Miss Lucy no hizo una sola mención a la histeria, los furores uterinos, el onanismo o los delirios sensoriales. Y no fue por censurarse. Sencillamente, nunca había visto u oído nada en este sentido. Nadie le había comunicado el diagnóstico médico oficial. Atribuía los trastornos de su pupila a una entelequia nerviosa sin nomenclatura.
La gobernanta no era la única que estaba en Babia respecto a ciertos matices de la enfermedad de Inés. De hecho, ella y el doctor compartían ignorancias en igual medida. Y sus respectivos lapsos se distribuían con equidad, mediante una fórmula de estupenda simetría. Miss Lucy se habría quedado consternada de haber conocido las funciones eróticas que su pupila representaba en honor del médico de familia. Y el doctor habría quedado noqueado de haber sabido que entre visita y visita la paciente se comportaba con la castidad de una monja de clausura.
Entre estas informaciones y desinformaciones, Tessa concluyó que los «nervios» de Inés, sin haber mejorado, tampoco habían empeorado. Su debilidad física se debía al encierro, a la dieta y a las muchas horas de horizontalidad. Unos días de vida normal, comida sana y aire libre obrarían el milagro de su recuperación. Lucy se mostró conforme. Reconfortaba escuchar una réplica de su propio sentido común en la voz segura de su ahijada mayor.
Pasadas las primeras veinticuatro horas, sin embargo, las albricias iniciales se vieron turbadas por el embrión de un desasosiego. Era una minúscula semilla, casi invisible, que comenzaba a germinar. Las dos mujeres la percibieron al mismo tiempo, pero no discernían con exactitud de qué se trataba o cuál era su grado de malignidad. Ninguna quería preocupar más de la cuenta a la otra. Y se callaron sus respectivas inquietudes.
Tessa observaba con atención a Inés. La rodeaba una reserva inédita, un velo de hermetismo. Arañó la superficie, quería saber. Pero su hermana escurría el bulto. A menudo se escudaba en la repugnancia que sentía por aquella campesina muda. Otras veces capeaba sus preguntas yéndose por ramas huecas. Y otras decía haber divisado la barca de Caronte navegando hacia ella, segura de que iba a morir. Recibía las críticas a su médico con tibieza, sin pronunciarse. Dudaba, y Tessa era consciente de que sólo su presencia contenía otro posible derrumbe, seguido de una rendición definitiva al inescrupuloso galeno. Pero si se diera otro colapso ella se vería impotente. Su influencia era limitada. Y temporal, no tenía previsto asumir la vida de otra persona. Nadie pondría en riesgo su libertad, había pagado un precio muy alto por ella.
La alentó a centrarse más en el niño. Su amor por él debería anclarla en la realidad. Contrarrestar la facilidad con que huía a planetas fantasiosos para esquivar los retos que la cercaban en la madre Tierra. Después de su propio extravío, Tessa estaba mejor aparejada para comprenderla. Inés y ella serían muy distintas, pero los últimos eventos habían probado que compartían un número no desdeñable de genes. Deseaba relatarle su descalabro. Pero era púdica, incapaz de entrar a bocajarro en un asunto que requería una manifestación ostentosa de emociones privadas.
La oportunidad surgió la tercera tarde. Habían salido al jardín pertrechadas con una sombrilla —la posibilidad de una peca mortificaba a la convaleciente— y el sobrino. Tessa acarreaba a este último, las fuerzas de su madre daban sólo para el parasol. Los kilos del mocoso eran acumulativos, a cada trecho pesaban más. Sugirió un alto en el muro bajo que contenía el estanque. El paseo había sido corto, no llegaron ni a ver los cristales del invernadero. Cierto que Inés avistó un plumero verde rascando el cielo por encima de las palmeras, pero no reconoció a la modesta bombacácea que había cruzado el canal de la Mancha con ella dos años atrás. Aunque hacía semanas que se había desentendido del jardín, por unos instantes renació la curiosidad botánica. Pero su interés no duró lo bastante como para llevarla a hacer averiguaciones posteriores. De haberlas hecho, Macario le habría explicado que el árbol se espigaba y crecía a un ritmo desaforado. Él se había acercado en un par de ocasiones armado con la sierra, pero el vegetal le inspiraba una desazón supersticiosa. No se animaba a bregar con algo tan alejado de sus entendederas.
Acomodaron al pequeño Buda entre las dos, con los pies desnudos intercalados entre nenúfares y lirios acuáticos. El sol descendía, arrancando irisaciones a la espuma que rutilaba en el salto de agua. Los delicados cálices flotantes, alba y rosa, empezaban a cerrarse. Sus arcos ojivales se juntaban, dentro de unos minutos serían sólo pequeños puños sellados. Era tiempo de esconder su hermoso despliegue a ojos del mundo. Y en buena hora; unas hélices menudas agitaban el agua, peligroso ataque. Era el niño, acababa de redescubrir el primigenio placer de patalear en un medio líquido. A lo lejos, la cocinera abría la puerta de la cocina. Una sombra corpulenta y varonil se arrimó a ella. Hubo roces y estrujamientos, el simulacro de una reconvención. Una contrición que fue una farsa y una respuesta femenina en forma de risa feliz.
A Rita y a Macario les había costado lo suyo atinar con una cuña lo bastante vacía de sucesos como para someterse a un careo. Pero cuando la hallaron, cayeron el uno en brazos del otro. Se casarían y reproducirían, comerían perdices. Restringieron las expresiones de felicidad, parecía indelicado que petardearan de dicha en medio del drama doméstico. Pero al despejarse el panorama la contención aflojó. Y entonces sus tórridos amoríos fueron directos como los rayos verticales del mediodía. Nada más lejos del amor platónico, no conseguían despegarse el uno del otro. Y el gusto que hallaban en este constante apelmazamiento era tan obvio que la misma miss Lucy prefirió aceptar el romance como un hecho consumado.
A Tessa le resultaba irritante aquella atmósfera cursi plagada de arrullos, pero admitía que la crispación se debía a sus posos de amargura. Y suavizó el sarcasmo de sus palabras con una sonrisa voluntariosa.
—Qué cosa tan empalagosa. Están insoportables.
—Rita no hace más que engordar. Juraría que se espera un feliz evento.
El niño pataleó con brío. Una gran hoja de nenúfar naufragó y los peces que vivían bajo el círculo techado abandonaron la casa a todo correr. La desbandada dorada provocó un racimo de taladrantes chillidos. Tessa se llevó las manos a los oídos.
—Cielos. Otra bestezuela poblando el mundo.
—Algún día tendrás la tuya en brazos.
—
No way
, eso es imposible.
La negativa fue apasionada y llevaba una sobrecarga de laceración. Inés salió de sí misma para mirar a su hermana. Estaba flaca, envejecida. Al lado de sus ojos había una tupida red de surcos. ¿Dónde y cuándo se había gestado aquella prematura tela de araña?
—Álvaro me dejó para casarse con otra.
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Y notó que el enunciado era fraudulento. Corrigió.
—Miento. No fue así. Me dejó. Nada más. Nunca se hubiera casado conmigo.
Inés debería haberse ahorrado el trillado «te lo había dicho», pero no lo hizo. Hostigar a hermanas pluscuamperfectas es un deporte cainita de larga tradición. Esperaba resistencia y debate, pero Tessa le concedió la razón, y también la clarividencia que a ella le había faltado. Le narró su calvario completo con crudeza. Y ella se forzó a mantener la boca cerrada aun estando boquiabierta. Jamás la hubiera imaginado capaz de semejante intensidad, menos aún de fijaciones maníacas. Creía tener la exclusiva en cuanto a trastornos nerviosos.
Después de la dolorosa confidencia, Tessa esperó una retribución de sinceridad equivalente. No se dio. Inés se mostraba afectuosa, a ratos humorística y vivaracha. Pero preservaba una zona acordonada e impenetrable. Se circunscribía al dormitorio rojo, a la cama y a sus encierros con el médico. Y si ella se aproximaba en exceso a esta región oscura, el aire se tensaba con un silencio poblado de lanzas y escalofríos. Abandonó el proyecto de excavación. Quizá su hermana fuera más sabia que ella. Existen yacimientos de arqueología demasiado antigua. Su exhumación libera hordas peligrosas, y no se ha inventado exorcismo seguro contra ciertos demonios.
Aquellos pocos días fueron un espejismo terso, un oasis de paz y armonía. Sin embargo, la vida del remanso llevaba impresa una aceleración mareante. Se hablaba y reía, se comía y bebía. La rauda recuperación del hogar tenía trazos de anomalía, había un toque aberrante en aquella benignidad tan súbita. Miss Lucy, por su larga biografía, era quien sentía con más agudeza el desequilibrio. Viajaban a bordo de un tren que corría a merced de una locomotora desbocada. No había maquinista. El paisaje volaba, huía por la ventanilla. Sin posibilidad de anticipar obstáculos, curvas o precipicios. En alguna parte se emboscaba un olvido que los llevaría al desastre.
Tessa le había presentado sentidas disculpas por su abandono. Lo hizo sin falsas compunciones, con una honestidad que la enaltecía. Esta rectitud moral le había sido transmitida a ella misma por su padre, el pastor. Había conseguido pasar la preciosa herencia al menos a una de sus ahijadas. Y sintió un orgullo legítimo.
Mas no se distrajo mucho en complacencias vanas. Ya tenía en mente el siguiente conflicto, no era otro que la llegada del señor de la casa. Un hecho seguro, aunque nadie pareciera contabilizarlo, como si el hogar pudiera sostenerse para siempre en una intemporal tierra de nadie. León de Ubach regresaría muy pronto, y su desembarco no sería apacible.
El doctor Samuel no se había precipitado a enviar un telegrama a su cliente. Los heraldos portadores de malas noticias suelen acabar mal, casi siempre contra un paredón. Mejor ceder a otros este papel antipático. A él le bastaba con iniciar la cadena informativa en el consultorio. Del despacho aterrizaría en algún lecho conyugal. Tras este transbordo pasaría a los salones del casino y de allí, en una etapa última y veloz, viajaría rumbo a la capital, donde hallaría un atajo seguro que desembocaría en el pabellón auricular del señor De Ubach.
Las etapas del minitour se cubrieron con puntualidad y en el orden programado. El último eslabón de la cadena fue el alma caritativa de turno. La comunicación se llevó a cabo bajo una de las dos palmeras que daban lustre a la entrada de un conocido hotel capitalino. El afectado recibió la noticia con frialdad glacial. De reptil, puntualizó el marido de la dama mayor de la congregación mariana, pues no fue otro el encargado de la misión. Habían transcurrido sólo tres noches desde que Tessa pusiera al médico de patitas en la grava. A este último el envío de la noticia le salió gratis. Y de propina revitalizó el paseo de los domingos, devastado por el hastío imperante tras la larga sequía, de lluvia y de chismes. La comarca podía estarle eternamente agradecida.
Horas después de la cristiana interferencia, el cartero de alma prusiana entregaba un telegrama en mano a miss Lucy. A ella, y sólo a ella, iba dirigido el mensaje. El texto era hosco y dictatorial. El señor reclamaba el coche, anunciaba arribo inmediato.
León se veía muy capaz de afrontar difamaciones y conflictos variopintos, pero no una vejación que le expusiera al ridículo. Estaba atacado de coraje. Las negociaciones entre empresarios, gobierno y sindicatos se hallaban en su punto más comprometido. Tener que abandonarlas de forma precipitada a causa de un conflicto doméstico que además era comidilla del vulgo bordeaba lo grotesco. Tessa había socavado su autoridad en la esfera privada y con ello deslegitimaba también su figura pública. Pese a vivir en un entorno mediocre que le acusaba de vanguardista, él era un caballero respetable y respetado. Tenía cincuenta años y una reputación inmaculada de seriedad. Que una cuñada chiflada de veintipocas primaveras le convirtiera en un hazmerreír resultaba intolerable. Como guinda, las peripecias insensatas de la jovenzuela andaban en boca de todos. Y no guardaban relación alguna con su noble causa política, acertada o no. Otra alma caritativa —abundaban— le había puesto al corriente de sus amoríos catastróficos, la detención en plena calle y el paso por el cuartelillo. El imaginario burgués había convertido la estancia de una sola noche en un hospedaje de larga permanencia. Una semana entera, y en qué compañía: prostitutas, ladronas, maleantes. Pero decían que la inglesa no se había sentido incómoda departiendo con semejante aristocracia. Incluso para un caballero escéptico, culto y poco moralista como el señor De Ubach, el asunto había adquirido dimensiones desmedidas. Su liberalidad se había agotado.
Fondeó en la colonia dispuesto a pedir explicaciones pero su cuñada ya se había arrogado este papel justiciero. Había invertido la situación. Y tenía la inaudita desfachatez de pedírselas a él, y en su propia casa. No respondió al insulto. Estaba empecinado en ceñirse al decoro, a una apariencia de disensión civilizada. Pero ella ignoró por completo el tono que él le proponía para imponer el suyo propio, que era impropio. Inició la discusión en voz demasiado alta, tres párrafos más adelante chillaba. De nada sirvió que él contestara a sus primeros gritos con una modulación neutra y apagada. Que ya en los preámbulos de la conversación le acusara de negligencia criminal tampoco contribuyó a que el diálogo avanzara por vías pacíficas.
Los libros y las colecciones de León no habían escuchado jamás un lenguaje tan grosero en boca de una mujer. Las palabrotas y expresiones verduleras, su timbre insolente y retador, ejemplarizaban los resultados a los que conducía una prematura emancipación femenina. Por no hablar de los excesos de libertad y de la educación mal entendida. O le soltaba una trompada o descendía a su nivel.
El entrechocar de armaduras retumbó por toda la casa. Quitando a la nodriza, la servidumbre en pleno deambulaba por el vestíbulo. Nadie simuló estar allí debido a sus tareas domésticas. Sólo faltó que se trajeran asientos y un piscolabis para que el aire de corrala fuera completo. La contienda fue seguida con el fervor apasionado que años más tarde se destinaría a los seriales radiofónicos. Los cuarterones de la puerta de la biblioteca atronaban. Y los escuchas se congregaban alrededor de este altavoz, aplaudiendo, jaleando, opinando. A veces los alaridos de los dos personajes en discordia se encimaban y la pelea devenía ininteligible. Otras se distinguían las frases con perfecta nitidez. Dejando a un lado lo de las sanguijuelas en el útero, resultó particularmente emocionante la parte en que la hermana del ama amenazó con llevársela y el señor le voceó que dicha señorita tenía marido y, por ende, propietario jurídico. Pero ella no se achicó, le contestó que Inés no era uno de los malditos escarabajos clavados con agujas en los cuadros de su jodida y asquerosa colección. Y así, con este entretenimiento, transcurrió lo que en circunstancias normales hubiera sido una media hora laborable.