Y, en cuanto a otros pajarracos más voluminosos, el doctor Samuel cerraba la puerta que daba al cuarto del ama en el preciso instante en que la
miss
se desvanecía. Su contorno obeso y la rapidez del movimiento les impidieron ver qué pasaba dentro del dormitorio rojo. Pero antes de que la hoja iniciara el iracundo portazo, un jirón de luz le iluminó de lleno a él. Así que a él sí le vieron, vaya si le vieron. Sin chaqueta ni chaleco, la camisa blanca empapada, el sudor enganchado a unas tetillas que pendían, como badajos, al final de un embudo relleno de manteca fofa. Llevaba las mangas arremangadas, y tenía el brazo derecho lleno de coágulos y canales de sangre, desde la mano hasta el codo.
Un hilillo rojo brotaba de la sien izquierda de la
miss
. Se había dado un buen costalazo y perdido el sentido. Juana se puso a lloriquear de forma mecánica, igual que una plañidera de alquiler. Elena, de carácter más curtido, asumió las riendas. La apremió a salir en busca de ayuda y entretanto atendió a la pobre desmayada lo mejor que su corta experiencia le sugería. Le levantó la cabeza, acomodándola sobre la rampa inclinada de su regazo. Le dio unos golpecitos en la mejilla, sopló sobre su frente momificada y le desabrochó una docena de botones a partir del rígido cuello del vestido. De vez en cuando, miraba la puerta ciega. Y muda, en la habitación vecina ya sólo reinaba una nada sepulcral.
Juana pilló a la cocinera entrando por la puerta acristalada de la cocina con el halda del delantal rebosante de tomates. A la adolescente no le salían las palabras y señalaba el piso superior levantando un índice que jineteaba entre hipidos. Sus frases rotas, las lágrimas y el rostro desbaratado causaron una gran impresión. Los tomates saltaron en cascada y se espachurraron en el acto, irradiando un desastre de flechas rojas y pepitas gelatinosas. Y éste fue el instante que eligió la minúscula criaturita de Rita para dar una primera voltereta en la barriga de su madre. No daban para sustos.
Miss Lucy medio recobró el sentido con la lengua en llamas. Sobre ella pendía el rostro afable y preocupado de la cocinera. Un poco más arriba sobresalían las dos facciones de las doncellitas, emplazadas tras ella como las orejas adheridas de un ratón. Rita le vertía sorbos de coñac por una brecha abierta entre los dientes; había tenido que hacer palanca con una cuchara para separarle los maxilares, la mandíbula estaba bloqueada. Entre vapores, sintió que las tres mujeres la izaban y guiaban hacia su habitación. Colaboró lo mejor que supo, cuánto le desagradaba generar inconveniencias. Trató de pesar menos, por no decir volar. Al cabo de un rato de viaje trastabillante olfateó aromas familiares: el ébano, la piel encuadernada y los nudos lanosos de sus viejas alfombras orientales. Había sido bendecida con una amnesia transitoria. No protestó cuando la liberaron de corsés y engorros, y metieron entre las tenues sábanas de verano.
Rita nunca se había fijado en lo poco que abultaba la inglesa. Estaba acostumbrada a su carrocería imponente, y se quedó atónita al descubrir el mínimo esqueleto que la sostenía. Lo primero que había hecho al verla tendida fue aflojarle el corsé para palparle las delgadas costillas. Por suerte no se había roto ninguna. Mientras le embuchaba el licor, las niñas le dieron su versión sobre lo sucedido. Y se le atropellaron contándole fantasías. Las sabía afectas a los relatos escabrosos desgranados sobre la tapia del cementerio, no el de la colonia, aún no se había cavado una sola tumba en él. Una moda idiota, inspirada en novelitas aún más idiotas. Indignada ante tanta insustancialidad, una vez que la ayudaron con la
miss
las mandó de vuelta a la cocina con cajas destempladas. Que siguieran inventando majaderías allí, mientras recogían los tomates y llenaban la tetera hasta que el líquido rebasara por el pitorro. Esperó, rezongando entre dientes, a que la gobernanta se rehiciera del todo. Tenía el brazo izquierdo medio inutilizado y estaba exhausta. Después del calor del impacto llegaría el daño, a su edad la musculatura tardaría en calmarse. A los pocos minutos recuperó plena consciencia. Empeoraron las cosas. Se agitó muchísimo, no paraba quieta y si seguía así acabaría por romperse alguno de sus huesos de pájaro metida en su propia cama, ya sería el colmo del despropósito. La tetera humeante entró en el cuarto, Juana y Elena remolonearon pero las expulsó con un ladrido amenazador, seguía muy enfadada con ellas. Se volcó en la accidentada. Le hizo deglutir un encadenado de tazas de té con la adición subrepticia de coñac hasta tenerla medio ebria. Pero ni por ésas aflojó la lengua. No le sonsacó un solo indicio sobre lo acontecido. La interrogaba, ella contestaba a su vez con una pregunta, siempre la misma: ¿había llegado ya Macario de la capital? Y la mareaba como a una peonza, haciéndole corretear metros infructuosos de ida y vuelta a las ventanas. En su estado de nervios, creía oír el ruido del carruaje cada treinta segundos.
La amabilidad de Rita no relajaba a miss Lucy, era embarazoso crear tantos problemas. Y sus cuestiones inquisitivas aún la enervaban más. ¿Cómo explicarle a la risueña cocinera la atrocidad de lo que había visto en el dormitorio? Su única esperanza estaba puesta en una de las ventanillas. Enmarcaba un retazo de cielo, y más abajo, aunque ella no lo viera desde la cama, el camino de llegada a la casa. Por allí desfilarían los anhelados refuerzos. Macario y Tessa debían de estar por llegar.
La
miss
pedía un informe constante de lo que sucedía en el exterior de la casa. Su ansiedad era tan notoria que para calmarla Rita cogió un cojín y se arrodilló a los pies de la ventana. Durante un buen rato no hizo más que repetirse como un loro. Sólo veía el cabriolé del doctor, el cabriolé del doctor, el cabriolé del doctor. Hasta que por fin pudo proclamar la buena nueva, se acercaba el carruaje en la distancia. ¿Y en el pescante? Macario.
Lucy se calló su decepción, pero aún no estaba todo perdido. Cerró los ojos y aguzó el oído. Escuchó las ruedas entrando en el camino de grava, el acercamiento y un último silencio y se encomendó a cualquier divinidad, profana o cristiana, para que Rita pronunciara las palabras salvadoras: se abría la portezuela del coche, la señorita Tessa saltaba al suelo.
Macario tiró del bozal de sus caballos con una dicha que no le cabía en el cuerpo. Poco después se abrió la puerta principal y apareció su rotundo amor. La premura con que descendió la escalera del pórtico para dirigirse hacia él le indujo a pensar que el encuentro podría finalizar en el dormitorio. La acogió con un estrujamiento de oso, haciendo caso omiso de sus protestas y empujones. Pero Rita se apartó de su pecho peludo, y entonces se fijó en la boca lineal y los ojos invertidos. Había pasado otra vez algo gordo. Se tragó la euforia y las ganas de hablar de su próxima paternidad para oír sobre hechos misteriosos que daban la puntilla a las recurrentes calamidades de los patrones. Y tuvo que subir a la habitación de la
miss
y contemplar cómo se le empezaba a irisar media cara, que además de ponerse morada y amarilla se contrajo de sufrimiento mientras él le explicaba o, mejor dicho, le explicaba que no le sabía explicar, la desaparición de la señorita Tessa.
Imposible hacer nada por el ama en tanto el médico siguiera encerrado con ella. La cocinera prometió a miss Lucy estar alerta. Entretanto, le convendría cerrar los ojos y olvidar sus preocupaciones por un rato. La dejaron sola.
Dormir era inviable. Levantarse o trabajar, aún más peregrino. Estaba desocupada a la fuerza, tendida en el lecho en horas diurnas. Algo impensable. Intentó fijar su mente en Inés y en los problemas inmediatos. Pero no alcanzaba a concentrarse. La generosa cantidad de coñac, caliente y endulzado por la infusión, se había infiltrado en sus defensas. Tenía el cuerpo distendido. Se abrían boquetes, entraban sensaciones dulces en tropel. Y de súbito se encontró en romería, de vuelta hacia el pasado. Ella, que no solía concederse el regalo de un suspiro de nostalgia.
Rodó sobre la cama. En el cajón inferior de la mesita de noche guardaba una vieja caja de cartón que sacó con el brazo sano. Era ligera y pequeña, un rectángulo de un palmo. Tumbada de costado, la colocó sobre el almohadón, un poco apartada de sus ojos, porque ya no veía bien de cerca. Levantó la tapa, dentro había unas cuantas ramitas de brezo que el paso del tiempo había agrisado. Eran apenas unas briznas vegetales, no hubieran servido ni de muesca para encender una pequeña hoguera. Sin embargo, aquellas ramitas habían sido testigos de hechos inolvidables. Poseían la elocuencia, la lírica de los objetos con significado propio.
El matojillo había sido parte de un ramo mucho más grande. Los arbustos de brezo salpicaban las colinas cercanas a Haworth, una ciudad de su condado. Y Lucy les había robado tallo tras tallo para ensamblar un regalo digno. Era una tarde ventosa de septiembre, y volviendo de su paseo solitario depositó la ofrenda a los pies de una lápida. El peso leve de las plantas, entonces en flor, no turbó el reposo de la díscola muchacha homenajeada. Pues ella, la que yacía bajo la tumba amaba el brezo. Y, por encima de todo, amaba las cumbres borrascosas en las que arraigaba. Había muerto a los treinta años, un cuarto de siglo antes. El día de ese paseo Lucy cumplía los veinte.
Fue el último de los viajes en que acompañó a su padre. Ambos se llevaban muy bien y vivían las escapadas conjuntas como aventuras algo transgresoras. De hecho, el pastor se entendía bastante mejor con su hija que con su consorte. Era un hombre en la flor de la edad. Pletórico de proyectos, ideas, vocación. Le gustaba recorrer el condado, visitar las nuevas zonas industriales y charlar con otros párrocos. Había mucho que discutir. El progreso planteaba grandes desafíos a quienes tenían por objetivo el bienestar del prójimo. La ciencia y la tecnología transformaban el mundo. Los cambios eran deslumbrantes, pero una vez pasado el primer arrebato de ilusión, surgían cuestiones difíciles de evaluar, al menos a corto plazo. Cada nueva máquina traía consigo el germen del desempleo, de la pobreza y la exclusión.
La hospitalidad entre pastores era de recibo, en aquel viaje padre e hija fueron acogidos por el párroco de Haworth. Se llamaba John Wade. Con los años Lucy olvidaría su nombre pero no el de su inmediato antecesor en el cargo: el reverendo Patrick Brontë.
Se alojaron en la vicaría. Casa, cementerio e iglesia configuraban un todo envuelto en una neblina de belleza húmeda y triste. La suerte acompañó a Lucy. El pastor aún no había comenzado a emprender reformas. No había cambiado nada desde que el lugar fuera habitado por sus anteriores inquilinas, las extraordinarias hermanas de sangre y pluma cuyas obras ella conocía de memoria. De las cinco muchachas, cuatro dormían su sueño eterno bajo el manto verde que se extendía al pie de las ventanas. En el mismo camposanto reposaban el único hermano varón, y el patriarca Brontë, último superviviente de una progenie con la que por fin había conseguido reunirse tan sólo tres años antes.
La saga de la familia y sus sorprendentes logros estaban demasiado cercanos en el tiempo como para ser eludidos. Una melancólica lírica impregnaba el espacio. Su fragancia volaba con las corrientes de aire, exudaba en los muros.
El baúl de Lucy contenía una bolsa llena de cabos de vela, pero un solo libro. No era
Jane Eyre
, ni
Shirley
. Las heroínas de Charlotte o Anne, bondadosas y a la postre bien retribuidas con final feliz, le inspiraban simpatía, pero no la cautivaban. Quienes de verdad removían sus emociones juveniles eran los personajes de Emily: hondos, complejos, agonizantes.
De nuevo le sonrió la fortuna, le adjudicaron la habitación que había sido suya. Entre aquellas cuatro paredes había engendrado su exasperada, única mitología. Allí se había encerrado para dejarse morir mientras
Keeper
gemía su desesperación canina, atravesado al otro lado de la puerta.
Hubo muchas noches blancas. La lluvia azotaba las ventanas, el viento silbaba sobre los páramos. Y la travesía de la llama vacilante desentrañaba, palabra tras palabra, renglón tras renglón, la escritura poderosa y airada de quien recién iniciaba su andadura como inmortal. Más de una vez Lucy sintió el aliento apasionado de la autora en la nuca. Imaginó que era el de una hermana que respiraba con ella. Y esta comunión, magnificada por el entusiasmo propio de su edad, le procuró instantes de una exaltación desconocida. La impresionable joven no sabía de las noches del alma, pero en la oscuridad ardiente vivió plenitudes amorosas que rayaron la experiencia mística. Tesoros privados, intransferibles, que guardó para sí.
De regreso a casa le robaron a su padre. Fue un ataque sórdido, sin épica ni poesía. Un latrocinio traicionero que no permitió un adiós decente, menos aún el aprovisionamiento de los seres queridos. St. Michael pasó a manos del párroco sucesor y una familia ajena ocupó la casa de su infancia. La viuda y huérfana del pastor fallecido quedaron desprotegidas. Habría acechado la indigencia de no ser porque una alma compasiva les cedió una vivienda discreta en las afueras del pueblo. La generosidad del pueblo no se detuvo en este gesto; feligreses y viejos amigos las siguieron avituallando de modo regular.
Era un golpe cruel para el orgullo de Lucy. Convertirse en objeto de la caridad ajena cuando la habían educado para ser sujeto resultaba un sapo difícil de digerir. Y su madre no aligeró la aspereza de la ingestión. Incluso en sus buenos tiempos siempre había sido un pandemonio de quejas. Enfrentó la nueva pobreza como si ésta fuera una ofensa personal. Y arrastró el agravio hasta el fin de sus días, colgada de la vida de su hija, no como una ancla en puerto seguro, sino como un lastre gravoso.
El objetivo natural de toda muchacha era el matrimonio, y algo hubo de ello. Poco antes de la orfandad se había insinuado un posible pretendiente. Iniciaba carrera en la Marina y no carecía de atractivos. Los oficiales viajaban con sus esposas, la exploración de mundos desconocidos debió de haber ilusionado a Lucy. Es posible que la relación hubiera cuajado. Pero la repentina desposesión y la carga materna dibujaron un panorama en exceso complicado para un joven que aspiraba a convertirse en héroe, no en tierra sino en alta mar.
Plenty of fish in the sea
, el mar está lleno de peces, se dijo. Su figura empequeñeció a una velocidad inusitada, muy pronto se esfumó en ruta hacia horizontes más prometedores.