Una mujer difícil (17 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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—Parece como si te repugnara —le dijo—. ¿Cómo te atreves…, cómo te atreves a detestarme?

Eddie se encontraba en una habitación desconocida. No sabía cómo ir a la sala con la gran araña de luces junto a la entrada, y cuando se volvió para mirar la puerta vidriera que daba al jardín, vio un laberinto de puertas abiertas, entre las que no distinguía la puerta por la que acababa de entrar.

—¿Por dónde salgo? —le preguntó a la señora Vaughn.

—¿Cómo te atreves a detestarme? —repitió ella—. Tú mismo llevas una vida despreciable, ¿no es cierto?

—Por favor, señora…, quiero volver a casa —le dijo Eddie. Tras haber pronunciado estas palabras, se dio cuenta de que lo decía en serio y que se refería a Exeter, New Hampshire, y no a Sagaponack. Eddie quería irse a su auténtica casa. Era una debilidad que acarrearía durante el resto de su vida: siempre se sentiría inclinado a llorar ante mujeres mayores, como una vez lloró ante Marion, como ahora empezaba a llorar ante la señora Vaughn.

Sin decir palabra, ella le tomó de la muñeca y le condujo a través del museo que era su casa hasta la estancia de la araña de luces, donde estaba la entrada. Su mano pequeña y fría le pareció la pata de un pájaro, como si un loro minúsculo o un periquito tirase de él. Cuando abrió la puerta y le hizo salir de un empujón, el viento cerró bruscamente varias puertas en el interior de la casa, y al volverse para decirle adiós, vio el súbito remolino de los terribles dibujos de Ted: el viento los había barrido de la mesa del comedor.

Eddie no podía hablar, como tampoco la señora Vaughn. Cuando ésta oyó el ruido de los dibujos que revoloteaban a sus espaldas, se volvió con rapidez, como aprestándose para un ataque, enfundada en la enorme bata blanca. En efecto, antes de que el viento volviera a cerrar la puerta principal, como un segundo escopetazo, la señora Vaughn estaba a punto de ser atacada. Sin duda comprobaría en aquellos dibujos hasta qué punto había permitido que la asaltaran.

—¿Dices que te tiró piedras? —le preguntó Marion a Eddie.

—Eran piedrecillas y la mayor parte alcanzaron al coche —admitió Eddie.

—¿Y te pidió que la llevaras en brazos?

—Estaba descalza —volvió a explicarle Eddie—. ¡Todo estaba lleno de cristales rotos!

—¿Y dejaste allí tu camiseta? ¿Por qué?

—Estaba hecha un asco…, era sólo una camiseta.

En cuanto a Ted, su conversación sobre el particular fue un poco diferente.

—¿Qué quería decir con eso de que el viernes tenía «todo el día»? —inquirió Ted—. ¿Acaso espera que me pase el día entero con ella?

—No lo sé —respondió el muchacho.

—¿Por qué creía que habías mirado los dibujos? ¿Hiciste eso, los miraste?

—No —mintió Eddie.

—¡Qué coño!, claro que los miraste —comentó Ted.

—La vi desnuda —dijo Eddie.

—¡No me digas! ¿Se te desnudó?

—Lo hizo sin querer —admitió Eddie—, pero la vi. Fue el viento, le abrió la bata.

—Cielo santo… —dijo Ted.

—Se quedó fuera de la casa, sin poder entrar, y el viento cerró la puerta. Dijo que querías que todas las puertas estuvieran cerradas y que el jardinero no anduviera por allí.

—¿Te dijo eso?

—Tuve que entrar a la fuerza en la casa —se quejó Eddie—. Rompí las puertas vidrieras con una piedra del estanque de los pájaros. Tuve que llevarla en brazos porque el suelo estaba lleno de cristales rotos. Tuve que dejar allí mi camiseta.

—¿A quién le importa tu camiseta? —gritó Ted—. ¡El viernes no puedo pasarme el día entero con ella! El viernes por la mañana me llevarás a su casa, pero tendrás que pasar a recogerme al cabo de tres cuartos de hora…, menos, ¡al cabo de media hora! No podría pasar tres cuartos de hora con esa loca.

—Tendrás que confiar en mí, Eddie —le dijo Marion—. Voy a decirte lo que vamos a hacer.

—De acuerdo —respondió Eddie.

No podía quitarse de la mente el peor de los dibujos. Quería hablarle a Marion del olor que despedía la señora Vaughn, pero no podía describirlo.

—El viernes por la mañana le llevarás a casa de la señora Vaughn, ¿no?

—¡Sí! Estará allí media hora.

—No, no estará allí media hora —replicó Marion—. Le dejarás allí y no volverás a buscarle. Sin coche, tardará casi todo el día en regresar a casa. Te apuesto lo que quieras a que la señora Vaughn no se ofrecerá para traerle en el suyo.

—Pero ¿qué hará Ted? —le preguntó Eddie.

—No debes temerle —le recordó Marion—. ¿Qué hará? Probablemente pensará que su único conocido en Southampton es el doctor Leonardis, con quien suele jugar al squash. Tardará media hora o tres cuartos en ir a pie hasta el consultorio del doctor Leonardis. ¿Y qué hará entonces? Tendrá que esperar durante todo el día, hasta que los pacientes del médico se hayan ido a casa, antes de que el médico pueda traerle aquí…, a menos que Ted conozca a alguno de los pacientes o a alguien que casualmente vaya en dirección a Sagaponack.

—Ted va a subirse por las paredes —le advirtió el muchacho.

—Tienes que confiar en mí, Eddie.

—Vale.

—Después de llevar a Ted a casa de la señora Vaughn, volverás aquí en busca de Ruth —siguió diciéndole Marion—. Entonces la llevarás al médico para que le quite los puntos. A continuación quiero que la lleves a la playa. Que se bañe para celebrar que le han quitado los puntos.

—Perdona —le interrumpió Eddie—, pero ¿por qué no la lleva a la playa una de las niñeras?

—El viernes no habrá ninguna niñera —le informó Marion—. Necesito todo el día, o todas las horas del día que puedas conseguirme, para estar aquí sola.

—Bueno —dijo Eddie, pero por primera vez notó que no confiaba del todo en Marion. Al fin y al cabo, él era su peón, y ese día ya había pasado la clase de jornada que puede pasar un peón—. Miré los dibujos de la señora Vaughn —le confesó a Marion.

—Qué barbaridad —dijo ella.

El muchacho no quería llorar de nuevo, pero permitió que ella le atrajera la cabeza hacia sus senos y que la retuviera allí mientras él se esforzaba por contarle lo que sentía.

—En esos dibujos no sólo estaba desnuda —empezó a decir.

—Lo sé —le susurró Marion, y le besó en lo alto de la cabeza.

—No sólo estaba desnuda —insistió Eddie—. Era como si pudieras ver todo aquello a lo que ha estado sometida. Parecía como si la hubieran torturado o algo por el estilo.

—Lo sé —dijo Marion—. No sabes cuánto lo siento…

—Y además el viento le abrió la bata y la vi —balbució Eddie—. Sólo la vi desnuda un instante, pero fue como si ya lo supiera todo de ella. —Entonces comprendió a qué olía la señora Vaughn—. Y cuando tuve que llevarla en brazos noté su olor, como el de las almohadas, pero más fuerte. Me dieron arcadas.

—¿A qué olía? —le preguntó Marion.

—Era un olor a algo muerto.

—Pobre señora Vaughn —dijo Marion.

El viernes, poco antes de las ocho de la mañana, hora en que Eddie recogió a Ted en la casa vagón para llevarlo a Southampton, a ese encuentro con la señora Vaughn que, según el escritor, sólo había de durar media hora, el muchacho estaba muy nervioso, y no sólo porque temía que Ted iba a estar más tiempo del que esperaba con la mujer. Marion había trazado una especie de guión de la jornada de Eddie, y éste tenía mucho que recordar.

Cuando hicieron un alto en la tienda de artículos generales de Sagaponack para tomar café, Eddie lo sabía todo acerca del camión de mudanzas aparcado allí y en cuya cabina dos hombres robustos tomaban café y leían la prensa de la mañana. Cuando Eddie regresara de casa de la señora Vaughn y llevara a Ruth al médico, Marion sabría dónde encontrar a los empleados de mudanzas. Éstos, al igual que Eddie, habían recibido instrucciones: debían esperar en la tienda hasta que Marion fuese a buscarlos. Ted, Ruth y las niñeras, cuyos servicios habían sido cancelados aquel día, no verían a los empleados de mudanzas.

Cuando Ted llegara de Southampton, los transportistas (y todo lo que Marion quería llevarse consigo) se habrían ido. Marion también habría desaparecido. Se lo había advertido previamente a Eddie, y éste debía explicárselo a Ted. Tal era el guión que el muchacho ensayaba una y otra vez camino de Southampton.

—Pero ¿quién va a explicárselo a Ruth? —le había preguntado Eddie, y entonces vio en la expresión de Marion aquel aura de distanciamiento que viera en ella cuando se interesó por el accidente.

Era evidente que Marion no había incluido en su guión la parte en la que alguien se lo explicaba todo a Ruth.

—Cuando Ted te pregunte adónde he ido, le dices que no lo sabes —le instruyó Marion.

—Pero ¿adónde vas? —inquirió Eddie.

—No lo sabes —repitió Marion—. Si Ted te pide con insistencia una respuesta más satisfactoria, a eso o a cualquier otra cosa, limítate a decirle que tendrá noticias de mi abogado. Él se lo dirá todo.

—Ah, estupendo —dijo Eddie.

—Y si te pega, pégale también. Por cierto, no te dará un puñetazo…, una bofetada como máximo, pero tú arréale con el puño. Dale un puñetazo en la nariz. Si le golpeas en la nariz se detendrá.

Pero ¿qué haría con Ruth? Los planes con respecto a la niña eran vagos. Si Ted empezaba a gritar, ¿hasta qué punto debería oírle Ruth? Si había una pelea, ¿hasta qué punto debería presenciarla la niña? Si las niñeras habían sido despedidas, Ruth tendría que quedarse o con Ted, o con Eddie, o con ambos. Lo más probable sería que estuviera trastornada.

—Si necesitas ayuda para cuidar de Ruth, puedes llamar a Alice —le sugirió Marion—. Le he dicho a Alice que tú o Ted podríais llamarla. Incluso le he dicho que llame a casa a media tarde, por si la necesitáis.

Alice era la niñera de la tarde, la guapa universitaria que tenía su propio coche. Eddie le recordó a Marion que, de todas las niñeras, aquélla era la que menos le gustaba.

—Será mejor que cambies un poco de idea —replicó Marion—. Si Ted te manda a paseo, y no veo por qué no habría de hacerlo, necesitarás que te lleven a Orient Point para tomar el transbordador. Ted tiene prohibido conducir, ya lo sabes… Claro que, aunque pudiera, no creo que quisiera llevarte.

—Ted me mandará a paseo y tendré que pedirle a Alice que me lleve —resumió Eddie.

Marion se limitó a darle un beso.

Por fin llegó el momento. Cuando Eddie se detuvo en el sendero de acceso a la casa de la señora Vaughn, en Gin Lane, Ted le dijo:

—Espérame aquí, porque no voy a aguantar media hora con esa mujer. Tal vez veinte minutos como mucho. Quizá diez…

—Me voy y vuelvo —mintió Eddie.

—Vuelve dentro de un cuarto de hora —dijo Ted.

Entonces reparó en las largas tiras de su habitual papel de dibujo. El viento hacía revolotear los fragmentos de sus dibujos, que habían sido hechos pedazos. La imponente barrera de aligustres había impedido que la mayor parte de los fragmentos llegaran a la calle, pero los setos estaban cubiertos de banderolas ondeantes y tiras de papel, como si los revoltosos invitados a un banquete de bodas hubieran sembrado de confeti improvisado la finca de los Vaughn.

Mientras Ted avanzaba a paso lento y agobiado, Eddie bajó del coche para observar. Incluso siguió a Ted un corto trecho. El patio estaba lleno de trozos de papel con dibujos de Ted, y el surtidor estaba obturado por un amasijo de papel. El agua de la pila tenía un color marrón grisáceo, una tonalidad sepia.

—La tinta de calamar… —dijo Ted en voz alta.

Eddie, caminando hacia atrás, retrocedía ya hacia el coche. Había visto al jardinero encaramado a una escalera de mano, retirando papeles del seto. El hombre los había mirado a los dos con el ceño fruncido, pero Ted no había reparado ni en el jardinero ni en la escalera. La tinta de calamar que ensuciaba el agua del surtidor le había atraído por completo la atención.

—Dios mío… —musitó mientras Eddie se marchaba.

En comparación con Ted, el jardinero vestía mejor. Ted siempre vestía con descuido, en general prendas arrugadas: tejanos, una camiseta de media manga metida bajo el pantalón y (aquella mañana de viernes algo fría) una camisa de franela sin abrochar que aleteaba al viento. Además, no se había afeitado, pues quería dar la peor impresión posible a la señora Vaughn. (Ted y sus dibujos ya habían causado la peor impresión posible al jardinero.)

—¡Que sean cinco minutos! —le gritó Ted a Eddie.

En vista de la larga jornada que tenía por delante, poco importaba que Eddie no le hubiera oído.

En Sagaponack, Marion había metido en una bolsa una toalla grande de playa para Ruth, la cual llevaba ya el bañador bajo los pantalones cortos y la camiseta. La bolsa contenía además toallas corrientes y dos mudas, incluidos unos pantalones largos y una sudadera.

—Puedes llevarla a almorzar donde te parezca —le dijo Marion a Eddie—. Recuerda que sólo come emparedados de queso a la plancha con patatas fritas.

—Y ketchup —puntualizó Ruth.

Marion intentó darle a Eddie un billete de diez dólares para la comida.

—Tengo dinero —replicó el muchacho, pero cuando éste se volvió para acomodar a Ruth en el Chevy, Marion le metió el billete en el bolsillo trasero derecho de los tejanos, y él recordó lo que había sentido la primera vez que ella le atrajo tirando de la cintura de sus pantalones, la sensación de los nudillos femeninos contra el vientre desnudo. Entonces le quitó la presilla del pantalón y le bajó la cremallera de la bragueta, un gesto que Eddie recordaría durante cinco o diez años cada vez que se desvistiera.

—Cariño —le dijo Marion a Ruth—, recuerda que no debes llorar cuando el médico te quite los puntos. Te prometo que no te hará ningún daño.

—¿Puedo quedarme los puntos? —le preguntó la niña.

—Supongo que sí… —replicó Marion

—Claro que puedes quedártelos —le aseguró Eddie.

—Hasta la vista, Eddie —dijo Marion.

Vestía pantalones cortos y zapatillas de tenis, aunque no jugaba al tenis, y una holgada camisa de franela que era de Ted y le iba demasiado grande. No llevaba sostén. Aquella mañana, a primera hora, cuando Eddie se marchaba para recoger a Ted en la casa vagón, Marion le había tomado la mano para aplicarla sobre su pecho desnudo. Pero cuando el muchacho intentó besarla, ella retrocedió. La sensación de su pecho permaneció en la mano derecha de Eddie, y ahí seguiría durante diez o quince años.

—Háblame de los puntos —le pidió Ruth a Eddie mientras él giraba a la izquierda.

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