Una noche de perros (17 page)

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Fue un gran momento; uno que siempre recordaré. Sumábamos cinco, y sólo Glass y yo fuimos los únicos capaces de mantener las bocas cerradas. Mike fue el primero en hablar:

—Un momento. Usted es Glass. —Se volvió hacia mí con la más viva desesperación reflejada en el rostro. Una carrera de cuarenta años con una magra pensión y numerosos destinos en las Seychelles comenzó a desfilar delante de sus ojos.

—Lo lamento, eso no del todo cierto. —Miré el suelo para ver si había rastro de mi mancha de sangre, pero allí no había nada. Glass había sido muy rápido con el Vim, o había presentado una reclamación falsa.

—¿Algo no va bien, caballeros? —Glass había olido la animosidad en el aire. Ya bastante malo era que no fuésemos príncipes saudíes como para que, además, tampoco fuésemos compradores.

—Usted es el... asesino. El hombre que... —La rubia se esforzaba por encontrar las palabras.

—A mí también me alegra mucho volver a verla.

—Santo Dios —exclamó Mike, y se volvió hacia el Carl, que se volvió hacia mí.

Era un tipo grande.

—Lamento el malentendido —dije—. Pero ahora que están aquí, ¿por qué no aprovechan para marcharse?

El Carl comenzó a moverse hacia mí. Mike lo sujetó de un brazo, y después me miró con una expresión de sobresalto.

—Aguarde un momento. Si usted no es... quiero decir, ¿se da cuenta de lo que ha hecho? —Creo que el pobre se había quedado sin palabras—. ¡Dios!

Me volví hacia Glass y la rubia.

—Pueden estar tranquilos. No hay motivos para preocuparse, si es que en algún momento han llegado a preguntarse qué está pasando aquí. No soy lo que ustedes creen que soy. Tampoco soy lo que ellos creen que soy. Usted —apunté con un dedo a Glass— es quien ellos creen que soy, y con usted —apunté a la rubia— es con quien me gustaría hablar cuando todos los demás se hayan ido. ¿Está claro?

Nadie levantó la mano. Fui hacia la puerta para invitarlos a salir.

—Queremos la carpeta —dijo Mike.

—¿Qué carpeta? —repliqué.

—La de Estudios para Graduados. —En este punto, aún llevaba retraso. No podía culparlo.

—Lamento desilusionarlo, pero no hay tal carpeta, ya sea de Estudios para Graduados o de cualquier otra cosa. —La expresión de Mike no podía ser más compungida, y sentí verdadera pena—. Escuche —añadí, con la intención de hacerle las cosas más llevaderas—, me encontraba en un quinto piso, las ventanas tenían doble cristal, era territorio de Estados Unidos, y la única manera que se me ocurrió para salir de allí fue hablar de una carpeta. Me pareció que les interesaría.

Otra larga pausa. Los dientes de Glass comenzaron a castañetear, como si esta clase de cosas ocurriesen muy a menudo últimamente. El Carl se dirigió a Mike.

—¿Me lo cargo? —Su voz era sorprendentemente alta, casi de falsete.

Mike se mordió el labio inferior.

—La verdad es que eso no es decisión de Mike —señalé. Ambos me miraron—. Lo que quiero decir es que es cosa mía que me eliminen o no.

El Carl me midió con la mirada.

—Escuche, le seré sincero —proseguí—. Usted es un tiarrón, estoy seguro de que puede hacer muchas más flexiones que yo, y lo felicito. Este mundo necesita gente que haga flexiones; es importante. —Levantó la barbilla en un gesto belicoso. «Sigue hablando, tío.» Así que lo hice—. Pero pelear es otra cosa. Una cosa muy diferente en la que soy muy bueno. Eso no significa que sea más duro, más viril, ni cualquiera de esas tonterías. Sencillamente, es algo que hago muy bien.

Vi que el Carl no se sentía a gusto con la conversación. Lo más probable es que lo hubiesen educado en la escuela de «Te arrancaré la cabeza, etcétera», y únicamente supiera responder a eso, y solamente a eso.

—Lo que quiero decir —continué, con la mayor cortesía posible— es que, si quiere evitarse pasar vergüenza, lo mejor que pueden hacer es marcharse ahora y disfrutar de un buen almuerzo en alguna parte.

Cosa que, después de varios cuchicheos y miradas, acabaron por hacer.

Una hora más tarde estaba sentado a una mesa en un café italiano con la rubia, a la que me referiré de ahora en adelante como Ronnie, porque era así como la llamaban sus amigos, y aparentemente yo me había convertido en uno.

Mike se había marchado con el rabo entre las piernas, y el Carl, con una mirada de «Ya te pillaré, listillo». Yo le había respondido con un alegre gesto de despedida, pero la verdad es que no consideraría mi vida como un desastre si no lo volvía a ver nunca más.

Ronnie me había mirado con los ojos desorbitados durante mi versión resumida de los acontecimientos, donde había omitido a los cadáveres, y había reajustado la opinión que tenía de mí hasta el punto que ahora parecía considerarme como un tío cojonudo, cosa que era de agradecer. Pedí otros dos cafés y me recliné en la silla para recrearme en su admiración.

Ella frunció el entrecejo ligeramente.

—¿Sabes dónde está Sarah ahora? —preguntó.

—No tengo ni la menor idea. Puede que esté bien, y sencillamente no quiera asomar la cabeza por encima de la trinchera, o quizá esté metida en líos hasta el cuello.

Ronnie miró a través de la ventana. Me di cuenta de que apreciaba a Sarah, porque se tomaba su preocupación muy en serio. Entonces, repentinamente, se encogió de hombros y bebió un sorbo de café.

—Al menos no les diste la carpeta —comentó—. Eso ya es algo.

Esto, desde luego, es uno de los riesgos de mentirle a la gente: comienzan a no distinguir entre lo que es verdad y lo que no lo es. Supongo que no tiene nada de especial.

—No, me parece que no lo has entendido —le expliqué amablemente—. No existe tal carpeta. Les dije que había una porque sabía que primero lo verificarían antes de arrestarme, tirarme al río, o lo que sea que hacen con las personas como yo. Verás, la gente que trabaja en despachos cree en las carpetas. Las carpetas son importantes para ellos. Si les dices que tienes una carpeta, quieren creerlo, porque tienen mucha fe en las carpetas. —Yo, el gran psicólogo—. Pero mucho me temo que ésta, sencillamente, no existe.

Ronnie se irguió en la silla y un tipo avispado como yo comprendió que se había puesto nerviosa. Unos pequeños puntos rojos habían aparecido en sus mejillas. Una visión muy agradable.

—Sí que existe.

Sacudí la cabeza una vez para comprobar que mis orejas seguían donde las había dejado.

—¿Qué has dicho?

—Estudios para Graduados, la carpeta de Sarah. Yo la he visto.

DIEZ

Sin embargo, en nuestra vejez somos peores.

Chaucer

Quedé en encontrarme con Ronnie a las cuatro y media, cuando cerraba la galería y la atronadora estampida de clientes al encontrar barrado el paso se acomodaban para pasar la noche en la acera con sus sacos de dormir y los talonarios abiertos. No hice un gran esfuerzo por conseguir su ayuda, pero Ronnie era una jovencita animosa que, por algún motivo, intuía una combinación de buenas obras y emocionantes aventuras a la que no se podía resistir. No le mencioné que hasta el momento sólo había involucrado orificios de bala y escrotos machacados, porque no podía pasar por alto que podría ser extraordinariamente útil. Para empezar, ahora mismo carecía de un medio de transporte, y, en segundo lugar, he descubierto que a menudo pienso mejor cuando tengo a alguien cerca que piensa por mí.

Pasé algunas horas en la biblioteca Británica, dispuesto a averiguar todo lo posible sobre la Mackie Corporation of America. La mayor parte del tiempo la dediqué a descubrir cómo funcionaba el índice, pero en los últimos diez minutos antes de marcharme, conseguí hacerme con esta valiosísima información: que Mackie era un ingeniero escocés que había trabajado con Robert Adams en la fabricación de un revólver de percusión que ambos habían presentado en la Gran Exposición de Londres de 1851. No me molesté en tomar nota.

A falta de un minuto, encontré un aburridísimo libraco titulado
Las fauces del tigre,
del comandante (retirado) J. S. Hammond, donde se consignaba que Mackie había fundado una compañía que había crecido hasta convertirse en el quinto mayor proveedor de material de defensa para el Pentágono. Las oficinas centrales de la empresa se hallaban en Vensom, California, y en la última cuenta de resultados aparecían unas ganancias antes del pago de impuestos con más ceros de los que me cabían en el dorso de la mano.

De regreso a Cork Street, mientras serpenteaba entre los compradores de la tarde, oí los gritos de un vendedor de periódicos, y quizá por primera vez en mi vida llegué a entender lo que decía un vendedor de periódicos. Los demás transeúntes seguramente oían algo así como «Tipo tuerto por cristal de Murano», pero yo apenas necesité mirar el cartel para saber que decía: «Tres muertos en un tiroteo urbano.» Compré un ejemplar y lo leí mientras caminaba.

Se había puesto en marcha «una investigación policial a gran escala» tras el descubrimiento de los cuerpos de tres hombres que habían perecido como resultado de heridas de arma de fuego, en un edificio de oficinas abandonado en el corazón del distrito financiero de Londres. Los cuerpos, todavía no identificados, habían sido encontrados por el vigilante, señor Dennis Falkes, de cincuenta y un años de edad y padre de tres hijos, al regresar a su puesto después de una cita con su dentista. Un portavoz de la policía había declinado hacer comentario alguno sobre el motivo de los crímenes, pero aparentemente no había descartado un ajuste de cuentas por cuestiones de drogas. No había fotos; sólo un montón de relleno sobre el creciente número de muertes relacionadas con el narcotráfico que se habían producido en la capital en los últimos dos años. Arrojé el periódico a una papelera y seguí caminando.

Era obvio que Dennis Falkes había recibido su buen dinero de alguien. Lo lógico era suponer que Acicalado le había dado la pasta, así que, cuando Falkes volvió y encontró que su benefactor había pasado a mejor vida, no tuvo muchos incentivos para no llamar a la policía. Rogaba que, por su bien, la visita al dentista fuese cierta. Si no lo era, los polis le harían la vida extremadamente difícil.

Ronnie me esperaba sentada al volante de su coche delante de la galería. Era un TVR Griffith rojo fuego, con un motor de cinco litros y ocho cilindros en V, y un tubo de escape cuyo tronar se oía hasta en Pekín. No era precisamente el coche ideal para una discreta operación de vigilancia, pero (a), no estaba en posición de protestar, y (b), hay un indiscutible placer en montarse en un descapotable conducido por una mujer hermosa. Te hace sentir como si montases en una metáfora.

Se la veía muy animada, cosa que no significaba que no hubiese leído la noticia de los asesinatos. Incluso si lo había leído, e incluso si hubiera sabido que Woolf estaba muerto, no estoy seguro de que hubiese tenido demasiada importancia. Ronnie tenía aquello que solían llamar carácter. Siglos de crianza le habían dado sus pómulos altos y una pasión por el riesgo y la aventura. Me la imaginé con cinco añitos, saltando cercas de dos metros cuarenta con su poni llamado
Winston
y arriesgando la vida setenta veces antes del desayuno.

Sacudió la cabeza cuando le pregunté qué había encontrado en la mesa de Sarah en la galería, y después me atosigó a preguntas durante todo el trayecto hasta Belgravia. No oí ni una sola gracias al rugido del tubo de escape del TVR, pero asentí y meneé la cabeza cada vez que me pareció apropiado.

Cuando llegamos a Lyall Street, le grité que pasase por delante de la casa sin mirar nada más que la calle. Encontré una casette de AC/DC, la puse en el reproductor y subí el volumen al máximo. Era seguir el principio de que, cuanto más visible eres, menos visible eres. Puestos a elegir, yo diría que, cuanto más obvio eres, más obvio eres, pero ahora mismo iba bastante escaso de opciones. La necesidad es la madre del autoengaño.

Al pasar por delante de la casa de Woolf, me llevé la mano al ojo y me lo toqueteé un poco, lo que me permitió mirar la fachada con la máxima atención mientras aparentaba estar acomodándome la lentilla. Parecía vacía. Claro que tampoco podía esperar ver a unos tipos con estuches de violín en la escalinata de la entrada.

Dimos la vuelta a la manzana y le hice una seña a Ronnie para que aparcase a unos doscientos metros de la casa. Apagó el motor, y por unos momentos el silencio me hizo daño en los oídos. Entonces ella se volvió hacia mí y vi de nuevo las manchas rojas en sus mejillas.

—¿Ahora qué, jefe?

La verdad es que le había pillado el tranquillo al juego.

—Pasaré por delante y ya veremos qué sucede.

—Vale. ¿Yo qué hago?

—Estaría muy bien que te quedases aquí. —La desilusión se reflejó en su rostro—. Por si tengo que salir pitando —añadí, y su rostro se autoanimó.

Metió la mano en el bolso y sacó un pequeño envase dorado que me puso en la mano.

—¿Qué es esto?

—Un alarma antivioladores. Aprieta el botón.

—Ronnie...

—Llévatela. Si la oigo, sabré que necesitas al servicio de recogida.

La calle parecía tan vulgar como cualquier otra, algo notable, dado que todas y cada una de las casas valía más de dos millones de libras. Sólo el valor de los coches que estaban aparcados a ambos lados probablemente superaba el producto interior bruto de muchos países pequeños. Una docena de Mercedes, una docena de Jaguar y Daimler, cinco limusinas Bentley, un Bentley descapotable, tres Aston Martin, tres Ferrari, un Jensen, un Lamborghini.

Un Ford.

Azul oscuro, que miraba en la otra dirección, delante de la casa y en el lado opuesto de la calle, lo que explicaba por qué no lo había visto en la primera pasada. Dos antenas. Dos espejos retrovisores. Una abolladura en el guardabarros delantero. Una abolladura como la que dejaría la colisión lateral con una moto.

Un hombre en el asiento del pasajero.

La primera sensación fue de alivio. Si vigilaban la casa de Sarah, entonces era posible que fuese porque no tenían a Sarah, y la casa era su mejor alternativa. También cabía la posibilidad de que ya la tuviesen y sólo hubiesen enviado a alguien para que recogiese su cepillo de dientes. Si es que le quedaban dientes.

No tenía sentido preocuparse ahora por detalles nimios. Seguí caminando hacia el Ford.

Si alguna vez has asistido a alguna clase de teoría militar, es posible que hayas oído hablar de algo llamado el «bucle de Boyd». Boyd era un tipo que dedicó mucho tiempo a estudiar los combates aéreos durante la guerra de Corea y al análisis de las típicas secuencias de acontecimientos, para entender por qué el piloto A había podido derribar al piloto B, qué opinaba el piloto B al respecto, y cuál de ellos había comido gachas en el desayuno. La teoría de Boyd se basaba en la más absoluta perogrullada de que, cuando A hacía algo, B reaccionaba, A hacía otra cosa, y B reaccionaba de nuevo, y así sucesivamente, hasta formar un bucle de acción y reacción. El bucle de Boyd. Un bonito empleo si podías conseguirlo. Pero el momento «eureka» de Boyd, el que permitió que a día de hoy su nombre continúe sonando en las academias militares de todo el mundo, llegó cuando se le ocurrió que si B podía hacer dos cosas en el tiempo que normalmente hubiese empleado en hacer una, entonces «estaría dentro del bucle», con la consecuencia de que volverían a prevalecer las fuerzas del bien.

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