A la nodriza no le agradaba pasear, bastante había deambulado en su vida. Se había detenido un rato frente al salto de agua y luego pasó otro viendo nadar a los peces. Pescó uno, se lo puso en la palma de la mano y observó cómo boqueaba y se retorcía hasta quedar tieso, con la cola y la cabeza arqueadas. Tenía el color de un salmonete pero decidió que no lo era. Lo devolvió al estanque y se entretuvo mirando cómo la parentela se reunía para merendárselo a mordiscos. Después de echar un ligero vistazo a la hoja gigantesca que sobresalía por el techo del jardín cerrado, y al rostro de Macario debajo de ella, también dio por agotada esta distracción. En realidad, sus ambiciones eran escuetas: un techo sobre la cabeza, inmovilidad, comida y bebida. La felicidad en la habitación contigua. Pero la mujer de gris la obligaba a sacar al niño al jardín cada atardecer. Levantó los ojos, el sol ya declinaba, aun así la avasallaba sin consideración. No estaba habituada a estos calores levantinos. Se sentía espesa e hinchada, y el soplido de un caramillo incesante le pitaba en los oídos. También oía voces y veía cosas. Eran oleadas violentas y veloces, como los latigazos que castigaban a los percebes de los acantilados; o lentas y suaves, como el roce del océano en la playa los días sin viento. Llegaban, se iban. Pero siempre regresaban.
Anduvo hasta el sauce llorón, apartó las ramas y buscó resguardo en el interior de la caverna esmeraldina. Se tumbó en el suelo, con el niño al lado. Cerró los ojos y apretó con fuerza los párpados. Luego los abrió de golpe. Estrellas de luz jaspeada y sulfúrea le hacían guiños por entre las líneas dentadas del cortinaje vegetal. Hubo una bocanada de brisa. Las lianas barrieron la tierra, su arrastre cansino le trajo el rumor de unas palabras dichas en la única lengua que conocía.
—
Dous anos de vida fácil. Roupa quente. Carne e viño a moreas. Agasallos da dona da casa
.
Llovía un calabobos sobre la plaza del pueblo. Era día de mercado y ella merodeaba entre los carros que se aprestaban a partir. A veces le tiraban alguna cosa, o se les caía algo de comida sin que se dieran cuenta. Estaba hambrienta. Llevaba días refugiada en un acantilado cercano y ya se había acercado al lugar varias veces. La recibían con hostilidad, pero estaba atenta, no tanto a las miradas como a los gestos. No teniendo que cargar con hijos, sabía esfumarse con rapidez. Y esta vez se había escondido bien, nadie sabría dónde. Cuando subía la marea, su cueva era inaccesible. No permitiría que la atacaran de nuevo, ni que los hombres le hicieran otra cría.
Había escuchado la voz masculina. Ella estaría dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que prometían aquellas palabras. Buscó al que las había pronunciado.
Bajo los pórticos de la plaza se había reunido un breve grupo de mujeres con niños de corta edad en brazos. Rodeaban a un hombrecillo canijo pero bien vestido. Una de las chicas, que estaba amamantando a su hijo, se dirigió a él entre risas, mientras levantaba un poco al lactante.
—
E que fago logo co meu fillo
?
El hombrecillo apuntó a su vecina de corro, llevaba a otro pequeño en brazos.
—
Déixallo á túa amiga. A que ti tes leite para dous, fermosa? Poñes un en cada teta
.
La mera idea del doblete lácteo hizo brincar varios apéndices del rastreador de nodrizas. Él hubiera montado un harén esplendoroso con estas hermosas, aunque fueran unas brutas. Recordó con acre enojo un mal día de la semana anterior. Estaba en el punto álgido, mejor servido que un sultán, gozando del éxtasis que precede a la traca final. De súbito, el regazo y el pecho que lo acogían se pusieron a saltar con galopes de hilaridad y el aire se llenó de carcajadas estentóreas. La grosería de la moza lo arrugó, física y mentalmente. Pero no se podía pretender todo. En aquella tierra húmeda y primitiva se criaban e hinchaban igual que las vacas, de ahí el floreciente tráfico humano. Pero si se civilizaban se les retiraba la leche, como si la naturaleza las abandonara con un desdeñoso gesto de rencor. Observó los rostros que le rodeaban. Leyó pobreza, no miseria; poco negocio haría. A menos que… No muy lejos rondaba una criatura desharrapada y montaraz. Los observaba con obvias ganas de sumarse al corro. Le hizo señas para que se acercara. Iba hecha un espantajo, pero su dilatada experiencia intuyó potencial en los pechos que asomaban entre los harapos.
—
E non tes fillos pequenos
?
Una de las chicas respondió por ella.
—
Esta que vai ter… Se é una morta de fame
…
La desharrapada hizo caso omiso de quien la despreciaba. Sólo le miró a él, y con notable descaro. Le estimuló este franco desafío, facilitaría el entendimiento. Alargó una mano, le palpó una teta. Vacía. Ni una gota de leche, pero la había habido en el pasado. Y podía haberla en el futuro, las formas de la muchacha prometían fertilidad. Su dejadez significaba que no tenía protectores ni vínculos familiares. Hizo un cálculo somero. Estaban a finales de mayo, si le hacían un hijo ahora, y ésta era de las que se preñaba con sólo oler macho, la tendría lista para marzo del año siguiente. Garrapateó una dirección y se la dio. Su hermana vivía en una ciudad próxima, se encargaría de meterla en un tren.
—
Preséntate aquí se quedas embarazada. Mandaranche a onde estou eu
.
Así que era eso. Otra cría. Alargó la mano, tomó el papel y lo guardó entre los pechos. No se demoró más, ¿para qué perder tiempo?
Un manotazo determinado del heredero Ubach devolvió la escena a su limbo de origen, y ella volvió a la realidad. El cachorro se estaba criando con la soberbia robustez de un primogénito perfecto. Tenía una aplastante seguridad en sus propias posibilidades y a los cinco meses ya había memorizado la ladera empinada que conducía a su inagotable comedero. El aya sintió las garras diminutas clavándose en su costado, tratando de encaramarse para reconquistar el pecho. Se sentó, desabotonó el corpiño. El único usuario de esa plaza tomó posesión; él mismo sacó la teta y se la metió en la boca con glotonería.
Hacía muchos días que miss Lucy no entraba en el salón. Frenada por un doble arrecife de celosías ajustadas y visillos corridos, la poca luz cubría la estancia con un baño de insipidez paritaria. En el aire flotaba el aroma fermentado de los espacios sin aliento humano. Ningún aleteo de excitación surgió de la jaula. Las aves habían abierto cada una un ojo, pero la visión gris no evocaba ninguna memoria placentera, y volvieron a la modorra, posadas en sus respectivas perchas. Desde el mal día en que su dueña aporreó el piano no habían tenido un solo minuto de diversión honrada. Estaban cariacontecidas. Se habían vuelto buenas de puro aburrimiento. Comían con mesura, no mezclaban la comida con sus excrementos, se cedían el paso al saltar de una barra a otra. En la jaula se respiraba un ambiente de suicidio colectivo.
Miss Lucy se sentó frente al costurero transida de añoranza. La abandonada
Maiden’s Blush
, con su sonrojo tan sólo hilvanado, emitía reclamos tristes desde el bastidor. Se acordó de las bromas afectuosas que había propiciado. Introdujo el índice en el dedal, le bastaba con palpar su frescor metálico para sentir algo de alivio. Rozó la tela tirante; las siluetas y leves protuberancias rugosas de la rosa bordada resultaban tranquilizadoras. Morfeo rondaba, su abrazo llegó sin sentir.
La puerta se entreabrió un poco, lo justo para que asomaran las facciones de Elena, y un segundo después las de Juana. Las dos pequeñas máscaras blancas se retiraron a toda prisa, y tras la madera hubo una discusión animada hecha de mímica y palabras bajitas. Las niñas no tenían malicia, la
miss
les inspiraba compasión. Pobre extranjera, sin familia ni amigos, vieja y cansada. Regresaron a la cocina asegurando que no la localizaban por ninguna parte. Rita la supuso con el ama enferma.
La soledad prolongada despertó a Inés. Aun embotada, solía percatarse de las discretas pero constantes entradas y salidas de su institutriz. ¿Qué hora sería? Se levantó con precaución. Posó los pies en el suelo, primero uno, después el otro, como si cada una de sus extremidades fuera el tallo de una valiosa copa de cristal. Caminó hacia los ventanales con igual prudencia, era muy consciente de su propia fragilidad. Retiró unos centímetros de cortina, se acercaba esa hora triste que un país vecino adjudica mitad al perro, mitad al lobo. La hoguera solar colgaba tan sólo a pocos centímetros de la tierra. Pronto no habría noche ni día; el hemisferio que habitaba sería gris mate, cenizas. Recordó al hijo. Su brioso amor maternal se había disuelto en un sentimiento soso. Si al menos le hubiera nacido una niña, o un varón menos grande y enérgico… No tenía fuerzas para aguantar los asaltos de sus patadas y molinetes. El doctor Samuel se lo decía una y otra vez: debía reposar. No debía exaltarse. Pero quizá podía ir a verle. No le levantaría de la cuna, no se lo comería a besos.
Una ancha banda de sol que transportaba millones de átomos de oro atravesaba el cuarto vecino. La nodriza estaba despatarrada encima de la cama, boquiabierta, respirando a jadeos, con un ojo medio abierto y las enaguas revueltas metidas entre los pesados muslos. Trató de imaginar que era un simple desecho, un cadáver descompuesto pero inofensivo. Atravesó la frontera de luz, al otro lado se reuniría con su bravo y precoz cachorro. Ya sabía sentarse solo y amagaba el gateo, le habían tenido que trasladar a una cuna más grande. Dormía tan profundamente como su aya, pero aun ausente chupeteaba con fruición. Estaba boca abajo. Inés tardó un rato en discernir lo que tenía en los labios. No era el pulgar, como ella había creído, sino un pedazo de tela sucio al que se agarraba con fuerza. Un presentimiento la traspasó de miedo. Le abrió los deditos con una mano pegajosa de ansiedad. Bastó con que el trapo se desplegara en el aire para que el olor inconfundible del anisado la hiriera de pleno. La botella de licor abierta sobre la mesita de noche corroboraba el descubrimiento.
El robo alevoso despertó al heredero, su protesta alertó a la nodriza. Medio atarantada aún, se sentó en la cama y parpadeó. La braseada luz del atardecer la deslumbraba, y necesitó unos segundos para enfocar como es debido y descubrir el milagro. Allí estaba la mujer ángel, rodeada de minúsculas pepitas doradas, con las guedejas de algas oscuras y brillantes cayéndole sobre los hombros. Se quedó encandilada. La inclinación de los rayos solares viajaba al ritmo veloz del ocaso, a través de ellos vio cómo se elevaba del suelo y surcaba la habitación para ir hacia su cama. Sonrió y abrió los brazos para recibirla en ellos. Pero el sol se zambulló tras una curva del río arrastrando el último resplandor vagabundo de la tarde, y con él sus ilusiones. La mujer ángel no se había movido de lugar. Tenía aquel trapo empapado de licor en la mano y la escrutaba con ojos oceánicos. Temblaba. Sus pies descalzos eran dos islotes en medio de una laguna incolora. Riachuelos líquidos de pipí desembocaban en ella. Descendían por las piernas y se bifurcaban en espinillas y tobillos. Se hicieron más caudalosos, la laguna se ensanchó y todo devino espanto y confusión. Porque el ángel se tiró sobre el entarimado y lanzó graznidos de gaviota. Casi al mismo tiempo, su cría se aferró a los barrotes de la cama, tomó impulso y se puso en pie por primera vez. Miró a su madre caída, y también aulló, zarandeando su jaula con la ferocidad de un reo.
Era inverosímil que un cuerpo femenino y consumido fuera capaz de dar la guerra que dio. Que hubiera perdido todo control sobre los esfínteres y funciones naturales supuso una dificultad añadida. La piel estaba pringosa. Y la ropa, húmeda y adherida, entorpecía la labor. De añadidura se defendía como una jabata. Arañaba y mordía mientras farfullaba frases entrecortadas en inglés. Costó lo suyo albardarla con la camisa de fuerza. Samuel no lo hubiera conseguido sin la ayuda del cochero. Aunque tuvo que desgañitarse varias veces por el agujero de la escalera antes de que Macario acudiera por fin a su llamado; maldita la gracia que le hacía todo aquello.
El resto de la casa esperó abajo, en el hall. Pasaron quince, veinte, treinta minutos. Se acumularon montañas de sombras, nadie encendió las lámparas. En las tinieblas, los ojos agigantados de las criaditas brillaban como los de los lémures.
Por fin reapareció Macario, más descompuesto que Lázaro resucitado. Apenas se hacía entender. Con el rostro desencajado, masticando las vocales, comunicó instrucciones del facultativo: miss Lucy y Rita debían subir para atender a la señora.
El doctor Samuel abandonó el dormitorio tan pronto como hicieron su entrada las palanganas y toallas. No pronunció una sola sílaba. Mantuvo los labios encolados hasta llegar a la biblioteca y, con más precisión, a la bandeja de bebidas, donde atacó sus variopintas posibilidades con desenfreno. En el cuerpo a cuerpo con la muchacha él había sido quien se llevara la peor parte. Dos sangrientos arañazos le cruzaban la cara, uno en cada mejilla, y el largo mechón con que cubría su cráneo desbrozado colgaba de la espalda como la coleta de un mogol. La dentadura flamante casi había salido despedida al primer guantazo que le largó la temible paciente. En prevención de daños mayores, la puso sobre la mesita de noche. Y allí, colgada de un frasco de emético color mierda de oca, le estuvo sonriendo durante todo lo que duró la refriega. Antes de que llegaran las mujeres la guardó a toda prisa en el interior del maletín.
En el dormitorio rojo, Inés se había adentrado en un estupor idiotizado. La habían empaquetado como a un vulgar fardo de mercancía. Tenía los brazos amarrados bajo el pecho y el torso encerrado en un saco de lona atado con apretadas correas de cuero crudo. Ofrecía una imagen patética, a Rita se le escurrieron las lágrimas mientras le frotaba las piernas con un paño tibio que había perfumado con agua de azahar, aunque su pipí olía tan poco como sus vómitos. Miss Lucy se había enrocado en una circunspección glacial, aparentando una calma que estaba muy lejos de sentir. Alguien debía mantener la cabeza fría, su cerebro maquinaba a toda prisa.
Había tenido que enviar a Macario en busca del doctor muy a su pesar, pero en aquella situación de urgencia hubiera sido irresponsable hacer otra cosa. Lo sucedido empezaba a tener visos de drama recurrente; el colapso nervioso, los alaridos del niño, el caos en el piso alto. El estrépito la había despertado de su cabezada en el bastidor de bordar. Subió a toda prisa, y en la curva de la escalera casi chocó con la nodriza. La chica descendía como una exhalación, mascullando con un timbre bronco de bestia acorralada. Nunca más volvería a escuchar su voz. En la estampida, había dejado la puerta de su cuarto abierta de par en par, y desde el pasillo avistó las convulsas pantorrillas mojadas de Inés palmeando el suelo. Se revolvía a los pies de la cuna y clamaba que le estaban matando a su hijo. Un delirio muy ajeno a la realidad. El pequeño se sostenía erguido, enganchado a los cilindros de madera de su cuadrilátero como una garrapata. Y la potencia operística que imprimía a su llanto descartaba cualquier pesar o molestia. Estaba furioso, y eso era todo.