El socio más joven del casino había oído algunas campanadas procedentes de Viena y apuntó a una chifladura apelada ninfomanía. Esta dolencia, explicó con pedantería juvenil, se manifestaba en síndromes polifacéticos y prácticas muy originales. Bastante más que las habilidades archiconocidas de las empleadas del único burdel de la zona, visitado por todos los socios del club con prudente regularidad. La golosa información, cargada con sus imprescindibles hipérboles, recorrió todas las dependencias del edificio en una sola tarde. A la mañana siguiente, León entró en el salón de fumar y una masa brillante de retinas se levantó para posarse en él. Había centelleos para todos los gustos; de burla, risueños o de desprecio. Incluso un viejo prócer de la ciudad, que ya estaba un poco gagá, le guiñó el ojo. Fue un parpadeo muy rápido, y una certera patada dada bajo la mesa por su compañero de timba impidió que se repitiera el gesto de complicidad gamberra. Está de más jurar que nadie dijo esta boca es mía. Se reprimieron las formas, pero no los sueños ni las ilusiones. El ídolo tenía pies de barro, la dama no era tal. Inés de Ubach, hasta entonces beldad casta y prohibida, pasó a poblar, ya sin complejos, las fantasías pornográficas de no pocos de aquellos caballeros. Una ninfómana local era lo que le faltaba a la comarca para adentrarse en las corrientes del pensamiento contemporáneo.
Macario quedó sobrecogido al ver el estado en que se encontraba la señora de la casa. Le habían llamado a primera hora de la tarde para que la transportara en brazos hasta el baño. La halló desdibujada y exangüe, un claroscuro extraviado en los barrancos de su inmensa cama. Se dispuso a levantarla bajo la vigilante mirada de la institutriz. No las tenía todas consigo, la semana anterior, en pleno desafuero nocturno, una jabalina de lumbago le había dejado clavado en posición poco airosa ahora. Emprendió la maniobra con tiento. Temía oír el chasquido precursor que pudiera plegarlo otra vez. Sus miedos se demostraron infundados. La izó como a un polluelo, pesaba una levedad.
La
miss
cuidó de que la operación se realizara con recato y arregló la camisa en torno al ama para que no apuntara ni un trocito de sus piernas. Como si a él pudieran inspirarle las melancólicas varillas de garza cuyas tibias y peronés se le clavaban en el antebrazo. Estando como estaba, sanamente echado a perder por los volúmenes de su amante, cada vez más torneada y metida en quintales. Ninguna protesta al respecto, se dijo entre paréntesis. Valoraba más la cantidad que la calidad, amontonar carne era uno de sus afanes. Aunque el trastorno lumbar era un toque de atención. Habría que ir ideando nuevas posturas.
La nodriza fisgaba por una ranura de la puerta. ¿Estarían tratando de robarle su felicidad? Se había avezado a tener a la mujer ángel a mano. Cierto que pocos días después de su llegada un obrero había atornillado un pestillo en el marco del dormitorio contiguo, pero desde hacía unas semanas nadie se acordaba ya de correrlo. Y ahora la hermosa señora permanecía siempre inmóvil y silenciosa a pocos metros de ella. Tendida todo el rato en la cama; remullida, suave y perfumada. Podía sentir su cercanía, contemplarla tantas veces como se le antojara, sobre todo cuando la casa se replegaba en la oscuridad. Con eso le bastaba. Con eso, y sus tesoros, y la comida y el vino.
Salieron todos del cuarto rojo, y se apresuró hacia la otra puerta, la que daba al corredor, para ver adónde iban. El pequeño séquito cruzó delante de ella, recorrió el pasillo y torció al fondo a la derecha. Se tranquilizó. Cuando la señora entraba en aquel lugar regresaba al poco rato sana, salva, y oliendo mejor que antes. Lo que la había alarmado es que la llevaran en brazos. Hasta entonces, aunque con ayuda, siempre había ido por su propio pie.
Macario depositó a la enferma al lado de la bañera y tomó las de Villadiego sin aguardar a que se lo pidieran. Su desnutrición le había deprimido, bajaba corriendo a la cocina para resarcirse de tan descorazonadora visión.
El
water closet
y el cuarto de baño de los Ubach compartían modernidad, pero nada más. El primero sólo albergaba el bol donde se cumplían funciones vergonzantes. El segundo apuntaba a instancias civilizadas. Era grande, luminoso y sus instalaciones no tenían parangón en kilómetros a la redonda. La bañera y el lavabo estaban incrustados en suntuosos muebles de caoba con marquetería de inspiración pompeyana, los grifos niquelados brotaban de las baldosas esmeriladas como por arte de magia.
El agua tibia aguardaba. Miss Lucy recogió la cabellera de Inés en un moño alto para que no se le mojara, después le quitó la camisa. Evitó mirar su cuerpo desnudo. No era ya una cuestión de pudor sino de congoja. El estudiante más torpe de anatomía hubiera sido capaz de enumerar todos los elementos de aquel esqueleto. Costillas, clavículas y hombros se proyectaban hacia el exterior, los armoniosos contornos de antaño se habían degradado a un croquis de aristas y ángulos. La ayudó a acomodarse, le puso una toalla enrollada a modo de cojín bajo la cabeza. Ella se lo agradeció con una leve sonrisa. El baño semanal rememoraba un ritual placentero. Antes de enfermar solía pasar horas inmersa entre aceites fragantes y pétalos de rosa desecados.
El agua le rozaba el nacimiento del pelo en la nuca. Entrecerró los ojos y los fijó en su silueta, medio asomando entre transparencias líquidas. Puede que su delgadez fuera penosa para los demás, no así para ella. Se veía estilizada y bella: una ondina, una musa prerrafaelita, la virgen delicada de un tríptico medieval, la figura primorosa con cinturita mínima de una jarra helénica… El complacido repaso de antepasadas estéticas se interrumpió de forma abrupta porque la elegante concavidad de su vientre empezó a hundirse en una nube sucia y lodosa. Le siguieron las piernas y los pies, los senos y brazos, hasta que toda ella se volatilizó, enterrada bajo una tumba arcillosa. Pensó que estaba muriendo, eso explicaría la radical supresión de su ente sólido. Pero los ojos cumplían con la función habitual. Veían con claridad, asistían a su propio fin. Trató de moverse, no fue capaz. El pánico había trocado su alucinación en hecho verdadero. Estaba yerta, no existía. Probó a gritar, tampoco pudo. Sus agarrotadas cuerdas vocales sólo emitieron sonidos guturales.
Las nubes se habían ido apilando a lo largo del día. El agua cayó a plomo, y sus flechas restallaron con ira sobre las ventanas. Hacía varias semanas que no llovía, el cielo se vengaba del ayuno impuesto con desmesura teatral. El fragor del primer trueno se propagó por paredes y tabiques cuando miss Lucy se arrodilló para calmar a la muchacha. La gobernanta maldijo su oportunidad. Un dramaturgo no hubiera sabido crear acompañamiento sonoro tan bien emplazado; aquella borrasca monzónica agudizaba el miedo cerval de su ahijada. Y, sin embargo, lo sucedido tenía una explicación tirando más bien a ridícula.
A Samuel le había dado por pensar que la visión de su propio cuerpo desnudo causaba estragos en el debilitado sistema nervioso de Inés. Primero decretó que se la metiera en la bañera con el camisón puesto. Él en persona asistió al evento, analizando las reacciones de la enferma con mirada penetrante. A ojos de cualquier extraño, la sesión fue inocente. La tela de la túnica se pegó a la piel de la bañista y ella permaneció quietecita en el agua, con los ojos clavados en el techo y las palmas de las manos vueltas hacia arriba, sobrevolando la superficie del agua. Sin embargo, el doctor concluyó que esta calma chicha era mendaz. En realidad, se dijo, los atisbos del cuerpo medio velados por la tela mojada avivaban aún más los ardores que él pretendía sofocar. El baño encamisado no funcionaba. Había que buscar otra solución. Aquella noche expuso el dilema en el lecho materno y su apañada progenitora le sugirió emborronar el agua con pigmentos oscuros. Cualquier pintor de brocha gorda se los daría por cuatro cuartos.
Miss Lucy había vertido el tarro de polvos terrosos en el agua, igual que otras veces había dejado caer esencias o flores. Desconocía por qué debía enturbiar el agua, ella sólo recibía órdenes, pero entendió que aquello, si bien una bobada, era algo inocuo. No había motivo para asustarse, repetía, una, dos, tres veces, al lado de la bañera. Pero la mente de su aterrorizada y quebradiza ahijada ya no codificaba un solo dato racional.
Los gemidos de la enferma eran apagados. No se oyeron en el piso de abajo ni en la cocina, pero viajaron por el corredor hasta llegar al cuarto de la nodriza. Siendo vecina de habitación, ella había oído quejas similares en otras ocasiones, mas nunca en este tono. Y algo, en su timbre, la zarandeó de angustia. Cerró de golpe la puerta que daba al pasillo y buscó amparo en el otro extremo de la estancia. Se arrebujó en el suelo, aplastada contra una esquina. Se tapó el rostro y las orejas con la falda vuelta del revés. Pero la cantinela lúgubre atravesó el tejido, horadó su oído y se metió en lo más hondo de su cerebro, removiendo musgo y limo. Afuera, un rayo se desplomó sobre los árboles que bebían del río y la tierra crepitó en un asomo de incendio. El agua abortó el fuego pero la virulencia del ataque sacudió la ladera, y su fogonazo de luz parpadeó sobre la colonia.
El tupido paño negro le impidió ver que la habitación se iluminaba y luego eclipsaba. Fue un espacio de tiempo no mayor que un parpadeo. Pero cuando descubrió su rostro, las cintas y encajes de la cuna pendían como oscuros colgajos mortuorios y los alegres azules que la rodeaban tenían los sombríos tonos del endrino, esas bayas ásperas y ácidas que ella le arrancaba al bosque.
Después de que la turba enfurecida quemara su choza inició un éxodo miserable, sin fin. Peregrinó por pueblos, campos de labranza y granjas. La miseria no engendra dadivosidad. Fue repudiada en todas partes y las más veces de modo agresivo. Deambuló de un paraje a otro sin osar asentarse en ninguno. Procuraba no dejarse ver. Se mantenía lo más alejada posible de los lugares habitados, había llegado a temer la furia humana más que cualquier otra cosa en el mundo. Casi siempre permanecía oculta en el bosque. En él se había criado, allí tenía más posibilidades de sobrevivir que en cualquier otra parte. Los árboles y las piedras no la dañarían. Ella y la niña se alimentaban de raíces, frutas silvestres y alguna rata de campo, cuando se presentaba la ocasión. Pero el invierno fue largo e inclemente, y llegó el día en que bajo el caparazón de hielo y escarcha ya no se hallaba nada. Tendrían que hurtar comida, si es que la había en alguna parte. Porque aquel año toda la región gusaneaba, asolada por la hambruna.
Apostada tras unos matorrales, pasó horas y horas acechando un corral de cerdos próximo a una cabaña. Por fin divisó a una figura femenina acercándose con la palangana llena de sobrantes: corazones de manzana, peladuras de patatas, cebada para espesar la mezcla. La chica, tendría más o menos su misma edad, arrojó el rancho en el abrevadero y emprendió el regreso a casa. El aire era de limpio acero, pudo seguir la senda que trazaba su respiración convertida en vapor. Vio cómo se alejaba, empujaba la puerta y desaparecía. El gas blanco de su aliento se mezcló con las volutas de humo grisáceo que escapaban a través del entramado pajizo de la casa.
Echó a correr hacia el cercado, saltó la valla. El estiércol tibio y el fango helado la engulleron hasta las pantorrillas. Los animales la recibieron sin entusiasmo; era una intrusa, una competidora. Las costras mugrosas de sus hocicos se cuartearon mostrando hileras de dientes amenazadores. Ella no se arredró ni rehuyó el combate. Los apartó a golpes y empujones, disputándoles el puré apelmazado, llevándoselo a la boca a puñados. La pasta de cebada le goteó por la barbilla, le embadurnó cuello y pecho. Aquietado el primer furor, ofreció comida a su escuálida hija. Había permanecido al otro lado de la cerca y no alargó la mano para coger lo único que la separaba de la extinción. Tenía los ojos empañados, velados por una membrana cristalina. Lo sensato hubiera sido dejarla atrás, y no entonces sino mucho antes, cuando empezó a huir de los hombres. Pero no lo había hecho.
Buscó una cueva emboscada y la depositó allí. Robó leña. Encendió un fuego y esperó. El instinto le dictaba que esta hija partiera en paz, acostada y con algo de calor en las cercanías. Ni siquiera ella comprendía el porqué de ese mínimo poso de humanidad. La otra cría se le había quedado transida sobre la marcha, la boca aferrada a un pezón del que ya no manaba nada. No le importó. Al principio había puesto esperanzas en aquel varón pero pronto vio que se estaba criando esmirriado y enclenque. Le hubiera sacado poco provecho. Escarbó la tierra bajo un roble grande y lo encajó entre sus raíces. Cubrió el lugar con losas pesadas para que los animales tardaran más en dar con él.
Pasaron las horas. Los quejidos cavernosos de la niña se disolvían en el crepitar, cada vez más quedo, de la hoguera. Ambos se fueron apagando al unísono, y se hizo el silencio. Enterró a la hija en la tierra tibia, poniéndole brasas aún calientes encima. Su descanso sería menos frío, no había otro homenaje que pudiera ofrecerle. No la lloró, aunque sí sintió una punzada de desasosiego. Tan sólo eso, no más. Había protegido a la niña por un milagro azaroso. También los afectos se aprenden, ella no había tenido quien le enseñara.
Afuera, la lluvia arreció y un denso telón de agua clausuró la entrada del triste mausoleo. Dudoso que fuera un manto compasivo. Los cielos se perdían en tinieblas infinitas. Los dioses habían desertado largo tiempo atrás, el universo aplastaba a sus ínfimas criaturas.
León fue el primero en irrumpir, su dormitorio amarillo estaba sólo unas puertas más allá. En seguida llegaron miss Lucy, las doncellitas, la cocinera y Macario, todos ellos tropezándose, descalzos y en distintos grados de desaliño nocturno. Bajo la luz vacilante de las velas y mechas de aceite, la escena tenía un corte irreal, fantasmagórico.
Inés de Ubach estaba encima de la cama formando un arco perfecto, apuntalada en un extremo por los talones de los pies y en el otro por la coronilla. La camisa se le había subido hasta medio cuerpo, dejando piernas y nalgas a la vista. El extraño círculo cortado de su posición le daba un aire entre esperpéntico y goyesco. Pese a su rigidez, no permanecía inmóvil sino que se revolvía, manoteando en el vacío. Gritaba como si la estuvieran degollando.
En el estupor del momento, nadie se preguntó por qué Macario estaba en ropa de noche y en la casa principal cuando su dormitorio se encontraba encima de la cochera. Su presencia era providencial, con eso bastaba. El dueño de la casa pudo darle la orden sin tardanza: sacar de la cama al doctor Samuel. También fue el amo quien mandó al resto del servicio de vuelta inmediata a las buhardillas. Y a miss Lucy al cuarto contiguo para ver qué pasaba. Los aullidos del niño se habían sumado a los de la madre, la atmósfera de matadero municipal era insoportable.