Una noche de perros (8 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Pulsó un botón del intercomunicador y llamó a Ginny, que entró con una carpeta. Mientras Halkerston buscaba en la carpeta, me pregunté cómo podía Ginny mantener la cabeza erguida bajo el peso del maquillaje que le embadurnaba el rostro. Debajo de aquella capa quizá había una mujer bonita, o podía ocultarse Dirk Bogarde. Nunca lo sabría.

—Aquí está —anunció Halkerston—. No aparece el nombre de la persona, pero hay una firma. Offer, no, Offee. Eso es, T. Offee.

El despacho de Paulie estaba en Middle Temple; y recordé que, según había dicho, caía en algún punto cercano a Fleet Street, y acabé por encontrarlo gracias a la ayuda de un taxi. No es mi medio de transporte habitual, pero decidí que no había nada de malo en sacar un par de cientos de libras de mi dinero manchado de sangre para gastos.

Paulie se encontraba en el juzgado por un caso de atropello y fuga, haciendo su papel de freno humano en las ruedas de la justicia, así que carecí de un acceso inmediato al despacho de Milton Crowley Spencer. En cambio, tuve que someterme al interrogatorio del recepcionista sobre la naturaleza de mi «problema», y para cuando acabó me sentía peor que en las visitas a las clínicas de enfermedades venéreas.

Aunque tampoco es que hubiese visitado muchas clínicas de enfermedades venéreas.

Tras pasar por las pruebas preliminares, me abandonaron en una sala de espera con una montaña de números atrasados de
Expréssions
, la revista para los titulares de tarjetas American Express. Así que me senté y leí sobre carísimos pantaloneros de Jermyn Street, calcetineros de Northampton, y plantadores de sombreros en Panamá, de las probabilidades de que este año Kerry Packer ganase el campeonato de polo Veuve Clicquot que se disputaría en Smith's Lawn, y en general me puse al corriente de las grandes historias detrás de las noticias, hasta que apareció de nuevo el recepcionista y me miró con las cejas enarcadas.

Me hizo pasar a un gran despacho revestido en madera de roble, con estanterías minimalistas en tres de las paredes, y una hilera de archivadores de madera en la cuarta. En la mesa había una foto de tres adolescentes que parecían haber sido comprados por catálogo, y a su lado otra autografiada de Denis Thatcher. Reflexionaba sobre el hecho peculiar de que esas dos fotos mirasen hacia el exterior cuando se abrió una puerta interior y de pronto me encontré en presencia de Spencer.

Menuda presencia. Era una versión más alta de Rex Harrison, con los cabellos canosos, gafas para leer y una camisa tan blanca que parecía salida de un anuncio de lejía. No llegué a verlo poner en marcha el reloj cuando se sentó.

—Señor Fincham, lamento haberlo hecho esperar. Por favor, tome asiento.

Hizo un gesto que abarcó todo el despacho, como si me invitase a escoger, cuando en realidad había una única silla. Me senté, y de inmediato me levanté como impulsado por un resorte cuando la silla soltó un alarido de madera que se parte. Fue tan sonoro y tan agónico que me imaginé a los peatones que se detenían en la acera, miraban hacia la ventana y consideraban si debían llamar a la policía. Spencer no parecía haberlo oído.

—No recuerdo haberlo visto por el club —comentó con una sonrisa de lujo.

Me senté de nuevo, me mantuve impertérrito ante el rugido de la silla e intenté encontrar una posición cómoda que permitiese mantener una conversación más o menos audible por encima de los crujidos de la madera.

—¿Club? —repetí, y luego miré hacia abajo cuando él señaló mi corbata—. Ah, ¿se refiere al Garrick?

Asintió, sin perder la sonrisa.

—No, bueno, verá, no vengo a la ciudad con la frecuencia que desearía. —Hice un gesto con la mano que implicaba un par de miles de hectáreas en Wiltshire y una legión de labradores. Asintió de nuevo, como si pudiese imaginarse exactamente el lugar, y quizá dejarse caer para compartir la mesa la próxima vez que estuviese por la vecindad.

—¿En qué puedo ayudarlo?

—Es un asunto un tanto delicado... —comencé.

—Señor Fincham —me interrumpió cortésmente—, si alguna vez llega el día en el que reciba a un cliente y me diga que el asunto por el que necesita mi consejo no es delicado, colgaré la peluca de una vez para siempre. —Por la expresión de su rostro comprendí que debía considerarlo como una muestra de ingenio. Lo único que se me ocurrió pensar fue que probablemente me costaría treinta libras.

—Eso es reconfortante —respondí, en un pleno reconocimiento de lo divertido del chiste. Nos sonreímos amablemente—. La cuestión es que un amigo me comentó no hace mucho que había sido usted de gran ayuda al presentarle a algunas personas con unas capacidades poco habituales.

Siguió una pausa que ya me esperaba.

—Comprendo —dijo Spencer. La sonrisa se esfumó un poco, se quitó las gafas y subió la barbilla unos cinco grados—. ¿Puedo saber el nombre de su amigo?

—Prefiero no decirlo. Me comentó que necesitaba... algo así como un guardaespaldas, alguien dispuesto a realizar algunas tareas no muy ortodoxas, y que usted le había facilitado algunos nombres.

Spencer se echó hacia atrás en la silla y me observó, de la cabeza a los pies. Comprendí que la entrevista ya se había acabado, y que ahora intentaba decidir la manera más elegante de decírmelo. Al cabo de un rato, respiró lentamente por su aristocrática nariz.

—Es posible que haya malinterpretado usted los servicios que ofrecemos, señor Fincham. Somos una firma de abogados. Defendemos casos en los tribunales. Ésa es nuestra función. No somos, y creo que es aquí donde puede haber surgido el error, una agencia de empleo. Si su amigo quedó satisfecho, entonces, me alegro. Pero espero y confío que su satisfacción tuviese más que ver con la asesoría legal que con cualquier recomendación para la contratación de personal. —En sus labios, «personal» tuvo una connotación despectiva—. ¿No sería preferible que usted llamase a su amigo para obtener la información que necesita?

—Ahí está el problema. Mi amigo se ha marchado.

Otra pausa, y Spencer parpadeó lentamente. Hay algo curiosamente insultante en un lento parpadeo; lo sé, porque yo también lo empleo.

—Puede usted utilizar el teléfono de la recepción.

—No me dejó un número.

—En ese caso, señor Fincham, tiene usted un problema. Ahora, si me perdona... —Se acomodó de nuevo las gafas y se sumergió en la lectura de un legajo.

—Mi amigo buscaba a alguien que estuviera dispuesto a matar a alguien.

Otra vez gafas fuera, barbilla arriba.

—Vaya.

Una larga pausa.

—Vaya —repitió—. Eso ya es un acto ilegal en sí mismo y, por consiguiente, es del todo improbable que hubiese recibido asistencia alguna de un empleado de esta firma, señor Fincham.

—Me aseguró que se mostró usted muy predispuesto...

—Señor Fincham, le seré sincero. —La voz se había enfriado considerablemente, y me dije que sería divertido ver a Spencer ante un jurado—. Comienza a tomar cuerpo la sospecha de que quizá ha venido usted aquí en calidad de
agent provocateur.
—El acento francés era seguro e impecable. Tenía una finca en la Provenza, naturalmente—. No sé cuál puede ser el motivo —añadió—, ni tampoco me interesa. No obstante, declino decirle nada más.

—A menos que esté en presencia de un abogado.

—Que tenga usted un buen día, señor Fincham. —Gafas a su sitio.

—Mi amigo también dijo que usted se había ocupado de pagarle a su nuevo empleado.

Ninguna respuesta. Tenía claro que no recibiría más respuestas del señor Spencer, pero así y todo insistí:

—Mi amigo me dijo que usted firmó el ingreso de su puño y letra.

—Comienzo a estar cada vez más harto de las noticias de su amigo, señor Fincham. Se lo repito, que tenga usted un buen día.

Me levanté —la silla soltó un suspiro de alivio— y fui hacia la puerta.

—¿La oferta del teléfono sigue en pie?

Ni siquiera me miró.

—El coste de la llamada se añadirá a la factura.

—¿Una factura por qué? No me ha dado nada.

—Le he dado mi tiempo, señor Fincham. Si no desea emplearlo, eso es algo que sólo a usted le concierne.

Abrí la puerta.

—Gracias de todas formas, señor Spencer. Por cierto... —Esperé hasta que me miró—. En el Garrick comentan que hace usted trampas en el bridge. Les dije a los muchachos que no eran más que maledicencias, pero ya sabe cómo son estas cosas. Cuando a los muchachos se les mete algo en la cabeza... Me pareció oportuno que lo supiese.

Patético. Pero no se me ocurrió nada más.

El recepcionista intuyó que yo era una persona terriblemente non grata, y me advirtió, con muy malas pulgas, que recibiría una factura en los próximos días.

Le agradecí su amabilidad y me volví hacia la escalera. Al hacerlo, vi que alguien más seguía ahora mis pasos a través de los números atrasados de
Expressions
, la revista para los titulares de tarjetas American Express.

Los tipos bajos, gordos y de traje gris se cuentan por centenares de millares.

Los tipos bajos, gordos y de traje gris a los que han tenido sujetos por el escroto por debajo de una mesa en el bar de un hotel de Amsterdam se cuentan con los dedos de una mano.

Digamos que se cuentan con un dedo.

CINCO

Coge una brizna y arrójala al aire, así sabrás de qué lado sopla el viento.

John Selden

Para seguir a alguien, sin que él se entere de que lo estás siguiendo, no es necesario hacer las tonterías que se ven en las películas. Tengo una cierta experiencia en el seguimiento profesional, y mucha más en regresar de forma profesional al despacho y comunicar: «Lo hemos perdido.» A menos que tu presa sea sordo, cojo y casi ciego, necesitarás una docena de personas y unas quince mil libras en radios de onda corta para hacer un trabajo más o menos decente.

El problema con McCluskey consistía en que el tipo era lo que se conoce en la jerga como «un jugador», alguien que sabe que es un posible objetivo y tiene alguna idea de lo que debe hacer al respecto. No podía arriesgarme a acercarme demasiado, y la única manera de evitarlo era correr, demorarme en los tramos rectos, salir disparado cuando giraba en una esquina y detenerme a tiempo para evitar un encontronazo si se le ocurría dar marcha atrás. Nada de todo esto hubiese perturbado en lo más mínimo a un equipo profesional, por supuesto, porque habría descartado totalmente la posibilidad de que hubiese alguien más vigilándole la espalda que bien podía comenzar a preguntarse quién era aquel lunático que corría, se arrastraba y miraba escaparates.

El primer tramo fue bastante sencillo. McCluskey siguió por Fleet Street hacia la calle Strand, pero cuando llegó al Savoy, cruzó la calle y fue hacia el norte para entrar en Covent Garden. Allí perdió el tiempo en una miríada de tiendas, y dedicó cinco minutos a contemplar la exhibición de un malabarista delante de Actors' Church. Descansado, reanudó la marcha a paso enérgico hacia St. Martin's Lane, pareció que se dirigía a Leicester Square, y entonces casi me pilla cuando viró bruscamente al sur hacia Trafalgar Square.

Para cuando llegamos al final de Haymarket, sudaba a mares y rezaba para que cogiese un taxi. No lo hizo hasta que llegó a Lower Regent Street, y yo cogí otro después de una agonizante espera de veinte segundos.

Obviamente, era otro. Incluso el perseguidor aficionado sabe que no te subes al mismo taxi con la persona a la que persigues.

Me desplomé en el asiento trasero y le grité al conductor: «¡Siga a ese taxi!», y entonces me di cuenta de lo ridículo que resultaba decirlo en la vida real. Al taxista no se lo pareció.

—Dígame, ¿el tipo se acuesta con su esposa, o usted se tira a la suya?

Me reí como si fuese el mejor chiste de los últimos años, que es lo que se debe hacer con los taxistas si quieres llegar al sitio correcto por la ruta adecuada.

McCluskey se apeó en el Ritz, pero debió de decirle al conductor que esperara y mantuviese el taxímetro en marcha. Esperé tres minutos antes de decirle al mío que haríamos lo mismo, pero, al abrir la puerta, McCluskey apareció a la vista y de nuevo partimos en caravana.

Nos arrastramos por Piccadilly durante un rato, y después giramos a la derecha por unas callejuelas desiertas que desconocía totalmente. Éste era el territorio donde artesanos expertos confeccionaban a mano calzoncillos para los titulares de tarjetas de American Express.

Me incliné hacia adelante para decirle al chófer que no se acercase demasiado, pero ya había hecho esto antes, o lo había visto en la tele, y se mantuvo a una distancia prudencial.

El taxi de McCluskey se detuvo en Cork Street. Le vi pagar a su chófer y le dije a mi hombre que lo adelantase para dejarme doscientos metros más allá.

El taxímetro marcaba seis libras, así que paseé un billete de diez por la ventanilla y presencié un corto de quince segundos de «No estoy muy seguro de tener cambio», con el taxista 99102 en el papel principal; antes de bajarme y retroceder.

En aquellos quince segundos, McCluskey se había esfumado. Lo había seguido durante veinte minutos y ocho kilómetros, y lo había perdido en los últimos doscientos metros. Cosa, supongo, que me tenía muy merecido por ser ruin en la propina.

En Cork Street no hay más que galerías de arte, la mayoría con grandes escaparates, y no tardé en advertir que una de las cosas buenas de las ventanas es que no sólo puedes mirar al exterior, sino que también te permiten mirar al interior. No podía seguir aplastando la nariz en el cristal de todas y cada una de las galerías hasta dar con él, así que decidí arriesgarme. Calculé el lugar donde se había apeado McCluskey y probé con la puerta más cercana.

Estaba cerrada.

Me quedé allí con cara de tonto y la mirada puesta en el reloj, en un intento por decidir a qué hora abrirían las galerías si no era a las doce, cuando de la penumbra apareció una joven rubia con un salto de cama negro y quitó el cerrojo. Abrió la puerta con una sonrisa de bienvenida, y de pronto me vi obligado a entrar mientras mis ilusiones de hallar a McCluskey se esfumaban con cada segundo.

Con un ojo atento a la ventana, me sumí en la relativa oscuridad del local. Aparte de la rubia, no parecía haber nadie más, cosa que no me extrañó en cuanto vi las pinturas.

—¿Conoce a Terence Glass? —preguntó, al tiempo que me daba un catálogo y la lista de precios. Era una cosita muy mona.

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