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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas

BOOK: Adorables criaturas
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Finales del siglo
XIX
. El dueño de una colonia industrial regresa de Inglaterra con una flamante esposa a la que dobla en edad. Es bella, antojadiza, y viene escoltada por su hermana, una curtida sufragista de costumbres licenciosas.

La vida transcurre ligera como una opereta. Pero la alegre melodía es engañosa. Oculta deseos inconfesables, frustraciones, ansias de rebelión, furia. El vals se corrompe y degrada, se convierte en una insidiosa pesadilla.

Dolores Payás

Adorables criaturas

ePUB v1.0

Crubiera
10.04.13

Dolores Payás, 2013.

Imagen portada: Cover Kitchen Co. Ltd

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

A Gustavo

What is important for me is understand.
I want to understand.
And if others understand
—in the same sense I have understood—
that gives me a sense of satisfaction,
like feeling at home.

HANNAH ARENDT

Serenata nocturna

El primer alarido fulminó cualquier atisbo civilizado de la velada. Brotó abrupto, violento, estupefacto. Nadie, menos aún su voceadora, había esperado tanto dolor.

Las aguas reventaron, el suelo se llenó de mucosidad, líquidos, sangre. Enmudeció en seco el piano. La banqueta dio un brinco, volcó y aterrizó patas arriba.

Hubo pasos precipitados, ofertas de ayuda. Emergencia. Un bastidor de bordar caído y pisoteado. El graznido de unas aves aterradas. El periódico del día abandonado encima de una silla.

Pasaron las horas. Mechas y velas parpadearon, crepitó el aceite. Las lámparas menguaron y murieron, la escena se cubrió de sombras.

Al principio habían sido cuatro gritos por vuelta de reloj. Después fueron cinco, seis, siete y lo que pareció un sinfín. Nadie durmió. A lo sumo hubo algunas cabezadas entre picos de extrema tensión. Cada grito era una protesta renovada. Un sobresalto y un traspasar de tímpanos. Contracción, distensión. La naturaleza seguía su camino. Excavaba su túnel de salida. Milímetro a milímetro, desgarro tras desgarro. Y así, hasta el lucero del alba.

ACTO PRIMERO
Asciende el telón

El salón se declinaba en femenino radical. Ninguna contención, nula coherencia. En él se acumulaban toda suerte de muebles y fruslerías. Mesitas repletas de cachivaches, porcelanas. Taburetes y reposapiés ahogados entre helechos y aspidistras. Una otomana, sillones, cojines, alfombras. Y el piano de gran cola, con su caja abierta, presidiendo la algarabía. En las paredes, un frondoso papel con dibujos de follaje estival departía con acuarelas de ruinas falsas, bodegones floridos y paisajes exóticos. Novelas, catálogos de semillas y magazines de moda descansaban sobre las escasas superficies libres. Una enorme lámpara de lágrimas diamantinas colgaba del techo, y en su jaula dorada runruneaban dos aves paradisíacas de plumaje tornasolado.

Una decoración moderna a rabiar. No quitaba las muchas horas de plumero que requería. Polvo real, polvo potencial, si lo sabría ella… Se había quedado varada en la puerta, tenía serias dudas sobre cuáles debían ser sus tareas en esa precisa mañana. Se llamaba Elena, era muy joven y menuda, de piel clara y rostro diminuto. Su moño tirante, coronado por una cofia blanca, apenas asomaba tras la pila de toallas y paños limpios que cargaba en brazos.

Estaba abobada por la falta de sueño. Dejó la montaña de ropa sobre la otomana y contempló sus alrededores con los ojos velados por un bostezo descomunal. Recogió el primoroso bordado del suelo casi a tientas. Al cerrar la boca le llegó un tufo leve pero punzante. La habitación había estado cerrada toda la noche, olía a sangre estancada. Se dirigió a los grandes ventanales y los abrió. Una brisa alegre ahuecó al instante los visillos blancos de gasa. Le acariciaron las mejillas con una cosquilla mañanera. Afuera, el jardín se dejaba acunar por los primeros rayos de sol.

Aquel edén, rebuscado y artificioso, cautivaba su cabecita llena de pájaros. Una cascada hacía piruetas varias desde lo alto de una rocalla. El agua que traía burbujeaba sobre el estanque, retozando entre lirios tiesos, plácidos nenúfares y peces de cristal. Cactus, pitas y plantas carnosas se aferraban a las grietas de las piedras volcánicas. Los altivos penachos de las palmeras mitigaban la languidez de un sauce llorón que arrastraba su cabellera con displicencia. Era tan bonito, tan romántico (y el mantenimiento no corría a su cargo).

Un nuevo grito de la parturienta la descabalgó de sus fantasías. Volvió a cargar con los trapos y salió volando de la sala.

Se dirigió con pies ligeros hacia la escalera señorial que arrancaba del vestíbulo, gran distribuidor alrededor del cual se repartían las habitaciones de la planta baja. Desde arriba llegaban voces apremiantes, ajetreo. Aceleró, llegó al pasillo saltando los escalones de dos en dos. Se acercó a una de las puertas y alargó la mano hacia el pomo, con la pila de ropa en precario equilibrio. No consiguió completar la acción, la hoja se abrió desde adentro trayéndole un alarido más penetrante que los demás. Soltó un respingo, mientras toallas y paños se desmoronaban a sus pies bloqueando el paso a las dos mujeres que habían aparecido.

La cocinera la miró con irritación mal contenida, las pupilas centelleando desde un rostro lunar barnizado de sudor.

—Muévete —urgió con voz imperiosa—. El doctor necesita paños limpios.

La boca de la criadita hizo un puchero pero su cuerpo se agachó, obediente. Rita se apiadó de ella y le acarició la coronilla. Era una treintañera tostada de cuerpo rotundo y natural bondadoso, aunque viviera a merced de un temperamento mercurial que ni su buena voluntad ni el paso de los años conseguían domeñar. La acompañaba Juana, segunda doncella de la casa y réplica de Elena: similar moño tirante, idéntica boquita fruncida, la misma escualidez de ratón pálido y laborioso. Entre las dos acarreaban una pesada palangana llena de trapos tintados de sangre. Se la llevaron a toda prisa, trotando escaleras abajo a trompicones y saltos incongruentes, las diferencias de estatura y volumen no posibilitaban un transporte más armonizado.

Los aullidos en serie, casi solapados, que acompañaron su trayecto les hicieron apretar aún más el paso. De modo que atravesaron el hall, de camino a la cocina, casi al galope. Atrás dejaron la puerta de la biblioteca. Estaba tan sólo ajustada. La brillante luz de la mañana que iluminaba su interior se apagaba a intervalos muy precisos cuando una silueta negra cruzaba, desasosegada y veloz, frente a la rendija abierta.

Si el salón se declinaba en femenino, el despacho biblioteca era territorio masculino por excelencia. También allí prevalecía la acumulación de objetos, pero su exhibición seguía una pauta racional. Cientos de libros perfectamente alineados tapizaban gran parte del espacio, sus tonos neutros se mimetizaban con el nogal. En las paredes de color tabaco colgaban grabados que representaban ruecas, telares en distintas fases evolutivas y otros hitos de la industria textil. La nota cromática la daban algunas veleidades de coleccionista diseminadas por estantes y muros. Lepidópteros iridiscentes y coloridos escarabajos de la Amazonia dormían un sueño de alcanfor en cajas de madera tropical. Desde la repisa de la chimenea, los ojos vidriosos de unos cuantos mamíferos menores pasados por taxidermia escudriñaban la habitación con expresión de perpetua sorpresa.

Sobre el roble encerado del despacho había papeles, plumillas y tintero, todo ello en posición armónica. Dos sillones de cuero amostazado, simétricos y bien alineados, se calentaban al rescoldo de un hogar en el que el fuego ya se había transformado en brasa.

En la estancia había vida, movimiento. La habitaban pasos nerviosos, corrientes de aire, atisbos de una inquieta presencia masculina. El hombre iba y venía, bebía de una copa de coñac a medio vaciar. Esperaba y desesperaba. Hubiera deseado que su consorte fuera menos destemplada, más estoica. O, al menos, que sus lamentos tuvieran otra música. Denotaban tanta furia como dolor. Desde luego, muy poca conformidad con el destino.

Se detuvo frente a un cuadro de mariposas levemente torcido. Levantó una mano para enderezarlo, y el mudo reproche se dirigía tanto al cuadro como a la voz que le obsequió con un alarido más sostenido que los demás. Pero de súbito se hizo un profundo silencio. Y el gesto quedó congelado en plena acción.

Afuera, la sirena de la fábrica anunció el inicio de la jornada laboral. Aún reverberaban sus notas agudas cuando el llanto del recién nacido voló por la mansión. Con un suspiro liberador la mano terminó lo que había empezado, y el cuadro quedó colocado a gusto de su propietario.

El primogénito

Un poco más tarde, el fuego reavivado de la biblioteca calentaba a dos caballeros apoltronados y satisfechos.

El doctor Samuel había sobrepasado con creces la juventud pero no resultaba fácil adjudicarle un número de años cumplidos. Su rostro de mejillas rechonchas bien podía esconder entre cinco o seis décadas, aunque no más, pues la mirada que se abría paso entre las turgencias tenía el brillo de quien aún disfruta del mundo y sus placeres. Nunca mejor dicho, las carnes del doctor habían sido adquiridas a fuerza de comer mucho y moverse en forma inversamente proporcional: poco o nada.

La edad del médico no era lo único que había quedado en el aire. A los kilos sobrantes sumaba una gestualidad barroca que solía desplegarse arropada por una voz más en tesitura de mezzosoprano que de tenor. El resultado final de tanto componente blando era un personaje de morfología imprecisa y aires eunucos. Lejos de ser un defecto, semejante ambigüedad convenía a un profesional que trataba con damas de nervios ultradelicados (ninguna de las cuales sabía remotamente lo que era un eunuco). De ahí que él mismo cultivara sus rasgos afeminados sin complejos, casi con coquetería. Ni siquiera hacía un secreto de la artimaña que usaba para esconder su calvicie. Su único manojo superviviente de pelo nacía en la nuca. Le sacaba el máximo rendimiento dejándolo crecer y conduciéndolo en sentido contrario con abundante brillantina, de tal modo que le cubría el cráneo descascarillado, e incluso alcanzaba para esbozarle un flequillo.

A su lado, y por oposición, el dueño de la casa desprendía una virilidad sustanciosa. León de Ubach acababa de cumplir unos espléndidos cincuenta en pleno vigor mental y excelente salud. Era bien parecido en el sentido más canónico del término: piernas largas, hombros altos y bien estructurados, cintura estática, los gramos justos en el abdomen. Ningún riesgo de pérdida capilar por ahora, nariz de rectitud discreta y ojos castaños de expresión inteligente, todo ello rematado por una escarolada barba
à la page
. En suma, un señor de mundo, elegante y firme, como correspondía a alguien adscrito a la clase dirigente. Sólo se le hubiera podido reprochar una apariencia en exceso cuidada, pues un golpe de peine más y ya no podría eludir la acusación de ser atildado. Pero la crítica hubiera sido injusta ese día. Las excepcionales circunstancias recién vividas se habían traducido en un transitorio relajamiento de costumbres. Prescindiendo de formalidades, él y su acompañante estaban en mangas de camisa. La mano del doctor sostenía una copa llena, la del dueño de la casa hacía otro tanto con un puro encendido.

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