El comadreo era de intrínseca maldad. Aun así, y visto desde la perspectiva adecuada, tuvo sus aspectos entrañables. Apelaba con acierto al espíritu de la traspasada. Seguía allí, se decía y se consolaba su vástago licuado. Mirándoles desde las alturas con expresión aprobatoria, derramando lágrimas amorosas sobre todos ellos. Acertaba en lo de la permanencia y las alturas, erraba en lo demás. La temible anciana colgaba de la araña del techo, sí. Pero como un rechinante murciélago encolerizado que despidiera escupitajos de frustración. Su tránsito había sido un accidente, una afrenta: la habían pillado a traición.
La madre del doctor había sido única como todas, pero mayúscula como ninguna. El vacío que dejó su partida abrió un abismo vertiginoso difícil de taponar. Y no es que Samuel no lo intentara. La dispepsia y una aguda gastroenteritis, resultado de una sucesión seriada de atracones y bacanales, le distrajeron un rato de sus padecimientos anímicos. Pero el bicarbonato sódico acabó por devolver el sistema digestivo a una relativa normalidad, y entonces su apetito infatigable se volvió hacia otros horizontes. La histeria de la joven señora De Ubach cumplía con todos los requisitos para rellenar estos barrancos de ansiedad. Devino bandera y causa vital. Porque la damisela seguía padeciendo posesiones en las que su diablo particular asumía la forma de un instigador pornógrafo. Y entre uno y otro episodio se limitaba a subsistir, adormilada y autista.
Las damas de la congregación mariana, convencidas de que Inés de Ubach requería los servicios de la religión y no de la ciencia, le habían insinuado acudir al conocido mosén Cinto Verdaguer, también reputado poeta, que se ocupaba de estos endiablados asuntos con mucho tacto. Pero el doctor no estaba para bobadas prehistóricas y prohibió a todo el colectivo volver a nombrar el tema. Muy arrepentido de sus indiscreciones, se había hecho el firme propósito de revalidar el juramento hipocrático. No le sacarían una palabra más.
Acudió a más colegas y hundió las narices en los manuales más modernos. Todas las soluciones apuntaban a lo mismo: perseverar en el tratamiento, intensificar su graduación. Endurecer las condiciones de vida de la enferma. Rodeada de un medio más áspero, sus furores sexuales acabarían por ceder, faltos de estímulo sensual.
El dormitorio de la paciente recibió un nuevo aluvión de cambios. Se desmontaron los suntuosos colgantes y el baldaquín. Desarbolado el dosel, llegó la hora de confiscar los resortes metálicos de la cama. Fueron sustituidos por un simple tablón. Luego se purgó el grueso colchón de lana, que adelgazó hasta quedar convertido en un jergón a través del cual apuntaba la dureza de la madera. En paralelo, la lupa del censor analizó muselinas y crepés buscando ocultos mensajeros de lascivias. La lencería fina partió en tropel hacia cajones, allí aguardaría la llegada de tiempos mejores entre matojillos de lavanda florida. Se materializaron camisolas de algodón barato y rugoso, con mangas largas, puños cerrados y cuellos de botella. Miss Lucy asistía a estos dislates con horror inconmensurable. Y no se abstuvo de expresar, sin flema británica, lo que opinaba al respecto. Sus protestas no ayudaron; Samuel le llevaba la contraria por convicción, pero también por la inquina que le tenía. Entonces calló y se dedicó a estudiarle. Si iba un paso por delante quizá podría minimizar los daños. Al observar la saña con que el médico se cebaba en todo lo que significaba belleza y encanto, ella misma encerraba la crin negra de Inés en una de sus propias cofias al oír los pasos jadeantes que batallaban con los escalones. En aquel escenario frugal, la opulenta cabellera resultaba incongruente. Sólo era cuestión de tiempo que Samuel la sometiera a una poda drástica.
Miss Lucy estaba determinada a paliar la situación de su ahijada y se tragó sus escrúpulos para dedicarse a la sedición más artera. Saboteaba al médico en cuanto éste se daba la vuelta. En la cocina contó con la ayuda inestimable de Rita. No le hizo falta ser muy explícita para que la entendiera y, sin decir nada, añadiera carne al caldo de verduras, yemas de huevos a la leche del desayuno, vino blanco al puré de zanahoria y carne trinchada a las croquetas. De no ser por las dos mujeres, Inés hubiera entrado en una fase de desnutrición irreversible.
Esta permanente vigilia guerrillera exigía abnegación, sobre todo porque el engaño debía extenderse a la misma beneficiaria. La institutriz había perdido toda ascendencia sobre su antigua pupila. En contadas ocasiones, viéndola algo lúcida, le había propuesto una sublevación conjunta. Fracasaron todos sus intentos. Inés había entregado cuerpo y alma a su médico. Era cera en sus manos. Ya no preguntaba por su hermana, de la que se seguía sin tener noticias.
Los días se ensartaban chatos y tediosos. Atrás quedaban los tiempos de veladas nocturnas y chismes. El péndulo del hogar se había acompasado al metabolismo de la enferma. Sus horas avanzaban a trompicones; borrosas, interminables, iguales. Y los únicos hitos nacían, se desarrollaban y expiraban en el espacio que circunvalaba la cama del cuarto rojo. La perenne oscuridad lo había repintado con brochazos de herrumbre y lacre. Destituido de oropeles y adornos, el lugar emanaba la mustia melancolía de un escenario abandonado.
Cuando la señora se puso a vomitar lo poco que ingería, Elena bajó las palanganas a la cocina para que todos pudieran estudiar de cerca las deposiciones. Pero no existía oráculo capaz de leer presente o futuro en aquellos posos. Eran agua llana, salivazos transparentes sin olor. Rita se sumó a los comentarios generales con menos vivacidad que de costumbre. Llevaba unas semanas poco sandunguera. Y había echado a Macario de su dormitorio sin mediar explicación, simplemente atrancó la puerta. Un extrañamiento que a él le dejó perplejo y dolido, no recordaba agravios pendientes. No los había, pero la moral arrastrada de la cocinera tenía que ver con sus festejos comunes. El ama no era la única en vomitar. El síntoma se sumaba a dos ausencias mensuales y eso tenía un significado unívoco: la madre naturaleza había hecho de las suyas. La futura eventualidad, que hubiera sido una bendición en otras circunstancias en las actuales asumía dimensiones de catástrofe. El día en que su estado se hiciera patente, los pondrían a los dos de patitas en la calle. Mejor dicho, a los tres. Rita se había empezado a fajar con vueltas apretadas, pero tenía el corazón en un puño. Ni se atrevía a acercarse a casa de su amiga Pepita por miedo a que le adivinara el secreto en un rapto de clarividencia femenina. Menos mal que llevaba tres semanas sin recibir carta de su hermano. Eso la eximía de la visita y además le restaba una preocupación. Siendo como era el pariente, la falta de noticias debía interpretarse como buena noticia. Si no reclamaba es que no necesitaba; habría encontrado trabajo.
Pasada la Virgen de agosto todo seguía igual. El señor De Ubach, en la capital y sin fecha de regreso. Telares e hilatura, callados. Y las estanterías del economato, cada día más desdentadas. Las familias se avituallaban en huertos y frutales, y la cosecha de secano de aquel verano sería recordada por su abundancia y magnificencia. La pulpa de tomates, melones y sandías desprendía fragancias incomparables. Hubo berenjenas, pimientos y pepinos, melocotones y ciruelos para todos. Pero las aves y los conejos escaseaban, y ni soñar con comprar carne. En el frente de los huelguistas se habían abierto las primeras fisuras. Algunos rezongaban; se estaba llegando demasiado lejos. El ambiente se enrarecía. Sin nada que hacer en todo el día, los hombres apretaban los dientes y se miraban los unos a los otros de refilón.
En medio de esta atmósfera lóbrega, la súbita euforia de la maestra tenía que llamar la atención a la fuerza. Ella también vivía bajo el influjo de un proceso revolucionario, y en eso armonizaba con el ambiente. Pero el suyo no era un movimiento hostil, sino más bien una insurrección entre pizpireta y lírica, que la llevaba a ponerse geranios en el pelo y a dar paseos ensoñadores a orillas del río cuando la bóveda cuajada de estrellas titilaba sobre la corriente amansada por la sequía. La impuesta dieta de verduras y frutas le había sentado de maravilla. Tenía el cutis más terso, la cintura más fina y el caminar más ligero. Y algo le había hecho a su ropero; siendo el mismo, no era el mismo. Ojos entendidos detectaron la adición de astutos reclamos: dos hileras paralelas de botones —cada una en un pecho—, un pespunte escarlata donde se curvaban las costuras, la erupción de una florescencia de gasa azul cosida un poco más arriba del corazón. La señorita Pepita estaba rejuveneciendo.
Sus hermanas de género observaron el remozamiento hormonal con recelo, alguna razón habría para ello. Casi siempre se trataba de unos pantalones, pero ¿cuáles? Allí todo el mundo se conocía. Por si acaso, las solteras la pusieron verde y las casadas ataron corto a sus maridos. Si creían que su desconfianza contagiaría a los hombres, podían esperar sentadas. Más interesados en los resultados concretos que en sus causas, los descastados la celebraron como si fuera una desconocida que acabara de aterrizar en el lugar. Pero ni a ellas ni a ellos se les ocurrió que la clave del cambio pudiera tenerla el cartero.
Al funcionario de alma prusiana le había sorprendido mucho que los sobres sellados en Francia, cuya grafía conocía a la perfección, se dirigieran últimamente a la señorita Pepita y no a la cocinera de los Ubach. Ahora bien, él acataba a rajatabla las normativas del servicio postal. La mercancía que repartía era inviolable, confidencial, y se guardó muy mucho de comunicar a nadie su descubrimiento.
Partiendo de este desconocimiento, en la colonia hubo toda clase de dimes y diretes. Pero el revuelo que se armó acabó por beneficiar a su causante. Porque de la noche a la mañana, como la seta brota de una espora tras una tarde de lluvia, apareció un pretendiente frente a la puerta de la escuela.
El viudo, que hasta aquel día sólo había pensado en la señorita Pepita como en la pedagoga sacrificada de sus hijos medio huérfanos, jamás como una posible sustituta de su finada esposa, comenzó a rondarla sin disimulo. Ella se dejó lisonjear sin dar muestras de gran entusiasmo. El inesperado desapego de la cuarentona acrecentó la pasión de su cortejador. Y le impelió, en un arranque de exasperación, a proponerle matrimonio; de rodillas y enganchado a un ramillete redondo de caléndulas, imagen inspirada en una tarjeta postal de moda. La colonia entera contuvo el aliento. Sus moradores ya no sabían cómo peinar las horas, un casamiento aliviaría la monotonía del fin de verano. Pasmo superlativo. La lisonjeada se comportó como si anduviera sobrada de peticiones, y no con las desahuciadas ganas de ser arrastrada al altar que todos le atribuían. Apreció la propuesta, cortés pero en ningún modo abrumada de gratitud. Y a continuación dio largas al postulante, que a partir de entonces siguió su rastro con ojos de botón y un palmo de lengua afuera. La señorita Pepita nunca había sido objeto de una solicitud tan reconcentrada con anterioridad y la experiencia se le antojó estimulante. La tontería que la aquejaba sólo afectaba ciertas áreas de su cerebro, y su zona más esclarecida le aconsejó prolongar el suspense del pretendiente. Era la única persona feliz en muchos kilómetros a la redonda.
Y entretanto el calor se mantenía estable. El mercurio del termómetro bailaba un apretado chotis entre los treinta y cinco y los cuarenta grados, una barbaridad. La erosión reseca trituraba los campos. El polvo era fino como talco, abrasivo como papel de lija. Roía las hojas de los árboles y mortificaba por igual a minerales, vegetales, animales y humanos. La marinada que soplaba a mediodía lo esparcía sin piedad. Se introducía por todas las ranuras, aun las más estrechas e invisibles, igual que una tormenta de arena en el desierto. Quitando aquel tornado intempestivo, que casi sacó al río de madre, cayeron tan sólo dos llantinas raquíticas que no hicieron más que levantar polvareda y ensuciar. Luego se abrían chimeneas en las nubes, al fondo rebrotaba el disco solar, la tierra humeaba un poco, y después nada, vuelta a la torrefacción. Las cigarras construían pilares de chirridos. Llevaban tres meses en constante concierto, sin tan siquiera respetar los horarios de cortejo. Los machos se desgañitaban a todas horas y morían a miles, ahogados en sus propios órganos estimulatorios. Sus caparazones huecos quedaban diseminados por doquier, como sarcófagos diminutos en una vasta morgue. Las luciérnagas, en cambio, se habían esfumado. No se vio una sola de ellas.
Los habitantes de la mansión sobrevivían en un acuario pastoso, atrincherados tras portones y persianas. Se movían poco y con parsimonia, igual que esos herbívoros australes de digestiones trabajosas. Por la tarde, al ceder un poco la combustión diurna, asomaban con cautela al exterior. Rita mandaba a las criaditas de misión al huerto, donde cosechaban, sacaban malas hierbas y retiraban brotes secos. Solían demorar más de la cuenta pero ella, comprensiva, simulaba no enterarse. Desde la ventana de la cocina las veía adentrarse en el pinar cercano. Siempre cuchicheando, la mano de una en la cintura de la otra, con los dedos enlazados o amarraditas del brazo. Era una suerte que se llevaran tan bien, pensaba. La avenencia no la habría complacido tanto de haber sospechado lo que acontecía bajo las coníferas. Allí aguardaba el carbonero. Tras una primera fase de competencia y celos, que no aportó gratificación a ninguna de las partes implicadas, las mocitas habían acordado un armisticio de cláusulas igualitarias. Desde entonces compartían con gracejo saleroso al ahumado juvenal. Y siendo dos contra uno le trataban con perverso despotismo, sometiéndole a pequeños atropellos y haciéndole cometer toda clase de travesuras. La más inocente, escalar en busca de piñas y luego obligarle a hurtarles los piñones que ellas se colocaban entre sus dientes ávidos de lengüetazos. Fue un estío de libertinajes y adoctrinamientos acelerados. Y fuera del perímetro boscoso también proliferaron los enredos, los adulterios y las tragicomedias. La ociosidad, ay.
Macario estaba en el invernadero observando el estropicio que había hecho la bombacácea cuando divisó a la nodriza con el niño en brazos. Otra que seguía sumando kilos, diez o más desde que había llegado, anotó su mente experta. Se alejaba, de espaldas a él, y sus adiposidades se movían con un balanceo de considerable tonelaje. Le vinieron a la mente los cuartos traseros de una elefanta entrevista en primavera. Temblaban de mala manera y la rendija bajo el plumero de la cola erguida soltaba chorros de orina del tamaño de su brazo. Él iba de camino a la ciudad, su vehículo había adelantado a un circo ambulante, el animal se bamboleaba al final de una ristra de carretas coloreadas. Mientras recordaba la escena, la escalera que ahora estaba bajo sus pies hizo otro tanto, a ver si se iba a romper la crisma. Descartó saltimbanquis y hembras rellenas —el circo exhibía a una mujer gorda y barbuda, el último atributo no le inspiró— para volver al trabajo. Ya había recogido la cristalería desparramada, menuda carnicería había hecho con las plantas más finolis. Luego trepó a la escalera para estudiar de cerca el boquete del techo. Y ahora miraba pensativamente el estrafalario árbol disparado hacia el cielo como una bengala, qué cosas bizarras criaban los ricos. O le aserraba el tronco o no había quien reparara el daño. Desestimó preguntar a la señora o la
miss
, ninguna de las dos estaría por esta labor. Habría que esperar el retorno del patrón.