y planchar los paños para secar los platos. Por otro lado, Eddie detestaba a los novios de Hannah mucho antes de aquellos momentos predecibles en que ella misma empezaba a odiarlos.

Ya había imaginado la ropa de Hannah, por no mencionar sus prendas interiores, abandonadas en cualquier lugar de la casa. Hannah se bañaría desnuda en la piscina y usaría la ducha exterior con la puerta abierta; tiraría o se comería las sobras que guardara Eddie en el frigorífico, y dejaría que sus propias sobras se enmohecieran antes de que Eddie se decidiera a tirarlas. La parte de la factura telefónica correspondiente a Hannah sería pasmosa, y Eddie tendría que pagarla porque a ella la habrían enviado a Dubai o un sitio por el estilo. (Además, Hannah pagaría con cheques sin fondos.)

También discutirían por el uso del dormitorio principal, y ella se saldría con la suya al aducir que necesitaba la cama de matrimonio para acostarse con sus novios y el armario grande para sus vestidos. Pero Eddie había llegado a la conclusión de que él se contentaría con la mayor de las habitaciones para invitados, que estaba en el extremo del pasillo en el piso superior (al fin y al cabo, había dormido allí con Marion.)

Y dada la edad avanzada de la mayoría de las amigas de Eddie, éste daba por sentado que debería reformar la estancia que fue cuarto de trabajo de Ted Cole (y más adelante despacho de Allan), convirtiéndolo en un dormitorio, pues algunas de las más frágiles y endebles ancianas de Eddie no estaban en condiciones de subir escaleras.

Eddie intuía que Hannah le permitiría usar la antigua pista de squash instalada en el granero como despacho, pues le atraía el hecho de que hubiera sido el estudio de Ruth. Puesto que Ted se había suicidado en la pista de squash, Hannah no pondría los pies en el granero, no por respeto, sino porque era supersticiosa. Además, Hannah sólo usaría la casa en verano y los fines de semana, mientras que Eddie tendría en ella su residencia permanente. La esperanza de que ella estuviera mucho tiempo ausente era el motivo principal de que se engañara a sí mismo pensando que, a fin de cuentas, podría compartir la casa con ella. Pero ¡qué enorme riesgo corría!

—He dicho que he estado pensando en algo —volvió a decir Eddie.

Hannah no le escuchaba.

Mientras contemplaba el paisaje que desfilaba por su lado, la expresión de Hannah se endureció, pasando de una profunda indiferencia a una abierta hostilidad. Cuando penetraron en el estado de Vermont, Hannah se entregó al recuerdo de sus años estudiantiles en Middlebury y miró iracunda el entorno, como si la universidad y Vermont le hubieran causado algún perjuicio imperdonable…, aunque Ruth hubiera dicho que la causa principal de los cuatro años de trastornos y depresión de Hannah en Middlebury se debieron a la promiscuidad de su amiga.

—¡Jodido Vermont! —exclamó Hannah.

—He estado pensando en algo —repitió Eddie.

—Yo también —le dijo Hannah—. ¿O creías que estaba echándo la siesta?

Antes de que Eddie pudiera responder, tuvieron el primer atisbo del monumento militar de Bennington. Se alzaba como una escarpia invertida, muy por encima de los edificios de la ciudad y las colinas circundantes. El monumento a la batalla de Bennington era una aguja de lados planos, cincelada, que conmemoraba la derrota de los británicos a manos de los Green Mountain Boys. Hannah siempre lo había detestado.

—¿Quién podría vivir en esta puñetera ciudad? —le preguntó a Eddie—. ¡Cada vez que vuelves la cabeza ves ese falo gigantesco que se alza por encima de ti! Todos los tíos que viven aquí deben de tener complejo de polla grande.

«¿Complejo de polla grande?», se preguntó Eddie. Tanto la estupidez como la vulgaridad de la observación de Hannah le ofendían. ¿Cómo podía habérsele pasado por la imaginación la idea de compartir la casa con ella?

La anciana con quien Eddie se relacionaba por entonces (una relación platónica, pero ¿hasta cuándo?) era la señora de Arthur Bascom. En Manhattan todo el mundo la conocía aún por ese nombre, aunque su difunto marido, el filántropo Arthur Bascom, había fallecido mucho tiempo atrás. La esposa, «Maggie» para Eddie y su círculo de amigos más íntimos, había seguido la obra filantrópica de su marido. No obstante, nunca se la veía en una función de gala (aquellos perpetuos actos para recaudar fondos) sin la compañía de un hombre mucho más joven y soltero.

En los últimos meses, Eddie representaba el papel de acompañante de Maggie Bascom, y él suponía que la dama le había elegido por su inactividad sexual. Últimamente no estaba tan seguro de ello, y pensaba que, a fin de cuentas, tal vez su disponibilidad sexual era lo que había atraído a la señora de Arthur Bascom, porque, sobre todo en su última novela,
Una mujer difícil
, Eddie O'Hare había descrito, con amoroso detalle, las atenciones sexuales que el personaje del hombre joven tiene hacia el personaje de la mujer mayor. (Maggie Bascom contaba ochenta y un años de edad.)

Al margen del interés exacto que la señora de Arthur Bascom tuviera por Eddie, ¿cómo podía éste haber imaginado que podría invitarla a la que sería su casa y la de Hannah en Sagaponack si Hannah estaba presente? No sólo se bañaría desnuda, sino que probablemente invitaría a comentar las diferencias de color entre su cabello rubio ceniza y el vello rubio más oscuro del pubis, al que hasta entonces Hannah había dejado en paz.

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