Juana sirvió el primer plato a tres convidados de piedra sentados sobre tumultuosas corrientes subterráneas. La ausencia de palabras era más que elocuente: formulaba los conflictos actuales y presagiaba otros muchos por venir. Se añoraba la presencia del doctor, capaz de llenar cualquier vacío con sus triviales salvas verborreicas. Pero en cuanto apuntaban las tinieblas el médico retornaba a su casa. El lecho materno oscilaba una vez más, peligrosamente suspendido sobre las fauces del averno.
León estaba taciturno pero tranquilo. Desde el otro lado de la mesa, Inés no le había mirado ni una sola vez. A la mañana siguiente de aquella noche infausta, él había vuelto al dormitorio conyugal sin hacer ninguna referencia a lo acontecido. Hubiera sido poco eficaz perder de nuevo la serenidad, y optó por un movimiento táctico. Si al principio de su matrimonio había decidido echar a perder a su esposa, ahora se disponía a doblegarla, con armas romas pero persuasivas. Ella se percató de la emboscada en el acto, y resolvió que consideraría cualquier coito completo como una violación en toda regla. El allanamiento aún no había tenido lugar pero tomó medidas preventivas. No se sublevó de modo abierto, había otros modos de mantenerle alejado, y de castigarle. Se replegó. Se mostró más volátil que nunca, apagó su deliciosa vivacidad hasta convertirla en una lámpara extinta. Pero su supuesto violador tenía otros problemas; problemas graves y tangibles. Estaba a punto de comenzar la huelga. No disponía de horas libres para viviseccionar los estados de ánimo de su elusiva, versátil consorte.
A miss Lucy no le había gustado la precipitada partida de Tessa. Ni el retorno, que ella consideró prematuro, del esposo al tálamo conyugal. Contrariar a su pupila solía desencadenar percances. Siempre había sido poco estable, presentía que estaba incubando algún tipo de crisis nerviosa. Llevaba unos días en permanente alerta y al verla juguetear desganadamente con la comida se preparó para lo peor. Los minutos siguientes confirmaron sus temores.
León había vaciado su plato, viendo que la
miss
había dado cuenta del suyo, pidió a la criadita que los retirara y trajera los segundos de la cocina. Estaba haciendo caso omiso de Inés, que no había probado bocado, limitándose a componer un pueril triángulo con los vegetales. Judías verdes en un lado, zanahorias naranjas en el otro, las hojas de bróquil violeta en la parte inferior.
Juana cogió los platos del amo y de la
miss
, y se dirigió hacia la puerta. Iba de puntillas, aspirando a la transparencia total, no fuera que al final el general mal humor cayera sobre ella (su corta vivencia la había ilustrado: los ricos eran arbitrarios). Pero la voz del dueño de la casa la detuvo antes de alcanzar la salida, faltaba recoger el plato de la señora. Apurada, la chiquilla buscó los ojos de la
miss
en espera de instrucciones. El señor repitió la orden con voz seca y la
miss
la corroboró con un parpadeo.
La chiquilla dio marcha atrás y se acercó a su ama esperando hacerlo por el lado adecuado. Retirar por la derecha, servir por la izquierda, retirar por la derecha, servir por la izquierda (con lo que le había costado retener el mandato). Alargó su mano libre para coger el plato, pero una crispada zarpa de arpía se le hincó en el antebrazo con saña. Asustada, miró otra vez a su superior jerárquica en busca de orientación. No obtuvo respuesta. Sin embargo, unos segundos más tarde la garra aflojó y pudo liberar el brazo. Se apartó con rapidez para dejar plaza a la
miss
, que ya acudía presurosa.
Inés jadeaba, respirando con dificultad. Estaba pálida y se llevaba las manos temblorosas a la garganta intentando desgarrar la cascada de puntillas que le brotaba del escote. Luego se le arqueó el cuerpo sobre la silla, y el tronco dio unas cuantas sacudidas, como si fuera parte de una marioneta dirigida por hilos borrachos. Emitió varios sonidos balbuceantes y por fin perdió el sentido en brazos de su institutriz. Miss Lucy había intentado detener el colapso ofreciendo un vaso de agua, pero el cristal de Bohemia saltó por los aires y dibujó una amplia parábola antes de caer pulverizado a los pies del armario aparador.
León se había levantado de la silla con la servilleta aún colgada del cuello. No se acercó a su mujer ni se alteró demasiado. Ignoraba cuánto habría de comedia en el síncope, y dio la orden con laconismo:
—Que Macario vaya en busca del doctor.
Juana salió corriendo, desde el comedor se oyeron sus gritos de auxilio alejándose en dirección a la cocina. En seguida llegaron Rita y Elena con la oportuna batería de remedios caseros: paños húmedos, una vinagrera, el frasco de amoníaco. La cocinera abanicó a Inés con el delantal mientras la
miss
le desabrochaba el cuello del vestido y acercaba el amoníaco a su nariz. Las dos adolescentes se quedaron cerca, por si se las requería y porque no querían perderse lo que hubiera por ver.
El álcali espabiló un poco a la desmayada. Recobró el sentido pero seguía medio exangüe, y gemía entre hipidos y barboteos. Tras un breve conciliábulo susurrado, las mujeres decidieron subirla al dormitorio. La incorporaron con sumo cuidado y, muy despacito, la transportaron hacia la puerta sujetándola una de cada lado. Se la tuvieron que llevar casi flotando porque ella no tenía ánimo ni para poner un pie frente al otro. Elena y Juana precedieron al cortejo plañidero abriendo puertas y apartando obstáculos con irreflexivo entusiasmo juvenil.
El desagradable olor del amoníaco llenaba el comedor. León continuaba en el mismo lugar y la misma posición. Se había quitado la servilleta del cuello y la sostenía en las manos. Era consciente de su triste figura. No pintaba nada y tenía la impresión, no sólo de ser un estorbo, sino también el culpable principal del trastorno. Juraría haber leído un mudo reproche en la mirada que le dirigió la
miss
al pasar frente a él sosteniendo a su mujer. Exasperado, tiró su crujiente cuadrado de hilo al suelo, pero el desahogo le salió contumaz; la servilleta estaba tan bien almidonada que se mantuvo en pie, formando una pirámide perfecta. Contuvo el impulso de pisotearla y fue a enclaustrarse en su biblioteca. El portazo sí funcionó, su eco se esparció por todos los ángulos y cavidades de la casa.
El aya había notado que en los últimos tiempos le escondían la comida para no tener que dársela, pero esa noche entró en la cocina y encontró la mesa central llena de manjares sin custodiar. Presidía el ágape una lubina enorme cuyos dientes aserrados mordían un limón. Aún humeaba, acostada sobre un colchón grueso de patatas y cebollas, y rodeada por una vistosa guardia pretoriana de tomates tocados con caperuzas doradas de ajo, perejil y migas de pan. La nodriza era más carnívora que ictiófaga, pero tenía pocas manías y mucho apetito retrasado. Se sentó frente al espléndido banquete y atacó al inquilino de los mares prescindiendo de cubiertos e intermediarios. Alcanzó a liquidárselo casi todo antes de oír el ruido de la puerta principal, y los trabajosos pasos del doctor escalando hacia el piso superior. Pronto volverían la cocinera y las criadas, hora de escabullirse. Cogió el postre de la noche —un brioche en forma de corona con incrustaciones de frutas confitadas—, lo escondió bajo la falda y se dirigió tranquilamente hacia su habitación.
Cuando la cocinera descubrió el bárbaro saqueo no armó ningún escándalo. Se limitó a pedir a las doncellitas que limpiaran. Había vestigios de tomate, patatas y pan desparramados por todas partes. La espina blanquecina del pez estaba tirada bajo la mesa. Había sido decapitada y los dos ojos apagados del difunto colgaban, estrábicos y fuera de sus cuencas. Un desbarajuste y una porquería, desde luego, pero dejaron indiferente a Rita. Estaba claro que esa noche no se cenaría y ella tenía sus propios infortunios en que pensar. Acababa de recibir una carta de su hermano fechada tres semanas atrás. Se había enrolado como voluntario en el ejército y lo contaba con un júbilo inaudito, como si la guerra fuera un carnaval y él tuviera veinte años en vez de treinta y ocho pasados. A la natural ansiedad de saber que su integridad física corría peligro se sumaba otra inquietud: no acertaba a imaginarlo bajo disciplina militar.
El doctor Samuel estuvo una hora entera encerrado a solas con Inés. Otro tanto pasó miss Lucy, como un centinela ansioso, en el pasillo. Pero el médico salió y al instante alzó una mano que imponía silencio. Se detuvo sólo un segundo para advertirle que no molestara a la paciente y bajó la escalera en dirección a la biblioteca. Allí cerró la puerta tras él, y luego enfiló en línea recta hacia la bandeja de las bebidas.
León contempló sus evoluciones con recelo. La hora de espera había agudizado su sensación de culpa. Se había hartado de recorrer la habitación, a lo largo, a lo ancho y en diagonal, como una mosca inquieta. Pero el médico no le torturó con un suspense innecesario. Diagnosticó rápido, dándole la espalda mientras se servía una copiosa ración de coñac. No había problemas fisiológicos, el leve acceso era nervioso y se resolvería con unos días de descanso. Tranquilizado por las noticias, por fin León tomó asiento. Mas su alivio fue algo prematuro. Samuel se dio la vuelta y con la copa llena en la mano le miró con una expresión que presagiaba eso que se ha dado en llamar charla «de hombre a hombre».
—Un marido caballeroso no forzaría a una mujer delicada.
Lo dijo con tacto y benevolencia. Había medido bien la música de sus palabras, aun así contenían una acusación real. León se sintió un menor de edad pillado en falta, otra vez le adjudicaban la responsabilidad del percance.
—Llevo nueve meses de abstinencia —se justificó, irritado—. Sírveme también una a mí.
Su interlocutor le alcanzó una copa llena y acompañó el gesto con una sonrisa afable. Ambos eran hombres, la comprensión no estaba en entredicho.
—Lo de la abstinencia tiene fácil solución. No hay por qué andar molestando a la respetable esposa.
—Sucede que amo a mi mujer.
Las palabras fueron vindicativas y asombraron al médico, siempre había dado por sentado que León era un hombre de mundo. Le contestó con asombro genuino.
—Por supuesto que la amas. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
El argumento implícito era de fácil asimilación pero el dueño de la casa tenía otras ideas sobre el tema. Se quedó pensativo y, a juzgar por su rostro solemne y el largo sorbo de licor con que se dio fuerzas, estaba en un tris de hacer alguna clase de confesión.
—Mucho me temo que Inés sea frígida.
Samuel articuló una onomatopeya incrédula y miró a su cliente como si hubiera perdido por completo el juicio.
—¡Pero hombre! Todas las mujeres decentes lo son. Demos las gracias al cielo por ello.
—Yo quisiera verla gozar.
La ocurrencia era insólita y hasta un poco embarazosa. Con razón se tildaba al señor De Ubach de extravagante. O quizá ignoraba ciertos hechos básicos de la vida: quien jugaba con fuego corría el riesgo de salir chamuscado.
—No llames al mal tiempo. Las mujeres con impulsos sexuales son montaraces, tarde o temprano quieren libertad. Y, si no, ahí tienes a tu cuñada. Búscate algún apaño discreto y deja en paz a Inés, créeme.
Era improbable que León siguiera las instrucciones del doctor en lo referente a buscarse un «apaño». Pero aquella noche recogió sus enseres y se trasladó de nuevo al detestado cuarto amarillo. Estaba anonadado, abrumado por la vergüenza.
En la segunda semana de junio se abatió una ola de calor sobre la comarca. Llegó huracanada, en forma de un soplido virulento, seco y agostador. Provenía de los desérticos hornos africanos y se llevó por delante lo que quedaba de primavera en el jardín de los Ubach. Las gramíneas verdes devinieron pajas enclenques los pétalos de las rosas se resquebrajaron como fino papel quemado. Pero el paso de estación, aunque algo prematuro, trajo sus propios dones. Las plantas crasas echaron mano de sus despensas engordando con alborozo, y en el huerto las flores de berenjenas y tomateras mudaron a frutos embrionarios. Un progreso muy meritorio, más aún porque su cuidadora habitual no les hacía ni caso.
Rita había recibido una nueva carta de cariz muy alarmante. Estaba sellada en Francia, era un puro lamento y narraba un periplo rocambolesco, en kilómetros y en emociones. La noción que su hermano tenía sobre la vida militar pronto demostró ser demasiado optimista. Él había vaticinado una sucesión de aventuras trepidantes en las que no faltaba la aparición, esporádica pero reiterada, de mujeres despampanantes. Una sola semana de monótonos rigores cuartelarios había acabado con tan simpática quimera. Le habían timado, engañado. Así las cosas, una noche abandonó el regimiento y se metió de polizón en las bodegas del primer barco que salía hacia Europa. Tras unos días de navegación muy poco confortables había recalado en el norte del país galo, y luego viajado a trompicones en dirección a la frontera sur. Esperaba que su querida hermana pequeña estuviera bien de salud y, por favor, a ver si le mandaba algo de dinero para ir tirando. Toda la misiva era un perfecto despropósito y, lo peor, el que la escribía no dimensionaba las consecuencias de sus actos. La deserción era un delito que se castigaba con la pena de muerte.
Rita sí dimensionaba, llevaba varios días con el corazón en un puño y necesitaba compartir sus zozobras con alguien que no fuera su compañero de cama. Los hombres eran poco caritativos, Macario tacharía al desertor de cobarde y eso generaría una pelea inútil.
Deshojó la margarita durante un par de noches insomnes y a la tercera se acercó a la casa de la maestra. La señorita Pepita era una oyente benévola y ya otras veces la había hecho depositaria de confidencias. Rita sabía leer pero se trababa con el lápiz, y al llegar a la colonia requirió de sus servicios como amanuense. Al principio sólo le dictaba lo que deseaba comunicar a su hermano, pero con los meses se fue armando un vínculo entre las mujeres, una suerte de amistad ensamblada por el interés común en las andanzas de aquel tarambana. Poco después leían y contestaban sus cartas al alimón.
Pese a su atmósfera idílica, la colonia Ubach era terreno baldío en lo relativo a diversiones aptas para cuarentonas, y los amenos cuentos que llegaban de las Américas habían paliado esta carencia entreteniendo muchas de las veladas invernales de la solitaria maestra. Los envíos con sello de ultramar se recibían con gran emoción, muy en especial aquel que llegó acompañado de un daguerrotipo, retrato de cuerpo entero del remitente en impoluto blanco colonial, con guayabera y airoso panamá, contra un fondo de lujuriosos papayos rebosantes de apretujadas frutas. El indiano sería un pelín irresponsable —en palabras de su propia pariente—, pero no era una media cerilla. Por lo menos, por lo menos, debía de medir metro ochenta, y en la imagen se le adivinaba atezado y recio, de espaldas anchas y pecho potente.