Por deseo expreso de la novia la ceremonia fue íntima y se celebró en Londres. León aprobó ambas ideas. La familia estaba de luto, no correspondía hacer grandes celebraciones. Una ceremonia católica en un país de mayoría protestante sería discreta y le eximiría de dar demasiadas explicaciones en su tierra. Bastante trabajarían las lenguas de la provincia el día en que llegara con su joven y excéntrica mujer colgada del brazo. Innecesario arrojar carnaza antes de tiempo. La luna de miel fue también poco ostentosa, parisina y breve. El industrial quería ver a Inés entronizada en la colonia sin demora. Una vez más, el luto favoreció sus aspiraciones, pues le ahorró la asistencia a bailes, teatros y recepciones. En justa compensación, él no se quejó ni una sola vez durante las horas y horas que pasó en el salón de costura de la rue de la Paix, leyendo interminables periódicos, sitiado por montañas de telas, vestidos, sombreros y plumas. Con el argumento de que pertenecía al sector de la confección, de vez en cuando su recién estrenada consorte le hacía palpar alguna textura. Y él levantaba los ojos de los titulares franceses para toparse con su sonrisa irresistible, infantil, pícara. Aparentaba interés y le respondía con tanta gravedad como le era posible, era enternecedor que ella buscara su complicidad en algo tan femenino y carente de relevancia. Estaba determinado a echarla a perder. Llevarla de compras a la casa Worth, donde se vestía la emperatriz Eugenia, era un modo como cualquier otro de ponerse a ello.
Volvieron a Londres sólo para ultimar la mudanza y recoger a miss Lucy. La
spinster
no tenía parientes ni amigos a los que acudir, hubiera sido una crueldad dejarla atrás. Y quedaba pendiente otro asunto bastante más comprometido. Dada la mutua devoción que se profesaban las hermanas, no era posible casarse con una ignorando a la otra, y León se vio forzado a ofrecer techo y protección económica a la sufragista. Ella respondió a ambas propuestas con una negativa rotunda que añadió un plus de dicha a aquellos días plenos de futuro. Pero la idea del alejamiento causó la desesperación de Inés. No concebía estar lejos de su querida
sis
. Los lloros y quejas aumentaron conforme se acercaba el día de la partida. León temió una catástrofe prematura y acabó por hablar él mismo con su cuñada para suplicarle que hiciera el esfuerzo de trasladarse a vivir cerca de ellos. Por fin ella dijo que sí, pero a condición de residir en la capital y de ser independiente. Tan sólo aceptó el préstamo de una pequeña cantidad inicial para el alojamiento y manutención de las primeras semanas en tanto buscaba trabajo. Y ése fue todo el favor que se le pudo hacer.
A Inés le encantó su nuevo hogar. Decorarlo sin limitaciones presupuestarias supuso una agradable tarea de varios meses, durante los que no tuvo tiempo de añorar la trepidación social de su etapa soltera y casadera. León alentó este vivir apacible sugiriendo otras aficiones que armonizaran con tan sosegada —aunque carísima— vida hogareña. La jardinería era una de ellas, de ahí el regalo del invernadero, que le costó un ojo de la cara. Inés abordó la remodelación del paisaje exterior con el mismo entusiasmo que había empleado en su equivalente interior. Y durante un tiempo disfrutó creando un pequeño edén en un lugar donde el sol y el agua del río hacían milagro tras milagro. Viendo la ilusión con que diseñaba ruinas, templetes y estanques, mimaba sus plantas y esperaba los catálogos de Thompson & Morgan (magnífico proveedor de semillas aún en vigencia), León respiró aliviado. Pero su alborozo no duró mucho. Como tantos hombres antes y después que él, pronto descubrió lo fatigoso que era tener una mujer joven y hermosa. La señora De Ubach se cansaba en seguida de todo, procurarle nuevos estímulos resultaba agotador. Y él malvivía controlando la temperatura de su amor a todas horas, con el temor de que ella se aburriera. Al año y pico de su matrimonio quedó embarazada, y respiró otra vez. Habría importantes cambios físicos y luego llegaría una nueva distracción. La maternidad la absorbería, alejaría cualquier peligro de tedio. Pero la tregua fue momentánea, y ahora, tan sólo dos meses después del parto, volvía a padecer las angustias de la incertidumbre. Y ello sin ser capaz de formular un solo reproche; Inés era una compañera tan zalamera y encantadora como inasible.
León había leído una sola novela en su vida. Para su desgracia, ésta había sido
Madame Bovary
. En vano se repetía que no cabían paralelismos. El marido de aquella desventurada era un fracasado, y en la colonia no había galanes ni Rodolfos que pudieran embaucar a una esposa inteligente como la suya. La cuestión es que seguía penando y sufriendo. Quería el alma de su mujer, y ésta no la tenía.
El dormitorio que ocupaba de manera provisional estaba desangelado, se le hacía inhóspito, y le había cogido tirria al indiscreto amarillo del cuarto, por muy elegante color canario que fuera, en palabras de Inés, que había elegido este y todos los demás colores de la casa. Se metió en la cama e intentó evocar el cuerpo tibio y perfumado de aquella a la que sentía como una bella prolongación de su propia persona. Pero las sábanas tenían un tacto áspero y frío, él carecía de imaginación, y pasó mucho rato antes de que su cuerpo reaccionara al estímulo adulterado.
Quizá le hubiera servido de consuelo saber que no era el único en padecer mal de amores. Y hasta puede que hubiera simpatizado un poco más con su cuñada de haber sabido que en aquellos precisos instantes, tres puertas más allá, ella y él compartían tormentos muy similares.
Las nuevas de Álvaro habían llegado con cierta regularidad durante las primeras semanas. Después cesaron sin que mediara ninguna explicación. Tessa le escribió tres veces más, pero no obtuvo respuesta, y el jubiloso campanilleo de antaño se tornó un tañido de mal augurio.
La primavera de aquel año no fue apropiada para amantes no correspondidos. Tras un par de avisos arteros, reventó de súbito, a la manera de un polvorín largamente contenido. La espesa carnalidad de la detonación fue insoslayable y azuzó los deseos frustrados de la muchacha. El aroma de las primeras lilas se prolongó más de lo habitual. Estaban plantadas bajo su habitación y durante semanas no pudo abrir las ventanas sin que le llegara la dulzura empalagosa de los racimos de flores, cuyas tonalidades hacían juego con las paredes empapeladas de su dormitorio. Por fin se desvaneció este aroma, pero dio paso a algo más turbador. Se abrían las rosas, una tras otra, estallando como fuegos artificiales multicolores. Y la descocada exhibición venía acompañada por olores intensos —canela, vainilla, cítricos, miel y azahar— que campaban a sus anchas dejando un rastro espeso de carga hormonal allí por donde pasaban. La casa vibraba en consonancia y sus aturdidos habitantes respondían al mandato biológico que traía el aire. El macho del ave del paraíso inició un tremendo despliegue hasta caer en la cuenta de que no tenía competidor. Exhibirse en solitario, sabiendo que llevaba todas las de ganar, no tenía mucha gracia. Le decayó el ánimo y la insipidez contagió a su compañera, ni siquiera abordaron el asunto de la descendencia. Todo lo contrario que Macario y Rita. Ellos pecaban con renovadas energías y sus feromonas fluían pasillo abajo para colarse bajo la puerta de las adolescentes. Las chiquillas estaban desasosegadas, dormían mal y siempre andaban en la luna. O rondando la carbonera; las dos se habían enamorado del chico que traía el carbón, único ejemplar joven de género masculino que frecuentaba la casa. Incluso la candorosa
miss
había iniciado un nuevo bordado acorde con el ambiente general. La rosa que se perfilaba en el bastidor semejaba una debutante linda e inocente, con las mejillas blancas y ligeros toques de arrebol, pero tenía un nombre francés que desmentía cualidades tan virginales. Una
cuisse de nymphe émue
no debería enmarcarse para colgar de una pared, le advirtió Inés entre risas. El susto de miss Lucy fue de consideración: los muslos de las ninfas, en especial de las emocionadas, eran poco ejemplares. Y la impostora debutante quedó por fin rebautizada con un timorato nombre anglosajón:
Maiden’s Blush
, rubor de doncella.
Juana y Elena eran aún doncellas pero se habían criado entre ganado y no se ruborizaban por nada. Tampoco cuando fantaseaban con jugar a papás y mamás sobre montañas de carbón. Y eso hacían la mañana del último domingo de mayo, mientras tiraban de las cintas del corsé que su ama se ponía por primera vez después del parto. La temporada de confinamiento había finalizado, la familia se disponía a retomar sus compromisos sociales.
Los imperativos desagradaban a Inés, y éste de modo particular. Para colmo, el corsé había empequeñecido. Sus dos doncellas apretaban, pero no cerraba como antes y tuvo que rendirse a la evidencia: su cinturita de avispa había ensanchado después de la maternidad. Una constatación muy desagradable que la puso de humor huraño. Después de gruñir y amenazar con encerrarse para siempre en un convento de teresianas —única congregación que le sonaba de algo— o no comer nunca más en la vida, se dejó vestir a regañadientes, quejándose de todo y por todo. Las chiquillas aligeraron los dedos y mantuvieron la boca cerrada. Habían aprendido a respetar los prontos levantiscos de su linda señora. Cuanto antes terminaran, mejor.
Aún se apuraron más después de que sonaran, no dos sino tres veces, unos toquecitos neuróticos en la puerta. Hacía ya media hora que el coche estaba listo y esperando abajo. El amo se impacientaba, y a miss Lucy, sentada en el carruaje con la nodriza y el niño, se le contagiaba la inquietud. Pero al fin se abrió la puerta principal y apareció su pupila envuelta en satenes, velos y plumajes.
Macario había descubierto el capó del coche y salieron con un agradable trotecillo ligero. Inés no lo gozó. Tenía la mañana esquinada y la mirada de adoración canina de la nodriza no contribuía a mejorar su talante. Estaba sentada frente a ella. La servicial Lucy le había echado encima el ajuar de lujo al completo, joyas incluidas, y el resultado era grotesco. Semejaba un ídolo prehistórico y emperifollado. Esquivó sus ojos, procuró alejarla de su mente antes de que le subieran las usuales náuseas. Aquella chica le daba un asco atroz y a los pocos días de su llegada había exigido su deportación inmediata. Pero se topó con la negativa frontal de los poderes ejecutivos. Ni su marido ni su médico veían motivos para tomar una decisión que implicaría un ajetreo innecesario y más gastos; buscar otra nodriza, examinarla, confeccionar nuevos uniformes. El niño se criaba bien, y el aya molestaba tan poco que ni siquiera hablaba.
El paseo principal de la ciudad consistía en un túnel de verdor trazado por dos hileras de plátanos tan patricios como las familias que divagaban bajo sus copas al salir de misa de doce (por la tarde había otra sesión pero de segunda categoría, sólo asistían rezagados y anónimos sin posibles). La finalidad de la frondosa avenida era similar a la de todas las ciudades de provincia con pretensiones de solera. Servía de escaparate y pasarela para las últimas novedades en materia de trapos y ornamentos. Y para otras de formato más humano; allí se forjaban las alianzas, rencillas, amores y rumores de la región.
León e Inés avanzaron despacio tomados del brazo. Él levantaba la mano y se tocaba con levedad el ala de la chistera al cruzar con alguna familia conocida pero sin la suficiente enjundia como para que mereciera la pena detenerse. Ella sonreía con helado encanto y movía la cabecita. Llevaba un sombrero parisino ladeado en un ángulo atrevido, entre picante y chic. Y los vivos colores de sus plumas capturaban la luz, atrayendo a pequeñas bandadas de petirrojos confundidos que se acercaban en vuelos rasantes para conocer de primera mano al enigmático intruso.
Miss Lucy y la nodriza caminaban unos metros detrás de la pareja. La nariz de la británica apuntaba al cielo y su mirada se perdía en horizontes de dignidad. A su lado, el aya, engalanada e incómoda, acarreaba al niño, sepultado bajo un plateresco vestuario que incluía gorrito, capa, faldones y patucos. También él estaba incómodo.
Un grito salvaje que surgió del lío de lencerías proclamó a la vez su enojo y la hora exacta de la tetada; el reloj interno del cachorro funcionaba con extraordinaria puntualidad. Miss Lucy condujo a la nodriza hasta un banco y la tapó con su cuerpo mientras ésta se desnudaba el pecho.
León extendió su pañuelo sobre un banco cercano para que Inés se acomodara. Su amplio atuendo ocupó la totalidad del lugar y él se mantuvo caballerosamente en pie. Prosiguieron los saludos pero sin alentar acercamientos, aún no se habían presentado las familias en las que convenía invertir amabilidades. Desde su trono improvisado, Inés sonreía como una princesa que concediera distantes audiencias envuelta en plumas y trinos. Imperaba el decoro y ningún saludo quedó sin respuesta, pero los paseantes miraban a la advenediza de soslayo.
En su momento, la llegada de la nueva señora De Ubach había zarandeado las estructuras artríticas de la provinciana ciudad. Su extraña belleza, su distinción natural y procedencia misteriosa hicieron furor entre los hombres y levantaron algo más que resquemor entre las mujeres. Ella ignoró ambas reacciones y se elevó a otra esfera, planeando con desprecio sobre la mediocridad reinante, acogiéndose a su condición de foránea para sortear el pago de ciertos tributos. Un paso en falso que le granjeó fama de altiva y arrogante. La conjura derivada fue un auténtico degüello. Las lenguas se desataron con ferocidad. Hurgaron en su biografía y antecedentes familiares, cubriéndolos de torvas hiedras y peripecias truculentas. El padre suicida era un ser envilecido, sifilítico, borracho y tahúr de profesión; de diplomático, nada. León de Ubach había rescatado a toda la familia del arroyo, cegado de lascivia por la hija menor, sirena sin principios morales. La otra hermana, aunque fea y marimacho, vivía una perpetua vorágine de orgías y desenfreno en la capital. Y etcétera.
León no atendía ni contradecía habladurías, pero tampoco aspiraba al ostracismo social. Mucho menos en la situación actual. Se hablaba de próximos disturbios, ignoraba cuál sería la reacción de sus obreros. Tenía la esperanza de que no secundaran la revuelta —motivos no les había dado—, pero hasta en las mejores casas los hijos decepcionan a sus padres. Y la huelga brutal de hacía unos años aún estaba fresca en el recuerdo de todos. Las fábricas habían permanecido cerradas varios meses, una catástrofe que castigó con dureza la economía de la región. Para más desgracia, el conflicto con Cuba, lejos de remitir, se enconaba. La exportación a la isla suponía un porcentaje sustancioso de sus ganancias, si se tambaleaba el monopolio comercial el negocio se resentiría gravemente. Se acercaban tiempos difíciles, los empresarios debían hacer frente común y lo sensato era estar bien con todos. Había llegado la hora de que Inés olvidara sus prejuicios. La necesitaba a su lado, ejercitando sus hábiles dotes sociales. Llevaba varios días explicándoselo con argumentos razonados. Pero ella se limitaba a repetir, como una niña mimada, que aquellas mujeres eran incultas, hipócritas y filisteas. Y al fin tuvo que llamarla al orden. No pretendía que intimara con nadie, pero le exigía unos mínimos de corrección. El convite se cursaría esa misma mañana; no había más que hablar.