Una noche de perros (13 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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No les había mencionado a los Woolf la llamada a mi apartamento y la desagradable voz norteamericana al otro extremo. «Estudios para graduados» podía significar cualquier cosa —incluso estudios para graduados—, y podía ser cualquiera la persona que llamaba. Cuando tratas con teóricos de las conspiraciones —y beso o no beso, era claramente con lo que trataba—, no tiene sentido aumentar sus entusiasmos con más coincidencias.

Habíamos salido del restaurante en un amigable estado de tregua. En la acera, Woolf me había apretado el brazo y me había aconsejado que fuese hasta el fondo y me decidiera, cosa que me sobresaltó violentamente porque no había dejado de mirar el trasero de Sarah mientras él hablaba. Pero en cuanto comprendí a qué se refería, le prometí que lo haría, y por pura cortesía le pregunté cómo podía ponerme en contacto con él si lo necesitaba. Él me guiñó un ojo y me dijo que él me encontraría a mí, cosa que no me interesaba en absoluto.

Por supuesto, había una razón extremadamente buena para no ponerme a malas con Woolf. Podía ser un inconsciente y un chalado, y su hija no ser más que un atractivo caso de camisa de fuerza, pero no podía negar que ambos poseían un cierto encanto.

Lo que intento decir es que habían tenido el detalle de poner una buena cantidad de dicho encanto en mi cuenta corriente.

Por favor, no me malinterpretéis. En un sentido general, no me importa mucho el dinero. Eso no significa que sea uno de esos tipos que trabajan gratis, ni nada por el estilo. Cobro por mis servicios, aunque no sean gran cosa, y me enfado cuando creo que alguien tiene una deuda conmigo. Pero, al mismo tiempo, creo que puedo decir con toda sinceridad que nunca voy detrás del dinero. Nunca he hecho nada que no haya disfrutado haciendo, al menos un poco, sólo por tener algo de pasta. Alguien como Paulie, por ejemplo —y me lo ha dicho él mismo infinidad de veces—, pasa la mayor parte de sus horas despierto ganando dinero, o pensando en la manera de ganarlo. Paulie puede hacer cosas desagradables —incluso cosas inmorales—, pero si al final se hace con un suculento talón, le importa un comino haber tenido que hacerlas.

Pero en lo que a mí respecta, sencillamente no soy así. Estoy hecho de otra pasta. La única cosa buena que le encuentro al dinero, el único aspecto positivo de algo que por todo lo demás es bastante vulgar, es que puedes usarlo para comprar cosas.

Y las cosas, en su conjunto, me gustan mucho.

Los cincuenta mil dólares de Woolf no iban a ser la llave de la felicidad eterna, lo tenía claro. No podía comprar una villa en Antibes, ni siquiera alquilar una por más de un día y medio. Pero, de todas maneras, no me venían mal. Me tranquilizaban. Tendría para tabaco.

Es más, si para disponer de esa tranquilidad tenía que pasar otro par de veladas en los capítulos de una novela de Robert Ludlum y ser besado periódicamente por una mujer hermosa, bueno, creo que podría soportarlo.

Era más de medianoche y había poco tráfico en el Embankment. El pavimento estaba seco y la ZZR necesitaba galopar, así que metí tercera, aceleré y repetí mentalmente algunas frases del capitán Kirk al señor Chéjov mientras el universo se reordenaba detrás de mi rueda trasera. Probablemente rozaba los ciento ochenta kilómetros por hora en el momento en que apareció a la vista el puente de Westminster, así que toqué un pelín los frenos y moví un poco el cuerpo para girar a la derecha. Los semáforos de Parliament Square cambiaron a verde y un Ford azul oscuro arrancó, cosa que me obligó a reducir un poco más la velocidad y abrirme para adelantarlo por la parte exterior de la curva. Cuando llegué a su altura, y mi rodilla derecha casi rozaba el pavimento, el Ford comenzó a abrirse hacia la izquierda, y yo me erguí para seguir una trayectoria más abierta.

En ese momento, creí sencillamente que no me había visto. Creí que era el típico mal conductor.

El tiempo es una cosa curiosa.

Una vez conocí a un piloto de la RAF que me relató cómo él y su navegador tuvieron que saltar de su carísimo Tornado GR1 a cien metros de altura sobre los campos de Yorkshire, por lo que él denominó «golpe de pájaro». (Esto, un tanto injustamente desde mi punto de vista, insinuaba que había sido culpa del pájaro; como si el pobre plumífero hubiese pretendido chocar de cabeza contra veinte toneladas de metal que viajaban en la dirección opuesta apenas por debajo de la velocidad del sonido, sólo por tocar las narices.)

En cualquier caso, la moraleja de la historia era que, después del accidente, el piloto y el navegador se habían sentado en la sala y habían hablado con los investigadores sin interrupción, durante una hora y quince minutos, sobre lo que habían visto, escuchado, sentido y hecho en el momento del impacto.

Una hora y quince minutos.

Sin embargo, la grabación de la caja negra, cuando finalmente la rescataron de entre los restos, demostraba que al tiempo transcurrido desde que el pájaro había entrado en la turbina hasta el momento en que la tripulación había saltado le faltaban un par de décimas para llegar a los cuatro segundos.

Cuatro segundos. Eso es bang, uno, dos, tres, aire fresco.

La verdad es que no me creí la historia cuando la escuché. Aparte de cualquier otra cosa, el piloto era un tipo canijo, con esos siniestros ojos azules que suelen tener las personas con un gran talento físico. Además, todas mis simpatías estaban con el pájaro de la historia.

Pero ahora me la creo.

Me la creo porque el conductor del Ford nunca giró a la derecha, y yo viví varias vidas, no todas ellas agradables y gratificantes, mientras él me sacaba de la carretera y me empujaba contra las rejas a lo largo de la Cámara de los Comunes. Cuando yo frenaba, él frenaba. Cuando yo aceleraba, él aceleraba. Cuando yo inclinaba la moto para girar, él seguía recto hacia la verja y me empujaba el hombro con el cristal de la ventanilla del pasajero.

Sí, podría hablar durante una hora seguida de aquella verja, y mucho más del momento en que me di cuenta de que el conductor del Ford no era en absoluto el típico mal conductor. En realidad, era un conductor excelente.

No era un Rover, y eso significa algo. Seguramente tenía una radio para situarlo en posición, porque nadie me había adelantado en el Embankment. El pasajero me miraba cuando me puse a su altura, y evidentemente no decía «Cuidado con el motorista», mientras el coche se me echaba encima. Llevaban dos retrovisores, cosa que nunca ha sido el equipamiento de serie en los Ford. También me dolían los testículos. Eso fue lo que me despertó.

Probablemente habrán visto en sus viajes que los motoristas no llevan cinturones de seguridad, lo que tiene un lado bueno y otro malo. El bueno es que nadie quiere verse atado a doscientos cincuenta kilos de metal muy caliente cuando resbalan por el pavimento. El malo es que, cuando frenas a fondo, la moto se para y el piloto no; sigue rumbo norte hasta que sus genitales se aplastan contra el tanque de combustible y lo ciegan las lágrimas, algo que le impide ver precisamente aquello por lo que frena en un intento por evitarlo.

Las rejas.

Aquellas rejas sólidas, perfectamente moldeadas, que no son moco de pavo. Rejas dignas de la tarea de rodear a la madre de los parlamentos. Rejas que, en la primavera de 1940, hubiesen arrancado para fabricar Spitfires, Hurricanes, Wellingtons, Lancasters, y aquel otro que tenía el plano de cola partido. ¿Era un Blenheim?

Excepto, por supuesto, que las rejas no estaban allí en 1940. Las habían puesto en 1987 para impedir que los locos libios interrumpiesen la actividad parlamentaria con doscientos cincuenta kilos de explosivos de gran potencia, cargados en el maletero de un Peugeot familiar.

Esas rejas, mis rejas, estaban allí para hacer un trabajo. Estaban allí para defender a la democracia. Habían sido fabricadas por artesanos llamados Ted o Ned, o posiblemente Bill.

Eran rejas para héroes.

Dormí.

Una cara. Una cara muy grande. Una cara muy grande con tan sólo la piel suficiente para cubrir una cara muy pequeña, por eso, todo en ella parecía tenso. La mandíbula tensa, la nariz tensa, los ojos tensos. Todos los músculos y los tendones de la cara sobresalían y se ondulaban. Parecía un ascensor repleto. Parpadeé, y la cara desapareció.

O puede ser que hubiese dormido una hora y la cara hubiera estado allí cincuenta y nueve minutos. Nunca lo sabré. En lugar de la cara sólo había un techo. Eso significaba una habitación. Eso significaba que me habían trasladado. Comencé a pensar en el hospital Middlesex, pero adiviné de inmediato que ésa era una pecera muy diferente.

Intenté flexionar distintas partes de mi cuerpo. Suavemente, sin atreverme a mover la cabeza ante la posibilidad de tener roto el cuello. Los pies parecían estar bien, aunque un poco lejos. Siempre que no estuviesen más allá del metro ochenta y siete, no me quejaría. La rodilla izquierda respondió a mi misiva a vuelta de correo, cosa que no estaba mal, pero no era el mismo caso con la derecha, hinchada y caliente. Habría que volver a mirarlo. Muslos. Izquierdo bien, derecho no tan bien. La pelvis parecía no tener grandes desperfectos, pero no lo sabría seguro hasta que no le cargase peso. Testículos. Ah, eso era otro cantar. No necesitaba cargarles peso para saber que estaban fatal. Había demasiados y dolían en exceso. El abdomen y el pecho apenas si conseguían un aprobado, y mi brazo derecho no funcionaba. Sencillamente no se movía. Tampoco el izquierdo, aunque sí que podía mover la mano, cosa que me permitió saber que no estaba en el pabellón William Hoyle. En estos tiempos, en los hospitales de la Seguridad Social no se andan con chiquitas, pero ni siquiera ellos acostumbran a atarte las manos a la cama sin una buena razón. Dejé el cuello y la cabeza para otro día, y me sumí en el sueño más profundo que puede conseguir un tipo con siete testículos.

La cara había vuelto, más tensa que nunca. Esta vez masticaba algo, y los músculos de las mejillas y el cuello destacaban como en un diagrama de la
Anatomía de Gray.
Había migas alrededor de los labios y de vez en cuando aparecía una lengua muy rosa para llevarse una a la cueva de la boca.

—¿Lang? —La lengua trabajaba ahora alrededor del interior de la boca, pasaba por las encías y fruncía los labios de una manera que, por un momento, creía que iba a besarme. Lo dejé esperar.

—¿Dónde estoy? —Me complació oír que mi voz sonaba con el tono de un tipo a punto de palmarla.

—Sí —dijo la cara. Si hubiese tenido la piel necesaria, creo que incluso habría sonreído. En cambio, se apartó de aquello que fuese donde yo yacía y oí abrirse una puerta. Pero no se cerró—. Está despierto —añadió la misma voz, muy alto, y la puerta siguió sin cerrarse. Eso significaba que quien controlaba la habitación también controlaba el pasillo. Si es que era un pasillo... Bien podía ser la pasarela a un transbordador espacial. Quizá me encontraba en un transbordador, a punto de dejar el mundo muy atrás.

Pisadas. Dos pares. Unas de goma, otras de cuero. Suelo duro. Las pisadas de cuero son más lentas. Cuero está al mando. Goma es un mandado, aguanta la puerta para que pase cuero. Goma es la cara. Cara de goma. Fácil de recordar.

—¿Señor Lang? —Cuero se había detenido junto a la cama. Si era una cama. Mantuve los ojos cerrados, con una leve mueca de dolor en el rostro.

—¿Qué tal se encuentra? —Norteamericano. Un montón de yanquis en mi vida, por lo que parecía. Debía de ser por la cotización del dólar.

Comenzó a moverse alrededor de la cama y oí el crujido del polvo debajo de las suelas. Luego olí el masaje. Demasiado fuerte. Si nos hacíamos amigos, se lo diría. Pero no ahora.

—Cuando era pequeño siempre quise tener una moto —dijo la voz—. Una Harley. Mi viejo decía que eran peligrosas. Así que cuando aprendí a conducir estrellé el coche cuatro veces en el primer año sólo para vengarme. Mi viejo era un capullo.

Pasó el tiempo. No podía hacer nada para impedirlo.

—Creo que tengo el cuello roto. —Mantuve los ojos cerrados y los estertores me salían redondos.

—¿Sí? Lo siento. Ahora hábleme de usted, Lang. ¿Quién es? ¿Qué hace? ¿Le gustan las pelis? ¿Los libros? ¿Alguna vez ha tomado el té con la reina? Hábleme.

Esperé hasta que volvieron los pies, y abrí los ojos lentamente. El tipo estaba fuera de mi campo visual, así que miré al techo.

—¿Es usted médico?

—No soy médico, Lang. Desde luego que no soy médico. Un hijo de puta es lo que soy. —Sonó una risita en algún lugar de la habitación, y adiviné que Cara de Goma seguía junto a la puerta.

—¿Perdón?

—Un hijo de puta. Eso es lo que soy. Es mi trabajo, es mi vida. Pero ahora toca hablar de usted.

—Necesito un médico. Mi cuello... —Las lágrimas manaron de mis ojos y las dejé manar. Me sorbí los mocos, me ahogué un poco, en su conjunto realicé una actuación excelente, aunque sea yo quien lo diga.

—Si quiere saber la verdad, su cuello me importa un carajo.

Decidí que nunca le diría nada de su masaje. Jamás.

—Quiero saber otras cosas —continuó—. Montones y montones de otras cosas.

Las lágrimas alcanzaron el nivel de diluvio.

—Escuche, no sé quién es usted, ni dónde estoy... —Quebré la voz e intenté despegar la cabeza de la almohada.

—Lárgate, Richie —ordenó la voz—. Sal a tomar el aire.

Llegó un gruñido desde la puerta, y dos zapatos abandonaron la habitación. Asumí que Richie iba con ellos.

—La idea es ésta, Lang. No tiene que saber quién soy, y no tiene que saber dónde está. La idea es que me cuente cosas, yo no le cuento nada.

—Pero ¿qué...?

—¿Ha escuchado lo que he dicho? —De pronto apareció otra cara delante de la mía. Suave, la piel limpia, y el pelo como el de Paulie: sedoso y peinado hasta un punto de perfección que resultaba ridículo. Rondaba los cuarenta, y probablemente se pasaba dos horas todos los días en la bicicleta estática. Sólo había una palabra para él: atildado. Me observó atentamente, y por la manera en que su mirada se demoró en mi barbilla, comprendí que tenía una herida razonablemente espectacular, cosa que me alegró un poco. Las cicatrices siempre son buenas para romper el hielo.

Finalmente, sus ojos se encontraron con los míos, y los cuatro se cayeron fatal.

—Bien —dijo, y se apartó.

Tenía que levantarse muy temprano por la mañana. La única justificación para el pestazo del perfume era que acababa de afeitarse.

—Usted se reunió con Woolf —dijo Acicalado—, y la chiflada de su hija...

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