Una mujer difícil (45 page)

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Authors: John Irving

BOOK: Una mujer difícil
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—¿Papá?

—Probablemente esté en la piscina —le dijo Scott, cuando ya se iba—. Suele bañarse a estas horas.

—¡Muchas gracias! —le gritó, y se dijo: «¡Oh, Allan, sálvame!». Confiaba en que nunca volvería a ver a Scott Saunders ni a ningún otro hombre como él.

El equipaje constaba de una maleta grande, una bolsa para trajes, y una maleta más pequeña que era su equipaje de mano cuando viajaba en avión. Empezó por llevar arriba la bolsa para trajes y la maleta más pequeña. Mucho tiempo atrás, cuando tenía nueve o diez años, dejó el dormitorio cuyo baño compartía con su padre para ocupar la más grande y alejada de las habitaciones para invitados. Era la habitación que Eddie O'Hare ocupó en el verano de 1958. A Ruth le gustaba debido a la distancia que la separaba del dormitorio de su padre, y también porque tenía su propio baño.

La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta, pero su padre no se encontraba allí. Ruth le llamó de nuevo al pasar ante la puerta ligeramente abierta. Como siempre, las fotografías en el largo corredor del piso de arriba atrajeron su atención.

Todos los ganchos para cuadros, que ella recordaba mejor que las fotos de sus hermanos muertos, estaban ahora cubiertos: sostenían centenares de insulsas fotografías de Ruth, en cada fase de su infancia y a lo largo de su juventud. A veces su padre salía en la foto, pero normalmente él era el fotógrafo. Con frecuencia Conchita Gómez aparecía en la foto con Ruth. Y luego estaban las innumerables fotos del seto, que servían para medir cuánto crecía un verano tras otro: Ruth y Eduardo, colocados en actitud solemne ante el aligustre cada vez más alto. Por mucho que Ruth creciera, el imparable seto creció más rápidamente, hasta que un día duplicó la altura de Eduardo. (En varias de las fotografías, éste parecía temer un poco al seto.) Y, por supuesto, también había algunas fotografías recientes de Ruth con Hannah.

Ruth bajaba descalza la escalera enmoquetada cuando oyó el chapoteo procedente de la piscina, que estaba detrás de la casa. No podía ver la piscina desde la escalera ni desde ninguno de los dormitorios del piso superior. Todos los dormitorios daban al sur y estaban diseñados para que desde ellos se viera el océano.

No había visto en el sendero más que el Volvo azul marino de su padre, pero suponía que el contrincante de squash de ese día vivía lo bastante cerca para haber venido en bicicleta, que le había pasado desapercibida.

El grado en que Scott Saunders la había tentado la dejó con la familiar sensación de inseguridad de sí misma. No quería ver a otro hombre aquel día, aunque mucho dudaba de que cualquier otro de los contrincantes de squash de su padre pudiera atraerla con la intensidad con que le había atraído el abogado pelirrojo.

En el vestíbulo agarró el asa de la maleta grande y empezó a subir la escalera, evitando ex profeso mirar la piscina, cosa que podía haber hecho al pasar por el comedor. El sonido del chapoteo la siguió sólo hasta la mitad de la escalera. Cuando hubiera deshecho el equipaje, el individuo, quienquiera que fuese, se habría ido. Pero Ruth era una viajera veterana y tardó muy poco tiempo en deshacer las maletas. Cuando terminó se puso el bañador, pensando que se daría un chapuzón después de que el adversario de su padre se marchara. Le gustaba nadar un rato cuando venía de la ciudad. Luego se ocuparía de la cena. Iba a prepararle una buena cena a su padre. Y luego hablarían.

Aún iba descalza, y recorría el pasillo del piso superior cuando, al pasar ante el dormitorio de su padre, cuya puerta estaba parcialmente abierta, una ráfaga de brisa marina cerró la puerta de golpe. Ruth pensó en buscar un libro o un zapato para mantener la puerta entreabierta y entró en el dormitorio. Lo primero que vio fue un zapato femenino de tacón alto, de un bonito color rosa asalmonado, que estaba en el suelo, y lo recogió. Era de piel de buena calidad, fabricado en Milán. Vio que la cama estaba sin hacer, y había un pequeño sujetador negro sobre las sábanas revueltas.

Así pues… su padre no estaba en la piscina con uno de sus contrincantes de squash. Examinó la prenda íntima con más atención, de una manera más crítica. Era un sujetador con cierre a presión, muy caro. Habría sido totalmente gratuito que Ruth usara uno de esos sostenes, pero la mujer que estaba en la piscina con su padre debía de haberlo considerado necesario. La mujer en cuestión tenía los senos pequeños, pues la talla de la prenda era una 32B.

Fue entonces cuando Ruth reconoció la maleta abierta en el suelo del dormitorio de su padre. Era una maleta de cuero marrón, muy desgastado, que se distinguía por su aspecto de haber viajado mucho, sus prácticos compartimientos y sus correas útiles y eficaces. Era la maleta que Hannah había utilizado desde que la conocía. («La maleta le daba a Hannah un aspecto de periodista mucho antes de que lo fuese», había escrito Ruth en su diario… no recordaba cuántos años atrás.)

Ruth se quedó tan paralizada en el dormitorio de su padre como se habría quedado si Hannah y Ted hubieran estado desnudos en la cama delante de ella. La brisa marina penetró de nuevo por la ventana del dormitorio y cerró la puerta a sus espaldas. Ruth se sintió como si se hubiera quedado encerrada en el interior de un armario. Si algo la hubiera rozado, un vestido en un colgador, por ejemplo, habría perdido el sentido o se habría puesto a gritar.

Hizo un esfuerzo por alcanzar el estado de serenidad en el que escribía sus novelas. Para ella una novela era como una casa grande y descuidada, una mansión desordenada. Su tarea consistía en hacer que la casa estuviera en condiciones de habitabilidad, en darle por lo menos una apariencia de orden. Sólo cuando escribía no tenía miedo.

Cuando Ruth tenía miedo, le costaba respirar, el miedo la paralizaba. De niña, la presencia repentina de una araña la dejaba inmóvil donde estaba. En una ocasión, detrás de una puerta cerrada, un perro al que no podía ver le ladró, y ella fue incapaz de quitar la mano del pomo.

Ahora el pensamiento de que Hannah estaba con su padre la dejó sin aliento. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme simplemente para moverse. Al principio lo hizo con mucha lentitud. Dobló el pequeño sujetador y lo depositó en la maleta abierta de Hannah. Encontró el otro zapato, que estaba debajo de la cama, y colocó el par de zapatos rosa asalmonado al lado de la maleta, donde no podrían pasar desapercibidos. Ruth sabía que dentro de poco las cosas iban a precipitarse, y no quería que, con las prisas, Hannah dejara allí cualquiera de sus pequeños objetos sexuales.

Antes de abandonar el dormitorio de su padre, miró la fotografía de sus hermanos muertos en la entrada del edificio principal de la escuela, y pensó que la memoria de Hannah no era tan notable como ella suponía cuando hablaron por teléfono.

«Así que Hannah me dejó plantada en la lectura porque estaba jodiendo con mi padre», se dijo. Subió al pasillo del piso superior y se quitó el bañador por el camino. Echó un vistazo a las dos habitaciones para invitados más pequeñas. Las dos camas estaban hechas, pero en una de ellas se percibía la depresión dejada por un cuerpo esbelto, y las almohadas estaban apretujadas en la cabecera. Desde aquella habitación Hannah la había telefoneado, susurrando para no despertar a su padre… después de habérselo tirado.

Ahora Ruth estaba desnuda y, con el bañador en la mano, recorrió el pasillo hasta llegar a su habitación. Allí se vistió con unas prendas más de su gusto: tejanos, uno de los buenos sujetadores que le había regalado Hannah y una camiseta negra de media manga. Para lo que se disponía a hacer, quería vestir su uniforme.

Entonces Ruth bajó a la cocina. Hannah, que era una cocinera perezosa pero práctica, se había propuesto freír rápidamente unas verduras, había cortado un pimiento rojo y amarillo, echándolo a un cuenco con unos trozos de brécol. Las verduras estaban ligeramente húmedas. Ruth probó una tira de pimiento y comprobó que les había echado sal y azúcar para que exudaran un poco. Recordó que ella le había enseñado a Hannah a hacer eso durante uno de los fines de semana que habían pasado juntas en la casa que Ruth tenía en Vermont, mientras se quejaban de los novios granujas.

Hannah también había pelado y reducido a pasta una raíz de jengibre. Había dejado sobre el mármol el wok y el aceite de cacahuete. Ruth echó un vistazo al frigorífico y vio un cuenco de gambas marinadas. Estaba familiarizada con la cena que Hannah iba a preparar, pues ella había servido la misma cena para Hannah y varios de sus amigos en numerosas ocasiones. Lo único que no estaba preparado para cocinarlo era el arroz.

Había dos botellas de vino blanco en el frigorífico. Ruth sacó una, la descorchó y se sirvió una copa. Fue al comedor y salió a la terraza. Cuando Hannah y su padre oyeron que la puerta se cerraba, se apresuraron a separarse y nadaron hasta el extremo profundo de la piscina. Habían estado agachados donde no cubría… o bien el padre de Ruth había estado agachado mientras Hannah se mecía en el agua, en su regazo.

Allá, en el extremo profundo, rodeadas de azul, sus cabezas eran pequeñas. Hannah parecía menos rubia que de ordinario, su cabello mojado era oscuro, como el de Ted. La espesa y ondulante cabellera del escritor había adquirido una tonalidad gris metálica, generosamente entreverada de blanco; pero en la piscina azul oscuro, su cabello mojado era casi negro.

La cabeza de Hannah estaba tan lustrosa como su cuerpo, y Ruth pensó que parecía una rata. Sus pequeños senos oscilaban mientras pedaleaba en el agua. Por la mente de Ruth cruzó una imagen: las tetas de Hannah podrían ser peces de un solo ojo y de movimientos rápidos.

—He llegado pronto —empezó a decir Hannah, pero Ruth la interrumpió.

—Anoche estabas aquí. Me llamaste después de haber jodido con mi padre. Yo podría haberte dicho que roncaba.

—Ruthie, no… —intervino su padre.

—Eres tú la que tiene un problema de jodienda, chica —replicó Hannah.

—Hannah, no… —dijo Ted.

—La mayoría de los países civilizados tienen leyes —siguió diciendo Ruth—. La mayoría de las sociedades se rigen por normas…

—¡Eso ya lo sé! —le gritó Hannah. Su rostro pequeño tenía una expresión menos confiada que de costumbre, pero tal vez sólo se debía a que no era una buena nadadora y no movía los pies en el agua con naturalidad.

—La mayoría de las familias siguen reglas, papá —le dijo Ruth a su padre—. Y la mayoría de los amigos también —añadió, dirigiéndose a Hannah.

—Muy bien, muy bien —replicó Hannah—. Soy la anarquía personificada.

—Nunca te disculpas, ¿eh?

—De acuerdo, perdona —dijo Hannah—. ¿Te sientes mejor así?

—Ha sido una casualidad…, no se trata de nada planeado —le explicó Ted a su hija.

—Eso debe de ser una novedad para ti, papá —comentó Ruth.

—Nos encontramos por casualidad en la ciudad —corroboró Hannah—. Le vi en la esquina de la Quinta y la Calle 59, junto al Sherry-Netherland. Estaba esperando que el semáforo se pusiera en verde.

—No tengo ninguna necesidad de saber los detalles —replicó Ruth.

—¡Siempre eres tan superior! —exclamó Hannah. Entonces empezó a toser—. ¡He de salir de esta jodida piscina antes de que me ahogue!

—También puedes salir de mi casa —le dijo Ruth—. Recoge tus cosas y lárgate.

La piscina carecía de escala, porque a Ted no le parecían estéticamente agradables. Hannah tuvo que ir a nado hasta el extremo menos hondo y subir los escalones, pasando por el lado de Ruth.

—¿Desde cuándo es tu casa? —inquirió—. Creía que era de tu padre.

—Hannah, no… —repitió Ted.

—Quiero que también te marches, papá, quiero estar a solas. He venido a casa para estar contigo y con mi mejor amiga, pero ahora quiero que os marchéis los dos.

—Sigo siendo tu mejor amiga, por el amor de Dios —le dijo Hannah mientras se ceñía una toalla.

«La ratita escuálida», pensó Ruth.

—Y yo todavía soy tu padre, Ruthie —añadió Ted—. No ha cambiado nada.

—Lo que ha cambiado es que no quiero veros —replicó Ruth—. No quiero dormir en la misma casa con ninguno de los dos.

—Ruthie, Ruthie.

—Ya te lo había dicho, Ted. Es una puñetera princesa, una prima donna. Tú fuiste el primero en consentirla, y ahora la consiente todo el mundo.

Así pues, también habían hablado de ella.

—Hannah, no… —volvió a decir el padre de Ruth.

Pero ella entró en la casa y dejó que se cerrara bruscamente la puerta mosquitera. Ted siguió pedaleando en el agua, en el extremo profundo de la piscina. Podía pasarse así el día entero.

—Tenía mucho de qué hablar contigo, papá —le dijo su hija.

—Todavía podemos hablar, Ruthie. No ha cambiado nada —dijo.

Ruth había apurado el vino. Miró la copa vacía y entonces la arrojó a la cabeza oscilante de su padre. No le alcanzó, ni mucho menos, y la copa se hundió en el agua, intacta y danzando, como una zapatilla de ballet, hacia el fondo de la piscina.

—Quiero estar sola —volvió a decirle a su padre—. Querías joder con Hannah, ¿no?… Pues ahora puedes marcharte con ella. Vamos… ¡vete con Hannah!

—Lo siento, Ruthie —dijo su padre, pero Ruth entró en la casa y le dejó allí, pedaleando en el agua.

Ruth estaba en la cocina. Las rodillas le temblaban un poco mientras lavaba el arroz y lo dejaba escurrirse en un colador, y pensaba que probablemente había perdido el apetito. Fue un alivio para ella que su padre y Hannah no intentaran hablarle de nuevo.

Oyó el sonido de los zapatos de tacón alto de su amiga en el vestíbulo. Imaginó lo bien que le sentaban aquellos zapatos rosa asalmonado a una rubia seductora. Entonces oyó el ruido del Volvo azul marino, los anchos neumáticos que aplastaban la grava del sendero. (En el verano de 1958, el sendero de acceso a la casa de los Cole en Sagaponack era de tierra, pero Eduardo Gómez convenció a Ted para que pusiera grava. Había sacado esa idea del infame sendero que había en la casa de la señora Vaughn.)

Desde la cocina, Ruth oyó que el Volvo se dirigía al oeste por Parsonage Lane. Tal vez su padre llevaría a Hannah de regreso a Nueva York. Tal vez se alojarían en el piso de Hannah. Ruth pensó que estarían demasiado azorados para pasar otra noche juntos. Pero aunque su padre podía ser tímido, nunca se mostraba azorado… ¡Y Hannah ni siquiera lo sentía! Probablemente irían al American Hotel de Sag Harbor, y la llamarían más tarde, lo harían los dos, aunque en distintos momentos. Ruth recordó que el contestador automático de su padre estaba desconectado. Decidió no responder al teléfono.

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