El candil de la gobernanta se estremeció, pero la mujer no se batió en retirada. Todo lo contrario, dio un paso al frente y entró en la habitación. Ignoró al médico con premeditación y se dirigió al dueño de la casa. De alguna parte sacaría las agallas, porque le habló en voz alta y en un inesperado tono de institutriz gobernando en la
nursery
. Ella conocía a la señorita Inés mejor que nadie. Estaba en condiciones de asegurar que estos excesos de ocio y aislamiento la trastornaban. Su estado de salud empeoraba de día en día, ya estaba al borde de la consunción.
Samuel resopló como un búfalo a punto de embestir. León no se enfadó, hubiera sido injusto poner en duda las buenas intenciones de la
miss
, pero la creyó parcial. Pensó que ella y el médico habrían tenido otras reyertas, y dedujo que en este plante se dirimía algo más que la salud de su esposa. Le respondió, pues, con cortesía pero claridad. Agradecía mucho su interés, sabía cuánto afecto le tenía a Inés, pero en este caso ambos debían confiar en la ciencia médica.
Las mejillas y el cuello de la mujer flamearon, dos gruesos hilos de sudor brotaron de la nada y zigzaguearon en las sienes. Pero no se iba, creaba una situación incómoda. León oyó un sordo pitido procedente de los pulmones airados de Samuel. De un segundo a otro habría una explosión adicional en ese frente. No estaba dispuesto a hacerse cargo. En su compartimiento de conflictos no cabía una punta de alfiler más.
Arriba, el niño se puso a llorar. Fue un llanto providencial, excelente argumento para cerrar el asunto.
—Otra vez. Lo que nos faltaba. Miss Lucy, suba a ver qué pasa. Y luego retírese a descansar, buena falta le hace.
Mientras abajo tenía lugar esta tensa conversación, en el piso de arriba la situación se había relajado. Tras el terrible sobresalto que le supusieron los gritos provenientes del cuarto vecino, ese que albergaba su felicidad, la nodriza se había dedicado a departir con su botella de reserva. Ya sólo quedaban tres dedos de licor. Le traía sin cuidado, conocía el gancho del armario en el que colgaban las llaves de la bodega. Las dos criadas jóvenes también sabían que ella lo sabía, pero cuando las miraba fijo se disolvían de terror. No la delatarían. El vino y el licor dulce, sobre todo este último, la ponían de muy buen humor. Las primeras veces que se emborrachó lo pagó caro al día siguiente, pero pronto aprendió que si volvía a beber prolongaba el agradable estado.
La habitación de al lado estaba en silencio y hasta se atrevió a asomarse un momento. La señora dormía, plácida y bella, y ahora ella se sentía perezosa, adormecida. Lástima que el niño arrancara a gritar. Era una cría insaciable, no le gustaba, la tenía ya atravesada. Pero si no le daba de comer a lo peor también la echaban de allí. Y eso sí que no. Hizo un esfuerzo. Se levantó, vaciló, se apoyó en la mesita, aprovechó para agarrarse de nuevo a la botella. Recuperó el equilibrio y consiguió abordar la cuna sin más contratiempos. Cargó con el montón de carne llorona. Se tiró de costado en la cama y le enchufó la teta.
La gobernanta había subido la escalera más concentrada en los problemas de su ahijada dilecta que en el llanto del niño. Sin embargo, un nuevo quebradero de cabeza se filtraba entre sus prioridades: a la nodriza le pasaba algo. Dos horas antes, al entrar en su cuarto en mitad de los chillidos huracanados de la enferma, la había encontrado apretada contra una esquina, con las rodillas dobladas y pegadas al cuerpo. Tenía el rostro vuelto hacia la pared, no llevaba la camisa de dormir, sino el uniforme de día. Se había arremangado la falda y la usaba a modo de capucha. Le tapaba el cráneo y cuello al completo, como a un penitente o condenado a muerte. Temblaba y le castañeteaban los dientes. No reaccionó a ninguna de sus palabras, órdenes o peticiones de vuelta a la calma. Al final la desvistió ella misma, y le organizó la toma llevándole al niño, que ya gritaba tan fuerte como su madre en la habitación vecina. Una vez se hubieron apaciguado los dos, los dejó acostados, cada uno en su cama. ¿Qué otro percance le esperaba ahora?
Alargó la mano para entrar en la habitación, ya rozaba el pomo de la puerta cuando cesó la rabieta. Desde el pasillo oyó claramente los chupeteos golosos. La nodriza cumplía. Había vuelto el orden. Estaba cansada, tenía otras preocupaciones. No entró.
Se dirigió a la escalera de servicio aún muy soliviantada. Ignoraba qué enfermedad concreta padecía Inés, o qué significaban sus horas de encierro a solas con el doctor. Pero tenía la suficiente sensatez como para sospechar que en el dormitorio rojo se estaba llevando a cabo alguna clase de experimento. O algo peor… Lo cierto es que la hija del pastor estaba perdiendo la fe en las bondades intrínsecas del género humano, incluidas las de sus seres más queridos. Había enviado tres cartas a Teresa, y de la capital no llegaba sino el vacío. Tessa tenía multitud de ocupaciones, a menudo se irritaba con su hermana y nunca había sido una corresponsal cumplidora. Pero su tozudo silencio de ahora era cruel. Claro que quizá ella fuera en parte responsable. En su exagerado afán por mantenerse ponderada, no habría sabido exponerle los hechos bajo la luz adecuada. Retomaría la pluma, le transmitiría la gravedad del momento sin atenuantes. Atravesó el pasillo en dirección a su cuarto con paso leve, por no molestar al resto del servicio. Aun así, el tablón suelto gimió.
La nodriza no lo oyó, para entonces ya roncaba con pesadez. Ajeno al aliento viscoso que yacía a su lado, el niño siguió hinchándose de leche hasta quedar saciado. Luego se durmió también. Horas más tarde, la maleza enmarañada del alcohol empezó a aclarar y el cuerpo de la mujer se desplazó entre sueños. Durante unos segundos su pesada mole osciló peligrosamente sobre el heredero de los Ubach. La fortuna quiso que se decantara hacia el lado contrario y el pezón escapó de la pequeña boca infantil. Pero el niño no se inmutó, siguió durmiendo a la sombra de la mujer ebria.
Macario llevó al doctor de regreso a su casa entre árboles abatidos y rastros de destrucción. El lodo casi le enganchó las ruedas en un tramo enfangado de manera particular. Y un par de veces tuvo que detener el carruaje, bajarse y apartar rocas y ramas que se habían atravesado en la carretera. Las lámparas del coche a duras penas perfilaban la silueta de los obstáculos. Quedó empapado. Aún le restaba el camino de vuelta por hacer, menuda nochecita. Y por la mañana, tempranito otra vez… Vaya panorama.
Las primeras agujas de hielo chispearon sobre el cristal del invernadero. Unos días antes, la bombacácea había tocado techo y desde allí se aprestaba a conquistar nuevos espacios. La granizada se animó, cayeron pedruscos como pequeñas pelotas. Una de ellas se estrelló en el centro exacto de un cuadro de cristal. La superficie se resquebrajó y creó una apretada tela de araña que se expandió en ondas desde el corazón del impacto. La inmensa hoja de la planta, enrollada como una suntuosa alfombra persa, se agazapaba debajo. Bastaron dos piedras más para que el rectángulo acabara de romperse. Una lluvia de diamantes asesinos cayó sobre orquídeas, marquesas y gardenias. La gigantesca hoja replegada brincó, adentrándose en la noche turbulenta. Allí se irguió y abrió de un solo golpe, como el monstruoso abanico manejado por una ogresa.
La luz acidulada del alba estival robaba toda dimensión a la estática escena.
El dormitorio era quietud, penumbra. El lecho, con su dosel y las cuatro columnas trenzadas, semejaba un tálamo fúnebre olvidado en el ábside de alguna catedral afligida.
Un feligrés devoto llevaba media hora dedicado a su contemplación.
Inés estaba inmersa en un letargo abismal. La piel de su rostro tenía la pátina de un marfil inmarcesible y diáfano. Los ojos eran dos simas, en la mucosa de los labios vagaba la última amapola estival.
León había adorado a la joven vivaracha. No amaba menos este reflejo esquivo, irreal quimera, eco apagado de mujer.
Un rayo de sol impertinente y holgado, primero del día, desbrozó su senda por entre los cortinajes espesos. Penetró en la habitación y acarició el bellísimo pie que había escapado de las sábanas. Estaba suspendido sobre la cornisa de la cama, asomando al vacío.
Desde el jardín llegó un relincho apremiante. Macario y el coche aguardaban, se hacía tarde.
Antes de partir, León se doblegó sobre la muchacha dormida. Su paso conyugal dejó una ofrenda votiva, una gota de humedad, estrella matutina, en medio de la frente tibia.
Aquella misma mañana fallecía la madre del doctor Samuel. Murió de nada, de puro vieja. Y contra todo pronóstico, el tránsito tuvo lugar bajo los focos de un sol radiante, mientras sonaba el ángelus y estando la candidata a difunta despejadísima y en uso íntegro de facultades. La que en cambio andaba brumosa era la criada encargada de mantenerla en vida. Y nadie supo la verdad del solemne momento porque la muy bellaca, temerosa de que la despidieran, se permitió varias licencias poéticas que azucararan el traspaso. Juró que la señora había muerto santiguándose y con la espuma de una jaculatoria en la boca. No había sucedido así. La noche anterior, su catre al lado de la despensa había sido asaltado con fogosidad —tenía al novio en huelga, con porradas de horas libres para invertir en su persona—, y ya rayaba la nueva jornada cuando por fin, tras varias rendiciones incondicionales, el atacante se reintegró a sus cuarteles diurnos. Así las cosas, no tenía nada de sorprendente que al mediodía su alegre y traqueteada víctima se quedara refrita en una silla sobre la que el sol daba de pleno. La vieja arpía ya la sospechaba pendón, y además había oído escalas ascendentes de gorjeos durante los raros vacíos acústicos que dejaban las ráfagas eólicas de su hijo. Total, la estuvo avizorando, más alerta que un sereno, mientras la chica le servía el café alquitranado del desayuno. Aunque con algún que otro bostezo, la chica iba aguantando medianamente bien. Pero la undécima campanada de la iglesia vecina le tumbó una pestaña y ella, que no esperaba otra cosa, se inflamó de furia como una llamarada de algodón empapado en alcohol. Le arrancó la aguja de tricotar de las manos y se la clavó, de un banderillazo quirúrgico y preciso, en el muslo, al tiempo que pronunciaba las que sí fueron sus memorables últimas palabras. «Quedas despedida —le zumbó, y no alcanzó a completar la frase con un contundente— y sin la paga mensual» porque la guadaña le cercenó el aparato fonador a media construcción gramatical. Se podría decir, pues, que murió colgada de un enfado colosal y del gancho de una coma, o quizá de una disyuntiva; quién sabe si no se disponía a articular una conjunción de este tipo.
La exposición del cadáver tuvo lugar en el salón de guardar, no el de a diario. A Samuel le dio un ramalazo fanático de devoción filial y él solito pertrechó a la difunta para su raudo viaje a la eternidad. No quiso oír hablar de intervenciones amigas, menos aún de empleados de pompas fúnebres; quien le había otorgado el don de la vida no sería manoseada por extraños. Tampoco aceptó consejos sobre mortajas, ataúdes, cirios, flores y otros elementos decorativos que hubieran sido apropiados para el ritual.
Todas las señoras coincidieron en subrayar que el ligero vestidito blanco de
chiffon de soie
y los diminutos botines a juego eran en exceso juveniles y veraniegos (y encima olvidó ponerle las enaguas). Por mucho calor que hiciera, el evento era un velatorio y no una fiesta de primera comunión; al buen doctor sólo le faltó repartir confites. También estaban fuera de lugar las joyas, y a ninguna se le escapaba que eran quincallería y latón. Por no mentar el extemporáneo ataúd color vainilla, los cirios con lazos nacarados, y las montañas de lirios níveos y crisantemos ídem que rodeaban a la finada, dándole un toque estrambótico de niña virgen mancillada por los años. La recargada puesta en escena albina no causó menos perplejidad entre la facción masculina. El marido de la dama mayor de la congregación mariana, caballero resignado que raras veces se manifestaba, ese día expresó sus dudas con acierto: no le quedaba claro si en aquella estampa de feminidad mortuoria lo que sobraba era el entorno juvenil o el rostro arrugado. Redundando: no se entendía si velaban a una centenaria súbitamente rejuvenecida o a una muchachita repentinamente marchitada.
La entereza del doctor fue notable y su clientela le admiró mucho por ella. Acusó recepción de un pésame tras otro con perfecta compostura, y supo responder con palabras amables a cada uno de los asistentes. A lo largo de la tarde y parte de la noche se consumieron quince botellas de jerez dulce y otras tantas bandejas de pastas variadas, almendras y bizcochos. El flujo de visitas tuvo la consistencia de un afluente caudaloso y Samuel bebió al menos un sorbo con cada visita. No es de sorprender que a la mañana siguiente, día de las exequias, se viera agraciado con una resaca monumental más los consiguientes nervios a flor de piel.
Temple y decoro le abandonaron de modo miserable. Arropado por su nutrida escolta de cotorras, aquella mañana mudadas a córvidas, lloró a moco tendido durante todo el oficio de difuntos. Y al atronar el impactante
Dies irae
incluso padeció un ligero vahído. Estaba por evolucionar de la posición sentada a la de homo sapiens cuando se bamboleó, y aflojó cabeza y brazos como un autómata que necesitara un nuevo giro de manivela. Ante la contingencia de tener que asistirle, con las graves complicaciones logísticas de transporte que eso acarrearía —bastante más difícil que desplazar el leve ataúd, calculó en un destello ponderativo el cura—, se le envió brigada de socorro a toda prisa. Los monaguillos le compusieron en el banco entre recochineos mal sofocados, y aprovecharon para soplarle al oído, de parte de la jurisdicción correspondiente, que tenía dispensa para quedarse sentado durante el resto del servicio y, en todo caso, sólo si se veía con valor, arrodillarse durante la elevación del Santísimo.
Ningún miembro de la casa Ubach acompañó al doctor en días tan dolorosos. León estaba en la capital y mandó un telegrama con palabras de ánimo y condolencias. Su postrada esposa no dio señales de vida, pero si hubiera que juzgar por la cantidad de veces que se pronunció su nombre durante el velatorio, se concluiría que su presencia fue más que real: aplastante. Alrededor del féretro, y en absoluta confidencialidad, no se habló de otra cosa que de ella, sus dolencias inasibles y recónditas secreciones. Franqueada la primera docena de jereces, con el torrente sanguíneo anegado en calorcillos y las reservas hipocráticas batiéndose en franca retirada, el propio doctor contribuyó donosamente a que no decayera el cotarro.