Una noche de perros (7 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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—Me han autorizado para informarle de que su padre, en este momento, es objeto de una investigación de diversas agencias del gobierno de Estados Unidos, con la colaboración de mi propio departamento del Ministerio de Defensa. —Esto cayó al suelo, y no hicimos nada por recogerlo. O'Neal me miró fugazmente—. Depende de nuestra mutua decisión si acusamos al señor Lang, o si emprendemos cualquier otra acción que afecte a su padre o a sus actividades.

No soy un gran lector del rostro humano, pero incluso yo vi que esto le caía a Sarah como un jarro de agua fría. Su tez había pasado del gris al blanco.

—¿Qué actividades? ¿Por qué lo investigan? —Su voz sonó tensa. O'Neal parecía inquieto, y comprendí que lo aterrorizaba que ella se echase a llorar.

—Sospechamos que su padre —acabó por añadir— importa estupefacientes a Europa y Norteamérica.

El silencio era total y todos mirábamos a Sarah.

—Su padre es un narcotraficante, señorita Woolf.

Esta vez fue Sarah quien se rió.

CUATRO

Hay una serpiente oculta en la hierba.

Virgilio

Como todas las cosas buenas, y también todas las cosas malas, aquello llegó a su fin. Los clones de Solomon se llevaron a Sarah a Grosvenor Square en uno de sus Rover, y O'Neal pidió un taxi que tardó una eternidad en llegar y le dio más tiempo para burlarse de mis pertenencias. El verdadero Solomon se quedó para lavar las tazas, y después propuso que nos trasladásemos al exterior para disfrutar de una reconfortante ingesta de cerveza tibia.

Sólo eran las cinco y media y los pubs ya reventaban por las sisas con jóvenes trajeados y ridículos mostachos, ocupados en arreglar el mundo. Conseguimos encontrar una mesa en el bar El Cisne Con Dos Cuellos, donde Solomon hizo una estupenda interpretación de buscar calderilla en los bolsillos. Le dije que lo dedujese en la cuenta de gastos, y me replicó que lo sacase de mis treinta mil libras. Nos lo jugamos a cara o cruz y perdí.

—Os agradezco vuestra generosidad, amo.

—A tu salud, David. —Ambos bebimos con fruición, y encendí un cigarrillo.

Esperaba que Solomon hiciese alguna observación sobre los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, pero pareció contentarse con escuchar debatir a un grupo de agentes inmobiliarios sobre los sistemas de alarma antirrobo de los coches. Logró hacerme creer que ir allí había sido cosa mía, y no estaba dispuesto a aceptarlo.

—David.

—Señor.

—¿Esto es algo social?

—¿Social?

—Te pidieron que me sacaras a pasear, ¿verdad? Unas palmaditas en la espalda, emborracharme, averiguar si me tiro a la princesa Margarita...

Solomon se molestó al verme usar a la familia real en vano, que era precisamente por lo que la había usado.

—Se espera de mí que me mantenga cerca, señor —manifestó finalmente—. Me pareció que podría ser más divertido si compartíamos la misma mesa, nada más. —Pareció creer que había respondido a mi pregunta.

—¿Qué está pasando?

—¿Pasando?

—David, si vas a quedarte ahí sentado con los ojos desorbitados, repitiendo todo lo que digo como si hubieses vivido toda tu vida en la galería de los ecos, será una tarde muy aburrida.

Siguió una pausa.

—¿Una tarde muy aburrida?

—Cállate. Tú me conoces, David.

—Es cierto que tengo ese privilegio.

—Puedo ser muchas cosas, pero una de las cosas que definitivamente no soy es un asesino.

—Una larga experiencia en estos temas —bebió un buen trago de cerveza e hizo un chasquido con los labios— me ha hecho llegar a la conclusión, amo, de que, definitivamente, no todo el mundo es un asesino, hasta que se convierte en uno.

Lo miré por un momento.

—Ahora voy a maldecir, David.

—Si os place, señor.

—¿Qué coño se supone que significa eso?

La conversación de los agentes inmobiliarios había derivado al tema de los pechos femeninos, y se lo estaban pasando en grande. Al escucharlos, me sentí como si tuviese ciento cincuenta años.

—Es como con los dueños de perros —contestó Solomon—. «Mi perro es incapaz de morder a nadie», dicen. Hasta que un día, se oyen a sí mismos afirmar: «Pues nunca lo había hecho antes.» —Al mirarme apreció mi entrecejo fruncido en su justa medida—. Eso significa que nadie conoce realmente a nadie. Persona o perro. No los conoce de verdad.

Golpeé mi jarra contra la mesa como haría un hombre de verdad.

—¿Nadie conoce realmente a nadie? Oh, vaya, sí que estás inspirado. ¿Me estás diciendo que, después de pasar dos años prácticamente metidos cada uno en los calzoncillos del otro, no sabes si soy capaz de matar a un hombre por dinero? —Admito que comenzaba a alterarme un poco, y normalmente no me altero.

—¿Cree que lo soy? —preguntó Solomon, sin abandonar la sonrisa.

—¿Que si creo que si eres capaz de matar a un hombre por dinero? No, no lo creo.

—¿Está seguro?

—Sí.

—Entonces es un idiota, señor. He matado a un hombre y a dos mujeres.

Yo ya lo sabía. También sabía lo mucho que le pesaba.

—Pero no por dinero. No para cometer un asesinato.

—Soy un servidor de la Corona, amo. El gobierno paga mi hipoteca. Lo mire por donde lo mire, y créame que lo he mirado de muchas maneras, las muertes de esas tres personas ponen el pan en mi mesa. ¿Otra cerveza?

Antes de que pudiese decir algo, ya había cogido mi jarra y marchaba hacia la barra.

Mientras lo miraba abrirse paso entre los agentes inmobiliarios, comencé a pensar en los juegos de indios y vaqueros a los que Solomon y yo habíamos jugado en Belfast.

Unos días muy felices, salpicados con algunos meses desgraciados.

Había sido en 1986, y Solomon había sido reclutado, junto con otra docena de agentes de los servicios especiales de la Policía Metropolitana para reforzar a la temporalmente extenuada policía norirlandesa. Había demostrado rápidamente ser el único del grupo que valía el precio del pasaje, así que, acabado su servicio, algunos norirlandeses muy difíciles de complacer le habían pedido que se quedase para probar suerte con los para-militares lealistas, cosa que hizo.

Un kilómetro más allá, en un par de habitaciones encima de la Freedom Travel Agency, yo cumplía el último de mis ocho años en el ejército destinado a la rimbombante GR24, una de las muchas unidades de inteligencia militar que competían por el negocio de Irlanda del Norte, y probablemente todavía lo hacen. Mis camaradas oficiales eran casi todos antiguos alumnos de Eton, que llevaban corbata en el despacho y los fines de semanas volaban a los cotos de urogallos en Escocia, así que me encontré pasando cada vez más y más tiempo con Solomon, la mayor parte del mismo, sentados en coches con el calefactor estropeado.

Pero de vez en cuando nos apeábamos y hacíamos algo útil, y en los nueve meses que pasamos juntos vi a Solomon hacer muchas cosas valientes y extraordinarias. Había acabado con tres vidas, pero había salvado muchas docenas más, incluida la mía.

Los agentes inmobiliarios se burlaban de su gabardina marrón.

—Woolf es un mal bicho.

Íbamos por la tercera jarra, y Solomon se había desabrochado el primer botón. Yo hubiese hecho lo mismo de haber tenido uno. El pub se había vaciado un poco, ya que los parroquianos se marchaban a casa, donde los esperaban sus amantes esposas, o se iban al cine. Encendí mi enésimo cigarrillo del día.

—¿Por las drogas?

—Por las drogas.

—¿Algo más?

—¿Tiene que haber algo más?

—Pues sí. —Miré a Solomon—. Tiene que haber algo más, si de todo esto no se ocupa la brigada de narcóticos. ¿Qué tiene que ver con tu gente? ¿Es que escasea el trabajo y lo hacéis para justificar el sueldo?

—Jamás he dicho una palabra de esto.

—Por supuesto que no.

Solomon hizo una pausa, sopesó sus palabras y aparentemente encontró que algunas pesaban demasiado.

—Un hombre muy rico, un empresario, viene a este país y dice que quiere invertir aquí. El Departamento de Comercio e Industria lo obsequia con una copa de jerez y unos cuantos folletos de papel satinado, y el hombre pone manos a la obra. Les dice que fabricará una línea de componentes de metal y plástico, y ¿les parecerá bien que instale media docena de fábricas en Escocia y la región nordeste de Inglaterra? Un par de tipos de la Junta de Comercio se caen de culo y le ofrecen doscientos millones en subvenciones y un permiso de aparcamiento en Chelsea. No tengo muy claro qué es lo que vale más.

Solomon bebió un sorbo de cerveza y se secó los labios con el dorso de la mano. Estaba muy enfadado.

—El tiempo pasa. Se cobra el cheque, se construyen las fábricas, y suena un teléfono en Whitehall. Es una llamada de larga distancia, de Washington. ¿Sabemos que un rico empresario que fabrica cosas de plástico también trafica con grandes cantidades de opio procedente de Asia? Santo cielo, no, no lo sabíamos, muchas gracias por hacérnoslo saber, saludos para la mujer y los niños. Pánico. El rico empresario está sentado sobre una montaña de nuestro dinero y emplea a tres mil de nuestros ciudadanos.

En este punto, a Solomon parecieron acabársele las pilas, como si el esfuerzo de controlar su furia hubiese sido demasiado. Pero yo no podía esperar.

—¿Qué pasó?

—Que un comité de hombres y mujeres no muy sabios ponen a funcionar sus cabezotas para analizar posibles cursos de acción. La lista incluye no hacer nada, no hacer nada, no hacer nada, o marcar el teléfono de emergencias y preguntar por el agente Pérez. La única cosa que tienen clara es que no quieren hacer la llamada.

—¿Qué pinta O'Neal?

—Le encargan el trabajo. Vigilancia. Contención. Control de daños. El maldito nombre que más os guste. —Para Solomon «maldito» ya es lenguaje fuerte—. Nada de todo esto, evidentemente, tiene que ver con Alexander Woolf.

—Por supuesto que no. ¿Dónde está Woolf ahora?

Solomon consultó su reloj.

—En este momento, ocupa el asiento 6C de un 747 de Brittish Airways que vuela de Washington a Londres. Si tiene un poco de sentido común, habrá pedido ternera Wellington. Puede que prefiera el pescado, pero lo dudo.

—¿La película?


Coge el dinero y corre.

—Estoy impresionado.

—Dios está en los detalles, amo. Sólo porque sea un mal trabajo no significa que deba hacerlo mal.

Bebimos un poco más de cerveza en un amigable silencio. Pero tenía que preguntárselo.

—David.

—A vuestro servicio, amo.

—¿Te importaría explicarme qué pinto yo en todo esto? —Me miró con el comienzo de una expresión de «Dígamelo usted», así que me apresuré a continuar—: Me refiero a ¿quién lo quiere muerto y por qué quieren hacer que yo parezca el asesino?

Solomon se acabó la jarra.

—No sé el porqué, y en cuanto a quién, nos inclinamos por la CIA.

Durante la noche di algunas vueltas en la cama, y después algunas más, y un par de veces me levanté para grabar unos monólogos bastante idiotas sobre cómo iba todo en mi grabadora. Había cosas en todo este asunto que me preocupaban, y cosas que me asustaban, pero era Sarah Woolf quien continuaba apareciendo en mi cabeza y se negaba a marcharse.

No estaba enamorado de ella. ¿Cómo podía estarlo? Después de todo, sólo había pasado un par de horas en su compañía, y ninguna de ellas había sido en circunstancias especialmente relajantes. No, definitivamente no estaba enamorado de ella. Hace falta mucho más que un par de brillantes ojos grises y una seductora cabellera ondulada castaño oscuro para hacerme beber los vientos.

Hasta ahí podríamos llegar.

A las nueve de la mañana siguiente me anudé mi corbata del Garrick y me puse el blazer escaso de botones, y a las nueve y media pulsaba la campanilla en el mostrador de atención al cliente del National Westminster Bank en Swiss Cottage. No tenía ningún plan de acción claro, pero consideré que me levantaría la moral poder mirar a los ojos al director de la sucursal por primera vez en diez años, aunque el dinero que había en la cuenta no fuese mío.

Me hicieron pasar a una sala de espera y me sirvieron un café en un vaso de plástico que no se podía coger porque estaba hirviendo hasta que, en el espacio de una centésima de segundo, se enfrió tanto que era imbebible. Intentaba esconder el vaso detrás de un ficus cuando un niño de nueve años y cabellos rubios asomó la cabeza por la puerta, me hizo pasar y dijo ser Graham Halkerston, director de la sucursal.

—¿En qué puedo servirlo, señor Lang? —preguntó mientras se sentaba en su silla detrás de una mesa a juego con sus cabellos.

Me senté en mi silla con una pose que me pareció propia de un gran empresario y me acomodé el nudo de la corbata.

—Verá, señor Halkerston, es por un dinero que fue transferido hace poco a mi cuenta.

Miró una hoja que tenía sobre la mesa.

—¿Un ingreso hecho el siete de abril?

—El siete de abril —repetí lentamente, como si no quisiese confundirlo con otros ingresos de treinta mil libras que había recibido durante el mismo mes—. Sí, creo que es ése.

El imberbe asintió.

—Veintinueve mil cuatrocientas once libras con setenta y seis peniques. ¿Tiene intención de transferir el dinero, señor Lang? Porque podemos ofrecerle una gran variedad de productos de alto rendimiento que se adecuarían a sus necesidades.

—¿Mis necesidades?

—Sí. Fácil acceso, gran rentabilidad, medio punto más en un depósito a sesenta días, lo que prefiera.

No sé por qué, pero me resultaba curioso escuchar a un ser humano utilizar esas palabras. Hasta ese momento de mi vida, sólo las había leído en los anuncios.

—Estupendo —dije—. Estupendo. Por ahora, señor Halkerston, mis necesidades se reducen a que guarde usted el dinero en una habitación con una buena cerradura. —Me miró, desconcertado—. Me interesa mucho más conocer el origen de la transferencia. —Su expresión pasó de desconcertado a muy desconcertado—. ¿Quién me ingresó el dinero, señor Halkerston?

Me bastó una mirada para comprender que las donaciones no solicitadas no eran algo habitual en la vida bancaria, y pasaron unos segundos más de desconcierto, seguidos por un rebuscar entre hojas, antes de que Halkerston volviese al terreno de juego.

—El ingreso fue hecho en efectivo, así que no dispongo de un registro del origen. Si tiene la bondad de esperar unos segundos, buscaré la copia de la hoja de ingreso.

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