León abrió un cajón y sacó un fajo de billetes que alargó al intermediario. El hombrecillo gesticuló, melodramático, y apartó las manos como si semejante cantidad pudiera contagiarle una grave dolencia. Habló entonces con voz quejica. No le alcanzaba ni para cubrir gastos, iba a hacer todo el viaje de vuelta y la otra nodriza le pedía una fortuna, etcétera. León le miró como si fuera la última y menos preciada polilla de su colección. Hay que admitir que en aquel ambiente ilustrado se veía contrahecho como un subproducto mercantil salido de una máquina defectuosa.
El doctor afilaba armas, listo para un chamarileo que se adivinaba divertido, pero León le aguó la fiesta. Sacó otro fajo de billetes de igual tamaño que el anterior y lo tiró a la cara del pigmeo, que esta vez no sólo no apartó la mano sino que lo atrapó al vuelo con reflejos dignos de un mustélido (vivo, no como los que le miraban desde la repisa de la chimenea). Contó los billetes sin prisas, uno a uno, mojando el dedo pulgar con la lengua a cada tres o cuatro hasta tener la saliva inundada de un amargo y glorioso sabor a papel sucio. Mucho dinero, sin duda, pero la facilidad con que lo había conseguido aconsejaba intentar sacar más. El caballero era un relamido.
Se aprestó a negociar.
—Si el señor pudiera, un poco más de…
—Coge a la chica y vete ahora mismo.
La frase fue dicha sin levantar la voz, pero sonó como el chasquido de una rama seca en invierno. Su aridez amedrentó al personajillo. Había equivocado la puntería, el caballero lo era pero sólo hasta cierto punto. Se batió en retirada, ya no sacaría más y contento podía estar, pues por los pelos no se había roto la baraja. Algo decepcionado, no tanto por la cantidad recibida sino por la falta de regateo, empezó a despedirse ensayando una coreografía de invención personal que consistía en una ensalada profusa de cabeceos y doblamientos de cintura. Pero el señor De Ubach le miró con tal desprecio que su instinto le aconsejó poner pies en polvorosa dejando florituras para otra ocasión; la atmósfera de la biblioteca había virado de la neutralidad a una declarada belicosidad. Se acercó precipitadamente a su recluta para tomar al niño.
La chica lo apartó de su pecho y se lo entregó con indiferencia. Salvo un puchero automático del bebé —le acababan de robar la merienda—, no hubo otras expresiones emocionales. Nada de adioses, besos o lágrimas. León ya se había mentalizado para soportar una escena lacrimógena de amor maternal, y agradeció que la separación entre madre e hijo tuviera lugar sin rastro del sentimentalismo que abominaba.
El hombrecillo se esfumó luego con notoria rapidez, no fuera que el cliente cambiara de idea. Se iba más que satisfecho, el bolsillo bien caldeado por la sustanciosa cantidad conseguida. A miss Lucy, que había permanecido de guardia tras la puerta, no le dio tiempo de cruzar una sola palabra con él. Tenía el alma encogida, hubiera deseado preguntar por el niño, saber quién se iba a hacer cargo de él. Y necesitaba conocer el nombre de la chica. ¿Cómo, si no, iba a darle órdenes? Pero el señor no parecía estar con ánimo para tolerar demoras. La llamó, haciendo un gesto vago hacia la campesina.
—Haga lo que tenga que hacer con ella. Y, por lo que más quiera, póngale algo de ropa. —La voz era hastiada y displicente. Aquella piel desnuda no le inspiraba nada.
La institutriz se abalanzó sobre la chica y abotonó su camisa con dedos inhabilitados por la premura. Samuel soltó una risita burlona y se dirigió al aparador para servirse un coñac. La copa con restos de leche había quedado sobre el mueble y se la alargó a la
miss
, que la recibió con dos puntillosos dedos y el meñique enarbolado. Se volvió luego hacia León y, cambiando de tema, le preguntó por la nueva turbina. Un modo seguro de distraer su irritación, pues la esperada turbina —aún no había llegado— era el último tótem de la casa y se la podía adorar a cualquier hora del día y de la noche con la seguridad de que el culto, por exagerado que fuera, sería siempre bien recibido. No había tema más grato a su dueño, exceptuando, claro está, el nacimiento del primogénito, aunque por el momento éste incumbiera más a la madre que a él. Tiempo al tiempo.
En síntesis, antes de que las dos mujeres salieran de la biblioteca, los caballeros ya las habían olvidado. Superado el molesto trámite doméstico, ellas regresaban a sus pequeños mundos inconsecuentes mientras ellos avanzaban por las grandiosas avenidas de los suyos.
La costumbre dictaba que niño y nodriza compartieran un mismo cuarto. Sin duda era útil que el primero tuviera la comida siempre a mano, pero esta ventaja implicaba una convivencia antinatural que complicaba los protocolos. Había que hilar fino, buscar un punto medio entre el lujo que exigía el privilegiado retoño, y la austeridad en la que debía vivir una sirvienta que sólo estaría con la familia el tiempo que durase la lactancia del recién nacido.
Aunque de proporciones decentes, la habitación que se había preparado era un espacio de paso, un anexo al que se accedía por el dormitorio de la madre y por el pasillo principal. Las dos puertas carecían de cierre y se podían abrir a cualquier hora del día o de la noche. La nodriza no necesitaba intimidad. Su existencia estaba ligada a la del niño, y éste era propiedad de sus progenitores. Ambos debían estar siempre disponibles.
En una de sus raras interferencias domésticas, León había ordenado que el cuarto se decorara con colores azules. El primogénito sería —tenía que ser— varón y, en consecuencia, llegaría al mundo rodeado de azul. La puerilidad de la decisión desató secretas bromas en la cocina y abierto regocijo en su consorte embarazada. Durante un par de semanas —tiempo que demoraron pintores y carpinteros en hacer su trabajo— la señora De Ubach acribilló al futuro padre con su lengua afilada. Pero las diabluras duraron poco. Estaba en la recta final del embarazo, se sentía hinchada y patosa. Había tenido la fortuna de perder a su suegra antes de llegar a conocerla. Bendecía al cielo por los conflictos y discusiones vanas que el traspaso le había ahorrado y no iba ahora a pelear por nimiedades con un marido que, en general, se mostraba más que complaciente. Abreviando, cuando se cansó de ejercitar su propio ingenio dio cuatro vagas instrucciones a los trabajadores, y a continuación se tumbó a comer bombones. Y azul se quedó el cuarto.
El papel de las paredes simulaba un cielo moderadamente despejado por el que cruzaban bandas de golondrinas volando entre nubes bobaliconas que nunca llegarían a descargar. Muy de acuerdo con la cursilería atmosférica, la cuna del niño estaba envuelta en vaporosos tules y encajes. Al carpintero se le había ido la mano con el tamaño, y el mueble tenía la apariencia de un pequeño navío pretencioso de velas desplegadas, unidas en el palo mayor con una lazada, también azul. Con el lecho de la empleada, en cambio, se le habían agotado imaginación y liberalidad. Era un simple catre, por mucho que estuviera forrado con sábanas blancas de hilo y cada una de sus piezas llevara bordado el elegante símbolo de la familia: la lanzadera de un telar.
El resto del mobiliario lo componían un simple palanganero para el aseo, un balancín con asiento de rejilla colocado frente a la chimenea, y un solo armario, suficiente para albergar un ajuar que proveería la propia familia.
El atuendo de la nodriza era más elaborado que el de los otros sirvientes. Tal distinción respondía a la necesidad de guardar las apariencias. El aya tenía un trato constante con el niño, participaba en actividades sociales con la familia y eso la exponía a miradas ajenas. Su vestimenta reflejaba el nivel económico del hogar al que pertenecía.
Siempre en todo, la gobernanta había tenido el buen tino de pedir con antelación las medidas de la muchacha. El anochecer en que la señora rompió aguas mientras tocaba el piano pilló a las doncellitas cosiendo las últimas puntadas, y ocho horas antes del nacimiento del niño los vestidos ya colgaban en sus perchas. Había un uniforme de fiesta que se utilizaría sólo para los paseos con la familia y uno de diario para andar por casa. Ambos eran pulcros y severos, blancos y negros.
La extraordinaria personalidad de la aspirante a nodriza casi descompuso a miss Lucy. Siempre había dado por sentado que le mandarían una chica de campo, pero no esperaba vérselas con alguien tan netamente asilvestrado. Sin embargo, el doctor y el cabeza de familia habían dado su visto bueno. A partir de ahora, la nueva empleada estaría por entero bajo su responsabilidad. El niño llevaba dos días enteros llorando, los pequeños sorbos de agua con azúcar que le daban sólo eran mínimos paliativos que le distraían pero no le engañaban. Había que apresurarse.
En condiciones normales, la habría vestido con la ropa de estar por casa. Pero tuvo una corazonada y mandó preparar la muda de fiesta. Conocía bien los gustos de la madre convaleciente. Una entrada en escena revestida de oropeles le agradaría y con un poco de suerte esquivaría su perspicacia; no quería transmitirle su inquietud. En la decisión intervenían también otras razones más íntimas. Quizá el atuendo, rico e impoluto, consiguiera neutralizar la sordidez de lo que había visto. Un desasosiego contumaz le roía la trastienda cerebral.
La recién llegada asistió a su propia investidura haciendo gala de la misma apatía con que había sobrellevado el examen médico y el baño. Desde la habitación vecina llegaba el constante llanto del niño y las mujeres se veían obligadas a comunicarse por señas. Tuvieron que empeñarse a fondo, igual hubieran disfrazado a un maniquí.
Le pusieron dos acartonadas enaguas superpuestas con los dobladillos inferiores atestados de puntillas. Sobre este armazón iba una falda negra de paño no muy larga bajo la que asomaban las citadas filigranas y unos brillantes botines de piel negros. La circunferencia de las prendas era tan amplia, y la tela tan rígida, que de la cintura para abajo la muchacha se transformó en una colosal copa invertida. Como para equilibrar el asunto, de la cintura para arriba sucedió todo lo contrario. La pieza que cubrió el torso de la chica consistía en un corpiño ajustado, también en color negro, que se abría en el centro para que el pecho pudiera entrar y salir con facilidad. El uniforme se remataba con un delantal blanco almidonado, ribeteado de encajes y atado en la parte de atrás con un gran lazo. Y con una cofia colocada sobre el pelo, recogido en un moño como torta ensaimada. Después de esto, ya sólo faltaba el toque final: las joyas. El llamado aderezo de nodriza estaba de moda. Era un capricho añadido que daba aún más lustre a la familia, representada en este caso por el aya. Incluía unos grandes pendientes en forma de aro, lisos o en trabajo plateresco, y un broche, todo ello en oro de veinticuatro quilates.
Miss Lucy se apartó un poco para estudiar el efecto conseguido. Una silenciosa tregua en la habitación de al lado hizo posible disfrutar de la ocasión, y Rita empezó a pensar en sus fogones mientras añadía un par de troncos al hogar. El abeto estaba reseco, la madera prendió con inusitada rapidez y la pinaza adherida despidió pequeñas flechas veloces. Las llamas ondearon, se alzaron hasta casi abrazar el dintel de la chimenea. Y la cálida luz mostró al nuevo icono en todo su esplendor.
Habían conseguido lo imposible: hacer de la muchacha salvaje una personita domesticada. Su vacua expresión, turbadora cuando estaba desnuda, casaba muy bien con el uniforme. Ahora su actitud general era modesta e insípida, como correspondía a la sirvienta de una casa de categoría. Con la satisfacción del deber cumplido, la
miss
aflojó su celo y se sentó en el borde de la cama; el día estaba resultando largo y agotador. Su inaudita muestra de cansancio relajó también a las dos doncellitas, que se tomaron del brazo y rieron porque sí y por nada. A su edad cualquier variación era bien recibida, y aquello había sido como jugar a vestir muñecas. Pero desde el cuarto contiguo volvió el lamento insoportable del niño y no hubo tiempo para más relajamientos.
La gobernanta tomó a la nodriza del brazo para conducirla hacia la habitación de la madre. Las otras mujeres no se hubieran perdido esta primicia por nada del mundo y se quedaron un paso atrás, mirando desde la puerta.
Las cortinas del dormitorio principal estaban corridas y todas las lámparas de aceite a media espita, pero miss Lucy conocía de memoria cada rincón de aquel cuarto, pintado y decorado en tonos rojos más o menos profundos. La oscuridad tampoco suponía un problema para la nodriza; habituada a vivir en sus tupidos bosques de origen, le bastaron pocos segundos para orientarse, conocer la disposición de los muebles y ver todo lo que había por ver.
La joven esposa de León de Ubach yacía bajo los doseles púrpuras de un lecho desmesurado. Estaba medio incorporada, cautiva en una montaña de almohadones sobre los que se desplegaba, en abanico abierto, un manantial de color negro abetunado. La espléndida cabellera rizada enmarcaba su óvalo afilado, de tez pálida y ligeramente olivina. Tiznados de cansancio, los ojos desprendían chispas de azabache engarzadas en ojeras amatistas. Los labios eran finos, una sola pincelada de granada que dibujaba dos suaves curvas: una ascendente, otra descendente. La barbilla acababa en punta y resaltaba un cuello largo y esbelto, de tendones tan refinados como los encajes de los que emergía. Bajo la camisa, el busto se apuntaba incipiente, casi impúber. Y el resto de la figura era también tan tenue que corría el peligro de perderse entre brocados y satenes. Menos mal que una mano minúscula posada sobre el cobertor delataba la existencia corpórea de Inés de Ubach, bellísima señora de la casa, ángel del hogar.
El niño, acostado a su lado, era en cambio muy real y se esforzaba por dejarlo bien inscrito. Chillaba y se revolvía sin cesar, buscando un pecho que se le venía negando de forma sistemática desde hacía más de cuarenta y ocho horas. Inés estaba acongojada y la falta de sueño no ayudaba a calmar su desazón. Aun así, miraba al recién nacido con interés casi científico. Que algo tan frágil —cuatro kilos y pico de vida— pudiera contener tamaña energía la dejaba perpleja. El hambre no le había debilitado, su capacidad pulmonar y la potente vibración de sus cuerdas vocales estaban intactas. Llevaba eternidades llorando, una hazaña de la que no sabía si sentirse orgullosa o no. En cualquier caso, deseaba que alguien, no importaba quién, consiguiera acallarle. Su desesperación era tal que casi ni se fijó en el aspecto de la nodriza; en cuanto entró en la habitación levantó los brazos y le ofreció a su hijo.