El niño seguía mamando cuando un militar rubicundo hurtó la vigilancia de la gobernanta. Se sentó con descaro al lado de la nodriza y clavó los ojos golosos en su teta desnuda. Bien quisiera él estar en lugar del chaval, decía su expresión. Miss Lucy le dedicó una mirada asesina que no le hizo mella. Levantó su casquete, la saludó burlonamente y volvió a lo suyo.
A Lucy le molestaba sobremanera que le recordaran la existencia del sexo. Ella jamás había visto ni por asomo a un hombre vivo desnudo. Muerto sí, había visto a su padre, y el susto fue tal que superó el dolor de la pérdida y además la dejó trastornada por mucho tiempo. Durante meses tuvo pesadillas espeluznantes en las que aquel sexo inerme se desperezaba para volver a la vida. Y, aunque a partir de ahí los hechos fueran algo confusos —ignoraba los pormenores exactos de lo que sucedía después—, el sentimiento de culpa que seguía a estas alucinaciones era intolerable. De esa época databa la multiplicación de cierres en el uniforme, que alcanzó el blindaje de un acorazado. Y también su obsesión maníaca por los puntos de bordar enrevesados; la embrollada tarea mental conjuraba las horribles imágenes necrófilas.
El militar buscaba un nuevo punto de vista, a poder ser más profundo, del asunto que le ocupaba. Un atisbo del rosado pezón, por ejemplo. No es que la chica —una real moza— le alentara, pues ni de reojo le había mirado, pero como tampoco se había apartado. Se arrimó un poco más a ella.
Viendo que no conseguiría acobardar al enemigo, miss Lucy sacó un pañuelo de batista de los puños de su manga y lo colocó encima del pecho desnudo. Fin de la diversión. El soldado buscó los ojos de la muchacha y no los encontró. Nada, ni un guiño de lujuria o complicidad. Allí ya no había nada más que rascar. Así lo entendió, se levantó y se alejó paseo abajo, a buen seguro en busca de casernas más estimulantes. Iba a su aire, fanfarroneando en medio de la calzada, hasta que tuvo que apartarse para ceder paso a un grupo de encopetadas familias.
León las había avistado de inmediato. Ocupaban el centro del bulevar, llevando de la mano a sus camadas —un enjambre de nueras, yernos, nietos y sobrinos— y parte del servicio trotando detrás. Una dama majestuosa, sin discusión gerifalte natural de la tribu, encabezaba la flotilla. Tenía los atributos delanteros generosos, barrenados con medallas y broches. Tan blasonado mascarón de proa instituía directrices y modas, comandaba sobre todos los maridos (además del suyo), hacía y deshacía —más bien lo último— reputaciones. Y en horas libres presidía la congregación mariana de la ciudad, exclusivo club restringido al sexo débil, muy mal definido así en este caso. El único pecado, y venial, que se le conocía era un afecto desmedido por su faldero, un fox-terrier pigmeo que vivía asentado en la tibia plataforma de su pechuga.
Aquélla era la aliada a conquistar. León se dirigió hacia la manada y saludó a sus miembros por riguroso orden de jerarquía. Después los llevó pastoralmente a todos hacia el banco, donde aguardaba su principesca consorte arropada por los petirrojos. La excusa del reciente parto eximió a Inés de levantarse y hacer el primer acercamiento, pero no de representar el sobrante de la comedia. Consciente de que se había excedido contrariando a un marido que no se lo merecía, había hecho acto de contrición y se enmendó usando todas sus mañas de seductora. Derramó palabras de terciopelo, sonrisas y bendiciones perfumadas, besos fariseos y una gentil invitación para el día siguiente. Hizo todo lo que su enamorado dueño esperaba de ella, y con tanta aplicación, que él se hinchó de orgullo e incluso se reprochó haber perdido la templanza y haberla regañado unos minutos antes. Ninguna de aquellas ridículas cacatúas le llegaba a la suela de los zapatos. Un poco más tarde Macario llevó a la familia de vuelta a casa, y esta vez el trotecillo de los caballos anduvo en consonancia con el contento que imperaba, los humores se habían aligerado de modo notable.
Hacía unos días que el cabriolé del doctor no estacionaba frente a la pequeña escalinata que había delante de la mansión. Su madre había tenido una de esas recuperaciones sorpresivas y milagrosas propias de los ancianos. El rebrote fortaleció su convicción de ser inmortal, y en el acceso de euforia subsiguiente le dio licencia para que viajara a París. Él no se lo hizo repetir dos veces. Partió zumbando a tomar un coche de punto que le llevara hasta la estación de tren antes de que la vieja dama cambiara de opinión, cosa que hizo exactamente ocho horas y treinta y siete minutos después, momento en que él pisaba suelo francés.
La ausencia del médico supuso un bienvenido oasis de silencio en casa de los Ubach. Y la velada de aquel domingo, al igual que las de los días anteriores, fue apacible. León se había recluido en su biblioteca, y las señoras en el salón. Aunque el vacío dejado por el doctor, siempre tan parlanchín, ahorraba a las mujeres muchas palabras necias, la vida intelectual de éstas no había mejorado demasiado. Tessa tenía una novela en la mano y llevaba media hora atascada en la misma página, leyendo las frases una y otra vez sin captar el significado. Un claro problema de concentración. Miró a su hermana, ella tampoco andaba muy docta. Regurgitaba bobadas, entregada a un amor maternal sin visos de reciprocidad. El niño, para variar, lloriqueaba. Era una escena tediosa y recurrente. La madre se enervaba, el niño gimoteaba aún más. Miss Lucy salía corriendo y luego regresaba con aquella desgraciada a la que usaban como vaca lechera. La nodriza llegaba, se sentaba y sacaba una teta. El pequeño saltaba de unos brazos a otros, se oía el ruido de succión, y luego, nada, pues pocos minutos después se dormía con la boca pegada al pezón. El dichoso sobrino sólo estaba tranquilo en brazos del aya, y era una lástima que su hermana hubiera desarrollado un disgusto tan profundo por una pobre mujer que a todas luces la veneraba. Varias veces le había reprochado su falta de compasión para con ella, pero había sido en vano. El matrimonio la estaba volviendo atontada, burguesa. Después de llegar a esa aplastante conclusión intentó retornar a la página pero entonces le vino a la mente el gatito que una de las innumerables admiradoras de su padre les había regalado cuando niñas. Contradiciendo su diseño atigrado y felino, el animal se encaprichó de Inés y durante dos semanas la persiguió por toda la casa observándola con una expresión anhelante, muy similar a la de la nodriza. A ella el escrutinio persistente acabó por provocarle un episodio nervioso que la tuvo una semana entera postrada, con toda la casa gravitando a su alrededor, después de que gatito y admiradora fueran desterrados ignominiosamente de su vera. Había llegado otra vez al final del texto y una vez más no tenía idea de lo que había leído. Se dio por vencida. Pasó de forma mecánica la página, pero ya en la primera línea volvió a despistarse. Oyó un ronquido ligero que provenía del bastidor de bordar, Lucy cabeceaba encima de aquella ninfa impúdica o virgen marchita, no recordaba cómo fue la broma. Que su antigua institutriz se durmiera a deshoras, y en público, era algo inaudito. No tenía buen aspecto. Parecía cansada.
Lo estaba. Había dos bocas adultas más que alimentar y muchísima más ropa que lavar. Pero eso era una menudencia si se comparaba con el trabajo extra que daba la nodriza. La chica era indomesticable, un animal de bellota. A duras penas había conseguido enseñarle a usar el
water closet
que los señores se habían traído de Inglaterra. El higiénico invento la tenía por completo acobardada. No quería sentarse en la taza, mucho menos tirar de la cadena de la cisterna. La cascada de agua que caía y el ruido de la válvula de sifón la hacían huir despavorida. Incluso le costó asimilar algo tan simple como el uso del orinal nocturno. En la segunda mañana de su estancia, cuando las criadas fueron a vaciar las palanganas a primera hora, descubrieron excrementos bajo el armario y la cama, y lagunas de pipí por los rincones. Se armó la marimorena, y las dos adolescentes se divirtieron de lo lindo viendo a la nodriza sentada en la cama, medio adormilada aún, y a la
miss
blandiendo el orinal vacío frente a ella. También les dio por reír el día que hacían remiendos y planchaban en el cuarto de coser. La nodriza papaba moscas, sentada frente a un cesto lleno de ropa para repasar. Entró miss Lucy y al verla holgazaneando con semejante descaro se picó. Tomó el costurero y unos bombachos del cesto, y se los puso en el regazo para que trabajara. Ella los estudió unos segundos, como si nunca en la vida hubiera visto algo tan disparatado, y después los tiró al suelo de un fuerte manotazo. Las agujas y dedales se desperdigaron por la habitación, y los carretes de hilos de colores rodaron en todas direcciones. Las dos chicas se arrodillaron a toda prisa para recogerlo todo. Vieron que la
miss
sudaba y se ponía primero roja, y luego muy pálida.
A la gobernanta aún le oprimía el corsé recordando lo sucedido. Trató de imponerse, volvió a poner los bombachos en el halda del aya. Ella los arrojó de nuevo, ahora sin mirarlos. Era un pésimo ejemplo para las jóvenes, que se lo estaban tomando a guasa. Se agachó y recuperó la prenda, pero antes de que acabara de incorporarse Juana la llamó y le señaló a la mujer sentada. La muy insensata contenía la respiración, con la boca apretada y tapándose la nariz con la mano. Estaba empezando a congestionarse, ya tenía el color de una cereza picota.
También capituló con la higiene de los pechos. Había que lavarlos a diario y los primeros días le había mostrado cómo hacerlo. Pero después de pasarse horas contemplándola, con las mamas al aire, frente a la jofaina humeante y sin mover un dedo, decidió que ganaba tiempo si se los enjabonaba ella misma. Una tarea más que se sumaba a las que ya tenía. Otra de ellas, y muy agotadora, era la obligación de mediar entre la dueña de la casa y la nodriza. Inés había tomado tal inquina a la mujer que cualquier contacto directo le resultaba insufrible. Y había resuelto el asunto de modo expeditivo, ignorando por completo su existencia.
Tan malo como todo esto era el efecto descorazonador que la nodriza provocaba en los otros sirvientes. Desde el percance con el filete entraba y salía de la cocina a su antojo, comiendo fuera de horas y generando conflictos constantes. Rita era organizada y territorial. Las súbitas variaciones de menús y programación debidas al despotismo de la campesina trastornaban su logística. Primero protestó de modo cortés, luego con vehemente mal humor. Después se puso mohína. Y conforme transcurrieron los días, el antiguo jolgorio y las bromas dieron paso a un sentimiento general de cortedad y malestar. El ambiente se enrareció, hasta Macario comenzó a mirar a la chica con temor supersticioso. Cada vez que ella entraba en la cocina o en el cuarto de coser era como si un denso telón negro descendiera sobre los presentes.
Miss Lucy no tenía con quién compartir sus preocupaciones. El servicio la sentía lejana, superior en jerarquía. Y por mucho que se sentara a comer con la familia no dejaba de ser una empleada. Su posición era muy solitaria, pero aun en el caso improbable de que hubiera deseado quejarse no habría sabido cómo hacerlo. Le faltaba entrenamiento.
Se había dormido con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Tessa pensó que tenía la piel de las mejillas pegada a los pómulos y el color marfileño de los cadáveres. Sintió una irritación automática contra León; ¿por qué no contrataba un par de chicas más que ayudaran en la casa? Se dijo que lo hablaría con Inés, pero entonces un nombre saltó desde la página de la novela. El nuevo personaje se llamaba Álvaro y era un error de su mediocre creador. Tenía tan poca sustancia que nunca incidiría en el curso del relato, pero en cambio desvió la trayectoria mental de la sufragista y, por carambola, el curso de los acontecimientos posteriores. Una hora después, las mujeres se levantaron para retirarse y la nostálgica enamorada había olvidado por completo a su institutriz. Rumiaba el modo de comunicar a Inés la decisión que acababa de tomar: se volvía a casa. Adelantaba su partida más de tres semanas y a su cara
sis
eso no le gustaría. Tendría que buscar el momento apropiado para comunicárselo, pero sabía que, al menos en este tema, encontraría a un aliado seguro en su hermano político.
El lunes al mediodía sonó la campanilla y la Remington calló. Hasta el último segundo quedaba un resquicio para la esperanza; quizá ese día llegaría una inesperada carta en la que todos los silencios quedarían explicados.
Tomada por sorpresa, Elena retrocedió unos pasos y abrió una boca como una huevera. Bajo el pórtico de la entrada, repartidas en los escalones, había un conglomerado de damas que portaban flores, cirios, banderines y una estatuilla de la Inmaculada Concepción en un pedestal. Una de ellas cargaba con un perrito blanco y tostado. La señora era descomunal, cuando avanzó para preguntarle por la dueña de la casa la diminuta recepcionista no lo pensó dos veces. Se dio la vuelta, aún con la boca abierta, y escapó hacia la cocina sin decir ni mu. Allí se refugió tras las faldas reconfortantes de Rita en espera de que alguien, pero no ella, se hiciera cargo de las intimidatorias visitantes.
A la presidenta de la congregación mariana no le sorprendió demasiado la huida de la niña. Estaba acostumbrada a provocar reacciones similares y, además, todas tenían noticia de las excentricidades de los Ubach, comidilla habitual de sus meriendas semanales. Pasó por alto la bienvenida desabrida y entró en el recibidor como Pedro por su casa, seguida por la comparsa mariana más la parafernalia decorativa. Faltaban pocos días para que terminara el mes de mayo, había que sacarles el máximo rendimiento. Uno de los puntos fuertes de la congregación, dejando aparte los tonificantes cotilleos de los jueves por la tarde, era el proselitismo. Los ejércitos marianos aún no habían conseguido una conversión genuina pero no se daban por vencidos. Y qué mejor montaña para sermonear que aquella casa llena de ateos. Y herejes, porque miss Lucy bajaba en ese instante por la escalera, y muy católica precisamente no era.
La visión del estrafalario rebaño avivó el humor maligno de Inés. Del defecto haría virtud; aquella engorrosa imposición social resultaría un entretenimiento divertido. Aun así, no tenía la menor intención de afrontar el peligro a solas. Irrumpió en la habitación de Tessa y, haciendo caso omiso de sus protestas, se la llevó a rastras al salón, donde la presentó como su vilipendiada
sis
, soltera y por completo enlodada, con absoluta inocencia. Ante tal aplomo nadie fue capaz de hacerle un feo. Hubo risas forzadas y balbuceos de compromiso, pero las formas se respetaron melindrosamente. Y mientras la imponente dama sometía a las chicas a un interrogatorio centrado en su salud, la del niño, y en cómo se las arreglaban para controlar al servicio (pues era evidente que no se las arreglaban), el resto de la armada se afanaba en crear un escenario vistoso que sirviera de marco a la ceremonia. En un santiamén se había elevado un altar muy plausible sobre el piano de cola.