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Authors: John Irving

Una mujer difícil (87 page)

BOOK: Una mujer difícil
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El lado norte de la calle se vuelve totalmente comercial. Desde el porche de Eddie se ve un establecimiento de recambios para automóviles y un concesionario John Deere, los cuales comparten un largo y feo edificio que tiene la total falta de encanto de un almacén. Está también la tienda Electricidad Gregory, en un edificio de madera que, según se mire, es menos ofensivo, y Gráficas Iron Horse, que ocupa una estructura moderna de bastante buen aspecto. El pequeño edificio de ladrillo (Hierros y Bronces Battle) es ciertamente bonito, si se exceptúa el hecho de que delante, como delante de todos esos edificios, hay una amplia, continua y descuidada zona de aparcamiento, una monótona extensión de grava. Y, finalmente, detrás de esos edificios comerciales, se encuentra el rasgo que define a Maple Lane: las vías del ferrocarril de Long Island, que corren paralelas a la calle, por el norte, a un tiro de piedra de distancia.

En un solar hay un montón de traviesas que parece sostenerse precariamente, y más allá de las vías hay montículos de arena, tierra y grava. Un voluminoso letrero indica que es la zona de almacenamiento de Hamptons Materials, Inc.

En el lado sur de Maple Lane sólo hay unas pocas casas particulares, embutidas entre unos edificios más comerciales, entre ellos las oficinas de la Compañía de Agua y Gas de Hampton. De ahí en adelante, el lado sur de la calle se cae en pedazos. Hay unos arbustos enclenques, tierra, más grava y, sobre todo en los meses de verano o los fines de semana en época de vacaciones, una hilera de coches aparcados en batería. Aunque no es frecuente, la hilera de coches aparcados puede alcanzar una longitud de cien metros o más, pero ahora, en una noche desolada al final del fin de semana en que se celebra el Día de Acción de Gracias, sólo hay unos pocos coches aparcados. El lugar tiene el aspecto de un descuidado solar donde se venden coches usados. No obstante, cuando no hay automóviles, la zona de aparcamiento parece peor que abandonada, parece más allá de toda posibilidad de redención, y a ello contribuye sin duda su proximidad a la desdichada estructura que se encuentra en el lado norte, el extremo más pobre de la calle, la antes mencionada reliquia de la que fue estación de ferrocarril de Bridgehampton.

Los cimientos están agrietados. Dos pequeños refugios prefabricados sustituyen burlonamente al edificio de la estación. Hay dos bancos. (En esta fría y húmeda noche de noviembre nadie se sienta en ellos.) Han plantado un seto de aligustres mal cuidado a fin de disimular en lo posible la degeneración de esa línea de ferrocarril en otro tiempo próspera. Los restos de la estación abandonada, un teléfono público desprotegido y un andén alquitranado que se extiende cincuenta metros a lo largo de la vía…, pues bien, para la localidad, en general próspera, de Bridgehampton, eso pasa por ser una estación ferroviaria.

A lo largo de ese lastimoso tramo de Maple Lane, la superficie de la calle presenta parches de asfalto vertido sobre el cemento original. Los márgenes están cubiertos de grava y mal definidos, no hay aceras. Y en esta noche de noviembre no hay tráfico. En Maple Lane no suele haber mucho tráfico rodado, no sólo porque el número de trenes de pasajeros que paran en la población de Bridgehampton es sorprendentemente reducido, sino también porque los mismos trenes son reliquias manchadas de carbonilla. Los pasajeros deben apearse al modo antiguo, es decir, bajando por los oxidados escalones situados en el extremo de cada vagón.

Ruth Cole, como la mayoría de los viajeros de su nivel adquisitivo que iban con frecuencia a Nueva York, no tomaba el tren, sino el pequeño y cómodo autobús de línea. Y Eddie, aunque sus ingresos no podían compararse con los de Ruth, también tomaba el autobús.

En Bridgehampton, ni siquiera media docena de taxis aguardan la llegada de los trenes, de los que probablemente apenas uno o dos viajeros se apearán allí. Por ejemplo, el exprés del viernes por la noche, llamado Bala de Cañón, que llega a las 6.07 y parte a las 4.01 de la estación de Pennsylvania. Pero, en general, el extremo oeste de Maple Lane es un lugar sucio, triste y desierto. Los coches y taxis que avanzan hacia el este por la calzada o al sur por la avenida Corwith, tras la breve aparición de un tren ante el andén de la estación, parecen tener prisa por alejarse de allí.

¿Acaso es de extrañar que Eddie O'Hare también quisiera alejarse de allí?

La noche de domingo que clausura el fin de semana en que se celebra la fiesta de Acción de Gracias es probablemente la más solitaria del año en los Hamptons. Incluso Harry Hoekstra, quien tenía todos los motivos del mundo para sentirse feliz, percibía aquella soledad. A las once y cuarto de aquella noche de domingo, Harry se dedicaba a un pasatiempo recién descubierto que era ahora su preferido. El policía retirado estaba meando en el césped que había detrás de la casa de Ruth en Sagaponack. El ex sargento Hoekstra había visto a varias prostitutas callejeras y drogadictos meando en las calles del barrio chino de Amsterdam. Sin embargo, hasta que probó a hacerlo en los bosques y campos de Vermont, y en los céspedes de Long Island, no supo hasta qué punto puede ser satisfactorio orinar al aire libre.

—¿Estás meando fuera otra vez, Harry? —le preguntó Ruth.

—Estoy mirando las estrellas —mintió él.

No había estrellas que mirar. Aunque por fin había dejado de llover, el cielo estaba negro y el aire se había vuelto mucho más frío. La tormenta se había desplazado al mar, pero el viento del noroeste soplaba con fuerza. Fuera cual fuese el tiempo que traían las ráfagas de viento, el cielo seguía encapotado. Era una noche deprimente para cualquiera. El débil resplandor en el horizonte septentrional se debía a los faros de los coches del reducido número de neoyorquinos que aún no habían regresado a la ciudad. La autopista de Montauk, incluso en el carril en dirección oeste, presentaba una escasez de tráfico notable para cualquier noche de domingo. Debido al mal tiempo, todo el mundo había regresado pronto a casa. Harry recordó que la lluvia es el mejor policía.

Y entonces el silbato del tren emitió su lastimero pitido. Era el tren con dirección este de las 23.17, el último de la noche. Harry se estremeció y entró en la casa.

Ese mismo tren era el causante de que Eddie O'Hare no se hubiera acostado todavía. Esperaba levantado, porque no soportaba estar tendido en la cama y que ésta temblara cuando el tren llegaba y partía de nuevo. Eddie siempre se acostaba después de que pasara el tren con dirección este de las 23:17.

Como había dejado de llover, Eddie se abrigó bien y estaba en el porche. La llegada del tren nocturno atraía la atención de los perros del barrio, que se enzarzaban en una confusión de ladridos, pero no transitaba un solo coche. ¿Quién podía tomar un tren con dirección este, hacia los Hamptons, cuando terminaba el fin de semana de Acción de Gracias? Eddie creía que nadie, aunque oyó que un coche abandonaba la zona de aparcamiento en el extremo oeste de Maple Lane. El vehículo avanzó en la dirección de Butter Lane y no pasó ante la casa de Eddie.

Eddie seguía en el frío porche, escuchando el traqueteo del tren que partía. Después de que los perros hubieran dejado de ladrar y ya no se oyera el tren, intentaba disfrutar de la breve tranquilidad, el silencio desacostumbrado.

El viento del noroeste traía definitivamente el invierno consigo. El aire frío soplaba sobre el agua, más cálida, de los charcos que salpicaban Maple Lane. Eddie oyó unos neumáticos de coche que rodaban en medio de la niebla resultante, pero eran como las ruedas de un camión de juguete, emitían un ruido apenas audible, aunque ese ruido ya había llamado la atención de uno o dos perros.

Una mujer caminaba a través de la niebla, tirando de una de esas maletas que se ven con más frecuencia en los aeropuertos, una maleta provista de ruedecillas. Debido a las irregularidades de la calle, el pavimento agrietado, los bordes con grava, por no mencionar los charcos, la mujer tenía que esforzarse para que la maleta rodara, pues estaba mejor equipada para los aeropuertos que para el extremo en mal estado de Maple Lane.

Envuelta en la oscuridad y la niebla, la mujer no parecía tener una edad concreta. Con una altura superior a la media, era muy delgada, pero no exactamente frágil. No obstante, incluso con el impermeable sin formas, que ella se ceñía para protegerse del frío, seguía teniendo una buena figura. No parecía en absoluto el cuerpo de una anciana, aunque ahora Eddie discernía que era, en efecto, una mujer ya muy entrada en años pero hermosa.

Como no sabía si la mujer podía distinguirle en la oscuridad del porche, y haciendo lo posible por no sobresaltarla, Eddie le dijo:

—Perdone, ¿puedo ayudarla?

—Hola, Eddie —le dijo Marion—. Sí, puedes ayudarme, desde luego. Durante un tiempo que me parece larguísimo, he pensado en lo mucho que me gustaría que me ayudaras.

¿De qué hablaron, al cabo de treinta y siete años? (Si eso le hubiera sucedido a usted, ¿de qué habría hablado primero?)

—La pena puede ser contagiosa, Eddie —le dijo Marion, mientras él tomaba su impermeable y lo colgaba en el ropero del vestíbulo.

La casa sólo tenía dos dormitorios. La única habitación para invitados era pequeña y sin ventilación, y estaba en lo alto de la escalera, cerca de la habitación, no menos pequeña, que Eddie utilizaba como despacho. El dormitorio principal estaba abajo, y se veía desde la sala de estar, en cuyo sofá Marion estaba ahora sentada.

Cuando empezó a subir la escalera con la maleta, Marion le detuvo, diciéndole:

—Dormiré contigo, Eddie, si no tienes inconveniente. Me cuesta bastante subir las escaleras.

—Claro que no tengo inconveniente —replicó Eddie, y llevó la maleta a su dormitorio.

—La pena es de veras contagiosa —repitió Marion—. No quería contagiarte mi pena, Eddie. Y tampoco quería pegársela a Ruth.

¿Hubo otros hombres jóvenes en su vida? Uno no puede culpar a Eddie por preguntárselo. Los hombres jóvenes siempre se habían sentido atraídos hacia Marion. Pero ¿cuál de ellos podría haber igualado su recuerdo de los dos jóvenes a los que perdió? ¡Ni siquiera había habido un solo joven que igualara su recuerdo de Eddie! Lo que Marion empezó con Eddie había terminado con él.

No se puede culpar a Eddie por que entonces le preguntara si había conocido a hombres mayores. (Al fin y al cabo, él estaba familiarizado con esa clase de atracción.) Lo cierto es que cuando Marion aceptó la compañía de hombres mayores, sobre todo viudos, pero también divorciados y solteros intrépidos, descubrió que incluso para los hombres mayores la simple «compañía» era insuficiente y, por supuesto, también querían hacer el amor. Marion no lo deseaba, después de su relación con Eddie podía afirmar con sinceridad que no lo había deseado.

—No digo que sesenta veces fuese suficiente, pero tú sentaste un precedente —le dijo.

Al principio Eddie pensó que la feliz noticia de la segunda boda de Ruth era lo que por fin había hecho salir a Marion de Canadá, pero aunque a la anciana le satisfizo conocer la buena suerte que había tenido su hija, cuando Eddie le habló de Harry Hoekstra ella le confesó que era la primera vez que oía hablar él.

Como era lógico, Eddie preguntó entonces a su visitante por qué había ido a los Hamptons precisamente en aquellos momentos. Cuando Eddie consideró todas las ocasiones en que él y Ruth habían esperado a medias que Marion se presentara…, bien, ¿por qué ahora?

—Me enteré de que la casa estaba en venta —le dijo Marion—. La casa nunca fue el motivo de que me marchara, y tú tampoco lo fuiste, Eddie.

Se quitó los zapatos, que estaban mojados. A través de las medias de color canela claro se transparentaban las uñas de los pies, pintadas con el rosa intenso de las rosas silvestres que crecían detrás de la finca de la temida señora Vaughn en Southampton.

—Tu antigua casa es ahora muy cara —se atrevió a decirle Eddie, aunque no osó mencionar la cantidad exacta que Ruth pedía por ella.

Como siempre, le encantaba la manera de vestir de Marion. Llevaba una falda larga, de color gris carbón oscuro, y un suéter de casimir con cuello de cisne, naranja salamandrino, un color tropical casi pastel, similar a la rebeca de casimir rosa que llevaba cuando Eddie la conoció, aquella prenda que tanto le había obsesionado hasta que su madre se la dio a la mujer de un profesor.

—¿Cuánto vale la casa? —le preguntó Marion.

Cuando Eddie se lo dijo, Marion suspiró. Había estado demasiado tiempo fuera de los Hamptons y no tenía idea de cómo había florecido el mercado inmobiliario.

—He ganado bastante dinero —comentó—. Las cosas me han salido mejor de lo que merecía, si tenemos en cuenta la clase de libros que he escrito. Pero mis posibilidades están muy por debajo de ese precio.

—Yo no he ganado gran cosa con mis obras —admitió Eddie—, pero puedo vender esta casa en cualquier momento.

Marion no había querido mirar con detenimiento el entorno más bien destartalado. Maple Lane era lo que era, y los veranos en que Eddie había alquilado la vivienda también se habían cobrado su tributo en el interior de la casa.

Marion cruzaba las piernas largas y aún torneadas. Permanecía sentada casi con recato en el sofá. Su bonito pañuelo, del color gris perlino de la ostra, separaba perfectamente sus senos, y Eddie los veía todavía bien formados, aunque eso quizá se debía al sostén.

Eddie aspiró hondo antes de decir lo que se proponía.

—¿Qué te parece si nos dividimos la casa al cincuenta por ciento? Aunque, si he de serte sincero —se apresuró a añadir—, si puedes aportar los dos tercios, creo que el tercero sería más realista para mí que la mitad.

—Sí, puedo permitirme los dos tercios —respondió Marion—. Y además voy a morirme y te quedarás solo, Eddie. ¡Al final te dejaré mis dos tercios!

—No irás a morirte ya, ¿verdad? —inquirió Eddie, pues le asustaba pensar que la muerte inminente de Marion era lo que le había impulsado a reunirse con él, y sólo para despedirse.

—¡No, por Dios! Estoy bien. Por lo menos no voy a morirme de nada que conozca, excepto de vejez…

Así tenía que haber transcurrido la conversación entre los dos, y Eddie la había previsto. Al fin y al cabo, la había recreado por escrito tantas veces que se sabía el diálogo de memoria. Y Marion, que había leído todos sus libros, sabía lo que el personaje del afectuoso hombre más joven le decía a la mujer mayor en todas las novelas de Eddie. Él la tranquilizaba siempre.

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