Adorables criaturas (46 page)

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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

BOOK: Adorables criaturas
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Volvió a abrir los ojos cuando el último brillo curvilíneo de la luna se desvanecía en el dintel de la ventana. El satélite, en ruta hacia su cenit, la abandonaba. Ahora los muros exhibían cuatro rectángulos vanguardistas y parejos, colores monótonos con reflejos argentinos. Eran apaciguadores. Se quedó tal como estaba, sin soltar la mano de la institutriz ausente. Debió de dormirse también.

Los breves pucheros del niño segaron sus prados oníricos. Y el gruñido de fastidio del aya, junto con el golpe sordo de la botella al caer al suelo.

—Lucy…

La palabra musitada se alzó en el aire y murió en la espesura del baldaquín. Abrió los ojos. Lucy ya no estaba a su lado. Debía de ser tarde, se habría retirado ya a dormir, pues había apartado la silla y cerrado las ventanas antes de irse. Sí, era tarde. Y la habitación estaba cubierta por un frío manto color zinc. Sin embargo, sus rojos, bermellones y granates brillaban como ascuas. En alguna parte manaba una fuente de luz cálida que no era selenita. Se incorporó un poco. La entrada al cuarto vecino estaba abierta y el interior del recinto ardía como una caverna en llamas. Sobre la hoja de la puerta se proyectaba la sombra de una silueta agrandada. Pese a la distorsión oblicua de su masa negra, la adivinó volcada sobre la cuna del niño. Oyó un borboteo apagado. Luego el silencio, y la nada. La sombra se irguió y salió de escena con un tambaleo. El dibujo de los barrotes de la cuna que perduró en la madera confirmó su sospecha.

Inés de Ubach puso los pies desnudos en el suelo; un gesto banal, repetitivo. Después abandonó el lecho para dirigirse al encuentro de su tragedia personal, tan insensible y deslumbrada como aquella princesa víctima de un embrujo maléfico.

Cubrió los pasos que la separaban de la hoguera cegadora caminando con lentitud pero sin titubeos. La brecha entre ella y su cama se ensanchó, abriendo un abismo vertiginoso sobre el que pendían viejos puentes astillados, escaleras de mano comidas por la podredumbre. No habría retorno. Cuando llegó al umbral de la iluminada habitación vecina su cuerpo de gacela se transparentó bajo la camisa de verano, y la blancura flotante de la tela se tiñó de fuego aprisionándola dentro de una jaula dorada. No llegó a entrar en la cámara mortuoria. Se detuvo en sus lindes, alargó los brazos hacia dentro con el gesto implorante de una mártir entregada a los leones. Después cayó de rodillas, sentada sobre sus talones. Un despiadado golpe de procedencia ignorada la empujó hacia adelante. Su torso se derrumbó y la cara quedó estampada contra el suelo, con los brazos rígidos y extendidos, como un musulmán a la llamada del minarete.

La nodriza la miró caer y se calmó. Esta vez no había chillado ni se había mojado, nadie acudiría a todo correr. Pero no le agradaba verla plegada de forma tan chocante. Le bajó los brazos y le desanudó el cuerpo. Le dio la vuelta, la estiró. Dormía. Mientras la miraba fijo perdió el equilibrio y se quedó sentada a su lado. El suelo era inhóspito, no estaba bien que ella yaciera en un lugar tan duro. Se levantó y la tomó en brazos. Había que atribuir sus tropiezos y dificultades al licor, no al peso excesivo, porque los serafines son leves. Trastabilló en varias ocasiones antes de alcanzar su destino, otra vez por culpa del anisado. Pero al llegar a la cama de la habitación roja supo depositar su delicada carga con pulcritud. Mulló los almohadones alrededor de la cabeza, le arregló la cabellera para que la enmarcara como es debido. Su embriaguez recomponía, aún de modo inconsciente, la disposición de días más felices. Dudó sobre qué hacer con sus manos, acabó por juntárselas encima del pecho. Luego fue en busca de las velas encendidas. Las repartió por la mesita de noche y el suelo, a los pies del lecho. Hizo varios recorridos sinuosos, dando tumbos como un pirómano borracho. De milagro no prendió fuego a la cama y a la casa entera.

Regresó a su cuarto en busca de sus tesoros, seguían encima del lecho. Desgajó la sábana del colchón, hizo un par de nudos sobre la pila de objetos y se tiró el fardo al hombro. Salió atravesando el dormitorio rojo para tener oportunidad de ver a la mujer angelical una vez más. Quieta, suave y envuelta en luces, volvía a ser su felicidad, el sueño de otro mundo.

Luego salió y bajó la amplia escalera por el medio, sin hacer uso de la balaustrada. Tropezaba y resbalaba, descendiendo uno, dos o tres escalones de golpe. Fue otro milagro que consiguiera llegar a la puerta de salida. Pero lo hizo. La abrió y abandonó la mansión para siempre.

Expiación

Fue la mala conciencia, más que la rara afonía de la noche, lo que robó el sueño al señor De Ubach. Había encajado los embates de su cuñada a costa de perder la paz de espíritu. Estaba desasosegado. ¿Sería posible que ella tuviera razón? ¿Si no en las formas, en el contenido? No se le escapaba que el médico era un saco de vanidad, pero una personalidad ridícula no resultaba incompatible con el rigor profesional. La historia del mundo estaba llena de payasos eficaces.

Antes de volver a su destierro amarillo había visitado el añorado dormitorio común. Inés tenía buen color, la cara menos afilada, los pómulos más redondeados. Miss Lucy y ella dormían con las manos entrelazadas, no quiso interrumpir su descanso. Recordando los moretones de la gobernanta, su piel depauperada, sintió un alfilerazo de culpa. La lealtad y el corazón abnegado de la inglesa le conmovían. Sus días se agotaban —tenían casi la misma edad, ni se le ocurrió pensarlo—, merecía una vejez apacible dedicada a sus costuras y bordados. Ampliaría el número de sirvientes. La decisión implicaba un sacrificio económico, malos tiempos, pero le amansó un rato. Era una solución pragmática a un problema concreto.

León se vanagloriaba de su nulo talento para fantasear. Siendo ingeniero, y hombre, sólo trabajaba sobre supuestos reales. Esta prolongada falta de entrenamiento le había desmantelado la parte del cerebro correspondiente a la imaginación. A cambio, había desarrollado mecanismos compensatorios. Era coherente y honrado cuando se trataba de enfrentar realidades. Y una vez se le presentaban pruebas objetivas, pasaba a la acción. Hubiera preferido ignorar los tratamientos que el médico había aplicado a su esposa, pero ya que su cuñada había tenido a bien informarle no fingiría ignorarlos. Se personaría en el consultorio de Samuel a primera hora, después tomaría una decisión. No obstante, faltaban muchas vueltas de reloj para que despuntara el alba, y entretanto las palabras vertidas en la biblioteca le torturaban.

Claudicó, paró de contar borregos. Prendió la mecha de una lámpara y abrió el librillo de instrucciones de la turbina. Lo tenía al alcance, en la mesita de noche. Algún día acabaría la huelga y deberían armar la nueva máquina. Adelantaría trabajo. Pero diez minutos más tarde aceptó que le era imposible concentrarse. Los remordimientos le masacraban. Necesitaba regresar al lado de Inés, cerciorarse de su bienestar. Quizá, incluso, hacer un acto de contrición o, en su defecto, algún gesto tangible. Saltó de la cama y se puso su albornoz azul.

No tuvo que usar el picaporte nuevamente atornillado después de que se le cayera a miss Lucy la mañana del forcejeo. Desde el pasillo avizoró una sucia mancha de luz pintada en el suelo. La puerta estaba abierta, el dormitorio le invitaba a entrar.

La cama que durante poco tiempo también había sido suya, estaba iluminada por tres candelas. Una en la mesita, dos en el suelo. Registró anarquía, velas ya consumidas y los restos de alguna puesta en escena, pero la intuición de la que carecía no le advirtió que aquello era un altar y un homenaje. Su cerebro interpretó la imagen tal cual, sin presunciones u otras fábulas. Inés estaba tendida en el lecho, y había algo defectuoso en su posición. Sólo los difuntos duermen con las manos cruzadas sobre el pecho. Se precipitó a su lado. El cuerpo le recibió con una sumisa elevación de las costillas. Su esposa respiraba, por supuesto. La imaginación le había traicionado, la irracionalidad de las mujeres de la casa le estaba contaminando. No obstante…

Analizó con imparcialidad lo que veía. Una inmovilidad total. La ropa de cama demasiado compuesta, la cabellera desplegada en orden. Cabos de vela sueltos sin el soporte de candelabros o candiles. Montículos de cera derretida sobre la madera de la mesita y manchando las alfombras. Inverosímil, hasta que las piezas del jeroglífico encajaron y la imagen de un tálamo funerario se irguió frente a sus ojos. La boca se le llenó de ceniza. Por primera vez en la vida supo lo que era un presentimiento, la anticipación de la tragedia. Puso la mano sobre la frente de su mujer, sintió la mortandad de una piedra olivina. Intentó despertarla con caricias y palabras de afecto. La tomó de los hombros, la sacudió gritando su nombre. No respondía. Su sueño no era tal, sino una profunda inconsciencia. El doctor. Había que traer al doctor. ¿Dónde estaba miss Lucy? Necesitaba ayuda y no había nadie. Los ventanales despojados de cortinajes enfatizaban la inmensidad desierta del cuarto. Escrutó las penumbras de metal. Y entonces reparó en la puerta abierta de la habitación vecina, único signo de vida.

Juana y Elena se abrazaron con fuerza, puro instinto de conservación. De buenas a primeras creyeron que sería lo de siempre, otra indisposición del ama, luego cayeron en la cuenta de que el vocerío era masculino. Las desorientó no oír crujir el tablón y los pasos acuciados de la
miss
dirigiéndose hacia el piso de abajo para atender la emergencia. Se asomaron al corredor. Derecha, izquierda. Silencio, ni una alma. Se dirigieron de puntillas al cuarto de la cocinera. La puerta estaba entreabierta, empujaron. Ni una alma, y la cama sin deshacer. Alarmadas, corretearon hacia la otra punta del pasillo. Abajo seguía la barahúnda, su resonancia multiplicaba las voces. Se metieron en el cuarto de la
miss
sin llamar, cosa que tenían totalmente prohibida. Nadie, la cama intacta. Las habían dejado desamparadas, solas allá arriba. Los gritos del hombre, o los hombres, eran cada vez más potentes. Se acercaban, escalaban la escalera de servicio. Ladrones, asesinos, fantasmas, muertos vivientes asaltando la casa. Volvieron a toda prisa a su habitación y arrastraron una pesada cómoda más dos sillas contra la puerta. Justo a tiempo. Las rotundas pisadas y el aviso del tablón suelto ya estaban allí, a tocar.

Jamás imaginaron quién irrumpiría en su habitación, colándose por el boquete que consiguió abrir después de una tempestad de empujones y patadas que por fin desplazaron la cómoda, centímetro a centímetro, y a ellas dos sentadas en las dos sillas, las manos aferradas al asiento y los talones clavados en el suelo, tratando de frenar el avance. Tras su muralla defensiva habían escuchado pasos trastornados, portazos y muchos gritos pidiendo auxilio. Pero no reconocieron la voz enronquecida del patrón hasta que diluvió sobre sus aterrorizadas coronillas. Contestaron con balbuceos negativos a su tromba de preguntas. No sabían dónde estaba Macario, tampoco la cocinera. Rompieron a llorar cuando las acorraló con sus alaridos. Pensaron en sus padres, ¿por qué no se habían quedado en sus granjas a cuidar de las ovejitas? Aún sintieron más nostalgia del hogar cuando el señor de la casa las lanzó a las fauces de la noche, descalzas y con lo puesto. Había luna llena, los licántropos merodeaban afuera. Juana se puso pálida y chilló de miedo pero el amo le dio un coscorrón que la rehízo ipso facto. Las había conducido a empellones hasta el vestíbulo, de ahí las arrojó al exterior sin contemplaciones. Que se trajeran a quien fuera, y rápido. La grava no era de cantos rodados, sino de piedritas puntiagudas; se les clavaba en las plantas de los pies. Dolía mucho, pero echaron a andar. El señor estaba fuera de sí. Ambas pensaron lo mismo; que la señora había muerto. Y eso fue lo que anunciaron a las primeras personas que encontraron en la cuesta.

Macario y Rita se llevaron un susto morrocotudo al tropezar con los dos pequeños espectros descalzos. Ascendían la colina inmersos en una vehemente pelotera de pareja, motivada, como dicta la tradición, por la familia política (de ella). La cocinera ya llevaba un buen rato llorando. La devastadora noticia, comunicada por Elena con un hilillo aterido de voz, la pilló en el estado emocional adecuado.

Galoparon juntos los metros restantes de subida. Cuando llegaron a la planicie de grava, las niñas sumaron sus sollozos a los de Rita. Las aristas rocosas las acuchillaban sin clemencia.

A León le fue tan arduo deshacer el malentendido como impartir órdenes. El vestíbulo era una olla de grillos. Las mujeres alternaban exclamaciones y lágrimas con parrafadas disparatadas. No asimilaban lo que le había pasado a la
miss
, aún menos la muerte del niño. Se contagiaban los nervios las unas a las otras, y el rastro de sangre que las adolescentes desparramaban por las baldosas blancas del suelo atizaba todavía más el crispamiento general. Por alguna razón desconocida, Macario estaba sólo pendiente de la cocinera. Le repetía obviedades; que se calmara, que no le era conveniente tanta agitación, etcétera. Como si lo sucedido fuera conveniente para alguien. Al dueño de la casa no le quedó más remedio que imponerse a gritos.

Temblaron las arañas de cristal en varios metros a la redonda, pero logró un asomo de racionalidad. Rita y él subieron para velar el sopor de su mujer, las niñas se fueron a la cocina con el encargo de preparar una gran cacerola de café. Macario partió hacia la ciudad. Avisaría al doctor, pero no le aguardaría, ya llegaría él por sus propios medios. Luego se dirigiría al cuartelillo, a buen seguro habría alguien de guardia. Alertadas las fuerzas del orden, recogería a la señorita Tessa y volvería con ella a toda prisa.

Descanse en paz

Se le requería de urgencia en casa de los Ubach, éste fue el dato elemental que las neuronas del doctor cogitaron tras enconado esfuerzo. Macario había cruzado por su casa como una estrella fugaz, sin detenerse a pormenorizar. Entre vapores entendió que había muerto alguien, pero que ese alguien no era su paciente. Hora y situación resultaban bastante ininteligibles, sus propias circunstancias aún las complicaban más. La noche anterior se había pasado la abstinencia por el forro y en el reencuentro se le fue la mano. Pero, aun aturdido, habría cumplido con sus obligaciones profesionales de no ser porque le falló la montura.

Aquella precisa madrugada el percherón se amotinó. Y con argumentos sólidos. Los trotecillos paseando al ama de huesos ligeros estaban comprendidos en el contrato laboral. Tenía un pase remolcar los ciento veinte kilos de su retoño de casa al casino, un trayecto llano. Pero las frenéticas idas y venidas diarias por la escarpada avenida de la mansión no eran de recibo. Hasta allí había llegado. No más.

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