Rita subió en seguida y contempló la misma escena con escasos segundos de diferencia. La
miss
se agachó de inmediato al lado del ama. Ella, en cambio, sintió un deseo irrefrenable de proteger al niño. Le inspiraba más lástima que su contorsionada madre; una desviación de la sensibilidad propiciada por su estado de buena esperanza y unos instintos ancestrales que Lucy, en su aparatoso declive hormonal, había perdido. Muchas de las lágrimas que vertió mientras lavaba a la señora De Ubach estaban dedicadas al penoso desvalimiento de su criatura. Y, en cuanto la situación lo permitió, le tomó en brazos, acallándole mediante una alternancia de cariño y autoridad. El éxito de la estrategia fue instantáneo, y puso de relieve que la cocinera tenía un talento añadido a todos los demás. Y si éstos aseguraban a Macario buen lecho y comida, el recién descubierto también le auguraba una feliz paternidad. El afortunado cochero viviría rodeado de una prole vivaracha y activa, pero jamás desbocada.
Antes de subir con la
miss
para lavar a la señora, Rita le había entregado el niño. Él no entendió muy bien por qué se le daba aquel paquete engorroso, si allá estaban las dos niñas, más que deseosas de jugar con el monigote. Tardaría unas horas en comprender que el gesto no había sido accidental y que contenía un mensaje. Su morena le enviaba un telegrama urgente. Esto es lo que te aguarda. Stop. Vete haciendo a la idea. Stop.
El doctor Samuel se quedó un buen rato en la biblioteca. Lo pasó departiendo con las botellas, encajándose la dentadura y componiéndose la
coiffure
. Miss Lucy aguardaba su partida con ansiedad. Apenas se apagó el sonido del carruaje en su rodante cuesta abajo, liberó a Inés de su sórdido aparejo. La mente de la pobre muchacha era una maraña y sus claros esporádicos sólo iluminaban socavones de memoria. No recordaba lo sucedido. Aun así, subsistían dos ideas contumaces: su hijo corría peligro, la amenaza se concretaba en la persona de la nodriza. Lucy atribuyó sus aprensiones a la repulsión enfermiza que le inspiraba la campesina. Para tranquilizarla, fue al cuarto vecino y se trajo la cuna. El niño dormía. Las emociones del atardecer le habían vencido y por una vez tendía más a lo mineral que a lo mamífero: estaba pétreo. Inés le tocó varias veces, quería cerciorarse de que la pequeña caja torácica se movía. Su respiración apacible y la fría serenidad de Lucy la calmaron también a ella. Comió una tortilla con flores de calabacín y pedazos de melocotón que nadaban en un vino acanelado. Y acabó por creer que su reciente pánico provenía de una pesadilla más vívida que las experimentadas con anterioridad. Ya le había sucedido otras veces: no deslindaba entre sueño y realidad.
A la nodriza la hallaron arrebujada en la gruta del sauce. Estaba totalmente tapada, con la falda y las enaguas vueltas al revés, la blancura de estas últimas la delató en la oscuridad. Las dos criadas jóvenes habían rehusado salir en su busca sin la escolta de un adulto. Macario conducía al doctor de vuelta a casa y a Rita no le quedó otra que encabezar la expedición. Partieron las tres en comandita. La noche era clara. La luna menguante arrancaba reflejos broncíneos al metal de las lámparas y el oro de las mechas parpadeaba bajo los árboles. Los tres círculos de luz vagaron de un lado a otro. El jardín se llenó con los gritos de «nodriza», «nodriza», y las adolescentes dieron una lata tremenda, pues se agarraban a la falda de la cocinera y pegaban saltos pueriles cada vez que oían un ruido sin identificar. Los chirridos de los cicádidos mordían los tímpanos. Las luciérnagas seguían quién sabe dónde, porque allá no estaban.
Miss Lucy velaba el espíritu inquieto de Inés, pero aguardaba con impaciencia el matraqueo de las ruedas sobre la grava. Tan pronto como lo oyó descendió a la cochera y se encerró un buen rato con Macario. Nadie supo lo que hablaron entre ellos. Pero a las cinco de la mañana, cuando el borde boscoso de la colina recién empezaba a virar de añil a celeste y la primera náusea del día escalaba el esófago somnoliento de Rita, los caballos fueron de nuevo enganchados y el carruaje partió a galope tendido.
Aquella noche Samuel había sobrepasado con mucho su dosis habitual. La borrachera y los reflejos automáticos le condujeron hasta el dormitorio de su madre. Acudía en busca de olores conocidos, pero la habitación entera bailoteaba y en su cubierta movediza no distinguía babor de estribor. Dio un paso inseguro hacia los pies de la cama, tropezó con la alfombrilla y se despeñó sobre el colchón. Quedó tendido en diagonal, con la mejilla hincada en un trío de corderos bordados que pastoreaba sobre un cojín.
El doctor padecía de apneas, diagnóstico demasiado moderno que no había atinado a aplicarse a sí mismo. Transcurrieron las horas y varios riesgosos parones respiratorios. Luego volvió algo parecido a la conciencia. Evaporada la parte euforizante del alcohol, los colaterales deprimentes hicieron presa de él. Surgió de su semicoma amortajado en sudores fríos, sufriendo los martirios de un infierno existencial. Él siempre se había considerado un agnóstico moderado. La moderación venía dictada por lo mercantil. El entorno era creyente, no había ninguna necesidad de ofender. Sin embargo, la muerte de su progenitora estaba poniendo a prueba su espíritu ilustrado. No le parecía razonable, ni verosímil, la total pulverización de la presencia materna. Bien pensado, tampoco la suya, por lejana que la creyera en el tiempo. Fue una revelación súbita pero convincente que marcó una nueva etapa. A partir de esa noche, el doctor asumió como propia la vocación a la inmortalidad que había sido el rasgo vital más relevante de la finada.
Precisamente acababa de tener una cita onírica con ella, y la había encontrado más real y omnipresente que nunca. Tanto era así que le había estado regañando, leyendo la cartilla. Despertó cuando estaba en mitad de su soflama defensiva. Su encendida oratoria se despilfarraba sobre una audiencia formada, además de por los corderos del cojín, por dos mañanitas de ganchillo y una descascarillada muñeca de papel maché que le miraba fijo, cerrando y abriendo un ojo (el mecanismo del otro no funcionaba). No había tenido valor para vaciar el cuarto de la muerta, y la vista de estos pequeños objetos personales le desbordó de emoción. Se levantó, empapado de alcohol y lástima por sí mismo, y anduvo hasta el armario entre tambaleos. Allí agarró los tiradores gemelos y abrió el mueble. Sus intenciones eran amorosas, deseaba contemplar otros residuos maternos. Pero le falló el equilibrio y cayó de bruces. No hubo catástrofe que lamentar. El armario tenía dimensiones de ballenato y le dio cabida en la panza abombada. En sus entrañas braceó con bombachas, vestidos, camisolas y zapatos. Aquí y allí había bolas de naftalina, y su periferia sensorial reinterpretó el fuerte olor como violetero. Tenía sentido que la ropa de su madre oliera a violetas del campo. Había sido una mujer humilde que se había deslomado para que él ascendiera en el escalafón social. El incalculable valor de este sacrificio le provocó otro acceso de llanto, y el útero penumbroso que le acogía no hizo más que exasperar su sentimentalismo. Se arrodilló —buena postura para la gratitud— y abrió el primer cajón que se le puso enfrente. Estaba lleno de pañuelos y guantes. Hundió la cara en batistas con iniciales emparradas, y en pilas de quintetos dáctiles hechos de cabritilla y rejilla de seda. Los pares de guantes le conmocionaron de modo particular. Habían sido el santuario de aquellas dulces manos. Manos que le habían acunado, lavado, atendido cuando estaba enfermo. Manos que le habían… Bajo las cabritillas apareció un escueto par de algodón blanco amarilleado por los años. ¿Qué hacía allí? Era la clase de prenda aséptica que solían usar monjas y enfermeras. Una lejana campanilla repicó en una conexión cerebral. Y la solidificación de unas regiones bajas que casi siempre permanecían reblandecidas fue algo más que la insinuación de un recuerdo. Las brumas etílicas configuraron una extraordinaria, imposible escena. Se vio de niño, y de no tan niño, tumbado en la cama. Le costaba conciliar el sueño, tenía miedo. Llamaba a su madre. Ella entraba, extraía aquellos guantes del bolsillo del delantal. ¿Quién mejor que una madre para ocuparse del bienestar de su hijo?
Macario se despellejó los nudillos de tanto golpear la puerta del piso. Pegó una oreja, no se oía vida en el interior. Se dirigió al picaporte de la puerta de enfrente. Casi una tautología: su mano asió otra mano que sostenía una esfera. Tras larga pausa, la mirilla chasqueó con nula amabilidad. En el fondo de su párpado abierto centelleó una lentejuela colérica, acompañada por el olor del primer café del día; eran como las nueve de la mañana. Chirriaron los goznes, la puerta se separó apenas un palmo de la pared y la mitad de una fémina de media edad se materializó en la rendija resultante. Le atendió con malos modos, que empeoraron a pésimos cuando formuló su pregunta. Una buena pieza, una tal para cual, esa Tessa. La malevolencia de la arpía le cohibió y, después que la mujer le dio con la madera en las narices, se encontró falto de recursos. Miss Lucy le había encargado traer de vuelta a la señorita aunque fuera a rastras, pero no veía forma de acatar las órdenes. Bajó al portal, no se atrevía a esperar en el rellano. Estuvo de plantón un par de horas, viendo cómo la calle se desperezaba y acogía los trajines de la mañana. Pero ni rastro de la señorita, no tenía sentido seguir de pasmarote. Subió al coche y puso los caballos al paso. La percepción que Macario tenía de Tessa era clara, nítida, orgullosa y no la identificó con la figura desastrada que avanzaba hacia él. Si no hubiera caminado tan doblegada habría sobresalido por encima de la marea ciudadana. Pero iba gacha y jorobada, sorteando a los atareados transeúntes como una perra. Sólo un choque directo de miradas hubiera podido evitar el desencuentro. No se dio. La indómita militante nunca levantó los ojos más allá de las puntas de sus botines polvorientos. Ni siquiera cuando subió la escalera, entró en su piso, cerró todas las ventanas y postigos, arrastró una silla hasta el centro de la habitación y allí se sentó en la inconsolable oscuridad.
La aniquilación se había fraguado de modo gradual. Principió con ligeras grietas en la fachada, un leve desplazamiento de los cimientos. Después de que su amante le asestara el golpe final, Tessa había retornado a sus actividades cotidianas. No sería la primera ni la última mujer desechada, relativizaba su cerebro, o, siendo más exactos, una cuarta parte de su cerebro. Porque los tres cuartos restantes envenenaban, volviendo sin cesar a Álvaro y a los navajazos de aquella tarde aciaga. A fuerza de revisarlos había memorizado cada una de sus palabras cortantes y pausas aserradas. No había sabido hacerse entender. Si se le diera la oportunidad de rectificar, todo sería distinto. Desharía el nudo gordiano, Álvaro no tendría más remedio que amarla. Giraba una y otra vez alrededor de esta ligera enajenación, construyendo diálogos hipotéticos en los que ella interpretaba los dos papeles con gran acierto y, desde luego, un desenlace satisfactorio. Era una labor obsesiva, consumidora. Ya no salía con las amigas; pretextaba trabajo, asuntos pendientes. En justa reciprocidad, la dejaron sola. Fue un alivio, atesoraba sus horas como un avaro sus dineros. Tras esta fase absorbente llegó otra de igual intensidad pero características más terrenales. La piel se negaba a olvidar. Y el tatuaje resurgía una y otra vez, con sus cicatrices tan netamente impresas como si el cuerpo ardiente del hombre acabara de roturarla. Suspiraba por la posesión, una caricia, su intimidad. Entonces sustituyó el diálogo verbal por el carnal. Y en este nuevo intercambio asumió también el rol de las dos partes. Durante unos días vivió en una autosuficiencia casi satisfactoria, si dirigía las manos con tino y forzaba la imaginación, lograba convocar la presencia amada con pasable realismo. De haber conservado algo de lucidez se habría reído con ganas; sus citas con el espectro de Álvaro no tenían nada que envidiar a las sesiones esotéricas de Belgravia de las que tanto se había burlado. Pero el amor desesperado no está para bromas. Y el derribo continuó, imparable. Los excesos y abstracciones se cobraron su precio: el rostro deseado comenzó a desdibujarse. Ya no fijaba su expresión. Conocía todos y cada uno de sus rasgos, pero si trataba de reunirlos para armar una imagen viva, escapaban como arena entre los dedos. Era imperioso atrapar de nuevo sus facciones, redefinirle. Tenía que verle, aunque fuera de lejos, aunque fuera una sola vez. Ningún ángel de la guarda la amparó o le aconsejó prudencia. Cedió a la tentación.
Se apostó en las cercanías de su casa. A las dos horas se presentó: una revelación milagrosa doblando la esquina. Conservaba la impronta bohemia, su melena flirteaba con la brisa de la tarde. Pero en su mano derecha se balanceaba un accesorio de dandi con puño de plata y el bigotillo recortado sobre el labio entoldaba una sonrisa de complacencia. Su aspecto triunfante le hacía más atractivo que nunca y desató una babilonia emocional. Dolor, placer, tortura, beatitud. Muchas contradicciones que se sintetizaron en una destructora certeza: la sensación era adictiva. Volvió a su puesto de vigía una y otra vez, celando su existencia como el centinela incansable que no aguarda ni desea el relevo. No pasaron muchos días antes de que avistara a la pelirroja. Salió una tarde de la fresca oscuridad del portal, oteando a izquierda y a derecha antes de lanzarse a la calle. Aún llevaba el lindo sombrero de paja en una mano, se ajustaba las horquillas del moño. Y qué decir de otras pistas. La falda, llena de arrugas horizontales, no había sido colgada de ninguna percha, sino que había caído al suelo forzada por su propia gravedad, y por la urgencia de los sentidos. Los ojos brillantes, bañados por el maremoto del último orgasmo. Sintió un hermanamiento morboso que rayaba en la santa imbecilidad. Qué hermosa era. Cada rasgo de aquella belleza armónica hendía un florete de acero en su cuerpo grande y torpe. Asumía, comprendía lo insostenible de la comparación. En la cama, él no se vería obligado a ponerla a cuatro patas. Cabalgaría encima de ella, frente a frente, los ojos metidos en los ojos, sabiéndose masculino y poderoso. Y sus abrazos la abarcarían por completo para proteger la feminidad dulce y miniaturada. Le entendía, casi llegó a simpatizar con su elección.
Vestidos de calle formaban una bella estampa. Una pareja moderna, incluso tenían la osadía de ir de la mano. La gente se volvía a su paso para admirarlos. Salían a menudo, aceleraban los preparativos para la boda. Y ella los acompañó a lo largo del feliz trayecto, siempre unos pasos detrás. Aguardaba —un paje dócil encargado de los paquetes— frente a lujosas vitrinas relucientes de telas, vajillas, regalos, flores. O en la boca negra del portal en el que pronto criarían a sus hijos. Una tarde, las virutas de serrín del carpintero que construía el mobiliario de la pareja se le pegaron a las suelas de los zapatos, sin saberlo se las llevó a casa de recuerdo. Otro día quiso oír el timbre de voz del sacerdote que los casaría, pero ya de rodillas en el confesionario no atinó a dar el santo y seña al Ave María Purísima que le llegaba, insistente, a través de los rombos de madera. Se levantó, huyó. El párroco apartó un poco el telón de su nicho y vio a una figura alta y raída corriendo por el pasillo central de la iglesia, girando en el crucero y saliendo por una puerta lateral. La tomó por una perdida, o vagabunda, o las dos cosas a la vez (menos mal que corría mucho; no había caridad que le diera alcance). Hacía ya días que su excéntrico desaliño había degenerado en franco abandono. Repelidas por la magnitud del desastre, incluso sus compañeras de militancia se habían apartado. Parecía que estuviera más allá de toda redención.