Una noche de perros (29 page)

Read Una noche de perros Online

Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
13.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacía una tarde preciosa; de esas que te hacen comprender que Dios puede ser muy bueno algunas veces con el tiempo y el panorama. Las pistas de aprendizaje estaban casi vacías a esas horas del día, dado que aún quedaba una hora larga para esquiar en serio antes de que el sol se ocultase detrás del Schilthorn y la gente recordase repentinamente que estaban a más de dos mil metros por encima del nivel del mar en pleno diciembre.

Me senté en la terraza de un bar y fingí escribir postales, mientras que de vez en cuando miraba a un rebaño de niños franceses increíblemente pequeños que seguían a una instructora por la pendiente uno detrás de otro y con una mano sobre el hombro del de delante. Cada uno era del tamaño de un extintor de incendios, e iban vestidos con unos cien kilos de Goretex y plumón, se deslizaban y serpenteaban detrás de la amazona, muchos erguidos, otros doblados, y algunos tan pequeños que se te hacía difícil saber si estaban erguidos o doblados.

Comencé a preguntarme cuánto tiempo pasaría antes de que las embarazadas apareciesen en las pistas, deslizándose sobre sus vientres, gritando instrucciones técnicas y silbando algo de Mozart.

Dirk van Der Hoewe, su esposa escocesa Rhona y sus dos hijas adolescentes llegaron al Edelweiss a las ocho de la tarde. Habían hecho un largo viaje de seis horas puerta a puerta, y Dirk se veía cansado, irritado y gordo.

Los políticos no acostumbran a ser gordos en estos tiempos, ya sea porque trabajan más de lo que solían o porque el electorado moderno ha expresado una preferencia por ver ambos lados de la persona a la que votan sin tener que desplazarse, pero Dirk parecía haberse saltado a la torera dicha tendencia. Era un recordatorio físico de un siglo anterior, cuando la política era algo que hacías entre las dos y las cuatro de la tarde, antes de embutirte en unos pantalones de fantasía para una velada de piquet y foie-gras. Vestía un chándal y botas peludas, cosa que no se considera hortera si eres holandés, y unas gafas sujetas con un cordón rosa saltaban sobre sus pechos.

Él y Rhona dirigían desde el centro del vestíbulo el trasiego de su suntuoso equipaje, que olía a la legua a Louis Vuitton, mientras las hijas ponían morros y daban puntapiés en el suelo, del todo hundidas en su terrible infierno adolescente.

Yo vigilaba desde el bar. Bernhard vigilaba desde el quiosco de prensa.

Al día siguiente tocó ensayo técnico. Francisco nos dijo que lo hiciéramos todo a medio gas, incluso a un cuarto de gas, y si había algún problema, o cualquier cosa que pudiese convertirse en uno, que nos detuviéramos y viésemos cómo se solucionaba. Pasado mañana habría ensayo general, a toda velocidad, y con un bastón de esquí como fusil, pero hoy el ensayo era técnico.

El equipo lo formábamos Bernhard, Hugo y yo, con Latifa como soporte, aunque confiábamos no tener que necesitarla, ya que no sabía esquiar. Tampoco sabía Dirk —dado que en Holanda hay muy pocas colinas más grandes que un paquete de cigarrillos—, pero había pagado por las vacaciones y había buscado a un reportero gráfico para que captase al agotado estadista en sus momentos de ocio, y que lo colgasen si no iba a intentarlo.

Vigilamos a Dirk y a Rhona mientras alquilaban los equipos y renegaban con las botas; los vigilamos mientras subían cincuenta metros por las pistas de principiantes, y cómo se detenían frecuentemente para admirar el paisaje y hacer algo con el equipo; vigilamos mientras Rhona se preparaba para lanzarse cuesta abajo y Dirk encontraba ciento cincuenta razones para no lanzarse a ninguna parte; y después, finalmente, cuando todos comenzamos a ponernos nerviosos por tener que estar tanto rato sin hacer nada, vimos al viceministro de Finanzas holandés, con el rostro blanco por la tensión, deslizarse tres metros y sentarse.

Bernhard y yo intercambiamos una mirada. La única que nos habíamos permitido desde la llegada, y tuve que darme la vuelta y rascarme la rodilla.

Cuando miré de nuevo a Dirk, él también se reía. Era una risa que decía: «Soy un fanático de la velocidad, me mola el riesgo de la misma manera que a otros hombres les molan el vino y las mujeres. Asumo los riesgos más terribles y, por lógica, ahora no tendría que estar vivo. Vivo en tiempo de descuento.»

Repitieron el ejercicio tres veces y subieron un metro más en cada intento, antes de que la gordura llamó a Dirk a capítulo, y ambos se fueron a comer a un café. Mientras la pareja apisonaba la nieve, me volví hacia la montaña para mirar a las hijas, con la idea de juzgar si eran buenas esquiando y, por tanto, cuánto adelantarían en un día cualquiera. Si eran patosas, me dije que probablemente permanecerían en las laderas inferiores, a tiro de piedra de sus padres. Si eran buenas, y aborrecían a Dirk y a Rhona aunque sólo fuese la mitad de lo que parecía, a esas horas estarían en Hungría.

No vi rastro alguno de ellas, y ya estaba a punto de mirar de nuevo pendiente abajo cuando vi a un hombre, de pie en una cresta, que contemplaba el valle. Se encontraba demasiado lejos como para verle las facciones, pero incluso así, llamaba absurdamente la atención. No sólo porque no llevaba esquís, bastones, botas, gafas de sol, ni siquiera un gorro de lana.

Lo que lo hacía llamativo era su gabardina marrón, comprada gracias a un anuncio de rebajas en el
Sunday Express.

DIECIOCHO

Creo que esta noche no es sino la lóbrega luz del día.

El mercader de Venecia

—¿Quién apretará el gatillo?

Solomon tuvo que esperar la respuesta.

La verdad es que tenía que esperar todas las respuestas, porque yo estaba en una pista de patinaje, patinando, y él no. Tardaba aproximadamente unos treinta segundos en completar una vuelta y darle una respuesta, así que tenía amplio margen para resultar irritante. Que quede claro que tampoco necesito mucho margen. No tenéis más que darme un poco de margen, y os pondré de los nervios.

—¿Te refieres al gatillo metafórico? —repliqué al pasar.

Miré por encima del hombro y vi que Solomon sonreía y alzaba un poco la barbilla, como un padre indulgente, y después prestaba de nuevo atención al partido de curling que supuestamente presenciaba.

Otra vuelta. Por los altavoces sonaba alguna alegre rondalla suiza.

—Me refiero al gatillo gatillo, amo. El verdadero...

—Yo —contesté, y seguí cual golondrina viajera.

Comenzaba a pillarle el tranquillo a esto de patinar. Ahora mismo había comenzado a imitar el giro con cruce que ejecutaba una joven alemana que tenía delante, y no me salía nada mal. Casi hacíamos los movimientos en perfecta sincronización, cosa que resultaba harto gratificante. Ella debía de tener unos seis años.

—¿El fusil? —Éste era Solomon de nuevo, que me hablaba con las manos alrededor de la boca, como si se las soplase para calentarlas.

Esta vez tuvo que esperar más, porque me caí en el otro extremo de la pista, y por unos segundos conseguí convencerme de que me había roto la pelvis. Pero no. Algo del todo lamentable, porque habría resuelto toda clase de problemas.

Finalmente conseguí llegar hasta él.

—Llega mañana.

Eso no era del todo cierto, pero en las circunstancias de ese encuentro informativo, habría tardado semana y media en comunicarle la verdad.

El fusil no llegaba mañana. Partes del mismo ya estaban aquí.

Gracias a mi pertinaz insistencia, Francisco había aceptado el PM L96A1. No es un nombre bonito, lo sé, ni siquiera memorable; pero el PM, apodado por el ejército británico como la «Cosa Verde» —presumiblemente a partir de que es verde y es una cosa—, cumple muy bien con su función, y esa función consiste en disparar un proyectil del calibre 7,62 mm con la suficiente precisión para ofrecerle a un tirador aficionado competente, como es mi caso, la garantía de hacer diana a seiscientos metros.

Dado que las garantías de los fabricantes son lo que son, le había dicho a Francisco que, si la distancia era superior en dos centímetros y medio a los doscientos metros —menos, si había viento cruzado—, no dispararía.

Había conseguido hacerse con una Cosa Verde en formato kit; o, como dicen los fabricantes, un «fusil de francotirador encubierto». En otras palabras, que venía desmontado, y la mayoría de las piezas ya habían llegado al pueblo. La mira telescópica había llegado como la lente de 200 milímetros colocada en la cámara de Bernhard, con la montura oculta en el interior; el cerrojo prestaba servicios como el mango de la maquinilla de afeitar de Hugo, mientras que Latifa había conseguido pasar dos cartuchos de Remington Magnum en cada uno de los tacones de unos carísimos zapatos de charol. Sólo nos faltaba el cañón, y ése venía a Wengen en la baca del Alfa Romeo de Francisco, junto con otro montón de largas cosas metálicas que la gente utiliza en los deportes de invierno.

Yo había traído el gatillo en el bolsillo del pantalón. Quizá no sea lo que se dice un tipo creativo...

Habíamos decidido prescindir de la culata y la caja del cañón, dado que ambos eran difíciles de disimular y, francamente, inútiles. También el bípode. Una arma de fuego, cuando todo está dicho y hecho, no es más que un tubo, un trozo de plomo y un poco de pólvora. Ponerle un montón de fibra de carbono y una correa no hará que tu objetivo acabe más muerto. El único ingrediente extra que necesitas para que una arma sea significativamente letal —y afortunadamente, es una cosa que todavía es bastante difícil de encontrar, incluso en este viejo y perverso mundo— es alguien con la voluntad de apuntarla y disparar.

Alguien como yo.

Solomon no me había dicho nada de Sarah. Nada en absoluto. Cómo estaba, dónde estaba. Incluso me hubiese conformado con saber cómo vestía la última vez que la había visto, pero no había soltado prenda.

Quizá los norteamericanos le habían dicho que no dijese nada. Bueno o malo. «Escuche esto, David, y escúchelo bien. Nuestro análisis de Lang indica un perfil de respuesta negativa a cualquier información amatoria.» Algo así, con unos cuantos «Vamos a darles una patada en el culo» intercalados. Pero Solomon me conocía lo bastante bien como para tomar sus propias decisiones respecto a lo que me decía o dejaba de decirme. No me lo dijo, así que no tenía ninguna noticia referente a Sarah, o las que tenía no eran buenas. Claro que, también, quizá la mejor razón para no decírmelo, porque a menudo lo más sencillo es lo mejor, era que yo no se lo había preguntado.

No sé por qué.

Flotaba en mi bañera en el Eiger, y abría el grifo con el pie para añadir un par de litros de agua caliente cada cuarto de hora, mientras lo pensaba. Quizá tenía miedo de saberlo. Eso era posible. Quizá pensaba en el riesgo de mis encuentros secretos con Solomon; que al prolongarlos, con la charla sobre los amiguetes, ponía en peligro su vida además de la mía. Eso también era posible, aunque no muy lógico.

Quizá —y ésta fue la conclusión a la que llegué finalmente, caminando con mucha cautela a su alrededor, observándola, pinchándola con un palo desde una distancia prudencial para ver si se levantaba y me mordía—, quizá había dejado de importarme. Quizá sólo me había estado engañando a mí mismo con la historia de que Sarah era la razón por la que hacía todo esto cuando, en realidad, ahora sería un buen momento para admitir que había hecho grandes amigos, había descubierto un profundo sentido, tenía más motivos para levantarme de la cama por las mañanas, desde que me había unido a La Espada de la Justicia.

Obviamente, eso era del todo imposible.

Era absurdo.

Me fui a la cama y dormí el sueño de los agotados.

Hacía frío. Fue lo primero que advertí cuando descorrí las cortinas. Uno de esos secos, grises, helados, recuerda-que-estás-en-los-Alpes días, y eso me preocupó un poco. Es verdad que conseguiría retener en la cama a los esquiadores más renuentes, cosa que no me vendría mal, pero también ralentizaría mis dedos a 33 revoluciones por minuto y haría que disparar con acierto fuese extremadamente difícil, si no imposible. Todavía peor, haría que la detonación se oyese desde mucho más lejos.

Para lo que son los fusiles, la Cosa Verde no era un instrumento especialmente ruidoso —ni de lejos parecido a un M16; que mata a las personas de un susto una fracción de segundo antes de que las balas los alcancen—, pero incluso así, cuando resulta ser que tú eres quien empuña la cosa y estás muy ocupado centrando la retícula en un eminente hombre de Estado europeo, tiendes a pensar en cosas como el ruido. En realidad, piensas en todo. Quieres que las personas miren en otra dirección por un momento, si no les importa. Saber, mientras aprietas el gatillo, que casi a un kilómetro de distancia, las tazas se detendrán en su camino a los labios, se alzarán las orejas, se enarcarán las cejas, y un «¿Qué coño ha sido eso?» bajará como un alud de unos cuantos centenares de bocas en una docena de idiomas envarará tu estilo durante esa infinitésima fracción de segundo. En el tenis lo llaman estrangular el golpe. No sé cómo lo llaman en los asesinatos. Probablemente, estrangular el disparo.

Desayuné fuerte, me harté de calorías ante la posibilidad de que mi dieta pudiese cambiar radicalmente en las próximas veinticuatro horas y continuase así hasta que mi barba se tornase gris, y después bajé a la sala de equipos en el sótano. Había una familia francesa que discutía acerca de quién eran los guantes, dónde había ido a parar la crema solar y por qué dolían tanto las botas de esquí, así que me senté en el banco más apartado que pude encontrar y decidí tomarme mi tiempo en reunir el equipo.

La cámara de Bernhard era pesada y molesta. Golpeaba dolorosamente contra mi pecho y parecía el doble de falsa de lo que era. El cerrojo y una bala los llevaba en una riñonera atada a mi cintura, y el cañón iba en uno de los bastones con el punto rojo en el mango, por si acaso no era capaz de notar la diferencia entre un bastón que pesaba sesenta gramos y otro que pesaba casi dos kilos. Había tirado las otras tres balas por la ventana del baño tras razonar que una bala bastaría, porque si no bastaba, me vería metido en un follón todavía más gordo, y me pareció que ahora mismo no me veía con ánimos de enfrentarme a un follón todavía más gordo. Desperdicié un minuto en limpiarme las uñas con la punta del gatillo, luego envolví cuidadosamente el pequeño trozo de metal en una servilleta de papel y me lo guardé en el bolsillo.

Me levanté, respiré hondo, y pasé junto a
la famille
camino del lavabo.

El hombre condenado vomitó el fuerte desayuno.

Other books

Sins of a Duke by Suzanne Enoch
Brighter Than the Sun by Darynda Jones
Muti Nation by Monique Snyman
Berlin Encounter by T Davis Bunn
Scar Girl by Len Vlahos
Clanless by Jennifer Jenkins
Zoo Station by David Downing
The Marriage Bed by Laura Lee Guhrke