—¿Cuándo te vas a París?
Señuelo seguro, la materia daba para tanto o más que la turbina. Hacía años que Samuel visitaba cada tres meses la Ciudad de la Luz. Primero fueron viajes de trabajo, asistía a las famosas lecciones del doctor Charcot en el hospital de la Salpêtrière. Era ferviente admirador del neurólogo francés y de la cohorte de mujeres histéricas que se exhibían una y otra vez (sus colapsos nerviosos se sucedían cada martes con sorprendente exactitud). Aquellas dolencias tan vistosas le intrigaban y apasionaban bastante más que las enfermedades insulsas de la región, donde abundaban los catarros y algún que otro episodio de tifus aislado, ambos privados de
pathos
. Cierto que poco antes se había producido una pequeña epidemia de cólera, pero eso era una porquería anacrónica, propia de las clases inferiores. En lo que se refería a enfermedades nerviosas, la comarca estaba en pañales.
Hacía unos años que el doctor Charcot se había trasladado al otro mundo. Su ausencia apaciguó al enjambre de mujeres histéricas, y los síntomas de aquella enfermedad que en su día había sido calificada de epidemia desaparecieron tan prodigiosamente como habían brotado. Pero para entonces el viaje trimestral a París ya formaba parte del variopinto abanico de reflejos automáticos que constituían la cotidianidad de Samuel. Tomaba el tren cada tres meses, se alojaba en el mismo hotel, y hacía parada y fonda en sus restaurantes favoritos. León estaba seguro de que aprovechaba las escapadas para echar alguna que otra cana al aire, quizá incluso tuviera algún arreglo más o menos estable. En su ciudad de provincias gozaba de una reputación intachable, y allí era imposible hacer un milimétrico movimiento sin que todo el mundo lo supiera al instante.
Le escuchó pronunciar el nombre de Augustine, la paciente favorita del galeno francés. Ya estaba embarcado con rumbo fijo, su mente podía regresar tranquilamente a la ansiada turbina. Esperaba que no tardara mucho en llegar, precisamente tenía un esquema del corte longitudinal sobre el escritorio. El tambor estaba organizado en diferentes series de paletas…
La tormenta había escampado y la noche se enroscaba bajo un manto apacible. La casa entera se había retirado. Sólo parpadeaba un único candil, moviéndose por entre penumbrosas salas y pasillos. Tan leve espíritu no era otro que el de miss Lucy.
La gobernanta recorría la casa cada noche. El ritual le permitía irse a descansar con la certidumbre de que habitantes y objetos estaban en su sitio y cumpliendo la función que les era propia. Tranquilizada en lo referente a los caballeros —su misión era hablar en la biblioteca—, echó un último vistazo a la cocina vacía. La habían dejado escrupulosamente limpia y dispuesta para las labores de la mañana siguiente. Se felicitó por haber sabido dar con la cocinera adecuada, la había rescatado de una fonda de mala muerte en la ciudad vecina. Y las doncellitas, procedentes de unas granjas de los alrededores, iban asimilando poco a poco. Tenían buena voluntad aunque fueran algo atolondradas. Se topó con ellas en el cuarto adyacente a la cocina, que se usaba como sala de costura, plancha y otros menesteres domésticos. Estaban jugando a pegar telas y retales en la Singer; la máquina de coser nueva las tenía fascinadas. Simuló un enfado que no sentía y las envió en el acto a la cama, muy consciente de que habría pequeñas chanzas a sus espaldas. Nada grave, cosas de la edad. Los graznidos de las temperamentales aves en el salón tampoco revestían importancia. Estaban hartas de su mutua compañía y en su resentimiento habían armado un buen cisco con restos de comida, agua y excrementos. Miss Lucy ignoró el sucio revoltijo, tapó la jaula con una tela opaca y las abandonó a sus propias rabietas. El negro castigo las dejó mudas de horror, justo lo que ella pretendía.
Se dirigió luego al dormitorio de la parturienta. Por supuesto que en condiciones normales las habitaciones de la familia no entraban en su ronda nocturna, pero al aproximarse la fecha del parto el señor se trasladó al cuarto amarillo, algo alejado del lugar de la acción, dejando el campo libre. Decisión muy sensata, a juicio de miss Lucy. Ningún marido, por bueno que fuera, se entretendría en mullir los almohadones de su mujer o mojarle las sienes con colonia.
La encontró medio adormecida. Estaba agitada y por un segundo se le detuvo el corazón al pensar en las peligrosas fiebres puerperales. Pero puso la mano en su frente y la sintió fresca y seca. Le tomó el pulso, era pausado. Se quejó un poco en sueños, la estudió con atención. Salvo por las sombras bajo los ojos, naturales después del parto y del cansancio, su aspecto era el acostumbrado. Algo la inquietaba pero, sea lo que fuere, no tenía su origen en un desarreglo fisiológico. Unas horas de sueño ahuyentarían muchas nubes, también las de ella. Le acarició el pelo y se encaminó hasta la habitación contigua.
Las lujosas prendas que habían requerido tantas horas de costura y plancha estaban en el suelo, arrugadas en un montón informe. La nodriza se había ido desprendiendo de ellas, y tal como se las había quitado las había dejado. Miss Lucy reprimió su enojo y pensó en positivo. Si sabía quitárselas igual sabría ponérselas. Había que educarla y aquélla era una situación apropiada para empezar la labor. Con detallada mímica, le mostró cómo debía doblar cada una de las delicadas piezas, colocarla luego en los cajones, colgarla de su percha.
La campesina estaba sentada en la cama y no se perdió detalle de la pantomima. Miss Lucy trató de leer algo de comprensión en su mirada. Fue en vano, se topó de bruces con un muro lacrado. Sintió un impulso compasivo. La chica acababa de llegar, todo le sería novedoso, extraño, y para colmo la habían separado de su hijo. Dio un paso hacia ella y estuvo a punto de posar una mano amable en su hombro. Pero una larga vida regida por pudores y restricciones pesó más que las bondadosas intenciones. Le daba apuro tocar a la forastera, tiempo tendrían de conocerse en los meses que estaban por venir.
Desvió su itinerario y se acercó a la cuna. El niño dormía con placidez. Le habían acostado, exhausto y repleto de leche, después de varias tetadas interminables punteadas por avatares naturales más o menos sonoros (y olorosos). Miss Lucy recordó sus deberes a la nodriza, señalando cuna, niño y pecho, por turnos y varias veces. No las tenía todas consigo, pero el recién nacido había estado llorando tantas horas seguidas que con un poco de suerte aguantaría gran parte de la noche dormido. Si madrugaba más que de costumbre llegaría a tiempo de supervisar la primera tetada del día. Tomada la decisión, se retiró mucho más serena.
Una angosta escalera de caracol conducía a las dependencias del servicio ubicadas en la parte alta de la casa. El primer tramo de escalones nacía en la sala de costura vecina a la cocina y se detenía en un breve descansillo a la altura del primer piso. Un segundo tramo conducía hasta el piso de arriba, que era también final del recorrido.
El acceso al rellano del primer piso se hallaba al fondo del pasillo, después de los dormitorios de la familia. Era una puerta forrada con el mismo papel que cubría las paredes, y se mimetizaba tan hábilmente con ellas que miss Lucy tan sólo acertó a esclarecer la posición del pomo porque su bronce pulido le lanzó un guiño de luz por entre los diseños floreados.
Subió los estrechos escalones teniendo buen cuidado de recoger su amplia falda para no andar barriendo los muros lisos, desnudos de toda ornamentación. El mismo espíritu monástico presidía la totalidad de la zona de servicio, y la temperatura ambiental iba en consonancia con él. Era gélida en invierno, tórrida en verano. El industrial había hecho construir una cámara aislante en el techo de la casa, pero se encontraban a setecientos metros por encima del nivel del mar y a esa altura el clima tendía a las exageraciones. En las noches invernales el termómetro caía en picado, a veces bajo cero. Para compensar, el calor estival era implacable, estragador y de larga estancia.
El diseño de la planta de servicio se distribuía con simplicidad diáfana, un largo corredor con varias habitaciones a uno y otro lado. La de miss Lucy era la última y para llegar a ella antes debía pasar frente a todas las demás.
Elena y Juana siempre sabían que la
miss
se acercaba porque uno de los tablones del suelo de pino gemía cada vez que alguien lo pisaba. El dormitorio de las chiquillas tenía dos camas gemelas, pero en noches frías las adolescentes se acurrucaban abrazadas en un mismo lecho. El contacto era inocente, las niñas buscaban sólo una estufa tibia en el cuerpo de la otra. Aun así intuían que la gobernanta no vería con buenos ojos tanta cercanía física. Al oír el conocido crujido del tablón una de ellas saltaba tiritando a su cama de origen, y no regresaba al calor de la otra hasta que los pasos de la
miss
habían alejado el peligro de una entrada intempestiva.
Si en el dormitorio de las niñas el contacto epidérmico era inocente, en el de dos puertas más allá sucedía todo lo contrario. Macario y Rita estaban en la fase inicial de exploración recíproca. A lo largo del día se tenían ganas múltiples veces y en toda clase de escenarios. Sus deberes les impedían desfogarse, la pasión se iba acumulando y al caer la noche los dos andaban frenéticos, deseando rehacerse de tanta oportunidad perdida. Para cuando la
miss
pasó frente a su puerta se encontraban tan concentrados en el mutuo uso y estudio que ni la barruntaron. Y ella tampoco se percató del chirriante jolgorio que armaban los muelles de la cama. Su oído había perdido finura y además iba apresurada. Anticipaba el placer de refugiarse en su bendito nido.
Pese a sus techos inclinados, la habitación de la
miss
era luminosa y de buenas proporciones También era la única del piso alto que disponía de chimenea y se mantenía caldeada en los anocheceres invernales. La inglesa había crecido en los hoscos páramos de Yorkshire, se adaptaba a las temperaturas bajas y su naturaleza sobria hubiera podido pasarse muy bien sin la indulgencia del fuego. Pero León tenía las ideas muy claras en asuntos jerárquicos. Miss Lucy ostentaba el mando del servicio doméstico y debía gozar de ciertos beneficios. Inés hizo frente común con el marido, la lealtad de su antigua institutriz merecía el premio del confort. La receptora de estas amabilidades había empezado a sentir los sofocos propios del climaterio y prefería el frío al calor, pero esa noche agradeció el fuego amigo que la esperaba después de una jornada tan ajetreada.
Las ventanas bajas del dormitorio daban a un exterior mediterráneo a más no poder, pero miss Lucy se las había ingeniado para que el interior del lugar tuviera un inconfundible toque británico. En esto contó también con la ayuda de su pupila. Inés se ocupó de que todos sus enseres personales fueran empacados y facturados hacia la nueva casa. Y así fue como logró recrear un rincón de su país natal en aquel lugar que le era opuesto en casi todos los aspectos.
La madera blanda y amarillenta del pino se borraba bajo el peso de alfombras orientales. Los muebles eran ricos en marquetería y maderas preciosas arrancadas a las entrañas del imperio. Había una cama de cuerpo y medio con una solitaria mesita a juego, otra mesa que hacía las veces de escritorio y una pequeña biblioteca que daba cobijo a los títulos favoritos de la
miss
.
Las lecturas de aquella alma bendita eran previsibles. Incluían la obra completa de Jane Austen y toda la camada Brontë. Siendo ella misma hija de pastor y burguesa en estado de necesidad, sentía una secreta identificación con escritoras de orígenes similares, espíritus fraternales que la confortaban. No así George Eliot, manjar demasiado fuerte para sus gustos puritanos, más por su turbulenta biografía que porque le disgustaran sus libros; en realidad,
Middlemarch
se contaba entre sus novelas favoritas. Por supuesto, el diccionario del doctor Johnson era obligado, al igual que la famosa vida escrita por su paje Boswell. Y la obra de aquel calavera Laurence Sterne, por el que sentía especial flaqueza, quizá porque también era pastor, aunque más perseguidor de ovejas que recolector de almas. O quizá porque su padre había ocupado el mismo púlpito en St. Michaels sólo cien años después, y el eco de sus excéntricos sermones aún resonaba en la pequeña iglesia cuando de niña arreglaba las flores del altar.
La joven Lucy había sido educada como correspondía a una señorita de su condición. Se le enseñaron cuatro números, algo de francés y latín, y más o menos cómo llevar una casa (con sirvientes). Por lo demás, la mayor parte de su juventud se consumió en estudios que precisaban dechados de concentración pero eran de muy dudosa utilidad. Tenía manos diestras y le costó poco dominar la técnica de la acuarela, la del bordado en todos los puntos existentes, la composición con flores secas, el dibujo al carbón, la pintura sobre papel de seda y la confección de ramos en cualquier época del año. El fruto de todos estos talentos artesanales se fue conservando, debidamente enmarcado, y con el paso del tiempo alcanzó un volumen considerable que ahora cubría la totalidad de las paredes de la habitación. Coloreados, tintados o bordados, los motivos del muestrario eran homogéneos: rosas inglesas,
cottages
con techos de chocolate y corderos peludos de anteojos negros en diversas fases de rumiación digestiva.
El resultado final de la miscelánea anglosajona embutida en una arquitectura que no le correspondía era estrafalario, pero también acogedor como un guante de cabritilla. Dentro de aquellos muros la mujer estaba bien defendida, la realidad exterior no alcanzaría jamás a invadir su mundo amable de rosas redondas como peonías y suaves colinas verdes. La habitación era su hogar dentro del hogar.
Tras cerrar la puerta, procedió a desnudarse para ponerse el camisón. Y no era una tarea simple. De entrada, existían las complejidades de orden técnico; los innumerables botones y presillas hacían de la operación algo altamente especializado. A esta complicación se sumaba otra exigencia: el cambio de vestimenta debía hacerse sin que quedara un solo milímetro de piel al descubierto. La liturgia tenía mucho intríngulis, pero a lo largo de los años la niña, joven y adulta Lucy había adquirido tal habilidad en hurtarse a su propio cuerpo, que de haberse exhibido el espectáculo en la plaza pública nadie se habría escandalizado.
Enfundada ya en un largo camisón de color ratonil que le estrangulaba el gaznate y le esposaba las diminutas muñecas, se deshizo el moño y cepilló su cabellera las cien veces de rigor. Pronto tendría el pelo completamente blanco. Sería una bendición, su actual color grisáceo ofendía el gusto que tenía por las definiciones claras. Lo recogió bajo un gorrito a juego con el camisón y a continuación se lavó cuello, orejas y manos.