Authors: John Irving
—No eres demasiado mayor, por lo menos para mí —le dijo ahora.
Durante muchos años, ¡y cinco libros!, había ensayado ese momento, pero aún estaba inquieto.
—Tendrás que cuidar de mí, tal vez antes de lo que piensas —le advirtió Marion.
Pero durante treinta y siete años Eddie había confiado en que Marion le permitiera cuidar de ella. Estaba asombrado, pero sólo porque comprobaba cuán acertado estuvo la primera vez… Había acertado al querer a Marion. Ahora tenía que confiar en que ella volvería a su lado lo antes posible. No importaba que para ello hubieran tenido que transcurrir treinta y siete años. Tal vez ella había necesitado un período tan largo para superar su aflicción por las muertes de Thomas y Timothy, y no digamos para hacer las paces con cualquier clase de espectro sin duda evocado por Ted tan sólo para obsesionarla.
Era una mujer cabal y, fiel a su carácter, Marion le ofrecía a Eddie toda su vida para que la compartiera con ella y la amara. ¿Existía alguien tan capacitado para la tarea? ¡A sus cincuenta y tres años, el novelista llevaba muchos amándola tanto en sentido literal como en el literario!
No se puede culpar a Marion por decirle a Eddie que había momentos del día y de la semana que evitaba. Por ejemplo, cuando los niños salían de la escuela, por no mencionar los museos, los zoológicos y los parques cuando hacía buen tiempo, cuando los niños estarían en ellos con sus padres o canguros, y los partidos de béisbol y las compras navideñas…
¿De qué había prescindido? De los lugares de vacaciones, tanto veraniegos como invernales, de los primeros días cálidos de la primavera y los últimos del otoño, de la fiesta de Halloween, naturalmente. Y en la lista de cosas que ella nunca debía hacer figuraban: salir a desayunar, tomar helados… Marion era siempre la mujer elegante que entraba sola en un restaurante y pedía una mesa poco antes de que cerrasen la cocina. Pedía una copa de vino y, mientras comía, leía una novela.
—Detesto comer solo —le dijo Eddie en tono lastimero.
—Si lees una novela mientras comes, no estás solo, Eddie —respondió ella—. La verdad es que me avergüenzo un poco de ti.
Él no pudo evitar preguntarle si alguna vez había pensado en atender al teléfono cuando sonaba.
—Demasiadas veces para contarlas —replicó Marion.
Le dijo que jamás había esperado vivir de sus libros, aunque fuese de una manera modesta.
—Sólo han sido una terapia —le dijo.
Antes de publicar los libros, había obtenido de Ted lo que su abogado había exigido, y era suficiente para vivir. Todo lo que Ted había querido a cambio era que le permitiera quedarse con Ruth.
Cuando Ted murió, la tentación de telefonear había sido muy fuerte, hasta tal punto que desconectó el aparato.
—Así que renuncié al teléfono —le dijo a Eddie—. Ese abandono no me costó mucho más que el de los fines de semana.
Mucho antes de que prescindiera del teléfono había dejado de salir los fines de semana, porque veía demasiados adolescentes. Y cada vez que viajaba, procuraba llegar a su destino después de que hubiera oscurecido. Así lo hizo incluso cuando acudió a Maple Lane.
Marion deseaba beber algo antes de acostarse, y no se refería a una Coca-Cola Light, como la lata que Eddie tenía en la mano, aunque estaba vacía. En el frigorífico había una botella de vino blanco abierta y tres botellines de cerveza (por si se presentaba alguien de improviso). En el armarito situado debajo del fregadero, Eddie guardaba también algo mejor, una botella de whisky de malta escocés, destinado a sus huéspedes preferidos y alguna compañía femenina ocasional. La primera y última vez que tomó un trago de buen licor fue en la casa de Ruth en Sagaponack, tras el funeral de Ted, y en esa ocasión le sorprendió lo mucho que gozaba del sabor. (También tenía una botella de ginebra a mano, aunque tan sólo el olor de la ginebra le provocaba arcadas.)
En cualquier caso, en una copa de vino, que era la única clase de copas que tenía, Eddie le ofreció a Marion un whisky de malta. Incluso él mismo se sirvió un poco. Entonces, mientras Marion usaba el baño primero y se preparaba para acostarse, Eddie lavó las copas con agua caliente y detergente para platos (antes de colocarlas absurdamente en el lavavajillas).
Marion, con una combinación de color marfil y el cabello suelto (le llegaba a los hombros y era de una tonalidad gris más clara que la de Eddie), le sorprendió en la cocina al rodearle la cintura y abrazarle mientras él le daba la espalda.
Durante un rato, ésa fue la casta postura que mantuvieron en la cama de Eddie, antes de que Marion permitiera que su mano se desviara para tocarle el miembro erecto.
—¡Todavía eres un muchacho! —susurró, mientras le agarraba lo que Penny Pierce llamó cierta vez su «pene intrépido». Mucho tiempo atrás, Penny también se había referido a su «polla heroica». Marion jamás habría sido tan tonta o tan burda. Entonces se colocaron frente a frente en la oscuridad, y Eddie yació, como lo hiciera en el pasado, con la cabeza contra los senos de Marion. Durmieron así, hasta que les despertó el tren de la 1.26 con dirección oeste.
—¡Cielo santo! —exclamó Marion, porque el tren de primera hora de la madrugada con dirección oeste era probablemente el más ruidoso de todos.
A la una y veintiséis de la madrugada, uno suele estar profundamente dormido; además, el tren con dirección oeste pasaba por delante de la casa de Eddie antes de que llegara a la estación: uno no sólo notaba el temblor de la cama y oía el estrépito del tren, sino que también oía el chirrido de los frenos.
—No es más que un tren —la tranquilizó Eddie, abrazándola. ¿Qué importaba que los senos de Marion estuvieran arrugados y caídos? ¡Sólo un poco! Por lo menos aún tenía senos, y eran suaves y cálidos.
—¿Cómo esperas que te den un centavo por esta casa, Eddie? —le preguntó Marion—. ¿Estás seguro de que podrás venderla?
—Sigue estando en los Hamptons —le recordó él—. Aquí puedes vender cualquier cosa.
En la profunda oscuridad, y ahora que volvían a estar totalmente despiertos, aparecieron de nuevo los temores de Marion acerca de Ruth.
—Dime, Eddie, ¿sabes si Ruth me odia? Desde luego, no le faltan motivos para…
—No creo que te odie —la interrumpió él—. Yo diría que sólo está enfadada.
—El enfado no es ningún problema —dijo Marion—. Se supera con mucha más facilidad que otras cosas. Pero ¿y si Ruth no quiere que nos quedemos con la casa?
—Sigue estando en los Hamptons —volvió a decir Eddie—. Al margen de quién sea ella y quién seas tú, Ruth sigue buscando un comprador.
—¿Me has oído roncar, Eddie? —quiso saber Marion, sin ninguna relación aparente con el tema del que hablaban.
—Todavía no, no he oído nada.
—Si lo hago, dímelo, por favor… No, mejor dicho, sacúdeme si lo hago. No tengo a nadie que me diga si ronco o no —le recordó.
Desde luego, Marion roncaba y, naturalmente, Eddie nunca se lo habría dicho ni la habría sacudido. Durmió a pierna suelta sin que le importunaran los ronquidos, hasta que el tren de las 3.22 con dirección este le despertó de nuevo.
—Dios mío, si Ruth no nos vende la casa, te llevaré conmigo a Toronto —le dijo Marion—. Te llevaré a cualquier otra parte con tal de salir de aquí. Ni siquiera el amor podría retenerme en este sitio, Eddie. ¿Cómo puedes soportarlo?
—Siempre he tenido la cabeza en otra parte —confesó él—. Hasta ahora.
A Eddie le asombraba que su aroma, mientras yacía con la cabeza apoyada en sus senos, fuese el mismo que recordaba, el aroma que mucho tiempo atrás se evaporó de la rebeca de casimir rosa, el mismo aroma que tenían sus prendas interiores, las que él se llevó consigo a la universidad.
Volvían a estar profundamente dormidos cuando les despertó el tren de las 6.12 con dirección oeste.
—Ése va hacia el oeste, ¿no? —le preguntó Marion.
—Sí. Se nota por el ruido de los frenos.
Pasadas las 6.12 hicieron el amor con mucho cuidado. Habían vuelto a dormirse cuando el tren de las 10.21 con dirección este les dio los buenos días. La mañana era en verdad soleada, fresca, y el cielo estaba despejado.
Aquel día era lunes. Ruth y Harry habían reservado plazas en el transbordador que zarparía el martes por la mañana desde Orient Point. La agente inmobiliaria, la mujer robusta con tendencia a lloriquear cuando fracasaba, abriría a los empleados de la empresa de mudanzas y cerraría la casa de Sagaponack cuando Ruth, Harry y Graham regresaran a Vermont.
—Tiene que ser ahora o nunca —le dijo Eddie a Marion durante el desayuno—. Mañana se habrán marchado.
El largo tiempo que Marion necesitaba para vestirse era una indicación de lo nerviosa que estaba.
—¿A quién se parece? —le preguntó a Eddie.
Éste entendió mal la pregunta. Creía que ella se refería al aspecto que tenía Harry, pero le preguntaba por Graham. Eddie sabía que Marion temía el encuentro con Ruth, pero lo cierto era que también temía ver a Graham.
Por suerte, en opinión de Eddie, Graham no había heredado el aspecto lobuno de Allan. Definitivamente, el muchacho se parecía más a Ruth.
—Graham se parece a su madre —dijo Eddie, pero tampoco era eso lo que Marion había querido decir.
Se refería a cuál de sus hijos se parecía Graham, o si no tenía los rasgos de ninguno de ellos. Marion no temía ver a Graham, sino a una reencarnación de Thomas o Timothy.
La pesadumbre por los hijos perdidos no desaparece nunca; es una aflicción que sólo se suaviza un poco y eso sólo al cabo de mucho tiempo.
—Sé más concreto, Eddie, por favor. ¿Dirías que Graham se parece más a Thomas o a Timothy? Tengo que estar preparada.
A Eddie le habría gustado decirle que Graham no se parecía ni a Thomas ni a Timothy, pero recordaba mejor que Ruth las fotografías de sus hermanos muertos. En la cara redondeada de Graham, y en sus ojos oscuros y muy espaciados, había aquella expresión infantil de curiosidad y expectación que había reflejado el semblante del hijo más joven de Marion.
—Graham se parece a Timothy —admitió Eddie.
—Supongo que se le parece un poco —dijo Marion, pero Eddie supo que era otra pregunta.
—No, mucho. Se parece mucho a Timothy.
Aquella mañana Marion había elegido la misma falda gris, pero otro cuello cisne de cachemira, de color vino tinto, y en lugar de pañuelo se había puesto un sencillo collar, una delgada cadena de platino con un solo zafiro azul brillante, a juego con el color de sus ojos.
Primero se recogió el cabello, pero luego lo dejó caer sobre los hombros, sujetándolo con un pasador de carey para mantenerlo apartado de la cara. (Era un día de viento, frío pero hermoso.) Finalmente, cuando consideró que estaba lista para el encuentro, se negó a ponerse el abrigo.
—Estoy segura de que no estaremos mucho tiempo fuera —comentó.
Eddie, para dejar de pensar en la trascendental reunión, empezó a hablar de cómo podrían remodelar la casa de Ruth.
—Puesto que no te gustan las escaleras, podríamos convertir en un dormitorio el antiguo cuarto de trabajo de Ted en la planta baja —le dijo a Marion—. Podríamos ampliar el baño en el extremo del pasillo, y si convirtiéramos la entrada de la cocina en la entrada principal de la casa, el dormitorio de la planta baja quedaría muy íntimo.
Quería seguir hablando, decir cualquier cosa que impidiera a Marion imaginar hasta qué punto Graham podía parecerse a Timothy.
—Entre subir las escaleras y dormir en el llamado cuarto de trabajo de Ted… En fin, tendré que pensar en ello —dijo Marion—. Es posible que, al final, se me antoje un triunfo personal eso de dormir en la misma habitación donde mi ex marido sedujo a tantas mujeres desgraciadas, por no mencionar que las dibujaba y fotografiaba. Eso podría ser muy placentero, ahora que pienso en ello. —De repente, la idea la había animado—. Que me amen en esa habitación… e incluso, más adelante, que cuiden de mí en esa habitación. Sí, ¿por qué no? Incluso me gustaría morir en esa habitación. Pero ¿qué hacemos con la maldita pista de squash?
Marion no sabía que Ruth ya había transformado el primer piso del granero, ni tampoco que Ted había muerto allí. Sólo sabía que se suicidó en el granero, envenenándose con monóxido de carbono, y por ello siempre había supuesto que cuando murió estaba dentro de su coche, no en la condenada pista de squash.
Estos y otros detalles triviales tuvieron ocupados a Eddie y a Marion mientras enfilaban la Ocean Road de Bridgehampton y seguían por Sagaponack Road en dirección a Sagg Main Street. Era casi mediodía y el sol iluminaba la blanca piel de Marion, que todavía conservaba una suavidad notable. El sol la obligó a protegerse los ojos con la mano, antes de que Eddie bajara el parasol. El hexágono de incalculable luz brillaba como un faro en su ojo derecho y, bajo el sol, aquella mancha dorada hacía pasar el ojo del azul al verde. Mientras la miraba, Eddie supo que nunca volvería a separarse de ella.
—Hasta que la muerte nos separe, Marion —le dijo.
—Estaba pensando lo mismo —replicó ella.
Puso su delgada mano izquierda sobre el muslo derecho de Eddie, y la dejó allí mientras él giraba a la derecha de Sagg Main y entraba en Parsonage Lane.
—¡Dios mío! —exclamó Marion—. ¡Mira cuántas casas nuevas!
Muchas de las casas no eran en absoluto «nuevas», pero Eddie no podía imaginar cuántas de las llamadas casas nuevas habían levantado en Parsonage Lane desde 1958. Y cuando redujo la velocidad para enfilar el sendero de acceso a la casa de Ruth, el alto seto de aligustres asombró a Marion. El seto se alzaba por detrás de la casa y rodeaba la piscina, que sin duda estaba allí, aunque ella no podía verla desde el sendero.
—Aquel cabrón instaló una piscina, ¿eh? —le dijo a Eddie.
—Más bien es una especie de bonito estanque… No tiene trampolín.
—Y, claro, también hay una ducha externa —conjeturó ella. La mano le temblaba sobre el muslo de Eddie.
—Todo saldrá bien, ya lo verás —le aseguró él—. Te quiero, Marion.
Marion permaneció sentada en el coche y esperó a que Eddie le abriera la portezuela. Como había leído todos sus libros, sabía que a él le gustaba hacer esa clase de cosas.
Un hombre apuesto pero de aspecto rudo estaba partiendo leña junto a la puerta de la cocina.
—¡Vaya, desde luego parece fuerte! —dijo Marion mientras bajaba del coche y tomaba a Eddie del brazo—. ¿Es el policía de Ruth? ¿Cómo se llama?