Adorables criaturas (50 page)

Read Adorables criaturas Online

Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

BOOK: Adorables criaturas
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se vino abajo. Lloró de rabia, de impotencia. Malvivía atrapada entre hierros, presa en las garras de un tiempo que no era el suyo. Ella, y otros como ella, luchaban en vano. Seguían la corriente de la historia. Y ésta avanzaba a su ritmo, lento, impermeable a cualquier actuación. No eran nada, ni siquiera la caña de Pascal. Ese
roseau pensant
del que Lucy les hablaba con gravedad y que provocaba la hilaridad incontenible de Inés.

Dobló la esquina y entró en el callejón oscuro que conducía a su piso. No había dormido, llevaba el sudor del prójimo pegado a la piel. La manga derecha de la camisa se había desprendido, culpa de uno de los altercados nocturnos. Y una arpía sanguinaria le había tirado del pelo y deshecho el moño durante otra de las broncas barriobajeras. El polvo y el humo se habían mezclado con sus lágrimas. La suciedad se había metido en los intersticios de su rostro, marcaba leves grietas que pronto serían sus primeras arrugas de mujer madura. La acera de la calle no tenía escaparates. Ni un solo cristal que la reflejara, con sus años de más y el maquillaje de vieja. De todos modos, Tessa nunca había sido ni muy limpia ni muy presumida.

Oyó unos pasos ágiles que correteaban tras ella. Y antes de que pudiera darse la vuelta una manita audaz se coló dentro de la suya. La clase era ese día en su casa, lo había olvidado. Julia levantó su cara de mico inquisitivo, hizo la pregunta con avidez: ¿qué iban a estudiar esa tarde? En la mano libre agitaba un nuevo libro de lectura, lo sostenía como si de él dependiera su vida entera.

Y de pronto entendió que allí estaba su respuesta. La niña, el libro, establecían la línea de continuidad. La educación, sólo la educación. Sólo la educación podía salvarlas a todas. Lo había gritado Mary Wollstonecraft, y la castigaron con el manicomio. Pero lo siguió proclamando a los cuatro vientos, hasta el mismo día en que murió, poco después de alumbrar a su muy honorable relevo: la escritora Mary Shelley. Wollstonecraft estaba en lo cierto. Y la tarea no descansaba en ningún hombro concreto ni dependía de aquel instante preciso. Era la suma de voluntades, de momentos sedimentados. No importaba cuántas tragedias, tropezones, accidentes. Lo que contaba era la montaña de utilidades, de pensamientos benefactores y acciones eficaces. La ambición de una niña, la perseverancia de su maestra. Era esto. Un buen motivo, más que suficiente para seguir viviendo.

El reparto abandona la escena

Una semana después llamaron a la puerta del piso y apareció Inés. Tessa nunca supo con certeza dónde se había ocultado. Tuvo una leve sospecha al toparse con una crucecita de madera metida en un libro. Ella sólo nombró a las monjas teresianas una vez, años más tarde y muy de pasada. Buenas mujeres, dijo, pero simplonas. Y sin sentido del humor.

Acordaron regresar a Londres. León las siguió pero no convenció. Inés se mostró casi contrita. Reconocía sus errores, cosa que él no hizo, pero bajo ninguna condición volvería a la colonia o al lecho conyugal. Lamentaba que la boda católica impidiera el divorcio. Él merecía rehacer su vida, procrear un nuevo heredero. Le sugirió que optara por la anulación matrimonial. El Vaticano era flexible si había dinero de por medio. Ella se presentaría como parte ofensora, adúltera o cualquier delito que la Iglesia considerara lo bastante horrible como para anular el enlace.

León rechazó, escandalizado, la sordidez de esta posibilidad. También desoyó los buenos consejos provincianos que le recomendaban ejercer sus derechos de propietario legal y forzar la vuelta al hogar de su esposa. Era un caballero. Jamás violentó a Inés, ni de palabra ni de hecho. Insistió en que aceptara una pensión vitalicia. A ella le pareció abusivo. Tessa la hizo cambiar de idea, se podía dar un buen fin a ese dinero.

Una mañana Julia recibió su habitual correo de Inglaterra. Esta vez eran dos cartas en lugar de una. La segunda misiva estaba dirigida a los padres de la niña. Tessa ofrecía un estipendio mensual a la familia. A cambio, permitirían que su hija abandonara casa y país para recibir una educación acorde a sus talentos. Cuando llegara a su mayoría de edad, ella misma decidiría cómo utilizarlos. Ni el padre ni la madre titubearon un segundo, la cantidad los sacaba a todos de la miseria.

En un ambiente culto y educado, Julia floreció como era de esperar. Años más tarde volvió al pequeño Manchester, pero su visita fue breve. Siempre se consideró más hija de Tessa que de sus padres biológicos. Tenían un carácter similar, tampoco ella era convencional ni tendía al sentimentalismo.

Inés estrenó su nueva existencia de mujer autónoma dando clases de música. Pero era demasiado bella, y pronto se vio acosada por un enjambre masculino. Librepensador, desde luego. Ningún hombre decente se hubiera acercado a una mujer con la reputación opacada por el abandono del hogar conyugal. Nunca se enamoró, la incapacidad estaba en su estructura. Eligió a un compañero en base a un listado de necesidades muy concretas. El afortunado
gentleman
tenía que satisfacer bien sus sentidos, muy bien su intelecto y aún mejor sus caprichos. Para qué nos vamos a engañar, la orquídea no estaba adornada con virtudes tales como la laboriosidad o el espíritu de sacrificio. Para entonces ya era oficialmente viuda, pero ni soñar en casarse de nuevo. Ella y su pareja vivieron una unión libre y animada de la que nacieron dos niñas. Ninguna heredó la belleza fatal de su madre, lo que supuso un gran descanso para el padre.

Tessa se implicó a fondo en el movimiento sufragista. Siguió practicando el amor libre, mejor dicho, el sexo libre. La naturaleza fue benigna, le hizo el favor de no embarazarla. Su vocación era la militancia, no la maternidad. Ni borracha hubiera vuelto a extraviarse en un amor apasionado. La vida contemporánea ofrecía mejores alicientes. En 1918 pudo votar por primera vez, un gran hito en su vida y en la de sus correligionarias. Algunas veces, al toparse con algún varón demasiado atractivo, recordaba a Álvaro. El episodio era una boya de alerta, señalaba las aguas en las que no debía adentrarse. Convivió siempre con una u otra amiga. Pero juraba, entre carcajadas, que lo suyo no eran matrimonios bostonianos.

El deseo de Álvaro por su esposa duró cuatro años largos, toda una hazaña. Para entonces ya había heredado los laboratorios, tenía tres hijos —el primero nació unas semanitas antes de tiempo— y una agenda apretadísima. Desde luego, ni un minuto libre para corretear tras faldas extraconyugales. Tampoco para acordarse de Tessa, o de su pasado revolucionario. Ambas cosas formaban parte de eso que se ha dado en llamar descarríos de juventud. Nadie es inmune a la compañía que elige, con los años se convirtió en un tedioso pilar social.

Para compensar, y en el proceso de ósmosis correspondiente, la que se apendoneó fue su mujer. La pelirroja era una alumna aplicada. Y de su prometido, luego marido, aprendió habilidades que años más tarde amortizaría con creces. No se puede decir que utilizara estas armas contra él, pero sí que las usó en beneficio de otros.

La fonda de Rita y Macario fue un éxito. La pareja tuvo una hermosa camada además de aquella primera criaturita, pese a tanto susto y sobresalto les salió una niña preciosa. Fundaron un linaje de hosteleros que aún perdura. Hace poco sus descendientes recibieron una preciada estrella otorgada por una conocida guía francesa.

Juana siguió el camino trazado por sus orígenes sencillos y temperamento dócil. Se casó con un campesino y vivió con discreción. Era una buena chica, jamás dio un disgusto a nadie. Se avergonzaba de aquellos pinitos con el carbonero. Ver a su antigua amiga le traía recuerdos incómodos y se distanció de Elena.

Algo que apenó a esta última. Bastante más emprendedora, había cazado a un joven apocado y algo bobo, pero único hijo varón de unos granjeros. Entre parto y parto —tuvo diez hijos— esperó pacientemente la muerte de sus suegros. Llegado el día tomó las riendas del negocio y en pocos años lo hizo prosperar. No llegó a ser rica ni educada, pero despejó el sendero para que sus hijos y nietos lo fueran. Se la lloró y odió a partes iguales, lo cual demuestra que fue una auténtica matriarca. Jamás renegó de sus piruetas en la carbonera.

Pasada la conmoción policial, el indiano volvió a Francia, donde aguardó a que acabara la guerra de Cuba. La señorita Pepita le mandaba dinero y paquetes de butifarras. Su bendita hermana hacía otro tanto a escondidas de Macario. Entre las dos lo mantuvieron a cuerpo, si no de rey, al menos principesco. Finalizado el conflicto de Cuba, la maestra ya había cumplido los cuarenta y se pasaba de gallina vieja, un proyecto inviable. Ella no se tomó el desprecio a pecho. En los últimos tiempos se había avivado, y jugado a dos manos. Conservaba al viudo en la reserva. Cuando tuvo clara la pérdida del indiano, le dio el sí definitivo. Se había hecho tanto de rogar que el hombre creyó hacer el negocio de su vida conduciéndola al altar. De cómo sorteó el pequeño tecnicismo de la noche de bodas no se sabe mucho. Una gallina que apareció degollada en su corral pudiera tener la clave del asunto.

El doctor Samuel siguió gozando de prestigio entre las damas. Pero no por mucho tiempo. Las comilonas y los excesos alcohólicos acabaron pronto con él. Murió un Domingo de Resurrección, la existencia es rica en paradojas. Estaba sentado en la mesa cuando le fulminó un ataque. Sus mofletes carnosos se derrumbaron sobre el plato que tenía enfrente, como si rindieran tributo al manjar principal del ágape. En aquel instante hacía su aparición en el comedor y era nada menos que un espléndido cordero pascual. La dama mayor nunca le perdonó que el aparatoso evento aconteciera en su mesa y en día tan señalado.

Para llevarse la masa de sus restos los empleados de las pompas fúnebres tuvieron que desplazar más de un metro la jaula de las aves del paraíso. Estaban estupendamente, gracias. Les encantaba su nuevo hogar. Allí las atendían bien, y las exhibían día sí y otro también. Tras la fuga de Inés, la dama mayor había solicitado a su marido que se las reclamara a León de Ubach. Total, para qué las quería él. No fueron dignas sustitutas del fox-terrier, pero vestían mucho. Nadie en la comarca podía alardear de una posesión tan colorida y exótica.

La tragedia y los estragos de la huelga hicieron mella en la colonia y en su propietario. Ninguno de los dos se recuperó del desastre. La pérdida de Cuba, y con ella del mercado cubano, dejó a muchos empresarios textiles en precario. La colonia Ubach fue una de las primeras en iniciar la decadencia, y su eclipse fue inusitadamente rápido. Los obreros expulsados durante aquella huelga no se sustituyeron por otros. Las casas vacías se deterioraron. Los muros de las fachadas se rajaron, cayeron las volutas y se oxidaron las barandillas. Y ya no se repararon. En lo alto de la colina, también la mansión declinaba. León la había cerrado. Prefería hacer a diario el camino de ida y vuelta a la cercana ciudad antes que enfrentarse a sus fantasmas. El espíritu de su esposa le acosaba sin descanso. Inés seguía siendo la estrella polar, el objetivo inconcluso de su vida. El escenario de su breve vida marital permanecía incorrupto. La cama y la lencería, el ropero, las joyas. Y también el resto del hogar estaba congelado en el tiempo. A lo mejor algún día ella volvía, si se diera el caso de que se encontrara sola y sin dinero. Si enfermara otra vez y le necesitara, si… El declive físico y mental de León de Ubach fue fulgurante y sorprendió a todos. Murió prematuramente envejecido, y muy desdichado. Pagó demasiado caro su error de discernimiento, que no de intenciones.

El pariente lejano que heredó aquel mundo idealizado abrió con grandes dificultades las muchas puertas cubiertas de polvo y telarañas. Después de recorrer la totalidad de la casa, su media naranja, una norteamericana pragmática poco dada a los esteticismos decadentes, le comunicó que ni por todo el oro del mundo metería a los niños a vivir en un lugar tan siniestro.

Se apagaron los motores de las máquinas y la colonia salió a la venta. Nadie la compró.

Hoy es un despojo, la ruina de un sueño ilustrado. Pero entre saúcos silvestres, zarzales, hiedras y cardos, de vez en cuando se adivina una bella ondulación oxidada, el brillo de una cerámica que no se ha desprendido de su cascote o la rama cargada de frutos de un manzano asilvestrado, descendiente de aquellos prolijos árboles que había a la vera del río.

La bombacácea sobrevivió varios años a los sucesivos inviernos y heladas. No fue un milagro. Las mismas ruinas de lo que había sido el aerodinámico invernadero preservaron sus raíces, dándoles cobijo caliente bajo cristales rotos, hierros retorcidos y el abono de las compañeras muertas. Y así, la naturaleza exuberante se erigió, victoriosa, frente a la domesticidad.

Desciende el telón

La moda de la nodriza in situ —que vivía con la familia— fue efímera, un fenómeno eminentemente burgués que duró apenas un par de décadas. Antes y después hubo otros modos más compasivos de obtener leche humana. Hace unos pocos años, en Londres seguía existiendo una agencia proveedora de nodrizas. Cada hora de sus servicios costaba una pequeña fortuna.

La histeria, como tal, no parece haber existido. Los estudios apuntan a un ejercicio de inducción protagonizado por los médicos y aceptado de modo hipnótico por sus pacientes. Un descomunal juego entre dos. De una parte, interrogatorios intensos y morbosos. De la otra, ansias de sublevación, mitomanía y deseos de reconocimiento.

Los tratamientos represivos, algunos de extrema violencia, eran pura misoginia. No fue una coincidencia que esta supuesta dolencia se «descubriera» en un punto de inflexión del movimiento feminista, cuando éste empezaba a triunfar y presionaba a la sociedad patriarcal desde muchos frentes.

Con el tiempo la enfermedad se desestimó. Pero vale la pena anotar que sus connotaciones permanecen en el lenguaje cotidiano. Aún hoy, en la segunda década del siglo
XXI
, una mujer que se comporte de modo demasiado emocional o con más rebeldía de la aconsejable corre el riesgo de que la califiquen como una histérica.

Y si el adjetivo se aplica a un hombre, hay muchas posibilidades de que éste sea homosexual.

Other books

Fangs by Kassanna
Pure by Baggott, Julianna
The Raft by Christopher Blankley
Heroes are My Weakness by Susan Elizabeth Phillips
The Culmination by Lauren Rowe
Gilded Edge, The by Miller, Danny
Red 1-2-3 by John Katzenbach
Probation by Tom Mendicino
Restoring Grace by Katie Fforde