Cuando uno es nominado para el Oscar pero no lo recibe se dice lo siguiente: «El solo hecho de ser nominado ya es un gran honor.» Y desde luego lo es, pues quiere decir que uno ha sido juzgado poderoso y, como tal, elegido para hacer un voto al pueblo.
Cuando se revela el nombre del ganador se espera de él que se revele a sí mismo; que el gran honor que se le hace lo reduzca a la humildad o la confusión. Y, tras descender del estrado, se espera del ganador que dé muestras de un aturdido abandono o una discernible ambición. Cualquiera de las dos cosas sirve. Del mismo modo en que, de entre los cuatro o cinco nominados, cualquiera sirve.
Y cualquier ganador sirve. Vitorearemos a Nuestro Bando si vence y maldeciremos si pierde, ambas cosas son igualmente gratas. Y también es grato lo siguiente: los Oscar son un veredicto definitivo. Tienen un final, y —de manera comparable a la Cuaresma— marcan el fin de un período que a partir de ahora vuelve a comenzar de nuevo. Qué ceremonia más hermosa, y cuán halagador resulta que la sociedad haya elegido el Arte Cinematográfico para que le sirva de marco.
El velatorio nació probablemente como un intento de capturar unos últimos instantes el espíritu del fallecido. Luego surgió una función más importante: consolar al viudo o la viuda. Esta función es tan importante, tan poderosa (pues bendice a aquel que da y a aquel que recibe) que debe ser enmascarada. Del mismo modo, los Oscar comenzaron como una ceremonia interna de apreciación y se han convenido en El Gran Bar Mitzvah. Al igual que esta ceremonia más antigua, representan una demostración de sumisión a la voluntad de la Tribu.
Este rito anual de obediencia a la voluntad tribal es tan importante para quienes se hallan dentro de la industria del cine como para quienes están fuera de ella.
Tal como esa festividad inglesa en que los señores y los criados intercambian su ropa por un día, nuestra ceremonia sirve para recordar a los señores que existen límites, y que Dios no los ha condenado a un poder omnipotente. Durante tal día, los señores consiguen vivir brevemente en ese envidiado estado de «ser personas corrientes».
Los cineastas son llamados a someterse a juicio en la televisión y luego purificados, retenidos por unos instantes entre un período y el siguiente. Perdonados, absueltos si lo queréis, salen en tropel hacia el Governors' Ball en el hotel Beverly Hilton, donde comen pollo y bailan con las esposas de sus colegas. Lo mismo que en un banquete de entrega de premios de la industria automovilística en Detroit. Han servido al pueblo y ahora tienen derecho a relajarse.
Si yo tuviera un carácter exhortatorio sugeriría que devolviéramos el chismorreo y la filosofía a nuestros tribunales y Bert Parks a la elección de Miss Estados Unidos, y que borráramos de nuestro lamentable calendario el Día del Presidente.
Sin embargo, como Spengler nos recuerda, es posible que no hayamos elegido nacer en esta época desdichada, pero es que nadie nos lo preguntó. Tal como están las cosas, me siento agradecido por la existencia de los Oscar. En cuanto estadounidense, disfruto intensamente con el ritual; en cuanto miembro ocasional de la industria del cine, me enorgullece que mí grupo haya sido elegido para actuar como acólitos.
La novela
El buscavidas
está ambientada en un salón de Chicago llamado Benningtons, el centro mundial del billar.
El verdadero nombre del salón de Chicago era Bensinger's. La familia Bensinger era dueña de la Brunswick Corporation. Brunswick poseía, y quizá posee todavía, la patente de la palabra
pool
, que es un nombre comercial registrado para billares con troneras (o billar americano), y yo solía jugar al billar con troneras en el Bensinger's de Chicago.
El salón donde yo jugaba no era exactamente el mismo que fue inmortalizado en la novela. Una limpieza de posguerra en la zona central de Chicago erradicó a la mayor parte de las mujeres mundanas que allí residían, y el paso del ferrocarril se encargó del resto.
Cuando yo era un habitual, Bensinger's se había trasladado de la calle Randolph a la zona Norte, y el rótulo del salón rezaba Billares Clark and Diversey, pero la clientela, naturalmente, seguía llamándolo Bensinger's.
La sala abría, si la memoria no me falla, a las once de la mañana. Y era una hora magnífica para llegar allí, sobre todo en verano, cuando Chicago era un horno. Salía uno del fulgor y el calor retenido por el hormigón, bajaba un largo tramo de escaleras y desembocaba en una caverna penumbrosa.
En la caverna había cuarenta mesas de billar americano, seis mesas para billar a tres bandas, mesas de
snooker
, una sala aparte para exhibiciones, un bar y una cocina de comidas rápidas. Conque ahí estamos. Son las once de una mañana calurosa, cruzas las puertas de celosía y eres recibido por Bob Siegel, que era o no el propietario del lugar. Bob había sido cartero, y recordaba los nombres de todas las personas con las que se había cruzado.
Así que, tanto si habías frecuentado la sala todos los días desde antes del traslado como si sólo habías estado una vez diez años antes, cuando te veía entrar te saludaba por tu nombre y preguntaba: «¿Una mesa corriente?», y decías: «Sí», y él te entregaba la bandeja de las bolas, y decías: «Jugaré en la dieciséis», o el número de la mesa de la que estuvieras especialmente enamorado en ese período, y él asentía con la cabeza y tú echabas a andar hacia la mesa.
Entonces —y ahora viene la mejor parte— decías —por encima del hombro—: «¿Quieres enviarme a
John
con una taza de
café
, por favor?», y Bob respondía: «Desde luego». Así que sigues andando hacia la mesa dieciséis o la mesa diecisiete, al fondo del local Todo es pardo, la luz es parda, las mesas son pardas, los bancos de roble son pardos, el aire es pardo pero fresco. Y depositas tu libro, tu sombrero o tu periódico sobre el banco más cercano a la mesa, enciendes la luz de la mesa y echas las bolas sobre la mesa con un gesto preciso de las muñecas; si lo haces bien, apenas rebotan y no dañan en absoluto la superficie. Luego arrojas la bandeja vacía bajo la mesa y te sientas en el banco.
Ahora la cuestión es si vas a fumarte un cigarrillo mientras llega el café, y, naturalmente, decides que sí, de manera que enciendes tu Camel o tu Lucky, quizá el paquete está arrugado, quizá es el último cigarrillo que te queda de anoche. Lo enciendes y te encuentras en el Sitio Perfecto.
Aquí la gente viene a apostar, aquí la gente viene a beber, aquí la gente viene a pasarse los días en busca de habilidad, astucia, camaradería y dinero. Aquí no se viene a ser pomposo, impertinente o aburrido; a nadie se le excusará la responsabilidad de las apuestas que haga o la manera en que se comporte. Pero si alguien lo prefiere, puede elegir que lo dejen en paz.
Bien, ahí estoy enconándome con mi primer cigarrillo, o el efecto que me hiciera, refrescándome en la penumbra del sótano. Suenan los chasquidos de una partida de billar americano en otra mesa, junto a la entrada. John me trae el café y le digo: «Gracias». Me pregunta si quiero desayunar y le contesto: «Sí, gracias, dentro de un raro…»
Varios años más tarde, en los últimos años de vida del alcalde Daley, había un salón de billar llamado The Golden Eight Ball situado en la calle Rush, en Walton, y tenía música ambiental, y mesas de paño amarillo naranja, y estaba decorado. Allí podías encontrar a hombres de negocios y parejas jóvenes que habían salido a divertirse, y la cosa duró un par de años, y luego desapareció.
Como desapareció Bensinger's. A mediados de la década de 1970, el vecindario ascendió de categoría, y todos los bebés de la guerra necesitábamos algún lugar donde vivir, y así acabaron las cosas.
En la zona de Clark and Diversey, donde otrora un estadounidense podía pasarse una hora jugando al billar en verano y luego cruzar la calle y llegar en un instante al cine Parkway para ver dos películas por el precio, hasta las doce, de setenta y cinco centavos (el programa cambiaba tres veces por semana, increíble pero cierto), aparecieron tiendas de velas y restaurantes de nombre ingenioso, y el espléndido Century Movie Palace, con sus 3.500 butacas, fue destripado para albergar un centro comercial.
Bensinger's se trasladó de nuevo, calle abajo y al final de un tramo de escalera, encima de una tienda de discos. Había diez mesas y Bob Siegel no cesaba de disculparse porque aún no habían instalado la moqueta y uno tenía que pasarse el día entero pisando cemento.
Naturalmente, Bob aún no tenía instalada la moqueta cuando cerró el local, cosa de un año más tarde, y entonces ya no quedó sitio alguno al que ir.
De manera similar, en la Octava avenida de Nueva York, entre los espectáculos de chicas, se podía descender dos tramos de escalera, entrar en el salón de billares McGirr's y encontrar el mismo montaje, excepto el bar y la cocina; había gente que vendía droga, gente que vendía mercancías robadas y apostaba por teléfono a las carreras de caballos y, como de pasada, jugaba un poco al billar, y hacia 1980 también ellos cerraron Volvieron a abrir en la esquina de la calle Setenta y nueve con Broadway, donde ahora hay un almacén de alfombras. Lo que yo pregunto es: ¿dónde están los salones de billar? Y la respuesta es que han desaparecido.
Hay uno en la calle mayor de Gloucester, Massachusetts, y un día fui allí y le di al encargado una propina de cinco dólares para que desconectara los videojuegos durante una hora, con la intención de jugar al billar en paz. Cuando pasó la hora, los adolescentes de la sala le presionaron y no quiso renovar el trato, así que recogí mis cosas y me marché.
Antes había un salón de billar en el aeropuerto de Detroit, lo cual me pareció el servicio más civilizado que puedo imaginar en un aeropuerto, y muy avanzando. Tal vez aún siga ahí. Y hacia el sur del estado de Illinois había un salón de billar en el que en cierta ocasión me ganaron un montón de dinero mientras esperaba un tren que me sacara del sur del estado de Illinois.
Pero, básicamente, creo que debemos decir que han desaparecido.
La cuestión no era jugar al billar. Eso puede hacerse, hasta cierto punto, en los Centros Familiares de Billar que se ven desperdigados aquí y allí en los Suburbios de Hormigón. Y a ellos acuden los papás a pasar el rato con su prole. Pero los salones de billar no estaban para pasar el rato. La esencia de los salones de billar consistía en la intersección de dos Amores Estadounidenses: el Juego de Habilidad y la Estafa Rápida.
Los habituales del salón acudían a practicar sus habilidades, y los visitantes de paso eran los que les daban ocasión de practicarlas.
O sea que había que estar junto a un barrio de paso; había que estar en un barrio en transición; había que estar cerca del ferrocarril.
Bien, supongo que ese Estados Unidos ha desaparecido. Ya no reverenciamos la habilidad, y la estafa rápida del buscavidas del billar y del Primo y del Gancho. La estafa rápida, que florecía en una vida vivida en la calle y entre desconocidos, ha sido sustituida por la Gran Estafa de una vida desprovista de toda emoción.
De vez en cuando puedes ver en venta sólidas y viejas mesas de billar con patas de elefante procedentes de aquellos salones, restauradas, con hermosas troneras de cuero y un magnífico paño nuevo; y quizá tengas la fantasía de comprarlas e instalarlas en algún lugar, y eso es lo que le ha sucedido al país en general: hemos convertido los Estados Unidos en un Gabinete. ¿Dónde se podía estar más espléndidamente a solas que en aquellos viejos salones de billar? Podías pasarte el día allí sentado sin que te molestaran, excepto algún individuo que se acercaba esporádicamente para decirte: «¿Jugamos una partida a ocho bolas, pagando a medias?», y tú decías: «No», gracias a Dios, y podías quedarte allí todo el día.
Podías quedarte sentado y tomar tu café e ir a buscar el taco bueno de la casa que habías escondido detrás del ventilador (donde tenías que encontrarlo entre todos los demás tacos de la casa que codo el mundo escondía detrás del ventilador) y jugar un rato al billar.
Sí te entraba hambre, podías levantar la cabeza y John se acercaba y le pedías el desayuno y un
Daily News
, y quizá otro paquete de Camel.
Luego podías ir tranquilamente al bar, donde podías ver a los Cubs en el televisor (jugaban a tres calles de distancia) y tomarte una cerveza. Bob te llamaba: «¿Has terminado con la mesa, Dave?», y tú le respondías: «Sí, ya he terminado.»
Una noche, en la sala de exhibiciones, el señor Juan Navarro, presentado como el campeón mundial de billar, hizo un número interminable de carambolas, jugó con la mano izquierda e hizo una carambola
de una mesa a otra
. Una noche, en el tugurio de la calle Setenta y nueve, un amigo y yo ganamos al buscavidas local jugando a nueve bolas, y él nos hizo pasar a la trastienda, organizó una partida de dados y nos dejó a los dos limpios. Una noche gané a un tipo jugando a ocho bolas en un bar, y él pagó y luego me siguió a la calle, hasta que me di la vuelta y lo miré, y me di cuenta de que sólo estaba confuso.
Los mejores momentos eran de día; aquellas mañanas y tardes apartado del mundo en un salón de billar. «Que todo lo demás siga su curso», podías pensar. «Yo me he ido de pesca. No estoy localizable. Estoy en ninguna parte. Aquí nadie puede encontrarme.»
En veinte años de jugar al póquer he visto muy pocos malos perdedores.
El póquer es un juego de habilidad y azar. Jugar al póquer es también un ritual masculino y, la mayoría de las veces, los perdedores se muestran lo bastante apurados o lo bastante sensatos como para retirarse, si no con elegancia, al menos con presteza.
He visto muchos malos ganadores. La mayoría acaban por regresar a la realidad. El juego en sí les revela que son víctimas de un error esencial: han atribuido su éxito a la intervención divina.
El mal ganador celebra el buen sentido de Dios, que le manda cartas afortunadas, o bien la sabiduría de Dios, que lo hace —a él, el ganador afortunado— técnicamente superior a sus compañeros de mesa. En el primer caso, las cartas acaban por igualarse, y el jugador pierde; en el segundo caso, tanto la Divinidad como los jugadores acaban por hartarse de ser tratados con superioridad. La Divinidad responderá como quiera, pero los jugadores se retirarán de la mesa o mejorarán su nivel. En cualquiera de ambos casos, el mal ganador acabará por perder, y una vez más el orgullo habrá precedido a la caída.