El averiado rocín del médico despertó con los puñetazos de la puerta principal, los gritos, los correteos y el jaleo, un concierto de sonidos que solía desembocar en trabajo extra, especialmente duro en noches desapacibles. El animal era fatalista y se resignó, pero nadie vino a por él. Pasado un rato, dedujo que la emergencia habría caído sobre los lomos de algún colega. Y su alivio se tradujo en sueños poblados de laderas soleadas, heno fresco y, lo mejor de todo, una total ausencia de humanos, gordos o flacos.
El carruaje cargó con el facultativo y volvió a la colonia a todo galope. Los saltos y resbalones de pezuñas y ruedas sobre el adoquinado desvelaron a más de un ciudadano. No hay mal que por bien no venga, se consolaron las señoras abriendo medio ojo; acababan de proporcionarles tema para el día siguiente.
Macario azuzó a los caballos sin cesar, se avecinaba un nuevo aguacero. En el interior del coche Samuel brincó y rebotó en los asientos durante todo el trayecto. Las sacudidas vigorosas le sacaron de su abotargamiento, pero también le desbarataron el tupé. Con las prisas había calculado mal la cantidad de brillantina, la construcción había quedado fijada en precario. Se la recompuso mal que bien en lo que subía la escalera de la mansión. Las primeras gotas, gruesas como medallones, le azotaron la mejilla izquierda.
La señora De Ubach seguía convulsa. Tan pronto rodaba de un lado para otro de la cama como disparaba el ombligo hacia el baldaquín, repitiendo la extraordinaria postura que todos los habitantes de la casa habían presenciado. El doctor reconoció el
arc-en-cercle
. Durante las épocas en que frecuentaba al maestro Charcot había visto los suficientes casos de histeria como para identificar sus síntomas. Llevaba largo tiempo sospechando el diagnóstico, pero no había querido aventurarse sin tener plena seguridad. En general, la paciente se había mostrado pacífica, éste era el primer signo claro de desestructuración violenta. Ahora ya pisaba terreno conocido. Le practicó una sangría y luego le suministró un opiáceo para asegurarle un descanso largo. Cumplida esta labor rutinaria, quedaba ahora otra bastante más peliaguda: comunicar las nada halagüeñas noticias al allegado principal.
Se sentía tan poco dispuesto que se detuvo en el umbral de la biblioteca y, sin traspasar esa frontera, propuso aplazar la consulta al día siguiente. Adujo la hora, eran las tres de la madrugada. Pero León le cerró las escotillas de escape. Por la mañana viajaba a la capital, estaría ausente una temporada, no tenía la menor intención de partir atormentado por la incertidumbre. Punto final. Estaba sentado en una de las butacas, frente a las fauces negras de la chimenea sin fuego. Ni se levantó.
En ruta hacia el arduo cumplimiento del deber, Samuel hizo alto en la bandeja de bebidas, único elemento reconfortante en su horizonte inmediato. Mientras servía dos copas, una para él y otra para el cliente, fijó su línea de actuación: transmitir normalidad, no dramatizar, no alarmar. Empezó, pues, por notificarle lo bueno con una sonrisa que bailaba entre muelles, en tanto alargaba una copa que había llenado hasta los bordes. El señor De Ubach necesitaría de un anestésico que amortiguara el golpe (y él necesitaba del suyo para dárselo, su copa también rebasaba).
—Te garantizo que no hay ningún órgano vital dañado.
León estaba harto y quisquilloso. La melosidad del médico sólo consiguió añadir crispación a su pésimo estado anímico. ¿Por qué sonreía?
—Eso ya lo dijiste antes. Ten la bondad de explicarte mejor.
Habló con mordacidad insolente de amo. Ignoró la bebida y Samuel terminó por dejarla sobre la repisa de la chimenea. La obvia tirantez que flotaba en el ambiente le obligaba a un reajuste compensatorio. Sonrió con más efusión. El brillo de sus ojillos se hundió, capturado en un acordeón de pliegues y arruguitas.
—La ciencia avanza a pasos agigantados, pronto lo sabremos todo sobre las mujeres.
La fanfarronada, sumada a la sonrisa fatua, sacó de sus casillas a León. Su respuesta silbó, cortante como un cable tenso. Para ofenderle más, clavó los ojos en la calva mal camuflada.
—Me conformaría con que supieras algo sobre una de ellas en concreto.
Teniendo en cuenta que aún no se le había comunicado lo esencial, el cliente estaba exageradamente molesto. Samuel titubeó, algo desconcertado. Había previsto tomar posesión de la otra butaca, la de siempre, la suya, pero desestimó la comodidad en favor de la autoridad; conservaba mejor el aplomo estando instalado en las alturas. Hizo una pausa y buceó en su diccionario cerebral. Trataba de encontrar palabras indoloras, veraces pero no despellejadas. La sonrisa, en cambio, era de rigor y la mantuvo intacta. Costaba un poco hablar con ella puesta pero el esfuerzo merecía la pena.
—El sistema nervioso de nuestras encantadoras compañeras es en extremo complejo. Sin embargo, comenzamos a sospechar que existe una relación directa entre su morbilidad nerviosa y algunas alteraciones del útero.
La alusión a una pieza tan imprescindible despertó una suspicacia muy natural, León aspiraba a tener más hijos. Para colmo, Samuel seguía sonriendo. Era muy irritante, ¿y qué diablos le había pasado a su cara? Parecía tenerla repleta de dientes.
—¿Qué clase de alteraciones?
El doctor había nombrado el delicado órgano de pasada, igual que si mencionara un órgano neutro: la rodilla o un dedo. Superado este trago venía el otro, bastante más bilioso. El diagnóstico contenía un torpedo de digestión difícil, y se tomó un tiempo para preparar su enunciado. Bebió un sorbo largo. Sus dientes chocaron contra el cristal y el tintineo le dio ánimos. Pasó la lengua por el esmalte dental, aún se envalentonó más. Su renacida sonrisa formó una media luna oronda, y el vidrio que protegía un cuadro de mariposas cercano le respondió con un destello blanco. Prodigiosa maravilla, no se estrenaba cada día una dentadura nueva. Las intachables piezas le hacían guiños seductores desde multitud de superficies reflectantes (colgar más espejos en el despacho, anotó silenciosamente en la agenda de la semana). Su voz brotó con un irreprimible deje de alborozo.
—Furores uterinos, por ejemplo… Histeria.
El brinco que León dio en su silla fue más propio de un saltimbanqui que de un industrial con los pies en la tierra. Alarmado ante la violencia de la reacción, Samuel aparcó sus satisfacciones dentales.
—Vamos, vamos… Si despojas la palabra de valoración moral obtendrás una enfermedad como cualquier otra. Y además muy antigua. Toma su nombre del griego,
hystera
, útero en griego. Platón y el mismo Hipócrates ya la describieron en sus…
El prólogo de la lección magistral fue atajado en tono desabrido.
—Mi esposa nunca ha mostrado el menor interés por el sexo.
No serviría de nada discutirle una idea tan arraigada y, sobre todo, cándida. Mejor remitirse a las pruebas. Samuel abrió el maletín y extrajo el abultado sobre timbrado en París. La procedencia foránea de la información que contenía garantizaba su rigor. Le pasó el paquete de fotografías y permaneció en silencio, observando cómo las barajaba.
Las imágenes mostraban una estrecha cama blanca de hierro. Una muchacha muy linda, apenas ataviada con una camisola, se contorsionaba en ella. Adoptaba posturas extravagantes, exhibía impúdicas muecas faciales. Al pie de las escenas una mano neutra había escrito descripciones lacónicas:
période épileptoïde, clownisme, période des attitudes passionnelles, délire, tétanisme, extase, arc-en-cercle
. León había oído hablar de Augustine, la famosa paciente del doctor Charcot, infinidad de veces. Así que intuyó a quién pertenecía el rostro infantiloide de mejillas redondas que le miraba, malévolo, desde las antipáticas cartulinas. También reconoció algunas expresiones y, sin duda, la silueta arqueada de la última de las imágenes. Samuel clavó el dedo índice en ella.
—Atletismo aberrante. Es el mismo proceso. Muecas y contorsiones epileptoides. Estados catalépticos. Concupisc… —Se interrumpió, casi se le había escapado la palabra prohibida—. Delirios paranoicos en fases agudas…
León fue perdiendo tinte, ya semejaba una aparición barbuda. La información se le había atravesado torticeramente en el cerebro. No era plausible. Él había hecho esfuerzos ingentes para embellecer su entorno; para domesticarlo, aislarlo del sórdido mundo exterior. Sin embargo, éste invadía su fortaleza privada y se cebaba en su mujer, que era pura exquisitez, cultura, luz. ¿Cómo había podido suceder este imponderable? En su aturdimiento invocó a aquel a quien siempre había negado cualquier legitimidad.
—Dios nos asista.
La fase agresiva iba cediendo paso a la del desánimo. El cliente se entristecía. Menos mal.
—Estoy en consulta permanente con mis colegas de París. Conocen el historial de Inés y coincidimos en el diagnóstico: su histeria está provocada por la amenorrea.
La palabra no suscitó ningún signo de reconocimiento. Pero Samuel empezaba a sentirse dicharachero, no tenía inconveniente en volver a subirse a la tarima escolar. Bebió otro sorbo infinito y se lanzó a una perorata de causalidad impecable. A saber, Inés no había tenido el periodo desde el parto. Los fluidos se habían ido acumulando. El útero, sobrecargado de sangre, se había inflamado hasta adquirir el doble de su tamaño normal. Ahora presionaba la vagina y la vulva. De ahí los furores sex… —hizo otro quiebro, sorteando una vez más el peligro— los delirios sensoriales.
El realismo y credibilidad de la secuencia patológica sobrepasaron al señor De Ubach. Varias veces había abierto la boca, sin éxito, para frenar la exposición del informe sanitario. Conforme éste avanzaba se fue sintiendo indispuesto, y un mareo verosímil acabó por hundirle en la butaca. No rechazó la copa que se le ofrecía de nuevo, la asió y se la llevó a los labios dibujando un trayecto algo incierto.
El médico observaba su malestar con poca empatía. Buen científico sería si sus sentimientos estuvieran a merced de los vaivenes emocionales de sus clientes.
—No hay por qué tomárselo tan a la tremenda. Sólo son realidades científicas.
Su sangre fría contrastó con la voz desfallecida de León.
—¿Qué gravedad reviste la…? —Enmudeció, no quería pronunciar la repulsiva palabra. Su interlocutor rellenó los puntos suspensivos con presteza.
—Nadie se muere de histeria, si te refieres a eso. Pero hay que descongestionar el útero. Vamos a tratar de provocar un sangrado por medios naturales. Si eso no funciona, practicaremos una histerectomía, o sea, la extirpación total del útero. Se abre el vientre mediante una incisión en…
El relato de la gesta quirúrgica no prosperó, aún quedaba un último resto de autoridad en las profundidades de la butaca.
—Ahórrame los detalles técnicos. Ya tengo suficientes problemas.
Samuel obedeció. No convenía apurarle más. Se acercó a él, extrajo el reloj y le tomó el pulso. Sobre la mesita vecina, el rostro de Augustine en pleno éxtasis sonreía al vacío. ¿Adónde habría ido a parar? Quién sabe si estaría viva o muerta. Nunca más se supo de ella, desde aquella noche de 1880 en que se fugó del hospital de la Salpêtrière vestida con ropa de hombre. La habían trasladado al pabellón de incurables, otras mujeres la habían sustituido en las lecciones de Charcot, había dejado de ser la favorita…
—¿Y bien? —inquirió la figura sentada. El médico llevaba al menos tres minutos contando sus latidos.
—Aceleradísimo. No puede ser. Hay que tomarse las cosas con más filosofía. Un colapso tuyo serviría de bien poco en estos momentos.
Disipado el temor de una viudedad inmediata, lo que atormentaba al industrial era la esterilidad potencial de su esposa. Pero adelantar acontecimientos tampoco ayudaría, le razonó juiciosamente Samuel.
—No hemos llegado a esto aún. Afrontemos las cosas una por una, paso a paso. Tú a lo tuyo y yo a lo mío. —Había posado una mano amistosa y paternal en el hombro atribulado, ahora tocaba cambiar de tema.
»¿Alguna novedad en la fábrica?
—Ha llegado la nueva turbina, ni siquiera tengo personal para desempacarla. —Este nuevo desastre fue notificado con relativa serenidad. Era grave pero inteligible.
Que la tan manida turbina siguiera en su embalaje no impresionó a Samuel. El peligro que corría el sesenta y seis por ciento de su estipendio aún no cobrado, sí le causó cosquillas de inquietud. Sin embargo, el galeno tenía una fe de topo en las instituciones. Articuló una frase aplacadora con total sinceridad:
—La situación se resolverá. Intervendrá el ejército. Habrá unos cuantos muertos, y a otra cosa, mariposa.
León no creía que la solución pasara por unos cuantos cadáveres; cualquiera que fuera su número, siempre sería demasiado alto. El conflicto se estaba conduciendo con poca fortuna. Obreros y empresarios se habían enrocado en una posición de fuerza, el resentimiento personal había ganado a la sensatez pragmática. Y entretanto todos salían perdiendo. Acababa de ofrecerse para formar parte de un comité negociador, de ahí su viaje a la capital. No sabía cuánto duraría su ausencia. Mandaría a Macario de vuelta para que en la colonia hubiera siempre un coche a mano, pero le angustiaba partir dejando a su mujer en un estado tan frágil. Samuel le aseguró que podía irse tranquilo. No había peligro inminente, él le mantendría informado a diario, desde luego se haría cargo de cualquier imprevisto o emergencia.
La aparición de la menuda gobernanta, bañada por la luz de un candil, interrumpió su retahíla de promesas. La mujer seguía desataviada y espectral. Bajo el dobladillo arrugado de su camisón asomaban los pies descalzos, tan blancos que se distinguían a la perfección. Eran planos y estrechos, salvo por la prominencia de dos nítidos juanetes que casi se unían creando un puente de una extremidad a otra. El paisaje no mejoraba un poco más arriba: los tobillos eran secos y huesudos, y se intuían llenos de varices y venas. El camisón largo y cerrado imponía una tregua, pero bajo la cofia que coronaba la poco atractiva figura asomaban pelos como gruesos alambres tiesos. León contuvo su desagrado, nunca la había visto al natural, y no ofrecía una estampa estética. Le preguntó qué deseaba, sin más. Miss Lucy no pudo por menos que notar su rudeza, poco habitual. Respondió entre balbuceos y cambios de idioma. Quizá Macario podría aprovechar el viaje y traer a la señorita Tessa de vuelta, su presencia sería beneficiosa para la enferma.
León hubiera estado dispuesto a calibrar la proposición, pero el médico desplegó su artillería, y la sensata idea cayó, abatida en primera línea de fuego. Lo que la paciente necesitaba era sedación, monotonía, insularidad. La señorita Teresa, con todos los respetos, era un puro manojo de nervios. Excitaba de modo nefasto a su hermana.