Las voces de las tres mujeres se habían deslizado sin esfuerzo al inglés. Miss Lucy contaba anécdotas de la infancia, las hermanas se reían recordando antiguos pretendientes y tonterías de la adolescencia. Estaban tan inmersas en sus mundos que tardaron un buen rato en darse cuenta de que las estaban observando.
La especie humana se adapta velozmente al entorno. Bastaron veinticuatro horas de bienestar ininterrumpido para que la nodriza diera por sentada su nueva vida. Aquella mañana habían encendido la chimenea de su cuarto, le habían dado ropa nueva, cómoda y caliente, y ya había comido tres veces. En apariencia, todo lo que tenía que hacer para que esta situación se prolongara era amamantar al niño.
Por la noche se había levantado varias veces para mirar a la mujer angelical. La última incluso se había atrevido a rozar su cabellera. Ahora, después de haber cabeceado unas horas frente al fuego, se aburría y deseaba verla de nuevo. Al oír voces en la habitación de al lado entreabrió la puerta. En la cama había tres mujeres sentadas, una de ellas desconocida. Comían, bebían, hablaban. Estaban contentas, e incluso la mujer estirada y gris se reía a menudo. Empujó un poco más la hoja para observarlas mejor.
Era inevitable que el fulgor celoso de los ojos de la nodriza acabara por incomodar al objeto de sus ansias. Inés percibió el escrutinio y de inmediato ordenó que se cerrara la puerta. Urgía poner un pestillo. Tessa iba a levantarse, de paso hubiera aprovechado para saludar a la muchacha, pero la diligencia de miss Lucy le tomó la delantera. Y la última imagen que tuvo la nodriza fue la de la silueta vestida de gris dándole con la puerta en las narices.
El último sol del día se colaba por la puerta acristalada que daba al jardín. Su resplandor tostado, teñido por los vivos colores de los paneles del cristal, convertía la cocina en un amable decorado de opereta. Predominaban los rojos jaspeados, los dorados y los verdes satén. Había pirámides de frutas, cestos de verduras, collares de ajos y guindillas. El
attrezzo
estaba felizmente dispuesto y el humor vibrante de Rita delataba su pasión por lo que allí se cocía (literalmente).
—La cebolla, muy menuda. El ajo, siempre con el aceite en frío, así coge más sabor. ¡No, bonita, no! El pimiento me lo cortas en juliana…
La cocinera necesitaba transmitir su arte y las criaditas eran lo único que tenía a mano. Volaban instrucciones y órdenes salpimentadas aquí y allí con alguna que otra reflexión existencial de más calado. En esta cuestión, el discurso de Rita tenía una prístina simplicidad que para sí habrían querido otras mentes más sesudas (les había costado años de esforzados estudios llegar al mismo enunciado). Y el guiso venía a ser más o menos el siguiente: nada de lo que poseemos nos llevaremos a la tumba, excepto lo comido, bebido y amado. El orden de los ingredientes era aleatorio, según la ventolera del día, aunque últimamente el amor cotizaba alto y encabezaba la lista.
Rita trabajaba tocada por la gracia. La cena iba a ser un hito y una celebración. Motivos había: el nacimiento del heredero, la buena salud de la madre, la visita de la señorita de la ciudad y, no menos importante, su propia plenitud personal. Cierto que seguía con inquietud las noticias que llegaban de Cuba, donde había estallado una insurrección dos meses antes, pero acababa de recibir carta de su hermano. Estaba con buena salud y espíritu excelente. Y si él no se preocupaba parecía innecesario que ella lo hiciera por los dos.
Acababa de meter un enorme capón en el horno. Era un bicho dilecto, alimentado en su seno, como quien dice. Lo había hecho engordar para la ocasión y al primer aviso de que se acercaba el parto lo degolló, desplumó y colgó en los ganchos de la despensa. En rigor, no se lo podía considerar pieza de caza, pero se había criado en libertad y tenía la musculatura prieta y compacta. El faisanaje era, pues, obligatorio. Al sentir que se le aflojaba la carne lo puso a marinar en un baño de ratafía, coñac guerrero, granos de pimienta, cebolla, ajos, canela y nuez moscada. Y aquella misma mañana había pasado un rato beatífico preparando el relleno. Se decantó por la tradición, carne magra picada de cerdo con frutas dulces —siempre tenía provisión de confitados— y secas. Y luego le dio un toque personal añadiéndole menudillos —hígados, corazón, mollejas— previamente fritos con láminas de trufa que conservaba en jerez. Le llenó panza y buche con todo ello, y por fin recompuso la configuración original del animal con pulcras puntadas de cirujano.
Cargó la cocina de carbón para que funcionara a toda máquina. El animal necesitaba primero una arremetida fuerte para que se formara una costra dorada y la carne quedara protegida, con sus jugos intactos, preservados dentro de la envoltura crujiente. Después aplacó el fuego, ahora debería estar sus buenas cuatro horas a ritmo templado y suave. Cada cuando lo iría bañando con la salsa de su propia marinada, a la que había añadido unas cuantas naranjas valencianas exprimidas. Mantenía la salsera tibia, a rescoldo, en la gran cocina de hierro fundido.
Se encontraba agachada, vertiendo la primera rociada al ave, cuando una sombra se cernió sobre el lugar. Ni ella ni las chiquillas habían visto entrar a la nodriza. Y no acusaron su presencia hasta que la corpulenta silueta contra la cristalera mudó el jubiloso atardecer en un crepúsculo de tristeza ahumada. Con parsimonia, la mujer se apartó luego de la puerta para sentarse frente a la gran mesa que estaba en medio de la gran estancia. Se despejaron las sombras pero ya nada fue lo mismo.
Las criadas, que estaban trajinando con sus pilas de vegetales, le hicieron sitio y se alejaron tanto como pudieron mientras la miraban de reojo. Ella no abrió la boca, se limitó a seguir las idas y venidas de la cocinera con la insistente expresión de un animal doméstico que espera le arrojen su comida. Resultaba molesto pero Rita descifró a la perfección sus deseos y se esforzó por conducirse con naturalidad. Aunque ya le habían dado su merienda, cogió un cucharón de madera y un plato hondo, y le sirvió verduras con caldo mientras hablaba con locuacidad forzada.
—Vienes de Galicia, ¿verdad? Bonita tierra. Un poco húmeda, pero tiene un pescado y un marisco maravillosos. Aquí estamos un poco lejos del mar aunque Macario viaja a la lonja cada quince días.
La nodriza ignoró la existencia de la sopa y continuó acechándola con la anhelante ansiedad del perro que espera su hueso. Luego trasladó la mirada a un gran pedazo de filete sangrante que reposaba encima del mármol, al lado de la cocina. Fue un parpadeo, micromilésima en el tiempo, pero bastó para que el mensaje quedara claro y subrayado. Apurada, la cocinera se acercó a Juana.
—Ve a por la
miss
—siseó, apremiante.
Juana salió corriendo mientras la mirada de la nodriza bailaba entre la cocinera y el filete. Elena, que se había quedado con el cuchillo y una cebolla en el aire, la observaba con ojos hipnotizados. Rita hizo un esfuerzo en pro de la normalidad y reanudó la cháchara.
—Suele traer crustáceos buenísimos. Lubinas y doradas. Y algún pescadito pequeño. Sardinas, boquerones muy buenos, salmonetes. —La voz empezó a flaquear hasta convertirse en delgado hilo y luego un surco vacío, silencio y nada.
Pasaron unos segundos extraños y dilatados durante los que sólo se oyó el borboteo de cazuelas y ollas. Rita permanecía al lado de los fogones quieta como una estatua. Esperaba que llegara la
miss
y solucionara el inesperado contratiempo. Dentro del asador, la grasa del capón se puso a crepitar. En el jardín, el sol agónico se hundió tras una de las palmeras, y la estancia quedó tan sólo iluminada por algún que otro rayo escarlata que surgía del horno. Una de las ollas entró en hervor. La espuma escaló sus paredes y la tapa levitó con un agudo silbido. Surcó el aire, tomó tierra sobre las baldosas, y allí repicó sonoramente mientras el guiso se derramaba y chisporroteaba levantando tornados de humo sobre el hierro de los fogones. Elena soltó un respingo. El cuchillo se le escapó de las manos y quedó clavado en la mesa, cimbreando entre puerros y zanahorias. La nodriza se dio la vuelta para mirarla y el brusco movimiento hizo balancear sus largos aretes. El oro de uno de ellos atrapó la luz que escapaba del horno, su reflejo partió como una lanza marcando la frente de la criada. Asustada, la adolescente retrocedió. La cebolla cayó y rodó por el suelo, y un segundo después un jarro de cristal se estrellaba a sus pies rompiéndose en mil pedazos. La adolescente sollozó y se persignó tres veces, mientras juraba que se había caído solo, porque ella no lo había ni rozado.
La entrada de la pedestre miss Lucy acabó con tanta fantasía esotérica. Nada más operativo que el trabajo para alejar supersticiones y recobrar la sensatez. Mandó a las niñas a encender las luces de la casa y luego hizo un aparte con la cocinera.
Rita le mostró el filete y habló en voz baja:
—Lo tenía para mañana.
En vista de que el enemigo había traído refuerzos, también la nodriza asentó su posición. Apartó el plato de verduras que tenía enfrente con el gesto de una mula tozuda. Clavó los ojos en la mujer gris —su instinto le decía que éste era el antagonista a batir— y de nuevo taladró el filete.
La insolencia de la aldeana dejó boquiabierta a la
miss
. Se irguió, levantó la barbilla, y su rostro se volvió puntiagudo mientras los párpados descendían para confrontar a la mujer sentada. Hubo un pulso silencioso en la habitación, pero no fue la expresión animalesca de la nodriza lo que inclinó la báscula a favor de la permisividad sino el recuerdo de las instrucciones prolijas del doctor. Tras una pequeña vacilación, la gobernanta transigió, resignada.
—Que coma lo que quiera. Son órdenes del doctor.
La cocinera reaccionó al instante. Y con picajosa susceptibilidad de propietaria.
—¿Mandará ahora el doctor en mi cocina? Pues sí que… —Una gélida mirada de la nodriza interrumpió su amago de protesta. Se le fue el santo al cielo y calló.
—No hay que contrariarla. Se le podría retirar la leche —le aclaró la
miss
.
—Dios nos libre. ¿Qué comería el niño?
Imposible imaginar escenario más trágico. Rita obedeció con premura, y mientras la carne se cocinaba en la sartén, una astuta idea hacía otro tanto en los circuitos cerebrales de la muchacha victoriosa.
Las doncellitas abordaron las tareas cotidianas del anochecer con entusiasmo renovado. Después de unos días inciertos, en los que la salud de la parturienta había mantenido el hogar en vilo, ahora los cielos se despejaban. Y la señorita de la ciudad traería alegría a la casa. Habría conversaciones, música y risas juveniles. La vida era dulce, y ellas estaban a salvo en aquel refugio caliente, limpio y seguro.
Las aves del paraíso emitieron chillidos de placer cuando las cuerdas que izaban la lámpara del techo del salón se deslizaron en su anilla, y la gran araña, con todas las velas encendidas, iluminó frescos, molduras y rosetones floridos. En la biblioteca, las palabras aplomadas de los hombres flotaron sobre aperitivos reconfortantes. Ámbar y amatista, jerez y oporto, aguardaban con paciencia en el fondo de sus copas. El gentil fuego, tertuliano complaciente que jamás contradecía, se hacía eco de razonamientos que hoy sonaban más originales que ayer (aunque fueran los mismos). Los ojos de los mamíferos disecados se desperezaban, ¿habría llegado el día de la resurrección? Y desde el interior de su caja una mariposa abría la esplendorosa gamuza azul de sus alas.
Elena y Juana subieron el primer tramo de escalones con el escabel y el candil. Plantaron la escalera bajo una de las tulipas colgadas en el papel floreado, luego treparon entre juegos y empujones. Prendieron la mecha de la lámpara y los óvalos de sus caras menudas se expandieron, iluminados por el fluido opalino. Desde el dormitorio de la señora llegaban risas y palabras sueltas.
—¡Devuélvemelo! —decía la voz de la joven ama.
—¡Ni hablar! —contestaba la de su hermana mayor.
Las criaditas se retrasaron un poco escuchando. Sentían una fascinación comprensible por aquellas extraordinarias chicas pocos años mayores que ellas.
—¡Dámelo ahora mismo! —insistió Inés.
Estaba sentada frente al coqueto tocador, medio vestida con uno de sus preciosos saltos de cama. Tenía el cepillo del pelo en una mano, la larga cabellera suelta sobre los hombros. Miraba a Tessa a través del espejo. Desde el otro lado de la habitación, ésta sostenía en alto una pequeña jaula metálica de la que colgaban multitud de cintas color carne.
—No querrás que baje con estas fachas. Sin cinturita —baló con ridícula voz lastimera.
—Tú estás mal de la cabeza, ¿cómo vas a meterte en esto a tan pocos días del parto?
Inés había decidido dar por terminada su reclusión. Se sentía con ánimo festivo y ganas de socializar.
Caminó hacia su hermana reclamando el corsé. Pero Tessa, rápida, abrió una de las ventanas y lanzó la pequeña armadura al jardín. Se oyó un golpe amortiguado seguido de una maldición ininteligible gruñida por una voz masculina. Las hermanas se asomaron a la ventana.
—Le has dado a Macario —susurró Inés, acusadora—. Luego dirán que somos unas chifladas.
—Yo soy una chiflada. —Tessa subrayó su condición en tono reivindicativo—. Y él, ¿qué hace a oscuras allá abajo?
—
Haunting
. Acechando, anda tras la cocinera.
Inés simpatizaba con los líos del servicio, vivificaban la casa y peinaban sus interminables horas vacías. Estaba al corriente de ellos por las doncellas. Siempre acababan por contárselo todo. Eran inocentonas y caían en todas las trampas que ella, mucho más artera, les tendía.
Tessa cerró rápidamente la ventana.
—Vístete ya, no vayas a enfriarte.
—¿Me ayudas? —La voz de Inés volvía a ser una ñoñez—.
Please, sis
…
—Ahórrate los mohínes, guapura. Yo me voy con los caballeros, a ver si por fin recibo algo de instrucción. —Inés comenzó a cepillarse el pelo con energía mientras advertía en tono desenfadado:
—Bajo en seguida. No os peleéis antes de que yo llegue.
Lo de la pelea era casi literal, un ritual de bienvenida hecho tradición. Tessa invadía la biblioteca con notable desparpajo, como si aquel espacio, por antonomasia masculino, fuera también el de ella. No contenta con eso, desafiaba a los caballeros arrojándoles guante tras guante. Ellos, tan cómodamente apoltronados en sus sillones como en sus posiciones mentales, respondían, y entonces se armaba un buen rifirrafe. Inés, que no tenía el menor interés en cuestiones políticas y discusiones sociales, se divertía con unos y otros.