Después de la transitoria excitación que siguió al parto, volvió la quietud. Aplacado el oleaje, las aguas recuperaron su placidez, y el horizonte, la monotonía. La mansión había acogido al nuevo morador, futuro almirante, sin trastornos aparentes. Y el resto de la tripulación siguió su viaje, fiel al desencuentro tenaz que marcaban las diferencias de sexo y jerarquía. La convivencia del hogar se articulaba de modo bastante menos rococó que su arquitectura. Partía de elegantes líneas paralelas que en su ensimismamiento se ignoraban las unas a las otras. Escollos y bajíos quedaban bajo la tersa superficie, y si había algún riesgo de naufragio, los pasajeros, en especial los de primera, no tenían conciencia alguna de ello.
El cabeza de familia se levantaba pronto, desayunaba sólido y enfilaba hacia su oficina con paso deportivo y cronometrado. A mediodía se quedaba en los comedores de la misma hilatura. Al diseñar la colonia hizo números. En un país de siestas fatales le salía más barato alimentar a los obreros que dilapidar un tiempo precioso haciendo cortes irracionales para ingerir y, más inútil aún, digerir. La idea también le había procurado saldo positivo en lo personal. Sentía una punzada de íntima emoción cada vez que se sentaba a la mesa con aquellos hombres, mujeres y adolescentes a quienes consideraba los suyos. Una candidez perdonable, no sería el primer ni el último patrón que creía —con sinceridad— ser amado por sus asalariados. Después de comer seguía trabajando, y hacia el atardecer se encaminaba de vuelta a la mansión. El paseo a orillas del río le reportaba más recompensas evaluables. Los árboles frutales rebosaban de proyectos. Cargaban con miles de pequeñas canicas, antesala de cerezas y ciruelas; con bolitas de terciopelo que presagiaban melocotones, y con miniaturas de peras y manzanas perfectamente formadas. Cruzaba el puente y la visión de las cuatro empinadas calles que él mismo había trazado le llenaba de legítimo orgullo. Las fachadas de cerámicas fluorescentes, y los niños que salían del colegio levantando las gorras a su paso, significaban la cristalización de un mundo ilustrado, sin fisuras. Algunas veces se acercaba hasta la escuela e intercambiaba algunas palabras con la maestra. Preguntaba por algún alumno especial que despuntaba, sopesaba la posibilidad de invertir en su futura educación. Otros días hacía un alto en el economato. Caminando frente a los estantes ordenados y bien provistos de comestibles, casi todos ellos producidos en la misma colonia, volvía a sentir la satisfacción del trabajo bien hecho. Siempre compraba, pues en eso, como en otras cosas, había que dar ejemplo. Y se sacaba el dinero del bolsillo sin aspavientos; él era uno más de la comunidad. Desde luego, se habría quedado pasmado si alguien le hubiera insinuado que aquel comercio endogámico y sin posibilidad de competencia era una retorcida forma de explotación.
En contraste con una existencia tan mercantil y concreta, el devenir de la dueña de la casa discurría etéreo; apenas algunos paréntesis de vida entre incontenibles avalanchas de sueño. Inés nunca había sido un prodigio de laboriosidad, pero después del alumbramiento pasó a ser la princesa dormida y lejana que ningún ruido alcanzaba a perturbar. Esto último tenía poco que ver con los cuentos de hadas y mucho con la ortopedia, pues la bella durmiente utilizaba tapones de cera. Le habían sido prescritos como medida provisional tras el arribo del ruidoso primogénito. Pero cuando se los puso descubrió que ese silencio de campana de cristal en comunión consigo misma era una dimensión en la que valía la pena subsistir el mayor tiempo posible. Las pocas horas que vivía en estado lúcido las destinaba al culto de su hijo, breves paseos hasta el invernadero, algo de música y una vida social raquítica restringida al estrecho círculo familiar y al médico de cabecera, que se dejaba caer a menudo con un desvergonzado y poco creíble «pasaba por aquí».
Samuel solía llegar en el cabriolé de su madre, coqueto vehículo cuya gracilidad era puesta a prueba cada vez que sus ciento y bastantes kilos se daban impulso en el estribo para luego desplomarse en el pescante. El mismo carruaje, de bajada y bastante más alado después de las incursiones etílicas de quien lo conducía, le llevaba de vuelta al claustro materno. En las últimas semanas la salud de la indómita dama había empezado a mostrar múltiples descosidos. En vano él la remendaba de un lado, se le desbarataba por otro; aquellas costuras ya no daban para más. El cuerpo de la despótica vieja flaqueaba, pero no así el espíritu. Todo lo contrario, éste se había fortificado ante los primeros embates de la acechante tenebrosa. Indignada y sorprendida a partes iguales ante una idea tan estrafalaria como era la de su propia muerte, la anciana había decidido mantener el bastión en vigilia perpetua, no fuera que clepsidra y guadaña la pillaran con la guardia baja. Durante el día tenía la compañía constante de una criada que la mantenía despierta, y que la pinchaba con la aguja de hacer punto si se amodorraba más tiempo de lo prudente. La extinción de la luz entrañaba muchísimos más peligros, y para entonces requería a carne de su carne para que cumpliera el mismo cometido. En consecuencia, el hijo y el cabriolé tenían terminantemente prohibido andar fuera de casa después de caer la noche. Las tardes ya eran largas, y al doctor le daba tiempo de embucharse suficiente comida y bebida antes de tumbarse en el lado de la cama que muchos años antes, y casi siempre con gran pesar, había ocupado su insignificante procreador. Allí se quedaba dormido sin remedio, pero en cierto modo curioso su metafórica ausencia reforzaba la literalidad de su presencia. Porque el potente
vibrato
atmosférico generado por sus aparatosos ronquidos anestesiaba los terrores de la anciana, segura de que en aquel trepidante ambiente de aserradero era tan inviable dormir como morir.
Tessa madrugaba y el matraqueo de la máquina de escribir atronaba en el piso de arriba desde muy temprano. Suponía un alivio trabajar a secas, al igual que hacían los hombres, sin quehaceres tangenciales y engorrosos tales como limpiar la casa o pensar en la siguiente comida. Estaba alojada en el espacioso cuarto malva —pintado y decorado así en honor a su militancia, otra broma maliciosa de Inés— y era muy inspirador que a cada tanto sonaran golpecitos discretos en la puerta para dar paso a una sucesión de cafés calientes recién hechos.
Pocas injerencias externas marcaban esta vida doméstica y rutinaria. Una de ellas era el enérgico campanilleo de la puerta que sonaba cada día a las doce en punto. El cartero de la colonia tenía esencias más prusianas que latinas, y se tomaba en serio la misión que conllevaba el uniforme. Su llamada militar enmudecía de inmediato a la Remington y la longitud del silencioso lapso que venía a continuación dependía de si había o no carta. Y si la había, del grosor que tuviera. Tessa, poco afecta a los chismes, creía que nadie advertía sus esperas ansiosas. La realidad era muy distinta. Exceptuando a León, todos los habitantes de la casa seguían con interés los vaivenes y altibajos de aquella correspondencia, claramente amorosa. Elena ejercía de portera por la mañana y era la primera en ver el correo del día. Transmitía el parte a Juana. Ésta lo trasladaba a la cocina, y allá Rita y Macario lo comentaban con amplitud. El mensaje volaba luego al primer piso, donde el ama interrogaba a las doncellitas de modo exhaustivo cuando subían para vestirla a la hora de comer. Poco después, Inés se lo contaba a miss Lucy, y en aquel pecho pudibundo por fin quedaba enterrado el secreto a voces.
Cuando se cumplieron dos meses del nacimiento de su hijo, Inés organizó un pequeño festejo con la familia y la servidumbre. Llegó el doctor con una báscula especial, la montó sobre la mesa y pesó al niño entre azúcar glasé y hojaldres horneados. El cachorro tenía bien afianzada la certeza de ser el ombligo del universo y se portó en consecuencia, rugiendo y pateando de forma directamente proporcional a la atención que se le prestaba. Y la celebración discurrió entre aullidos selváticos hasta que miss Lucy, viendo que los caballeros comenzaban a dar señales de agotamiento auditivo, tuvo el buen sentido de retirar de la circulación al homenajeado. Poco antes, Inés había cantado su peso en voz alta y todos habían aplaudido y brindado. Tessa no tenía la menor idea de lo que un querubín de esa o cualquier edad debía progresar. Llevaba días sin noticias de Álvaro y andaba corta de paciencia. Observó el sarao con ojos críticos. Su hermana jugaba a las muñecas igual que había jugado al matrimonio. Pero en general el ambiente fue alegre. Miss Lucy recibió efusivas muestras de cariño como premio a su buen gobierno, y el niño también obtuvo raciones abundantes de amor. Su madre le hizo mil mimos y le llamó pequeño héroe y otras lindezas por el estilo, como si todos debieran estarle agradecidos por haberles hecho el favor de engordar un par de kilos. Entretanto, la nodriza esperaba. En su cerebro, por limitado que fuera, cabía una cierta noción de justicia. Y el reconocimiento a su labor llegó, aunque no en forma de afecto. Su adorada ama le entregó una cadenita de oro, pero evitó cuidadosamente cualquier contacto físico y visual.
A las cuatro de la madrugada, el llanto taladrador del niño despabiló a toda la casa. La urgencia y constancia del grito precipitaron a miss Lucy escaleras abajo. Fue la única que pasó a la acción. Rita y Macario se habían agazapado bajo las sábanas, siempre temerosos de que los descubrieran al uno encima del otro, o viceversa. Elena y Juana se limitaron a incorporarse al unísono, como dos siamesas atontadas y legañosas, para luego consensuar que la perturbación no era de su incumbencia. Otro tanto decidió Tessa antes de taparse la cabeza con dos almohadas y dedicar una malhumorada maldición silente al recién nacido. León daba por sentado que los niños lloraban, callaban, volvían a llorar y así sine díe o hasta que pudieran ser de alguna utilidad precisa. Desde luego, la devota madre habría reaccionado caso de haber oído a su hijo, pero los tapones de cera cumplieron con su función; ni se enteró del berrinche. Y si el cuarto verde hubiera estado ocupado, que no lo estaba, el doctor tampoco habría levantado un dedo, el crío le estaba empezando a caer francamente mal.
Cuando miss Lucy entró en la habitación el pequeño León se retorcía en la cuna como un gusano poseído. La nodriza estaba de pie y le escrutaba con calma chicha. En el suelo se expandía un charco de leche alimentado por el goteo que manaba de sus pechos. Y las aureolas y pezones se transparentaban bajo la camisa empapada. La gobernanta cogió al niño e intentó serenarlo mientras susurraba un imperativo a la mujer. Ella le devolvió una mirada viscosa, se sentó en la cama con desesperante pachorra y con la misma lentitud se bajó la parte alta del camisón. La leche resbalaba por su torso desnudo atravesándolo con una cortina de canales blancuzcos, pero lo primero era acallar al hambriento. Miss Lucy lo arrimó corriendo a una de las tetas, después secó y limpió a la aldeana como pudo. No se atrevió a dejarla sola, permaneció en la habitación durante toda la toma.
La tarde siguiente fue desapacible y descartó cualquier paseo por el jardín. Era una tormenta sin grandeza. La domada llovizna anduvo de la mano con una neblina dulzona y sosa que Tessa e Inés calificaron de londinense. La asociación de ideas las llevó a saquear el fondo de los armarios hasta dar con el viejo equipo de croquet. Siendo adolescentes, el mal tiempo las confinaba a menudo en casa y se habían inventado una variación del juego adaptado a los interiores alfombrados. Las pelotas de colores rodaban por debajo de los obstáculos domésticos en una competición de normas arbitrarias, fruto más del humor de la coyuntura que de un reglamento preciso. La diversión hubiera podido ser calificada como una puerilidad extravagante de no ser porque se acompañaba con cantidades considerables de vino, y solía desembocar en borracheras alocadas. Hacía años que miss Lucy había perdido la batalla contra aquellos cíclicos brotes de disipación. Nunca sirvió de nada que apelara al padre de las chicas. Él mismo era un juerguista impenitente, toleraba con ecuanimidad los descarrilamientos ocasionales de sus niñas.
Las hermanas eligieron los colores de mazos y bolas y tiraron una moneda al aire en medio de los chillidos de las aves. Excitadas ante la perspectiva de unas horas de sociabilidad, bailaban dentro de la jaula, saltando enloquecidas de una barra a otra. La moneda favoreció a Tessa. Le correspondía abrir juego y elegir punto de partida.
Inés sirvió vino, encendió un par de cigarrillos y espetó la pregunta a bocajarro:
—¿Piensa casarse contigo ese galanzuelo que te ha estado escribiendo?
El asunto era sensible, tampoco aquella mañana había llegado carta. Pero nada de lo que hiciera o dijera su sagaz hermana hallaría desprevenida a Tessa. Y la bola azul cruzó con precisión el primer obstáculo: un estrecho desfiladero entre dos macetas de aspidistras.
—No. Quince puntos, y sigo. —Preparó la siguiente jugada mientras Inés daba fin a la primera copa.
—Entonces lo hará con otra.
Esta vez la pelota chocó contra la pata de una silla. Pero fallar tenía sus ventajas, dejaba las manos libres. Tessa fue a por su vino y su cigarrillo.
—Lo dudo. Es partidario del amor libre, como yo.
Inés calibró su maza balanceándola con suavidad, hacía largo tiempo que no la usaba.
—El amor libre no existe. Es sólo un invento de los hombres para aprovecharse de las incautas como tú.
—Yo también me aprovecho.
—Tonterías. Una mujer jamás se aprovecha de un hombre.
Su bola roja salió despedida con tal flojera que ni siquiera se acercó a la silla.
—Tienes que darle más fuerte. Las alfombras frenan. —Después del apunte técnico, Tessa llenó las copas, dio una calada a su cigarrillo y se lo pasó a Inés.
—A mí me gusta el sexo.
Inés fumó y bebió. Puso los ojos en blanco e hizo un cómico simulacro de éxtasis.
—Yo me pirro por ello. Menudo precepto. —Alargó la mano con la copa vacía—. Más,
please
. Te toca otra vez.
Tessa le sirvió y retomó el juego.
—¿No será León uno de esos puritanos?
—Todo lo contrario. Le pone voluntad, se esfuerza mucho. Bastante ridículo, debo decir.
La pelota azul se dirigió hacia el nuevo objetivo, una mesita suplementaria sobre la que descansaba el bastidor de bordar de miss Lucy. No llegó hasta ella, y la jugadora volvió al campamento base para recobrar fuerzas.