Una mujer difícil (82 page)

Read Una mujer difícil Online

Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
4.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ruth.

—Sus huellas dactilares sólo estaban en uno de los zapatos de Rooie —añadió Harry.

Habían regresado al hotel cuando Ruth le preguntó:

—Bueno, ¿y qué va a hacer ahora conmigo?

Harry pareció sorprendido.

—No tengo ningún plan —admitió.

Al entrar en el vestíbulo, Ruth localizó fácilmente al periodista que le haría su última entrevista en Amsterdam. Luego tendría la tarde libre, y se proponía llevar a Graham al zoo. Su cita para cenar con Maarten y Sylvia antes de partir hacia París por la mañana sólo era provisional.

—¿Le gusta el zoo? —preguntó Ruth a Harry—. ¿Ha estado alguna vez en París?

En París, Harry eligió el hotel Duc de Saint-Simon. Había leído demasiado sobre ese establecimiento para no alojarse en él, y cierta vez, le confesó a Ruth, había imaginado que estaba allí con Rooie. Harry descubrió que podía decírselo todo, incluso que compró por muy poco dinero la cruz de Lorena (que le daría a Ruth) y que inicialmente estaba destinada a una prostituta que se ahorcó. Ruth le dijo que la cruz le encantaba todavía más por la historia que la rodeaba. (Llevaría la cruz día y noche durante su estancia en París.)

Durante su última noche en Amsterdam, Harry le mostró su piso en el oeste de la ciudad. A Ruth le sorprendió la cantidad de libros que tenía, así como que le gustara cocinar, comprar los ingredientes para hacer la comida y encender fuego en su dormitorio por la noche, incluso aunque el tiempo fuera lo bastante bueno para dormir con la ventana abierta.

Yacieron juntos en la cama mientras la luz de las llamas parpadeaba en las estanterías. La brisa, suave y fresca, agitaba la cortina. Harry le preguntó por qué tenía el brazo derecho más fuerte y musculoso, y ella le contó todo lo relativo a su práctica del squash, incluida su tendencia a jugar con novios granujas, como Scott Saunders. Le contó también la clase de hombre que fue su padre y cómo había muerto.

Harry le mostró la edición holandesa de
El ratón que se arrastra entre las paredes
.
De muis achter het behang
fue su libro favorito en su infancia, antes de que tuviera un conocimiento del inglés lo bastante bueno como para leer en ese idioma a casi cualquier autor que no fuese holandés. También había leído en holandés
Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido
. Allí, en la cama, Harry le leyó la traducción holandesa, y ella recitó el texto en inglés, de memoria. (Se sabía de memoria todo lo concerniente al hombre topo.)

Cuando le contó la historia de su madre y Eddie O'Hare, no le sorprendió que Harry hubiera leído todas las novelas policíacas de Margaret McDermid (había supuesto que ese género era el único que leían los policías), pero le asombró que Harry hubiera leído también todas las obras de Eddie O'Hare.

—¡Has leído a toda mi familia! —exclamó Ruth.

—¿Es que toda la gente que conoces se dedica a escribir? —le preguntó Harry.

Aquella noche, en el oeste de Amsterdam, Ruth se quedó dormida con la cabeza sobre el pecho de Harry, después de rememorar la naturalidad con que él había jugado con Graham en el zoo. Primero habían imitado las expresiones de los animales y los cantos de los pájaros. Entonces describieron las diferencias en los olores de las distintas criaturas. Pero incluso con la cabeza sobre el pecho de Harry, Ruth se despertó cuando aún era de noche. Quería regresar a su cama antes de que Graham se despertara en la habitación de Amanda.

En París sólo había un corto paseo desde el hotel de Harry, en la Rue de Saint-Simon, al lugar donde Ruth se alojaba oficialmente, el Lutetia, en el Boulevard Raspail. Cada mañana, muy temprano, alguien conectaba una manguera de jardín en el patio del Duc de Saint-Simon, y el rumor del agua despertaba a Ruth y a Harry. Se vestían en silencio y Harry la acompañaba a su hotel.

Mientras Ruth se sometía a una entrevista tras otra en el vestíbulo del Lutetia, Harry llevaba a Graham al parque infantil de los jardines del Luxemburgo, lo cual le permitía a Amanda tener la mañana libre para hacer compras y explorar por su cuenta, ir al Louvre (dos veces), a las Tullerías, a Notre-Dame y a la Torre Eiffel. Al fin y al cabo, la justificación de Amanda para perder dos semanas de clase estribaba en que acompañar a Ruth Cole en una gira de promoción de un libro sería educativo. (En cuanto a lo que Amanda pensara de su ausencia todas las noches, Ruth confiaba en que también eso fuese «educativo».)

A Ruth no sólo le pareció que sus entrevistadores franceses eran muy agradables —en parte porque no había ninguno que no hubiese leído todos sus libros y, en parte, porque los periodistas franceses no consideraban extraño (o antinatural o extravagante) que el personaje principal de Ruth Cole fuese una mujer a la que habían convencido para que observase a una prostituta mientras estaba con su cliente—, sino que también le dio la sensación de que Graham estaba más seguro en compañía de Harry que de cualquier otra persona. (Graham tenía una sola queja con respecto a Harry: si era policía, ¿dónde estaba su pistola?)

Una noche cálida y húmeda, Ruth y Harry pasaron ante la marquesina roja y la fachada de piedra blanca del Hotel du Quai Voltaire. El diminuto café y bar estaba desierto. En la placa de la fachada, al lado de la lámpara de hierro forjado, había una breve lista de huéspedes famosos que se habían alojado en el hotel, entre los que no figuraba Ted Cole.

—¿Qué quieres hacer ahora que te has jubilado? —preguntó Ruth al ex sargento Hoekstra.

—Me gustaría casarme con una mujer rica —respondió Harry.

—¿Soy lo bastante rica? —inquirió Ruth—. ¿No es esto mejor que estar en París con una prostituta?

Donde Eddie y Hannah no logran llegar a un acuerdo

Cuando el avión de la KLM aterrizó en Boston, el ex sargento Hoekstra deseaba alejarse un poco del océano. Había pasado toda su vida en un país que estaba por debajo del nivel del mar, y pensaba que las montañas de Vermont serían un cambio agradable.

Sólo había transcurrido una semana desde que Harry y Ruth se despidieron en París. Como autora de éxito, Ruth podía permitirse las doce o más llamadas telefónicas que le había hecho a Harry. No obstante, dada la duración de sus conversaciones, la relación ya resultaba cara, incluso para Ruth. En cuanto a Harry, aunque aún no había hecho más de media docena de llamadas desde los Países Bajos a Vermont, una relación a larga distancia que requería tanto diálogo pronto le llevaría a la bancarrota. Como mínimo, temía que su jubilación durase poco. Así pues, antes incluso de que Harry llegara a Boston, ya se había declarado a Ruth, a su manera en absoluto ceremoniosa. Era su primera proposición de matrimonio.

—Creo que deberíamos casarnos —le dijo—, antes de que esté completamente arruinado.

—Bueno, si lo dices en serio… —replicó Ruth—. Pero no vendas tu piso, por si no sale bien.

Harry consideró juiciosa esta idea. Siempre podía alquilar su piso a un compañero policía. Sobre todo desde la perspectiva de un propietario ausente, el ex sargento Hoekstra creía que los policías serían más dignos de confianza que los demás inquilinos.

En Boston, Harry tenía que pasar por la aduana. No ver a Ruth en una semana, y luego aquel rito de entrada en un país extranjero, le hizo experimentar las primeras dudas. ¡Ni siquiera unos amantes jóvenes se dejan llevar por el aturdimiento y se casan tras pasarse sólo cuatro o cinco días haciendo el amor sin descanso y añorándose luego durante apenas una semana! Y si él tenía dudas, ¿qué sentiría Ruth?

Entonces le sellaron el pasaporte y se lo devolvieron. Harry vio un letrero de aviso de que la puerta automática estaba averiada, pero la puerta se abrió de todos modos, dándole acceso al Nuevo Mundo, donde Ruth le esperaba. En cuanto la vio, sus dudas se desvanecieron, y ya en el coche, ella le dijo:

—Empezaba a darle vueltas, hasta que te vi.

Llevaba una camisa entallada verde oliva, que se adhería a sus formas a la manera de un polo de manga larga, pero con el cuello más abierto. Harry vio allí la cruz de Lorena que le había dado, los dos travesaños que brillaban bajo el sol de otoño.

Viajaron hacia el oeste durante cerca de tres horas, y recorrieron la mayor parte de Massachusetts, antes de virar hacia el norte y entrar en Vermont. A mediados de octubre, la vegetación otoñal de Massachusetts estaba en su apogeo, pero los colores eran más apagados, ya declinando, mientras Ruth y Harry avanzaban hacia el norte. Harry pensó que las bajas y boscosas montañas reflejaban la melancolía de la estación cambiante. Los colores desvaídos anunciaban el dominio inminente de los árboles desnudos, de color pardo. Pronto las plantas de hoja perenne serían el único color que contrastaría con el cielo gris plomizo. Y al cabo de un mes y medio o incluso menos, el otoño cambiante volvería a cambiar: pronto llegaría la nieve. Habría días en que las tonalidades grises serían los únicos colores entre una blancura predominante, abrillantada de vez en cuando por unos cielos de pizarra violácea o azules.

—Estoy deseando ver cómo es el invierno aquí —le dijo Harry a Ruth.

—Lo verás muy pronto —replicó ella—. Aquí el invierno da la sensación de ser eterno.

—Nunca te abandonaré —le aseguró él.

—No te me mueras, Harry —le pidió Ruth.

El hecho de que Hannah Grant detestara conducir la había llevado a implicarse en más de una relación comprometedora. También detestaba quedarse sola los fines de semana, por lo que a menudo se iba a pasar el fin de semana fuera de Manhattan y visitaba a Ruth en Vermont, acompañada por uno u otro novio detestable pero que conducía.

En aquellos momentos, Hannah atravesaba un período de transición entre dos novios, una situación que no solía tolerar durante mucho tiempo, y preguntó a Eddie O'Hare si querría acompañarla aquel fin de semana, aun cuando él primero tuviera que ir a buscarla a Manhattan. Hannah creía que pedirle a Eddie que la llevara a Vermont estaba justificado. Siempre creía que sus actos tenían justificación. Pero Ruth los había invitado a los dos, y Hannah estaba convencida de que ningún desvío era tan largo o prolongado como para que resultara inconveniente sugerirlo.

Le había sorprendido la facilidad con que persuadió a Eddie, pero éste tenía sus razones para pensar que un viaje de cuatro horas en coche con Hannah podría ser beneficioso, incluso providencial. Naturalmente, los dos amigos, si a Hannah y Eddie se les podía considerar «amigos», estaban deseosos de hablar sobre lo que le había acontecido a su mutua amiga, pues Ruth había dejado pasmados a ambos cuando les anunció que estaba enamorada de un holandés con quien se proponía casarse, ¡por no mencionar que el holandés en cuestión era un ex policía al que había conocido apenas un mes atrás!

Cuando estaba en un período de transición entre dos novios, Hannah se vestía al estilo que ella llamaba «severo», es decir, casi tan sencillamente como Ruth, quien jamás habría dicho de Hannah que vestía con severidad. Pero Eddie observó que el cabello lacio de Hannah tenía un aspecto aceitoso, de poco lavado, que no era propio de ella, y que no llevaba maquillaje. Todo esto era una señal segura de que Hannah pasaba por una época de soledad entre dos novios. Eddie sabía que Hannah no le habría llamado para pedirle que la acompañara de haber tenido novio…, uno cualquiera.

A los cuarenta años, la crudeza sexual de Hannah, realzada por el aspecto fatigado de sus ojos, apenas había disminuido. El cabello rubio ambarino, ayudado por el estilo de vida de Hannah, se había vuelto rubio ceniciento, y las pálidas oquedades bajo los pómulos prominentes exageraban su aura de un apetito constante y depredador, un apetito, a juicio de Eddie, quien la miraba de soslayo en el coche, decididamente sexual. Y el hecho de que hubiera transcurrido bastante tiempo desde que se depiló por última vez la zona de epidermis entre el labio superior y la parte inferior de la nariz era sexualmente atractivo. El vello rubio encima del labio superior, que Hannah tenía el hábito de explorar con la punta de la lengua, la dotaba de un poder animal que provocó en Eddie una excitación tan imprevista como indeseada.

Ni ahora ni en ninguna otra época pasada Eddie se había sentido sexualmente atraído por Hannah Grant, pero cuando ella prestaba menos atención a su aspecto, su presencia sexual se anunciaba con una fuerza más brutal. Siempre había tenido la cintura alargada y delgada, los senos erguidos, pequeños y bien formados, y cuando cedía a la dejadez, ésta realzaba un aspecto de sí misma del que, en definitiva, estaba menos orgullosa: ante todo, Hannah parecía nacida para acostarse con alguien… y con otro y otro más, una y otra vez. (En conjunto, desde el punto de vista sexual, aterraba a Eddie, sobre todo cuando ella atravesaba un período entre dos novios.)

—¡Un puñetero poli holandés! —le dijo Hannah a Eddie—. ¿Te imaginas?

Lo único que Ruth les había dicho a los dos era que había visto por primera vez a Harry en una de sus firmas de ejemplares, y que más adelante él se presentó en el vestíbulo de su hotel. A Hannah le enfurecía que su amiga hubiera mostrado tanta indiferencia ante la condición de policía jubilado de Harry. (Ruth había evidenciado mucho más interés por el hecho de que a Harry le gustara leer.) Había sido policía en el barrio chino durante cuarenta años, pero Ruth se limitaba a decir que ahora era «su» policía.

—¿Qué clase de relación tiene exactamente un tipo así con esas furcias? —le preguntó Hannah a Eddie, quien seguía conduciendo lo mejor que podía, pues le resultaba imposible no mirar a Hannah de vez en cuando—. Detesto que Ruth me mienta o no me diga toda la verdad, porque es tan buena embustera… Su jodido oficio consiste en inventar mentiras, ¿no es cierto?

Eddie volvió a mirarla furtivamente, pero nunca la habría interrumpido cuando ella estaba enfadada. Le encantaba contemplarla cuando se exaltaba.

Hannah se repantigaba en el asiento, y el cinturón de seguridad le dividía visiblemente los senos al tiempo que le aplanaba el derecho casi hasta hacerlo desaparecer. Al mirarla una vez más de soslayo, Eddie se percató de que no llevaba sujetador. Vestía un pullover provocativo, bien ceñido, con ambos puños desgastados y perdida la elasticidad que tuvo el cuello cisne. La caída del cuello cisne alrededor de la garganta exageraba la delgadez de Hannah. El contorno del pezón izquierdo era claramente visible en el lugar donde el cinturón de seguridad tensaba el pullover contra el pecho.

Other books

Shadow on the Moon by Connie Flynn
Learning to Soar by Bebe Balocca
Bound by Honor Bound by Love by Ruth Ann Nordin
Bitter Gold Hearts by Glen Cook
The Sacred Band by Durham, Anthony
Twelve Drummers Drumming by C. C. Benison
The Curious Steambox Affair by Melissa Macgregor